miércoles, 28 de marzo de 2012





GOLIATH

Por puro y simple egoísmo emocional, prefiero imaginar que hubo un tiempo en que Beethoven jugó con niños vociferantes, que correteó a sus anchas por un prado, que se persiguió la cola, que voces amistosas pronunciaron su nombre, que se supo importante, que mordisqueó una pelota de goma, que concluyó feliz y agotado su jornada lúdica. Que acompañó a su familia a la casa común y que durmió de un tirón –o dos, con el interludio de una breve excursión al bebedero–, hasta sentir en el lomo un cálido rayo de sol, ya de amanecida. Por puro y simple egoísmo emocional deseo imaginar a Beethoven alguna vez así, aunque solo fuera durante un mes escaso, o durante una mísera semana, quién sabe si apenas un par de días… Me tortura hasta la más completa desesperación la mera posibilidad de que ni una fugaz caricia en la cabezota pueda rescatar Beethoven de su torturada mente.

Me declaro sencillamente incapaz, desde mi condición de chicarrón del norte y a mis casi cincuenta añazos, para ponerme en el lugar de cualquier perro –hablo de la empatía, ¿de qué si no?– en el justo y preciso momento de verse solo por primera vez, desaparecida ya en el horizonte la imagen de sus amigos (o los que desde su infinita ingenuidad perruna consideró amigos), amarrado de súbito a una mugrienta cadena y con una apestosa caseta por todo refugio, él que llegó a creer que familia y hogar tenían significados muy distintos a lo que ahora descubre de golpe. No pegará ojo Beethoven esperando la sorpresiva vuelta a media noche de sus compañeros de juegos, le explicarán que todo fue una broma, pesada, pero broma al fin y al cabo, cruel e incomprensible sentido del humor el humano, sabido es que jamás un perro hecho y derecho gastaría semejante broma a un niño, a una mujer, a un hombre. Nadie aparece; no hay broma. Regresan al día siguiente, pero el afónico Beethoven ve en ellos a personajes por completo distintos a los que marcharon, apenas le liberan un rato de la horrible cadena, para ser amarrado de nuevo. Persiguen los pequeños –sus antiguos colegas– el balón, cavan la huerta los adultos, y resulta aún peor el suplicio de observarlos y no poder participar de la fiesta, abalanzarse sobre la pelota, escarbar la tierra húmeda. Acaba el domingo, desaparecen de nuevo, sin hacerle caso esta vez. Es el dramático protocolo del desamor, es el desafecto hacia un perro que ya no es un perro, sino una burda alarma, un enorme peluche desesperado cuya función se limita a ladrar a todo el que ose acercarse por la zona, no importa si con buenas o malas intenciones. Tres largos meses después, casi cien días con sus interminables noches en la más absoluta soledad, con un huerto destartalado por todo universo, Beethoven, traspasado de parte a parte por una angustia punzante, ceja en su empeño por entender cuál fue el error cometido para merecer tan cruel castigo.

Nada son tres meses comparado con un año, nada este al lado de un lustro. Transcurrida una eterna década de cadena y aislamiento, constituiría un verdadero acto de compasión poder hacerle entender que tiene en su particular caso la inmensa fortuna de ser ya viejo, pues si fueran los perros tan longevos como los humanos, y ante tan sombría expectativa, más valdría acabar con el infierno cuanto antes. Habrán de pasar todavía tres años más, nos encontramos ya a un Beethoven derrotado física y mentalmente, un anciano reumático que a pesar de todo sigue meneando la cola –¡Dios mío, ¿por qué mueven los perros la cola cuando perciben la presencia de sus torturadores?!– así que vislumbra a otro anciano, este su dueño, ambos de similar edad desde sus respectivas naturalezas. El hombre le libera, y es llevado quizá por primera vez a la consulta de un médico para animales. Mas no está enfermo. El propietario solicita al señor de la bata blanca un servicio rápido, adopta un tono hosco y contundente: mátelo. No es desde luego la primera vez que aparece en la consulta alguien queriendo acabar con la vida de su animal, porque suelta pelo, porque se hizo mayor, porque hay que ahorrar en tiempo de crisis, porque le da la puta gana… Pero la ética profesional impide cumplir el mandato del viejo. Se lo lleva maldiciendo, suelta pestes de aquellos tipos remilgados. Parece que tendrá que hacerlo él mismo, como hizo anteriormente con otros, ni sabemos sus nombres, qué importa… De vuelta a la huerta, dispuestos para su tétrico cometido foso y cal viva, ata con fuerza y rabia las patas de Beethoven, y este entorna los ojos de terror, pero no ofrece especial resistencia, aprendió a no hacerlo durante sus últimos y únicos trece años. El hombre que acaso un día le regalase algo similar a una caricia la emprende ahora a golpes, procura acertar en la cabeza, uno, dos, tres, cuatro… el animal aúlla desesperado, no puede evitarlo, aúlla a cada garrotazo, patalea a cada incisión del hierro en su cuerpo. En plena bacanal de sangre y furia aparecen dos ángeles disfrazados de agentes de Policía Local, se llevan al criminal, mientras dan aviso para que recojan al animal malherido, convertido para entonces en un guiñapo sanguinolento. Beethoven murió.

