miércoles, 19 de febrero de 2003


DE ABANDONOS
Y OTRAS CANALLADAS
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Incluso aquellas personas para quienes la sensibilidad hacia el sufrimiento animal no representa una cuestión prioritaria (tal vez ni siquiera importante), recordarán el cartel en el que un perrazo, en medio de una carretera, nos miraba acusador hace década y media, acompañado del lema “Él nunca lo haría”.
Aquella exitosa campaña publicitaria nos hizo albergar esperanzas respecto a uno de los comportamientos humanos más mezquinos y cobardes: el abandono de nuestros animales. Realmente parecía obvio que, a partir de entonces, la costumbre de dejar a su suerte al Toby de turno estaba condenada a desaparecer. Cometimos una dolorosa equivocación.

El pasado año la cifra de abandonos no fue significativamente distinta a la que se producía a comienzos de los ´80. Estableciendo una comparación con aquella época, la sensibilidad social hacia los animales que hemos elegido como compañeros (conocidos coloquialmente con la egoísta etiqueta de “animales de compañía”) ha aumentado. Los gatos y perros que tienen la suerte de tener un hogar y que ven cubiertas sus necesidades básicas, tanto físicas como emocionales, llevan sin duda una existencia plena. Y, sin embargo, paralela a esta prometedora realidad, convive en cruel armonía la estadística de los cuatro animales diarios que son sacrificados cada día en Gasteiz, por la sencilla razón de que nadie quiere hacerse cargo de ellos. Se trata de animales en muchos casos jóvenes, sanos, rebosantes de energía, dispuestos a compartir sus afectos y alegrías con el primero que pase a su lado, pero que sufrieron la fatalidad de vivir con un miserable que acabó entregándolos al Centro de Protección de Armentia (curioso eufemismo para un lugar que en la actualidad no pasa de ser un simple centro de exterminio).

¿Qué ha sucedido? ¿Cómo se puede conjugar esa mayor sensibilidad de la ciudadanía con los demoledores datos de abandonos y sacrificios? Parte de la respuesta podemos hallarla en la concepción mercantilista que todo lo impregna, y que ha alcanzado, como no, también a los animales. Nuestra idea del Estado del Bienestar nos induce a adquirir perros y gatos de raza, a pagar cifras astronómicas a profesionales cuyo único interés empieza y acaba donde lo hace la rentabilidad del negocio. Los consumidores que actúan de esta manera no pueden ser tildados de crueles, pero sí de poco reflexivos, cuando no directamente de egoístas. Cada vez que se paga dinero por un animal de compañía (aceptemos el término por cuestiones prácticas) se condena a otro a la miseria, al sufrimiento y, con toda probabilidad, a la muerte.
Un segundo factor que aporta luz al fenómeno del abandono lo encontramos en la frívola costumbre de hacer procrear a nuestros animales por simple capricho. A menos que obedezca a cuestiones terapéuticas, tal comportamiento constituye una grave irresponsabilidad moral, a tal punto que, si sumásemos los animales que cada año nacen como consecuencia de una adquisición comercial o de apareamientos inducidos, comprobaríamos que constituyen buena parte del problema. Si en lugar de decantarnos por una de estas dos opciones tomásemos la decisión de adoptar un animal necesitado, el fenómeno se vería reducido a la mínima expresión. La realidad se nos muestra tozuda en este aspecto, y comprobar que es así y no de otra forma produce una sensación intermedia entre la rabia y el desencanto, máxime si tenemos en cuenta que estamos hablando de nuestros animales favoritos, en el caso concreto de los perros, a los que incluso hemos otorgado el título oficioso de “mejor amigo del hombre”.

