lunes, 5 de marzo de 2001


ACTITUDES ÉTICAS
ANTE LA VIVISECCIÓN

La nuestra es una sociedad éticamente enferma, que considera mucho peor insultar a un ser humano que aniquilar a millones de seres animales inocentes, por motivos triviales, y en circunstancias que podríamos evitar sin que ello afectase en absoluto a nuestras necesidades primarias.

La realidad cotidiana nos muestra que la mayoría de la gente sigue viendo al movimiento de defensa animal como un ideal caprichoso, integrado por personas ociosas sin nada mejor que hacer en su tiempo libre. Esta visión deriva del sistema de valores que se ha ido formando en nuestra cultura a través de los siglos. Hemos acabado aceptando de forma natural que los animales son, en su mayoría, individuos-cosas que podemos utilizar a nuestro antojo, de la manera que creamos conveniente, sin que ello deba crearnos ningún conflicto moral. Así, nos los comemos tras haberlos sometido a una vida de privaciones y malos tratos, disparamos sobre ellos en nuestros ratos de ocio, o los torturamos públicamente bajo la excusa de conceptos abstractos como tradición o cultura.

Paralelamente a esta cruda realidad, buena parte de la sociedad manifiesta hoy el mismo recelo y hostilidad hacia los animalistas que proyectaría un entorno racista sobre quienes luchasen por la abolición de la esclavitud.

Se acepta de manera irreflexiva que la “cuestión de los animales” es un tema menor, caprichoso, y en todo caso siempre supeditado a los intereses humanos. La realidad es, sin embargo, muy distinta. De hecho, ninguna otra actividad humana genera tanto sufrimiento gratuito como la explotación de los animales, de tal forma que, en el hipotético caso de que consiguiéramos acabar con fenómenos tan devastadores como la violencia doméstica (malos tratos en el hogar), política (terrorismo, conflictos bélicos), cultural (mutilación genital femenina, racismo, homofobia) o jurídica (ajusticiamientos extremos, pena de muerte, cadena perpetua), tan sólo habríamos puesto fin a una pequeña parte de la violencia global que los humanos ejercemos sobre los demás. Aún quedaría intacta la que infligimos a los animales no humanos.
Esta no es una afirmación peregrina o efectista, sino el resultado de una valoración objetiva de los hechos, teniendo en cuenta factores como el número de individuos implicados o el grado de sometimiento que se ejerce sobre las víctimas.

Las áreas en las que maltratamos a ese colectivo zoológico ficticio al que denominamos “animales” son innumerables, y la agresión se lleva a cabo en terrenos tan dispares como el ocio, la alimentación, la moda, los espectáculos, el deporte o la investigación. Probablemente es este último el que genera mas controversia, incluso dentro del propio movimiento animalista, al ser presentado por quienes lo justifican como “un mal necesario”, en la medida en que resulta supuestamente imprescindible para el avance del conocimiento médico, y por tanto para el bienestar humano.

Al abordar esta cuestión, no debemos olvidar, sin embargo, que las diferentes áreas de explotación antes señaladas no son fenómenos aislados, sino diferentes manifestaciones de un mismo fenómeno: la desconsideración casi absoluta que desde el ámbito humano se muestra hacia el dolor y el sufrimiento ajeno cuando éste se produce mas allá del límite de nuestra especie. En la práctica, discriminamos arbitrariamente a los individuos no humanos respecto a nosotros mismos (homocentrismo), y hacemos lo propio entre ellos (especismo). Por eso consideramos aceptable el sufrimiento y la muerte de miles de cerdos, y condenamos enérgicamente el abandono de un perro.

La verdad es que nos encontramos ante un holocausto de proporciones gigantescas. La lucha animalista pasa por ser el movimiento de reforma moral mas importante que existe en la actualidad (y muy probablemente el mas significativo a lo largo de la historia de la humanidad), en la medida en que la consecución de sus objetivos evitaría una cantidad de dolor mayor que cualquier otro logro de tipo solidario.

Centrándonos en el área de la experimentación con animales, lo cierto es que mucha gente, incluso ajena a la filosofía animalista, asumiría que la prohibición de los zoos, la industria peletera, las corridas de toros o las carreras de galgos no afectaría en gran medida a nuestro bienestar, y que por tanto podríamos prescindir de esas “ofertas”. Pero, ¿qué sucede con la vivisección? ¿Tenemos que aceptar el trabajo de los investigadores como un deber desagradable pero necesario para nuestra salud? Lo cierto es que podemos aceptar dócilmente los mensajes amenazantes y al misto tiempo esperanzadores de la industria de la investigación, o analizar el fenómeno de manera global y mas crítica.

El primer error que suele cometer el gran público a la hora de abordar esta compleja realidad consiste en creer que la experimentación con animales tiene lugar única y exclusivamente en el área de la medicina y la farmacología. Pero la cruda realidad nos muestra que una parte significativa de los animales a los que se maltrata en pruebas de laboratorio se llevan a cabo en campos como el militar, el espacial, el de la cosmética o el industrial. Hacer sufrir y matar caballos para probar armas químicas y biológicas que posteriormente serán utilizadas para esos mismos fines en seres humanos resulta simplemente perverso. Someter a monos a crueles pruebas de descompresión para enviarlos al espacio, irritar deliberadamente los ojos de conejos con sustancias corrosivas, o envenenar ratas obli- gándolas a ingerir grandes dosis de aditivos alimenticios, son actos depravados difíciles de justificar, y tras los cuales se ocultan grandes intereses económicos. No es necesario poner demasiado énfasis para convencer a la gente de la inutilidad de estas prácticas.

