lunes, 17 de mayo de 2010


.
LOS MANOLOS

Por tan castizo apelativo se conoce a una pareja de presentadores deportivos –hornada guay– que hacen las delicias de sus fans desde cierta cadena privada, a juzgar por las pasiones que al parecer despiertan uno y otro en medio país (exagero, naturalmente), pues hasta pancartas cutres confeccionan algunos aficionados para desplegar en el estadio con el loable propósito de que les saquen en el programa. Y les sacan. ¡Vaya si les sacan! Por falta de pudor que no sea, arriba la autoestima, y ellos encantados de haberse conocido. Y bueno, lo de las pancartas, pues ya se sabe, una chiquillada sin malicia… Salvo que las mismas personas que las diseñan con primor y hasta con una pequeña inversión de tiempo y dinero no hayan hecho nunca cosa parecida para condenar el hambre en el mundo o para criticar cualquier tipo de injusticia. Y mucho me temo que éste pueda ser el caso.

Pero volvamos a los Manolos, porque lo de estos tipos tiene delito. Por la que se ha montado, pareciera que lo suyo es una metedura de pata circunstancial, cosas del directo y de las emociones futboleras. Nada de eso. Los chicos vienen apuntando maneras desde hace tiempo, o sea, desde siempre. En el espacio que presentan en comandita resulta muy normal que ofrezcan, no se sabe muy bien a santo de qué, escenas de terribles accidentes durante competiciones de motor, aderezados con toda suerte de golpes y caídas que duelen solo con verlas. Ellos hacen como que también les hace pupa la contemplación de las imágenes, pero son tan poco creíbles en su interpretación que no engañarían ni a un bebé. Se necesita ser malnacido para recrearse ante alguien a quien le acaban de fracturar el peroné de una patada, repitiendo las imágenes hasta la nausea.
Y, por supuesto, con semejante perfil, huelga decir que los susodichos no pierden oportunidad de regalarnos el comentario machista de turno, y no digamos si de homosexualidad se trata, campo siempre abonado para gracietas mil. Busqué alguna foto que ilustrara el presente artículo en mi blog, y, aunque no resultó elegida, me impactó la que nos muestra a uno de los Manolos embutido en un disfraz cutre de líder tibetano, por aquello de su apellido, haciendo gala así de su incontestable sentido del humor. Créanme, la cosa no da más de sí.

Y ha tenido que suceder lo del mendigo de Hamburgo para que la gente se ponga las pilas, y el Manolo que se sacó de la chistera tan vergonzosa escena se ha visto obligado a ofrecer disculpas desde su atalaya para apaciguar los ánimos, aunque, dada la catadura moral que transpira el muchacho, cuesta creer que de verdad el arrepentimiento surgiera de él mismo y no de la dirección de la propia cadena, porque el negocio es el negocio, y estas cosas engordan solas hasta acabar arrollándolo a uno. Imagínense de qué argamasa estará hecha la parejita, que, reconducido –y se supone que olvidado– el bochornoso incidente, el otro Manolo da paso a las siguientes imágenes, y califica de “retrasados mentales” a quienes montan bronca en cada celebración deportiva y aguan la fiesta a las facciones pacíficas del club. Mucho me temo que sobre el comentario en cuestión nadie dirá nada, pues aquí se airea lo que conviene y se tapa lo que procede. Es lo que hay.

En cuanto al ya famoso microrreportaje, a mí lo que más me turba es el perro, que, asustado ante la horda de cromañones que les rodean, trata de buscar refugio bajo la manta que comparte con su amigo humano, el indigente protagonista de la escena, elevados ambos a estrellas mediáticas por apenas unos segundos ante la cámara, y sin citar palabra. Hombre y perro ofrecen al mundo su perplejidad, pura, prístina, transparente como el cristal. En esa imagen se resume buena parte de lo que está sucediendo en esta nuestra cacareada “sociedad del bienestar”, y acaso de lo que nunca dejó de suceder. Mientras la afición, solidaria ella, se despoja de la calderilla que sobró de la ronda de cervezas y los compañeros periodistas ríen patéticos la ocurrencia desde los estudios, el mendigo protege a su amigo y mira atónito a sus compañeros de especie. “Pasta, echadle pasta”, arengaba Manolo, este nuevo Vicente Ferrer, y los seguidores, obedientes, echaban pasta en el cuenco. Y un móvil, y bufandas de su equipo, y hasta una tarjeta de crédito. Todo muy normal.

El día en que los Manolos se estampen contra un muro y se rompan unos cuantos huesecitos nos vamos a descojonar todos, porque sabido es que un cúbito apuntando adonde no debe es la mar de gracioso. Aunque quizá la cosa cambia cuando es un hueso familiar. Nos vamos a partir la caja todos y todas cuando pierdan el trabajo y tengan que echarse a las frías calles de Madrid a pedir limosna con barba de una semana. A ver qué carita ponen al ver aparecer al necio de turno alcachofa en ristre buscando carnaza para su programa.
La empatía no acaba de sacudirse el muermo, sigue aletargada en su tétrico refugio. Y lo malo es que somos nosotros mismos quienes nos encargamos de ofrecerle su dosis diaria de anestesia.
.
.