sábado, 7 de junio de 2008


LOBOS: EL FACTOR ÉTICO

Todo lo que rodea a una especie como la del lobo hace correr ríos de tinta desde tiempo inmemorial, convirtiéndose en un filón inagotable para los medios informativos en la actualidad. El conflicto suele presentarse de forma bipolar. De un lado, los ganaderos; de otra, los ecologistas. Pudiera decirse que la Administración desempeña un papel intermedio, de espectadora, aunque es ella quien al final determina las medidas que se ponen en marcha, y que, dicho sea de paso, no suelen dejar bien parados a los cánidos. Éste vendría a ser, grosso modo, el escenario.
Sin embargo, desde los postulados de una organización como ATEA el debate se queda por completo cojo si no se otorga su verdadero peso a determinadas cuestiones que suelen soslayar tanto las instituciones públicas como las tesis ecologistas. (Y no digamos ya los ganaderos). Nos referimos al que podríamos denominar “el factor ético”, y que entronca directamente con la cuestión de los derechos de los animales. Aproximarse al problema desde este prisma implica tener en cuenta no sólo al lobo, sino al ganado del que éste se alimenta, sin olvidar a los animales que como elementos periféricos forman parte del fenómeno y lo sufren como víctimas: los perros pastores.

En primer lugar, entendemos que conviene diferenciar con claridad la distinta sensibilidad que mueve a ecologistas y a animalistas, pues con demasiada frecuencia se nos suele meter en el mismo saco, cuando la realidad dicta que las diferencias son muchas y profundas. No se trata desde luego de posturas antagónicas o necesariamente irreconciliables. Lejos de ser así, unas y otras se complementan y dotan de la fuerza necesaria a una causa como la defensa de los animales. Pero a pesar de todo merecen ser abordadas por separado, pues ambas tienen entidad propia. Mientras el ecologismo clásico –al menos por lo que a las especies silvestres respecta– ve a los animales como conjuntos biológicos con un status determinado en el medio, la ideología animalista los percibe como seres particulares con intereses propios, dado que sólo los individuos como tales pueden sufrir. Porque es este aspecto, la capacidad para sentir dolor, el elemento clave del ideario animalista, sin el cual carecería por completo de identidad. Asumiendo este aspecto, incluso cabría añadir que muchos de los postulados ecologistas se encuentran justo enfrente de los derechos de los animales, teniendo en cuenta que, ante la tesitura individuo vs. especie, el ecologismo no duda en decantarse por la segunda, aun a costa del padecimiento y la muerte de millones de los primeros.

Pero centrémonos en el fenómeno del lobo. Tal vez el primer aspecto a tener en cuenta es la propia naturaleza del manejo de ganado en la actualidad. La inmensa mayoría de los animales a los que hoy se explota pasa sus días encerrada en barracones sombríos, por lo que ya en amplias zonas de la Península apenas puede hablarse ya con propiedad de “pastoreo”. Esta labor implica una dedicación exclusiva, y no parece que merezca tal nombre el hecho de dejar vacas y ovejas en el monte, a su libre albedrío, mientras sus dueños trabajan diariamente en una fábrica, subiendo a los pastos los fines de semana. A mí se me ocurre que, como mucho, esta variante no merece otro calificativo que el de “pastoreo de entretenimiento”. Así las cosas, no resulta extraño que la situación sea aprovechada por los depredadores de toda la vida –los lobos–, que además se han quedado sin parte de su “despensa” natural –corzos, ciervos–, a la que el hombre se ha encargado de diezmar en algunos casos hasta la práctica desaparición. Introduciendo la cuña ética que creemos merece este debate, parece claro que la licitud del lobo para atacar a las ovejas es con claridad superior a la de los propios ganaderos para lo mismo. Porque conviene dejar claro desde el principio que la práctica de la ganadería, incluida la extensiva, supone un ataque frontal a los derechos más elementales de los animales. Ya me dirán qué supone si no tratar a seres sensibles –las ovejas lo son, sin duda–– como simples mercancías, sin dedicar un mínimo esfuerzo a tratar de entenderles. A ellas les desagrada y apetece a grandes rasgos lo mismo que a usted o que a mí. ¿Por qué habría de ser diferente? Se necesitan grandes dosis de ingenuidad, o en su defecto de puro y simple egoísmo, para creer que el manejo de animales de abasto es hoy respetuoso con ellos. Los hechos están ahí para quien quiera aproximarse libre de prejuicios y con un mínimo rigor al fenómeno.

