martes, 20 de mayo de 2008


LA ARROLLADORA
FUERZA DEL AMOR

Hará como un par de meses que asistí a una boda, la primera en muchos años. Quienes me conocen saben bien que no soy precisamente forofo irredento de tales eventos sociales. Siempre me parecieron un tanto decadentes, dicho sea sin ánimo de ofender a nadie. El protocolo no escrito del corte de la corbata en trocitos que luego se venden a los comensales, lo del champán en el zapato de la novia, y, cómo no, la incombustible conga, que resiste al paso del tiempo con una entereza envidiable. Compruebo ilusionado que, salvo la serpiente humana sorteando mesas, lo demás ha pasado a mejor vida: motivo de satisfacción indisimulada, lo confieso.

Se casaba Roberto, uno de esos tipos que se cruzan en tu vida por puro azar, de esos quienes a fuerza de roce se acaban convirtiendo en “amigos para siempre”, como dice la canción. A Roberto y a mí nos unió una extraña celestina: la militancia por los derechos de los animales. Fueron años de una intensidad extraordinaria. Éramos incapaces de establecer diferencias entre emociones puras como la amistad y el activismo, pues lo uno llevaba irremediablemente a lo otro. Pero tampoco procede ahora ponerse melancólico. Se trata de una etapa conclusa, que sin embargo dejó en nosotros posos muy sólidos. Conservo mil recuerdos de aquella época, de un tiempo en el que éramos jóvenes e indocumentados –admito que él en lo primero siempre me ganó por goleada–, de cuando cometíamos delitos imagino ya prescritos, convencidos hasta el tuétano de que en determinadas circunstancias lo éticamente decente es burlar la ley, romper candados y asaltar propiedades privadas con el loable objetivo de salvar inocentes. El día de nupcias pasaron por mi mente multitud de imágenes y anécdotas; también todos los perros y gatos que, ausentes en lo físico, forman ya parte de nuestras biografías por derecho propio.
La boda de Roberto y Yolanda fue un chute de optimismo. Lo afirmo yo, que soy más bien descreído con esto de las emociones y me abono más al fatalismo en lo que atañe a un tema tan particular como la esperanza en el ser humano. Por algún extraño motivo, al final de la larga jornada tenía la sensación de que tal vez haya, a pesar de todo, una posibilidad. Allí había parejas que llevan toda la vida juntas y a las que el afecto diario les ha acabado vacunando contra cualquier tipo de vicisitudes. Una abuela octogenaria aguantando estoica y encantada hasta el cierre de la discoteca. Viejos amigos a los que apenas veo y con los que sin embargo soy capaz de restablecer conversaciones en el punto exacto en que las dejamos la última vez. La audiencia en pleno emocionada con el bellísimo discurso que ofreció una amiga de la pareja durante la ceremonia. Gente de varias generaciones disfrutando con la proyección de imágenes que precedió a la comida, incluyendo a una joven ahogadita en lágrimas al aparecer en pantalla la fotografía de Saly. La pareja de recién casados posando para la posteridad en su inseparable moto de quinientos mientras sonaba a todo volumen la canción del viejo Pablo, un detallazo del chico, para que luego nos vengan con la monserga esa de la supuesta insensibilidad masculina, leyenda urbana donde las haya. Y como colofón, una soberbia lección práctica de txalaparta a los postres, dirigida a locales y foráneos, gente venida de medio país. Una lista de detalles emocionales que, lo confieso, hicieron mella en mí. Sin embargo, y a pesar de todo, tal vez lo que más me impactó fue el infinito cariño mutuo que ambos se profesaban. Nunca he visto a nadie quererse tanto. Esas cosas no se pueden disimular, supongo. Si acaso existiera algo así como una cantidad de cariño determinada para repartir entre los habitantes humanos del planeta, tengan por seguro que aquél sábado el resto del mundo fue un poquito más infeliz. Y como uno tiene la manía ésta de pensar, me dio por elucubrar, para concluir que, a fin de cuentas, tal vez nuestras vidas se rijan en mayor medida de lo que creemos por la arrolladora fuerza del amor. Es más que posible que esta gran bola azul no sea el mejor sitio para echar raíces, como posible es también que la amistad, el afecto, el amor en definitiva, constituyan poderosos antídotos contra toda la miseria moral que asola el mundo. Curiosa especie la humana, capaz de matar por un poco más de dinero y de amar sin él.