La lista de atrocidades a los que sometemos a los animales emocionalmente más cercanos es interminable. Un abanico de miserias que produce náuseas. Muchos galgos acaban colgados de un pino cuando ya no corren lo suficiente tras la liebre, o son vendidos a laboratorios que todavía les exprimirán su último aliento. Millones de perros permanecen atados de por vida, condenados a la eterna frustración de una cadena y de un entorno apestoso. Alguien dijo que si quisiéramos hacer algo especialmente perverso a un perro, no lo mataríamos a palos; lo mantendríamos atado a perpetuidad. Hasta los veterinarios utilizan una expresión mediante la que se refieren a ellos como “perros de puerta”. Ni siquiera la mutilación ritual de los del albergue de Reus fue motivo suficiente para que nuestros políticos se decantaran por un endurecimiento de las penas. Postura que sí adoptan ahora, unilateralmente, a pocos meses de las próximas elecciones, en una decisión que resulta muy difícil no identificar con la típica triquiñuela electoral. La Administración permite el abandono legal en los Centros de Acogida. Usted mismo tiene la posibilidad de dejar mañana al gato con el que ha compartido los últimos doce años, y nadie le preguntará nada. Se vuelve a su casa moralmente lleno de mierda, pero con la seguridad de que puede seguir con su vida como si nada hubiera sucedido.
Cada día surgen nuevas modalidades de las que, en algún grado, hacemos víctimas a nuestros animales de compañía. Las aparentemente inofensivas carreras de trineos exponen a sus protagonistas a un esfuerzo límite, dentro de un marco en el que la competición y la obsesión por ganar imponen sus propias reglas. Quien no rinde al máximo, es retirado del circuito. Lo que en este contexto significa “retirado”, es algo que dejo a la pericia intelectiva del lector. Conozco a uno de estos perros al que solo la paciencia infinita de su compañero humano ha devuelto, tras varios años, un mínimo equilibrio emocional y la consiguiente capacidad para disfrutar de la vida. Y qué decir de los gatos, quienes parece que jamás se van a liberar del estigma ancestral que les atribuye todo tipo de maldades. Una rápida visita a las páginas animalistas de la red se torna en un viaje al infierno: gatos escaldados, mutilados, asesinados, abandonados. Se trata de animales tan fieles a su entorno afectivo que difícilmente se adaptan a uno nuevo, por lo que el porcentaje de los que encuentran un nuevo hogar es mínimo.

Así las cosas, parecería que poco más se puede añadir a la colección de mezquindades que arrojamos sobre, por ejemplo, los perros. Nos equivocamos otra vez. Además de todo lo expuesto, aún se les puede satanizar, como han hecho los medios de comunicación a raíz de algunos lamentables sucesos en los que animales concretos han agredido a personas, en algunos casos con fatales consecuencias. Se trata, sin embargo, de circunstancias puntuales, en las que el comportamiento del animal está supeditado a un dueño irresponsable, que ve al perro no como su compañero, sino como un elemento intimidatorio.
Los medios informativos, condicionados tal vez por el techo que establece la competencia, se lanzaron a la busca y captura de cualquier noticia que tuviera como protagonistas un perro y una persona mordida, dando como resultado la creación de un estado de psicosis ficticio pero devastador. Cientos, probablemente miles de perros cuyo único delito era pertenecer a una raza determinada, fueron abandonados por sus dueños, convencidos de que tenían en casa un asesino en potencia que tarde o temprano acabaría con toda la familia. Como era de esperar, el gobierno aprobó raudo la normativa de turno, a modo de blindaje moral ante futuros reproches de los ciudadanos, de los que a partir de ahora se podrá zafar con un lacónico “nosotros ya hemos hecho lo que estaba en nuestras manos, el resto es casuística”.

Aunque la gente asocia el acto de abandonar animales con aquellos a los que emocionalmente estamos más unidos, la visita a un centro de acogida nos mostrará que casi cualquier especie es susceptible de ser víctima de la crueldad humana: burros, cabras, caballos... Cualquier ente zoológico que sobreviva bajo la tutela humana puede pasar a engrosar esta macabra lista. Por eso, no sería justo terminar esta exposición sin mencionar los que podríamos llamar “abandonos olvidados”, y cuyos protagonistas vienen de otra situación en la que también son tratados como meras mercancías. Se trata de los animales considerados “exóticos”. Adquiridos en un acto irreflexivo y muchas veces extravagante, serpientes, ratones, aves de todo tipo, tortugas, arañas, ranas y un sinfín de seres cuyo principal atractivo radica en no pertenecer a especies comunes, acaban sus días en el cubo de la basura tras sufrir una lenta agonía, en el retrete (no hay nada como tirar de la cadena para hacer desaparecer el problema), o abandonados en el medio natural, donde con toda probabilidad se creará un desequilibrio ecológico del que se responsabilizará después a esos mismos animales, y a los que la administración mandará eliminar tras colocarles la etiqueta de “especies invasoras” y presentarlos en sociedad como auténticos monstruos.

En nuestras manos está que el holocausto diario que sufren millones de animales acabe convirtiéndose en una vergüenza del pasado.
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© febrero 2003
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