Pero incluso cuando entramos en el terreno de la investigación médica, nos encontramos con numerosas situaciones tan absurdas como obscenas. Las pruebas sobre drogodependencias o las que se realizan en el campo de la psicología son tan sólo algunos de los ejemplos mas inmorales. ¿Qué información podemos obtener de convertir roedores sanos en alcohólicos, o de obligar a monos a inhalar humo hasta provocarles cáncer, que no obtengamos de la ingente cantidad de datos que nos ofrecen a diario los miles de personas aquejadas de estas dolencias en la consulta del doctor? ¿Qué nos puede enseñar el hecho de inducir conscientemente a la depresión a un bebé mandril al que se le arrebata de la madre? ¿Acaso no hay ya suficientes enfermos mentales humanos de los que obtener conocimientos realmente valiosos? Estas realidades son tan delirantes y obscenas como parecen.

Vemos, por lo tanto, que, en buena medida, las pruebas dolorosas con animales se llevan a cabo en campos que no aportan nada al bienestar humano. En realidad, tan solo una parte, y no la más importante, tiene lugar en campos que podrían estar en teoría justificadas éticamente. ¿Realmente lo están?

Como otros muchos fenómenos de violencia humana unilateral, este puede abordarse desde un prisma ético o científico-técnico. Si bien, en pura teoría, podemos hacerlo exclusivamente desde éste último, los animalistas creemos que tener en cuenta el primero es no solo imprescindible, sino prioritario.
Entre otras muchas, la ideología animalista se inspira en la idea de que no existe lo que podríamos llamar un sufrimiento “humano” y otro “animal”. Tan sólo existe el sufrimiento. La terrible experiencia del dolor. Y esta percepción resulta tan indeseable para unos como para otros. Aquí la especie poco tiene que ver. Aceptando este hecho incuestionable, debe entenderse que el mismo grado de padecimiento ajeno debería tener por nuestra parte la misma consideración teórica. Aceptar como mas deseable el dolor de un conejo que el de un ser humano, es tan injusto como aceptar lo mismo entre personas negras y blancas, niños y adultos, pobres y ricos, o mujeres y varones. Podemos poner en práctica la discriminación que deseemos, pero cualquiera de ellas será injusta. Por ello, entendemos que, analizado moralmente, la salud y el bienestar individual es tan importante para nosotros como pueda serlo para un perro, un pez, o una rana.
No debemos olvidar que aún en el hipotético caso de una cierta eficacia de la vivisección, estaríamos ante un mero intercambio de “dolor por dolor”.

Pasando al terreno de lo científico-técnico, y prescindiendo de cuestiones ético-morales, incluso el más entusiasta vivisector aceptará como válida la teoría de que, si queremos obtener datos realmente significativos sobre una enfermedad concreta, deberemos estudiar los modelos más próximos al hecho que nos interesa. Esperar obtener informaciones válidas de inocular artificialmente cáncer de próstata a mujeres esperando averiguar algo con lo que poder curar esta dolencia en los hombres, es tan absurdo como anticientífico.

Las variables que entran en juego en el desarrollo de una patología incluyen factores ambientales, sociales, y en gran medida individuales, de manera que ante una situación idéntica, los resultados son muy diferentes, cosa que ya sabíamos porque todos conocemos personas ancianas fumadoras que gozan de excelente salud, mientras otras fallecen de cáncer de pulmón en plena juventud.

Conviene recordar que la mayoría de las pruebas consisten en recrear situaciones. Efectivamente, las enfermedades que desarrollan los animales en los laboratorios son inoculadas por humanos deliberada y artificialmente a individuos en principio sanos, a pesar de que la dolencia original humana se desarrolló durante décadas en condiciones que nada tienen que ver con los modelos experimentales.

La diferencia interespecífica resulta casi siempre insalvable, de tal forma que una sustancia inocua para nosotros puede matar a los gatos y otras que utilizamos como tranquilizantes, a ellos les excitan.

Aunque, naturalmente, el fenómeno es mucho más complejo y en el intervienen factores económicos, culturales y políticos, se puede afirmar que la vivisección es hoy un fraude científico y una aberración ética inaceptable. Su justificación teórica se sustenta sobre la creencia de que sólo poniéndola en práctica mejoraremos nuestro grado de bienestar. Pero el secreto de la buena salud no está tanto en los asépticos laboratorios, sino en aplicar un elemental sentido común y utilizar de forma eficaz toda la información obtenida de la observación y la experiencia de siglos, que no requieren además el sufrimiento de seres inocentes.

Tan sólo una pequeña parte de los medicamentos comercializados (tras causar un gran daño a seres inocentes) son realmente importantes para nosotros. Y la realidad es tozuda respecto a las causas de la mayoría de nuestros problemas de salud: unos hábitos de vida incorrectos, que además sabemos como corregir. Una alimentación mas racional, hacer ejercicio, evitar el estrés, no ingerir sustancias nocivas conscientemente y otros pequeños secretos por todos conocidos, son más efectivos que cualquier otra cosa. Sirva como ejemplo especialmente revelador que el tabaquismo causa más sufrimiento y número de muertes que el SIDA o que algunos tipos de cáncer.

Tras conocer estas evidencias, resulta egoísta e injusto que queramos obtener lo mejor de nuestros vicios y actitudes irresponsables, mientras involucramos paralelamente a seres inocentes para tratar de contrarrestar los efectos nocivos de nuestra conducta.

La vivisección es hoy una manifestación mas, sólo una mas, de la situación del estado de sometimiento masivo a individuos indefensos (animales no humanos) que jamás haya existido.
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© marzo 2001
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