lunes, 27 de julio de 2009



MARSALIS, LLACH

El músico de jazz Wynton Marsalis acaba de recibir con todo el boato que la ocasión requiere la medalla de oro de la ciudad de Vitoria. Yo ni entro ni salgo en el tema del merecimiento de tan ilustre galardón, pues es éste un terreno resbaladizo como pocos, de tal suerte que lo que para unos es de pura justicia para otros supone un completo despropósito. Se concede la medalla a Wynton por su al parecer “larga e intensa” relación con Gasteiz. Hasta donde yo sé –y puede que mi desinformación sea oceánica–, el artista nos ha visitado cada vez que se le contrató para participar en el festival de julio, cobrando una pasta, seguro que merecida, tampoco ahí entro. Y el premio se lo lleva particularmente por haber compuesto una obra dedicada a la ciudad, y que se supone hará las veces de embajadora local a lo largo y ancho del planeta. Dicen que de ilusiones vivimos, y quizá sea cierto.
Si acaso hasta este preciso punto todo viene a ser razonablemente correcto, reconozcamos que a partir de aquí la cosa empieza a atufar a corrección política aderezada con la consabida dosis de catetismo al que tan aficionados somos por ciertos lares. Porque convengamos que sin suite no hay medalla, al menos estaremos de acuerdo en eso. No exploraré demasiado el terreno íntimo de la composición en sí misma, pero sepan ustedes que tras ella anida una historia plagada de anécdotas, muchas de las cuales no merecerían desde luego el calificativo de “dignas”. (Los periodistas de investigación tienen ahí un magnífico terreno abonado, aunque bien es cierto que desde arriba harán todo lo posible por aferrarse al conocido aforismo que aconseja a los profesionales de la comunicación no dejarse seducir por la verdad si ello les chafa una buena noticia). Y mucho me temo que la noticia empieza y acaba en el protocolo desplegado para la entrega del premio, pues hasta el grupo oficial de maceros flanqueaba al trompetista en su paseo camino del altar. Añadamos a la escena el correspondiente baño de autoestima consistorial, y el reportaje está servido. Quizá nunca un premio tan gordo fue tan barato.

Apenas difundida la noticia con cuentagotas por un telediario entre sombrío y cutre, el también músico Lluís Llach se colocaba rabioso al piano para componer una de las obras más contundentes del último cuarto de siglo: Campanades a morts. Hablaba de tres jóvenes que acababan de ser ametrallados y muertos por la policía franquista en una ciudad de provincias donde nunca pasaba nada. La desaparición física del dictador apenas tres meses antes no había despejado las dudas sobre el futuro de todo un país tras décadas de férreo totalitarismo. Desde entonces, Llach siempre tuvo una estrecha vinculación emocional con Vitoria, en este caso natural y serena, sin encargos forzados ni interpretaciones extravagantes sobre qué se supone debería reflejar en su obra. El réquiem del compositor catalán sale del corazón y de la víscera, que acaso son la misma cosa cuando la cólera toma el sitio a la razón. Cada vez que Lluís visitó nuestra ciudad para ofrecer un concierto reservó un lugar especial a Campanades. No podía ser de otra forma. Recuerdo que hace muchos años, durante un recital en el viejo pabellón de Mendizorrotza, se fue la luz de repente, y los más agoreros afirmaban que era la policía –ya entonces Nacional– quien intentaba abortar el acto reivindicativo. La gente se puso nerviosa, y seguro que no exagero si digo que fue él quien más conservó la calma, curtido como estaba en mil batallas de escenario. Pasados treinta años desde los trágicos sucesos, Llach dio por concluida su etapa profesional pública, y con tal motivo se rodó un documental sobre su vida. Decide entonces vertebrarlo a través de los hechos que hicieron brotar aquella noche de principios de marzo su obra maestra. Todo un detalle hacia quienes aún esperan que se reconozcan los acontecimientos como lo que de verdad fueron: un crimen de Estado, como el mismo Lluís reconocía durante el inolvidable concierto del Buesa Arena. En realidad, él utilizaba el término terrorismo para etiquetar lo que sucedió entonces, y no seré yo quien le corrija una sola letra.

Nunca hubo medalla de oro de la ciudad para Lluís Llach, ni se la espera. Es lo que tiene la cosa esta de los reconocimientos oficiales, que están diseñados y dirigidos con calibre de precisión para satisfacer algunas de las necesidades más mezquinas del alma humana. Uno no es precisamente entusiasta de condecoraciones, pero, ya que están, no sería mala cosa que se establecieran unos criterios mínimos para merecerlas, evitando así que se las lleven quienes apenas son capaces de señalar con el dedo en un mapamundi la posición exacta de la ciudad que besa sus pies.
Llámenme estúpido romántico, pues algo de ello hay, pero soy de los que piensan que solo cuando determinadas personas reciban lo que en justicia merecen –incluso uno de esos pomposos medallones–, habrá saldado cuentas pendientes con su propia historia reciente nuestra querida Gasteiz.
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© julio 2009
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sábado, 4 de julio de 2009



