martes, 2 de marzo de 2004


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TERAPIA CON ANIMALES

Se asume por defecto que, cuando hablamos de “medicinas alternativas”, nos referimos a aquellos métodos que se salen en alguna medida de las vías convencionales y aceptadas por la comunidad de expertos. Sin embargo, resulta revelador que bajo este epígrafe no suelan incluirse aquellas terapias basadas fundamentalmente en la utilización de las emociones. En este sentido, los entendidos en la materia se rindieron hace ya mucho tiempo a la evidencia de que un entorno afectivo adecuado aporta con frecuencia mucho más que toda la batería de fármacos a la que nos tienen acostumbrados.
Pues bien, si admitimos que el factor emocional resulta decisivo a la hora de superar con éxito determinadas dolencias, tal asunción incorpora automáticamente a los animales como parte de esta realidad.

En sí, el empleo consciente de animales como vectores terapéuticos es una especialidad relativamente reciente, pero que ha adquirido un importante auge en las últimas décadas dentro de diversas disciplinas científicas, especialmente en el caso de la psicología clínica.
Consecuencia de todo ello es que algunas instituciones han acabado orientando buena parte de su labor al desarrollo de programas cuya finalidad es la de contribuir a conseguir mejoras tanto físicas como psíquicas en pacientes aquejados de muy diferentes patologías, así como la de acelerar y favorecer su reinserción social.
Cada vez es más frecuente que lo que los entendidos denominan Terapia Asistida por Animales de Compañía (TAAC) forme parte de programas oficiales, y sea de gran ayuda en realidades como el Síndrome de Down, enfermedad Alzheimer, o cuadros de autismo. De la misma forma, parece que se han mostrado como elementos de apoyo importantes a la hora de paliar episodios de ansiedad en ancianos solitarios, reclusos, o menores en proceso de reeducación. En estos dos últimos casos, se trata de reforzar la autoestima y el sentido de la responsabilidad, constatándose una mejora en las relaciones entre internos y de éstos con los educadores.
La presencia de animales de compañía (generalmente perros, pero también gatos) en residencias de la tercera edad dota a la vida cotidiana de sus residentes de un mayor sentido, disminuye su estrés y alivia los procesos depresivos. Además, parece que los animales actúan como hilo conductor en las relaciones sociales, y constituyen un elemento clave a la hora de ampliar sus círculos de amistades.
La incorporación de determinados animales en programas para niños con problemas comportamentales es frecuente, actuando como catalizadores, y son de gran ayuda en cuanto a la realización de diagnosis.

Pero, a pesar de todo, e independientemente de los beneficios (evidentes, a lo que parece) que reporte la utilización de determinados animales en situaciones como las aquí descritas, para una ideología como la animalista, se trata de una situación que, cuando menos, plantea una serie de dilemas éticos que deben ser abordados con objetividad y al mismo tiempo con grandes dosis de mesura.
Parece claro que, en el contexto en el que nos movemos, los animales son empleados como meros recursos a nuestra disposición, lo que, como en tantas otras situaciones, los reduce a simples objetos que los humanos (por razones que tienen que ver más con nuestra naturaleza egoísta que con argumentos sólidos) creemos tener a nuestra disposición en todo momento. Por otra parte, no debería resultarnos difícil llegar a la conclusión de que, en determinadas ocasiones, ambas partes (animal y humana) pueden verse beneficiadas de estas realidades. En tales casos, ¿cómo criticarlo? De hecho, desde ATEA creemos que, aportando la honestidad adecuada por nuestra parte, determinadas iniciativas no merecen otra cosa que el elogio. Si todos ganan, se trata sin duda de una situación cuasi idílica.

Pero la realidad se nos muestra algo menos glamurosa que la que se nos quiere vender desde los sectores interesados económica y publicitariamente en la existencia de la zooterapia. Así, leer con cierto espíritu crítico algunos artículos sobre la utilización de animales en centros penitenciarios puede constituir un buen ejemplo. No conseguir “el éxito deseado” puede querer decir algo tan sencillo como que los reclusos consideraron el programa una cursilería, y estamparon a los cachorros contar la pared para hacérselo saber a los monitores. Todos los logros conseguidos con un niño autista pueden quedar truncados cuando, en una inocente expresión de cariño hacia su nuevo amigo, acabe partiéndole la columna al conejo con el que tan estrecha relación mantenía, y que será sustituido rápidamente por otro, para no echar por tierra los buenos resultados del programa. Los rimbombantes reportajes sobre la materia que nos regalan las revistas dominicales no suelen aportar datos sobre qué sucede con los animales “adoptados” por una comunidad de ancianos cuando la residencia se cierra por motivos económicos, o en qué situación quedan si se traslada a un lugar mejor, en el caso de las familias de gatos a los que alimentan. En la tradicional visita al zoológico o al circo, a los niños con problemas no se les explica que, en realidad, se trata de prisioneros que están encerrados sin tener culpa de nada, a los que inflige castigos físicos dolorosos para conseguir que se comporten de la manera en que lo hacen sobre la pista. Educativamente, ofrecer una versión edulcorada de esta brutal realidad constituye un verdadero fraude didáctico. Estoy convencido de que pocas de las personas que lean este artículo han pensado alguna vez en qué futuro les aguarda a los perros lazarillo que, por su edad, ya no pueden aportar a su tutor las prestaciones para las que le fue cedido, tras pasar por diferentes etapas “formativas”, y después de toda una vida de frustraciones y aburrimiento.
¿Y qué decir de algunos intentos (afortunadamente residuales) de convertir los centros de recuperación de animales silvestres en burdos zoos para el esparcimiento? Esta realidad se nos muestra como una de las más grotescas en cuanto al uso de animales como objetos, al despreciar descaradamente sus intereses más básicos.

Pero retomemos de nuevo la cara amable del tema (que la tiene), y reconozcamos todas aquellas situaciones de las que las partes implicadas puedan salir beneficiadas. Per se, recurrir a los animales como agentes terapéuticos no debe merecer ataque alguno, sino todo lo contrario. En cualquier caso, estamos aún muy lejos de esas sociedades en las que se permiten fugaces visitas de nuestro compañero perro a la habitación del hospital, o de otras en las que los programas para la adopción de animales por parte de personas mayores incluye la garantía de que nuestro compañero gato será a su vez adoptado por otro tutor si desaparecemos antes que él.

Por otra parte, no debemos olvidar que nosotros somos también elementos terapéuticos para los animales: paliamos su angustia, les rescatamos del corredor de la muerte para ofrecerles una vida plena, o los incluimos en nuestros planes de vacaciones como lo que realmente son: uno más de la familia.
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© marzo 2004
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