jueves, 31 de julio de 2008


LA CELEDONA

Vaya por delante que las primeras líneas del presente artículo están especialmente pensadas para quienes no tienen relación alguna con la ciudad de Vitoria-Gasteiz, insigne capital de Euskadi, ni por lo tanto con sus costumbres más arraigadas, por lo que los locales de toda la vida pueden saltarse esta breve introducción y pasar sin remordimientos al siguiente párrafo.
Nos centramos. En Vitoria, cada cuatro de agosto, docenas de miles de personas se reúnen en la plaza central, y a la que dan las seis en punto de la tarde desciende un muñeco –el famoso Celedón, seguro que les suena– por una cuerda y cuando llega a su destino se reencarna en humano y la gente pega brincos de alegría no se sabe muy bien por qué pero los pega y todo es muy emocionante e inolvidable según los forasteros testigos del tumultuoso evento. (Si quieren más detalles, vienen y lo ven). Sigo. Como todo esto hay que mamarlo desde pequeñito, desde hace ya muchos años (veinticinco para más señas) existe la consabida versión infantil. El Celedón Txiki, que viene a desempeñar en una de las jornadas festivas el mismo papel que su hermano mayor el día del chupinazo. Bueno, un detalle para los chavales, sin más. Pero –se veía venir– hete aquí que en la presente edición quieren incorporar al muñequito la original presencia de una acompañante, muñequita ella en consecuencia, por aquello de que las niñas, las de carne y hueso, no se sientan discriminadas. No parece que la ausencia femenina haya causado estragos en las mentes infantiles a lo largo de las dos últimas décadas –al menos no se conocen estudios médicos al respecto–, pero precisamente doctores tiene la santa madre iglesia en cuestiones de discriminación, supongo.

Es evidente que utilizo la noticia como simple excusa para hablar de algo más profundo como es el tema de la discriminación (me refiero naturalmente a la mala, la arbitraria, porque esto viene a ser un poco como el colesterol, no nos engañemos). La discriminación constituye en sí misma un grosero ejercicio de injusticia, que se traduce en cosas tan abyectas como el racismo, la violencia doméstica o el terrorismo ideológico. Demasiado repugnante como para juguetear con ella y usarla a modo de arma arrojadiza contra el contrincante político o como muestra inequívoca de progresía de manual. Porque pudiéramos estar elevando a la categoría de “problema” cosas y situaciones que de hecho no lo son. Lo de la igualdad está muy bien, así, en abstracto. ¡A mí me lo van a contar! Pero convertirlo en una obsesión postural conduce las más de las veces al siempre indeseable terreno de lo absurdo. Piensen si no en el agravio comparativo que desde este año supone para la versión adulta –la más castiza por antigua, de hecho– del evento antes mencionado, y sobre el que al parecer no pende de momento la amenaza progreguay, de lo que tanto saben ellos y ellas, ediles y edilas, pues cuatro años se pasan volando y conviene dejar tu impronta como sea, en forma de polideportivo multiusos o de muñeca en resina poliéster. Ya me imagino a una Celedona bien plantada acompañando orgullosa a su partenaire en el trayecto a la balconada. Entiendo que sólo entonces habremos superado siglos de injusta discriminación en lo que al género se refiere. Y quien dice el género dice otras cosas. Yo ya voy dejando caer la sugerencia desde esta tribuna a las diferentes comunidades que forman hoy parte consustancial de la vida gasteiztarra para que acudan en masa al consistorio y exijan sus derechos. Muy bien, lo han pillado al vuelo: ¡un Celedón chino! Y otro argelino. También uno ecuatoriano, que no ocupa mucho, y otro más alemán, rubiote y con la cara colorada. ¡Que no discriminen a nadie! Yo propongo formalmente el recorrido en grupo, sin ausencia que evidencie discriminación alguna. Todos cogiditos de la mano bajo un inmenso ramillete de paraguas. Pelín incómodo, quizás, pero nadie dijo que superar etapas oscuras en lo moral fuese tarea fácil. En cualquier caso, y ya puestos, ¿a ustedes no les parece que aquí falta algo? Tranquilos, les dejo un segundito para que lo piensen. […] ¡Ahí estamos, están hechos unos linces, esto es coordinación mental! ¡Un Celedón gay! Pero gay de verdad de la buena, nada de escenificaciones edulcoradas. Fuera el casposo atuendo de aldeano alavés, bienvenida la camiseta de tirantes y el pantalón ceñido; a la basura las trasnochadas abarcas, vivan las zapatillas purpurina divinas de la muerte. (Si acaso les parece inadecuado el estereotipo de locaza que ofrezco para la propuesta, a mí no me lo cuenten; diríjanse a los responsables del desfile del Día del Orgullo). Y como la estupidez en su versión provinciana parece no conocer límites, tomen nota de lo que escribo: acabaremos viendo con estos ojitos que se ha de comer la tierra una parejita de monos –chimpancé él, orangutana ella, un poner– atravesar la plaza blandiendo orgullosos sus paraguas azulones. Porque el Proyecto Gran Simio tiene mucho recorrido, mal haríamos en subestimarlo.
Por cierto. ¿Me tendría que sentir yo discriminado como varón por tener como representante patronal a una mujer y sólo a ella? ¿Acaso no sería coherente, siguiendo la estela de la Celedona, nombrar a un patrón macho, para que ambos, ella y él, él y ella, con la paridad por principio irrenunciable, actúen en comandita como iconos de la feligresía local? Tengo que reflexionar sobre ello.