QUE SE JODAN

El mero hecho de que una parte significativa de los medios escritos que reciban este artículo decidan no publicarlo por el rudo título que lo encabeza es ya una muestra diáfana de que, o bien hemos perdido definitivamente la razón –en el más que improbable caso de que alguna vez la tuviéramos, pues hay vacas sagradas que cobran una pasta por taco escrito, ustedes lo saben tan bien como yo–, o de que hemos tocado techo, y esto último constituye en sí mismo un signo de esperanza. Pero a lo que vamos.
Quiero hacerles partícipes esta vez de la indignación que me corroe desde que hace unos días comprobé el pábulo que cierta televisión pública española daba a una de esas fiestas patrias en las que un animal tiene el dudoso honor de convertirse en protagonista sin que nadie le haya consultado. No me pregunten dónde era ni qué santo celebraban. Ni lo sé ni me importa. Hablo de uno de esos programas idiotas e idiotizantes, todo en uno, donde lo mismo te orientan sobre cómo hacer unas patatas bravas que te informan sobre violaciones múltiples (también todo en uno, parece que la fórmula funciona). La presentadora, maquillada hasta las cachas y con sonrisa superglú, animaba histérica a los telespectadores para que participasen en la fiesta, a pesar de lo arriesgado de la empresa, ojo, porque hay que ser muy, pero que muy aguerrido para ponerse delante de un morlaco de quinientos kilos psicológicamente derrotado, jadeante y ensogado de la testuz, un animal que no entiende nada de lo que sucede y que no alcanza a ver qué es lo que ha hecho mal para merecer tal castigo, tranquilo como él estaba hasta hace tres días en el campo, con sus compañeros. Solo un héroe es capaz de tal hazaña: acosar en masa a un reo condenado a muerte. Veintiún heridos, uno de ellos grave. Es lo que subrayaba la presentadora, sin que en la cifra incluyera por supuesto al pobre animal, ése no cuenta en el cómputo. Ignoro si es a eso a lo que se refieren con el tan traído y llevado “rigor informativo”.

Que se jodan. Con esta lapidaria expresión resumía su ánimo una amiga a la que le hacía partícipe de mi congoja. Que se jodan los veintiuno –incluido el grave– y cuantos con su pasividad permiten estos actos de terrorismo lúdico, sean concejales, fachas de bigotito o progres de vitrina, porque mi amiga hace ya mucho tiempo que no distingue unos de otros. Ella es una vieja militante por los derechos de los animales. Digo vieja en tanto que lleva media vida dejándosela por ellos, los más indefensos entre los indefensos, las víctimas con mayúsculas de este santo país. (Si usted cree que le ha tocado el peor boleto por ser mujer o cargo público amenazado, consuélese pensando en que al menos no es toro, o gallina, o galgo, o burro, o cerdo).
“Y que quede claro que aquí al toro no se le maltrata”, manifestaba ufana en rueda de prensa improvisada una doña que pasaba por allí y decidió erigirse en portavoz oficial del populacho. “Aquí, de maltrato, nada”. Usted es boba, señora, déjeme que se lo diga. Usted tiene que ser rematadamente tonta si llega a la conclusión de que un animal pacífico por naturaleza, sacado de su entorno, llevado ante la masa vociferante, amarrado por los cuernos –su defensa natural–, acosado hasta la extenuación y ejecutado finalmente a tiros, no supone un claro caso de maltrato. Usted ha de ser por fuerza imbécil si tras este cúmulo de hechos incontestables decide solita que no, por favor, qué cosas tiene la gente, que al toro no se le maltrata. ¿Qué nos está pasando? ¿Qué demonios nos está sucediendo a los humanos? Los mozos de las peñas, el alcalde, el comandante en jefe de la Guardia Civil y hasta la mujer mencionada, pobrecita mía, podrían al menos defender el linchamiento recurriendo a la tradición, al arte, a la cultura, todos unos clásicos de la estulticia intelectual en la que parecemos estar sumidos. Incluso podrían rescatar para la ocasión el impagable “más sufro yo cuando voy a trabajar”. Incluso ése valdría, abandonados al desvarío mental. Pero afirmar que no se le maltrata nos retrotrae al punto más nebuloso de nuestra historia evolutiva. ¿Por qué hay que pagarle a los agresores heridos un solo punto de sutura? ¿Por qué administrar a esa gente un solo centímetro cúbico de sangre ajena para compensar la pérdida de la propia? ¿Es que acaso se preocupan ellos por la que empapa el cuerpo de sus víctimas? Preguntas de este pelaje me regalaba mi amiga animalista cuando le contaba lo ocurrido, y créanme si les digo que no tengo claro si acabé por apoyarla en cuanto al contenido de su monólogo, mas sí en la esencia de su mensaje, que no era sino desesperanza. Que se jodan. Una vieja y correosa activista que en su día escribió cientos de meticulosos artículos tratando de diseccionar cada una de las razones aducidas por los contrarios para refutarlas, que arrebató perros a sus dueños legales para buscarles una vida mejor, que pasó sus horas en el calabozo por manifestarse ante una plaza redonda, ha acabado derrotada, igual que el toro ensogado que vi en la pantalla de la televisión, para terminar rubricando con un sonoro que se jodan, que a un servidor le sonó a epitafio ideológico.

Me ha cogido el arrebato. A cierta edad hay cosas que no se pueden evitar, supongo. En estos momentos sigo siendo incapaz de arrepentirme de nada de lo que acabo de escribir. Es lo que tiene la indignación. Pero, ¿saben ustedes lo malo, lo peor de todo esto? Lo malo es que se me acabará pasando. Eso es lo peor.
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© julio de 2009
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