lunes, 1 de marzo de 2010

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¡ESOS DEDITOS!

Seguro que nos pasa a todos, y por aquello de no querer exteriorizar nuestras intimidades lo callamos. Me refiero a la turbadora sensación de que ciertas personas, a pesar de no representar ya nada en nuestras vidas, parece que nos persiguieran sin descanso. Hablo de compañeros de estudios a los que creíamos haber dado el esquizado definitivo, y que te invitan a su círculo exclusivo de amiguitos a las dos horas escasas de tu incorporación al clan facebook, o familiares a los que dábamos por enterrados (al menos en sentido figurado, deseos aparte), pero que siguen felicitándote el cumpleaños, las Navidades y hasta el solsticio de verano. Y a esta cohorte habría que añadir por derecho propio a los políticos. ¿Quién se acuerda de Hernández Mancha, o de Isabel Tocino? Cumplieron su papel, mal o bien, y hasta otra. Pero hay otros que parecen resurgir de sus cenizas una vez tras otra y consiguen estar en el candelabro con pasmosa frescura. Acaso sea Aznar el ejemplo más palpable, y también el más descarnado. Este pequeño fascista (supongo que no se ofenderá por el epíteto si aceptó con una sonrisa gélida el de “asesino”) aparece como el Guadiana, a lo mejor porque nunca se acabó de ir del todo, y nos regala su apestoso aliento en el cogote. Ora por una conferencia en perfecto inglés en no sé qué supermegauniversidad americana, ora por unas declaraciones en su propia fundación (a ver quién le tose en campo propio). La cosa es salir por la tele y que hablen de uno, aunque sea bien, ya lo decía el otro. Y si hay que mandar a la mierda a alguien sin despeinarse –al parecer, imposible en el caso que nos ocupa–, pues se le manda. Al menos el gesto ha servido para que algunos nos enteremos de que hasta nombre tiene: peineta. Les juro que nunca había oído tal cosa hasta hace unas semanas. Y eso que los medios se han hinchado a poner imágenes de casos similares, porque la videoteca da mucho de sí desde la invasión de las tecnologías modernas esas. Deportistas, políticos, artistas varios… Todo el mundo con el dedito enhiesto, siempre más fino y discreto que un buen corte de mangas, desde luego. Pero faltaba un sector profesional en la colección de imágenes, ahora que lo pienso…

Quienes leen este artículo más allá de las fronteras vascas –de las actuales, me refiero– no sabrán de qué hablo, pobrines. Pero para eso estoy yo aquí, para ilustrarles sobre hasta qué grado llega el lameculismo –el procesador de texto me lo corrige, mas todo es cuestión de “agregar al diccionario”, ya saben, con el botón derecho– en este santo país. La cosa sucedió a apenas doscientos metros de mi propia casa, aunque no tuve ocasión de presenciarlo en directo, tal vez porque a un servidor, y además de la música militar, nunca le supo levantar tampoco la monarquía. Cada cual tiene sus manías y hasta sus fijaciones. Pues, como iba diciendo, el monarca no iba precisamente en loor de multitud subiendo la empinada cuesta de la Catedral Vieja, flanqueado por Señora y Lehendakari, éste con cara de circunstancias, como procedía por protocolo, porque aquí todo está estudiado. Entre curiosos a los que la caminata real les pilló en ese momento en plena salida a por el pan y alborotadores de la izquierda radical, allí no habría ni trescientas almas. Y hete aquí que Juan Carlos de Borbón y Borbón y no sé cuantos Borbones más, en un gesto popular por entendible, dispara su dedo corazón –él para esto de las emociones siempre fue muy mirado– y se lo regala a quienes le abuchean con toda sinceridad. El Rey de España mandando a la real mierda al grupete de independentistas vascos, a quienes con sumo gusto me hubiera unido si de exigir independencia de tan Magna Institución se hubiera tratado.
Pero la peculiar imagen apenas ocupó unos segundos en el telediario de la televisión autonómica –eran otros tiempos–, y la escenita quedó ahí. Y en el disco duro de miles de ordenadores personales, justo es decirlo también, así como en la famosa “red de redes”. Si no me creen, no tienen más que entrar en mi blog, bien fácil lo tienen.

Pues esto era lo que traía hoy a colación (¡les parecerá barro!): un escenario donde no todos somos iguales (ni de lejos), a pesar de la monserga esa de la Constitución que todo lo iguala y que se supone riega el país de democracia hasta sus más recónditos parajes. Allá cada cual si se lo traga con el zumo del desayuno como si fuera una pildorita. ¿Y ahora qué? ¿Nos dedicamos con cruel fruición a linchar al del bigotito inane mientras dejamos que el de la corona se vaya de rositas, o cómo hacemos? Que me lo expliquen, si no es mucha molestia, porque soy el primer interesado en conocer las razones exactas por las que hay que colgar de las orejas a unos (presidentes que lo fueron) y pasar de puntillas por idénticas miserias en el caso de otros (reyes que lo son y que al parecer piensan seguir siéndolo por los siglos de los siglos). Nunca creí que pudiera yo verme aquí, sentado ante la pantalla de mi portátil un sábado por la tarde, escribiendo un texto del que pudiera desprenderse que solicito un desagravio público para Aznar. Lo que hay que ver. Pero, con todo, lo que más me enerva es el hecho de que alguno que otro se habrá embolsado ya una pasta gansa por lo mismo que yo hago gratis total, y no me quejo. No se quejen ustedes tampoco.
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© marzo 2010
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