Los ganaderos afirman que el lobo afecta de manera grave a sus intereses, y no les falta razón. Pero parecen obviar que los lobos también tienen intereses. ¿O acaso alguien piensa que un disparo en el costado o la pérdida de la compañera sentimental son hechos inocuos para ellos? Sin ningún género de dudas tales cosas suponen dolor físico y padecimiento emocional, y los lobos están tan interesados como nosotros mismos en evitarlas. ¿Es proporcionada la reacción de los ganaderos al matar y destruir familias ante una pérdida que no supone para ellos sino una parte ínfima de lo que poseen? A menos que nos abonemos a la discusión reduccionista entre ecologistas y ganaderos –con la Administración como árbitro, casero en este caso–, otras muchas reflexiones deben salir a la palestra en este debate, y la ética global ocupa aquí un lugar de preferencia. Precisamente su carácter global nos obliga a tener en cuenta a otros grandes olvidados: los perros. Se trata de animales usados –en su acepción más mecanicista– hasta que ya no sirven. ¿Alguien se ha parado a pensar qué sucede con estos trabajadores cuando cumplen cierta edad y ya no responden con la eficacia inicial a su triste papel de “matones”? ¿Cumplen las instituciones públicas la normativa proteccionista en estos casos? Los mastines destinados a disuadir con su presencia a los lobos apenas pasan de ser burdas herramientas de las que el dueño del rebaño se deshará a las primeras que no satisfaga sus expectativas. Un torpe disparo, una cuerda al cuello o lanzarlo vivo a una sima son demasiadas veces los expeditivos métodos empleados por los ganaderos para eliminar el “material viejo”.
Como ven, el tema da para mucho. A poco interés que tengamos en un análisis completo y honesto de la situación, aparecen efectos colaterales por doquier. Mención especial merece, por ejemplo, la execrable actitud de quienes no contentos con esclavizar animales y disparar sobre quienes no hacen sino tratar de conseguir su condumio diario, se valen de individuos muertos y heridos para llamar la atención de los medios en las protestas, en un comportamiento que raya con la perversión moral.

Por último, no estaría mal que las diferentes administraciones con competencias en la materia –suelen ser las diputaciones provinciales– nos explicaran con claridad diáfana en qué situaciones entienden ellas que está justificado agredir a los animales. Porque la legítima defensa bien puede ser una, pero cuesta colocar en el mismo epígrafe a la cría de faisanes con el único objetivo de que una horda de ociosos domingueros con licencia para matar la emprendan a tiros con ellos, en lo más parecido a un fusilamiento sumario.
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© junio 2008
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lunes, 2 de junio de 2008


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GUAYS

Yo suponía que el adjetivo no estaba oficialmente registrado por la Real Academia, que es quien se encarga de esta necesaria y sin embargo poco reconocida labor. Me equivocaba. Según la regia institución, lo guay es algo bueno, atractivo, sugerente, y se reserva a cosas o situaciones. Sin más. El diccionario no se ocupa sin embargo de la acepción aplicada a personas, y es éste el terreno que a mí me interesa. Seguro que ustedes ya intuyen por dónde voy. Tengo en la cabeza el vocablo asignado a una forma de ser, a una manera de ver el mundo, y sobre todo de que el mundo le vea a uno.