Y nació Goliath, a sus trece achacosos años. Es el pomposo nombre con que le bautizaron de forma espontánea cientos, miles de amigos a los que nunca conocerá, ni falta que hace cuando de cariño se trata. Goliath por su fortaleza, por sus ganas de vivir, lo que le quede, mucho o poco, que nadie sabe cuánta guerra le queda por librar, o si le acecha la guadaña a la vuelta de la esquina. Goliath sabrá por fin lo que es una familia que merezca tal nombre, el calor del afecto y hasta de la calefacción en invierno. Moverá a partir de ahora la cola con causa justificada, las voces humanas serán ya de amor, precederán siempre a una suave caricia, con frecuencia a una rica galleta.

Y quien esto suscribe, ateo confeso desde que le alcanza la memoria, reza cada noche para que se haga realidad su perverso sueño: verle el rostro a Satanás, aguantarle la mirada al tipo que mató a Beethoven, al miserable criminal que le regaló sin saberlo una última y luminosa oportunidad a Goliath.


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© marzo 2012


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[*] Escribí este artículo para el magazine on-line AllegraMag. Si deseas acceder a los demás textos del mismo, pincha en el icono correspondiente de la columna de la izquierda.


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viernes, 2 de marzo de 2012




“MASCOTAS” NO, GRACIAS

Hace ya algunos meses que milito en esto de la defensa de los animales, más concretamente desde septiembre (se cuentan el número de meses por más de trescientos, y es septiembre el de 1986, por más señas), y entre las frustraciones que atesoro brilla con luz propia la de no haber conseguido hacer entender –a la gente en general e incluso a ciertos animalistas en particular– que el término “mascota” se muestra por completo inapropiado si lo que con él pretendemos es designar al conjunto de animales que conviven con nosotros, sean estos perros, gatos o lagartos del Alto Paraná. Entiendo, y es esta una apreciación personal e intransferible, que el vocablo “mascota” cosifica a los animales, acercándoles un poquito más si cabe a la categoría de objetos de consumo, condición necesaria para despojarlos de todo derecho, o para que los nuestros de tercer orden (a “consumir” seres vivos) prevalezcan siempre sobre los suyos de primero (a la vida, a un hábitat adecuado, a no ser torturados). Dices mascota y estás diciendo cosa, objeto, adorno, de tal forma y manera que parecen estos fichas intercambiables, perro por gato, tortuguita por hámster, loro por ardilla, lo importante es “tener una mascota en casa”, antes que considerar que cada uno de ellos y ellas son individuos únicos e irrepetibles, sujetos de una vida, y a ella se aferran como si fueran conscientes de que no habrá una segunda oportunidad. Realmente no la hay, que siendo esta nuestra única experiencia vital, más vale ser aquí felices que desdichados, pues ni una ni otra cosa podremos cambiar, a menos que creamos en algo parecido a la reencarnación, y desde luego no es el caso de quien suscribe.

¿Nos hemos parado a pensar siquiera durante un minuto en qué diantres es eso de “mascotas”, de dónde surge el nombre y todo eso? Deriva del francés mascotte –lo sospechaban, no me lo digan–, y su etimología no da mucho de sí: objeto o figura que proporciona suerte a su poseedor; amuleto. Habrá casos, quién soy yo para negarlo, pero, hasta donde me alcanza el entendimiento, no trae suerte el gato o el perro a su dueño –o mejor diremos tutor, puestos a–, sino más bien al contrario, en especial si se trata de animales abandonados, a los que se le apareció una virgen canina/felina y encontraron la felicidad de un hogar y una familia. De serlo para alguien, soy yo la mascota de Elliot, de Louise, de Koska, y no al contrario. ¿No les parece?

Ante similar tesitura nos encontramos si acudimos a la expresión “animales de compañía”, por cuanto parece que les asignamos con tan sospechoso epígrafe el banal papel de acompañarnos, de servirnos de entretenimiento, de sernos útiles, en la acepción más mercantilista del término “útil”. ¿Hay alternativas? Si hemos encontrado aproximada solución a problemas harto más arduos, ¿no habremos de hacerlo con unas simples palabras? Alguien –hasta pude ser yo mismo– propuso aquello de “animales bajo tutela”, sin duda más apropiado, aunque demasiado desconcertante, quizá. Y pasa con estas cosas como con otras muchas, que acaso la solución esté en la sencillez antes que en lo rebuscado, tan cerca que ni conseguimos enfocarla. Fue la antropóloga –y sin embargo amiga– Carme Fitó quien me habló de los “animales familia”. ¡Claro! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? ¿Qué son los Toby, las Carlota, los Kizkur de turno, sino familiares de afectos? Como lo son nuestros amigos humanos, de hecho. ¿Alguien alberga atisbo de duda respecto a que sentimos más aprecio por nuestro perro o gato que por ciertos familiares de sangre, que su pérdida supone para nosotros una mayor aflicción que la muerte de un “simple” vecino, o incluso la de un tío lejano con el que apenas tuvimos trato? ¿Es tan difícil comprender, y sobre todo aceptar, que el amor, el cariño, volvemos al afecto, qué palabra tan hermosa, no conoce fronteras, que no acaba de repente donde lo hace el límite humano?

He aquí un reto bien complejo al que sin embargo nos da pavor enfrentarnos: hablo de difuminar la [de facto] inexistente linde entre lo humano y lo animal hasta hacerla desaparecer de nuestras mentes, el único lugar donde habita.



[*] Escribí este artículo para el magazine on-line AllegraMag. Si deseas leer su versión íntegra, la encontrarás en: http://www.allegramag.com/mascotas-no-gracias-2/


© marzo 2012