Yo entiendo que gestionar todo esto debe de resultar mareante. Mas cada problema tiene su solución si se busca con anhelo y buen criterio. De cara a próximas legislaturas podría crearse una concejalía expresa para tales menesteres, dirigida naturalmente por una mujer lesbiana negra, que sé yo, algo así. Miren, les dejo si les parece, porque la cabeza me da vueltas y hasta noto cierto zumbido en las meninges. Yo bastante hago con proponer gratis total iniciativas por las que otros y otras se llevan una pasta gansa. Y con todo este lío ni sé si me quedan aspirinas.
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© julio 2008
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domingo, 6 de julio de 2008


LA CAMISETA

Llegan de nuevo los Sanfermines, y con ellos la matraca diaria de todo medio que se precie, sea televisión internacional o periódico gratuito local. Para gustos, desde luego, pero a un servidor la información sobre eventos festivos le parece igual de ligera que una copita de lavavajillas como digestivo. Porque, reconozcámoslo, la cosa esta de los Sanfermines es pesada como ella sola. Que sí, que se trata de una fiesta superdivertida y que hay mogollón de gente en la ciudad. Una sociedad discreta, reservada y conservadora el resto del año, la pamplonica, bulle y se desmelena durante nueve días. Seguro que les suena de algo, aunque sólo sea por el elemental hecho de que, terciado junio, ya empiezan algunos con los dichosos Sanfermines para arriba y para abajo. Lo dicho, las fiestas más conocidas fuera de nuestro país, las más internacionales, sin parangón en lo pachanguero. Con su “lado oscuro”, añado yo. Y para tratar de explicarme tengo por delante el resto del artículo.

Mi primer desembarco en los Sanfermines fue fugaz. Se produjo cumplidos los treinta y muchos, algo casi incomprensible teniendo en cuenta que he vivido siempre a no más de una hora por carretera de la vieja Iruña. En una rueda de prensa multitudinaria explicamos a periodistas de medio mundo el aspecto siniestro de la fiesta: las corridas de toros y los encierros. (Hasta donde yo sé, la primera vez que se cuestionaban a micrófono abierto estos últimos). Apenas una hora después del chupinazo yo cogía el autobús de vuelta a casa, no sin antes dar un pequeño paseo por el centro y detenerme en los puestecillos ambulantes cargados hasta los topes de algunos elementos textiles ineludibles para la juerga. Hablo de los consabidos sombreros de paja desilachada, de las fajas rojas, de camisetas de quita y pon con toda suerte de mensajes que, dicho sea de paso, no rebosaban precisamente enjundia intelectual. Han pasado casi diez años de aquello, y todavía es lo que acude a mi cabeza cada vez que veo en la televisión imágenes de la fiesta. Una de las camisetas más solicitadas por el público no contenía frase alguna; simplemente estaba repleta de agujeros y desgarros, tintada toda ella de manchurrones rojos. Sí, son ustedes unos linces: representaba la de alguien que acabara de ser corneado brutalmente por un toro durante el encierro. Sea por mi particular sentido del humor, sea porque yo allí estaba a lo que estaba, quedé impactado por la escena. Se frivolizaba con el terrible hecho de que un animal acosado por la turbamulta penetre tu torso por aquí y por allá, te perfore el estómago, los pulmones, te abra de par en par las axilas. Tal vez se trate de una cuestión de déficit personal en cuanto a un apartado tan particular como el humorístico, insisto, pero les confieso que aquella visión permanece entre las más obscenas que he presenciado en mi vida. Me pregunto a través de qué mecanismo mental puede aceptarse la banalización de la tragedia y elevarla luego a la categoría de drama social cuando de hecho ésta se produce. ¿Cómo es posible que la población en general asuma ese hecho con anodina complacencia –imagino que la prenda sigue dando buenos dividendos–, y luego se rasgue las vestiduras (la expresión ha surgido sola, lo siento) a la que un toro aterrado osa tocar con sus defensas al mozo de turno? Puestos a barrenar en lo morboso, imagino las portadas de los periódicos, la instantánea del corredor de turno con la vista perdida, llevado en volandas por los servicios de urgencias, enfundado en la camiseta, empapada ahora por su propia sangre y con orificios añadidos a los originales. Dado el severo estado de parestesia moral en que vivimos, hasta tengo dudas de que alguien se percatara del detalle.

¿En qué consiste la “fiesta”? ¿Acaso hemos reflexionado sobre si de verdad merece tal nombre una celebración nutrida de sangre inocente –me refiero a la de los toros, naturalmente–, y con frecuencia de la de sus agresores, los que corren a cientos delante, detrás, a los costados? ¿De verdad creen que se puede reservar el calificativo de “inocentes” a quienes con su sola presencia mantienen aterrorizados a los pobres bóvidos, que sólo muy de vez en cuando se defienden y le dan al valiente de turno su merecido? Sí, su merecido; a mí no me miren. Porque quienes se dedican en sus ratos de ocio a acosar a seres pacíficos por naturaleza deben asumir que la consecuencia razonable es que la víctima acorralada haga uso en un momento dado del único arma que posee. Según mi modesto entender, lo de verdad lógico sería dejar que los mozos corneados se desangraran en el asfalto. (Nunca he entendido que se deban utilizar recursos sanitarios sufragados por todos para curar a gente irresponsable). Que se levanten si tienen bemoles, que recojan sus vísceras humeantes y que se vayan a su casa a lamerse las heridas, como hacen los pocos toros indultados que sobreviven al linchamiento en sus dos etapas, matinal y vespertina. Gajes del oficio, chaval, nadie dijo que esto fuera un juego inocente: te la has jugado y has perdido. A estas alturas del texto no pocos lectores estarán horrorizados con lo que he escrito. Y muchos entre quienes maldicen al diario que osa publicarlo serán los mismos que ven con agrado los puestos de fruslerías festivas, con su producto estrella en primera línea: la camiseta.
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© julio 2008
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