¿Qué son los guays? ¿Constituyen en sí mismos una tribu urbana? ¿Tal vez una clase social? No exactamente. Digamos que la comunidad guay no tiene una identidad común, no asume elementos estéticos distintivos visibles, no comparten sus miembros ideología ni expresiones artísticas, como en el caso de ciertas, ésas sí, tribus: góticos, skins, mods… Tanto da, la lista es infinita. Uno ve a un rocker y no hay duda de que es un rocker. Pero a un guay no se le cala así de fácil, a las primeras de cambio. A un guay hay que tratarlo de cerca para aventurarse en el diagnóstico con unas mínimas garantías. Porque se puede ser guay desde un prestigioso despacho de abogados del centro o desde la caja registradora de una gran superficie en el extrarradio. La condición de guay se la gestiona uno sin necesidad de apuntarse a asociación, club social o entidad alguna. De hecho, creo no equivocarme si digo que buena parte de quienes ostentan el citado título ni siquiera son conscientes de ello. Y dado que no existe de momento un perfil inequívoco, una suerte de “decálogo oficial” sobre la calidad de lo guay, debemos en consecuencia guiarnos por elementos de carácter intuitivo.
El guay –uso el género masculino por razones de simple practicidad, pero como ustedes comprenderán ellas no están vacunadas contra tan extendida plaga– acostumbra a mirar por encima del hombro a todo aquel que se halle más allá de su epidermis, siempre está firmemente convencido de la opinión propia y pone en duda la ajena, así se trate de la emitida por un reconocido etólogo especialista en invertebrados continentales disertando sobre la promiscuidad sexual del cangrejo de río. De hecho, un guay no se limita a emitir opiniones: sienta cátedra. Sobre esto, sobre aquello, o sobre lo de más allá, lo mismo da la colocación de parterres en plazas y jardines que el conflicto árabe-israelí. El guay asume sin pudor sus ventosidades como excelsas sinfonías musicales, al tiempo que la interpretación virtuosa de los otros apenas provoca en él una mueca acartonada. En efecto, el guay no suele apreciar la valía ajena, imagino que para mantener al nivel apetecido el pedestal propio. El guay estándar gusta de apuntarse a diversas ONG, y asiste al menos a una reunión de la que proceda (media horita, no más), lo que le dota –siempre bajo su particular visión, claro está– de autoridad moral suficiente como para presentarse en cualquier fiestuqui progre con la tarjeta de “veterano activista solidario”. Un guay, en público, va de austero –o pudiente, según se tercie y convenga–, aunque en su vida cotidiana hace ímprobos esfuerzos por llevar una existencia regalada –que es lo que se tercia y sobre todo conviene–. Un guay siempre está pendiente de expresiones técnicas que incorporar a su vocabulario personal, con el loable propósito de soltarlas después en el primer foro o convención a la que asista, esperando dejar boquiabierta a la audiencia, o al menos a parte de ella, pues hay que pensar que el porcentaje de nuestros protagonistas no es desdeñable (y sigue subiendo). En este preciso apartado, todo vocabulario básico que se precie debe incluir indefectiblemente ciertos términos ingleses. Los más socorridos, aunque no por ello menos útiles: brainstorming, lobbying y benchmarking (en general, todo lo que acabe en ing desempeña su función con brillantez). El guay se las arregla para no perderse nunca determinados actos sociales, particularmente los que tienen que ver con la cultura oficial. Y con la contraria, ésa que llaman “alternativa”, pues hay que tocar todos los palos para que hablen de uno, aunque sea bien. Se deja ver por acá y por acullá cual si de la Pasarela Cibeles se tratara. La única religión que profesa un guay –al menos a la que se dedica con mayor pasión– es la corrección política (eufemismo impagable que ahorra sustantivos siempre ásperos como hipocresía). Un guay no siempre conoce su condición, ya lo he dicho, circunstancia que convierte a cualquiera de nosotros en al menos firme candidato, cuando no en miembro honorario. El guay, en definitiva, se mueve como pez en el agua entre las siempre sutiles fronteras de la egolatría y el narcisismo. Un arte, no crean. Aunque, bien pensado, el guay merece en el fondo cierta compasión, pues hablamos de alguien que “sufre” en silencio –además de otros posibles males, de los que nadie está libre– una suerte de tragedia inconfesa. Por el éxito y la valía de los demás, sin ir más lejos. Todo lo que sea la dicha del otro al guay como mínimo le incomoda y como máximo le toca las narices.

Tentado estuve de titular al artículo “La increíble historia de los ciudadanos-celofán”, pero como uno no sabe a qué acabará dedicándose en esto de la creación, pensé que sería mejor reservarlo para mi primer corto de bajo presupuesto. No les entretengo más, que tendrán cosas que hacer. Si acaso disponen de unos minutos, hagan una lista personal e intransferible de guays en su entorno. Y sorpréndanse.
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© junio 2008
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