Yo ya concluyo. Tengo algo en la garganta y necesito ir al baño. Tal vez esté bajo de defensas, o sencillamente sean cosas de la edad, que no perdona.
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© mayo 2008
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VAGAR POR EL MUNDO

Bueno, pues ya está. Ya tenemos a un esperpento representando al país en el festival de festivales. Nos empeñamos en teñirlo todo de democracia pensando que es lo moderno y lo progre, y luego pasa lo que pasa, que la gente no tiene otra cosa que hacer, y pudiendo votar al Roberto Mascachicles ése –o como se llame–, para qué elegir a un chaval o chavala que se lo viene currando desde su más tierna infancia, pastón en academias incluido. No. Al del tupé con sobredosis de laca, guitarrín de Verjusa y chaquetilla carnavalera de todo a cien. Al final, los que menos culpa tienen en todo este despropósito son el propio actor y su jefe. Ellos hicieron lo que tenían que hacer: una caricaturización de algo que en sí mismo pudiera tener un punto de ridículo, un evento que tuvo su sitio en otra época y que ahora por momentos roza la categoría de mercadillo friki (¿se escribe así?). A cada cual con sus culpas, y ni a uno ni a otro cabe achacárselas en este caso, ténganlo claro. La acusación debe dirigirse a cierto sector de ciudadanía patria (sí, no mire usted para otro lado), una masa mentalmente ociosa que ni de lejos votaría con igual entusiasmo contra realidades como el hambre en el mundo, la esclavitud laboral infantil o la lapidación de adúlteras, paparruchas al fin y al cabo. Pero sale el tipo de La Seis haciendo el gamba, y aquí nos volvemos todos locos con los mensajes. Ni medio normal.

Comentaba alguien en su momento que todo esto es consecuencia directa de lo que se ha dado en llamar “la España de Zapatero”. Un poco exagerado, para mi gusto. Esto no lo trae ni Zapatero, ni Rajoy, ni Llamazares –bastante tiene con lo suyo, pobre–. Ojalá. Si así fuera, al menos podríamos reconducir la situación con un voto a fulano en lugar de a mengano, y listo. La cosa se presenta mucho más complicada. Está incrustada en nuestros cerebros, forma parte ya de nuestro carácter, de nuestra idiosincrasia, y eso no se corrige con unas elecciones generales. La banalidad se ha instalado entre nosotros y todo apunta a que tiene la firme intención de quedarse una larga temporada. La desidia moral nos ha atrapado definitivamente. Pero no nos asiste ya ni un gramo de autoridad para quejarnos y lloriquear, porque somos todos, en mayor o menor medida, quienes hemos dejado paso a lo cutre, a lo intelectualmente minimalista, y hay cosas que no salen gratis. Los programas de crónica rosa (o rojo sangre) son seguidos con fidelidad perruna por millones de venerables padres de familia, y no hay cadena que se precie sin su espacio de supervivencia donde gana quien pierde una porrada de kilos y de paso la razón, por aquello del aislamiento. Ustedes me contarán a dónde nos lleva todo esto. A nada bueno, desde luego. Yo a veces pienso en una hipotética visita extraterrestre –nada de invasión general, una visita discreta–, la llegada de un comando de animalitos verdes y bajitos que tras cuarenta y dos años de frenético viaje por las galaxias interestelares apenas tienen unos minutos para captar aleatoriamente algunas de las características de la comunidad humana antes de salir pitando de vuelta a casa: una obra escénica, un libro, una peli… Sí, una composición musical, me han leído el pensamiento. Lo mismo pulsan el rec, les sale el Opá, yo viacé un corrá –seguro que lo recuerdan–, y se llevan la idea de que “eso” es un ejemplo fiel de quinientos mil años de historia evolutiva. (Menos posibilidades hay de que toque la lotería y una porrada de gente compra el décimo cada día). A mí es que sólo de pensar en ello se me hiela la sangre. Toda una Grecia clásica, toda una Ilustración, ni se sabe cuántas personas quemadas en la hoguera por defender lo obvio ante la cerrazón y el dogma, para que en una visita fugaz los enanitos verdosos se lleven una joyita de esas como ejemplo de nuestra Civilización. Estas cosas pasan, no se lo tomen a chufla.

Yo imagino que lo de Eurovisión se reconducirá. Tiempo hay para ello. Si se arregló lo del himno con un golpe en la mesa y ya casi nadie se acuerda del bochorno, con esto otro tanto. Sea por una retirada de los protagonistas (a poca responsabilidad cívica que les asista), sea por una intervención gubernamental (para que nos saquen nuestros representantes políticos de estos casos límite les votamos, digo yo), la crisis pasará. Mas no las tengo yo todas conmigo, por lo que de momento he tomado la dolorosa decisión de exiliarme (justo he sacado un ratito para escribir el artículo entre maleta y maleta). De momento reniego de mi nacionalidad, aunque, en aras de la verdad, debo reconocer que antes del que ya puede asumirse como el mayor fenómeno musical desde Bowie no me corría a mí precisamente orgullo patrio por las venas. Porque si acaso existe eso de “la gota que colma el vaso”, sin duda debe de ser algo muy próximo a este desaguisado. Oficial, eso sí, pues a nadie se le escapa que el ridículo lo vamos a pagar con el erario público: entre todos, para que nos entendamos. No sé a dónde dirigiré mis pasos. Por geografía, lo que más cerca me pilla es Francia, pero tampoco es que allí estén para tirar cohetes. En fin, lo de vagar por el mundo siempre fue para mí una posibilidad sugerente.
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© mayo 2008
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