jueves, 19 de abril de 2012




ESTIMADO SEÑOR

Att. Sr. D. Juan Carlos de Borbón
Palacio de La Zarzuela
28071 MADRID

Vitoria-Gasteiz, 18 de abril de 2012


Estimado Señor:

Me dirijo a usted en calidad de representante de la Asociación para un Trato Ético con los Animales (ATEA), entidad que, como su propio nombre indica, orienta su actividad a la lucha contra cualquier forma de violencia, abuso o explotación injustificada de la que puedan ser objeto los animales en nuestra sociedad.

En tal sentido, deseo hacerle llegar algunas reflexiones que a buen seguro serán de su interés, habida cuenta del cargo que ocupa en estos momentos. En concreto, quisiéramos trasladarle antes que nada nuestro disgusto –compartido al parecer por un significativo sector social– por el inequívoco apoyo que a través de su persona ofrece a la actividad taurómaca en su conjunto, lo que nos permitimos deducir de su habitual presencia en estos espectáculos, así como de alguna que otra declaración de claro corte apologista. Con independencia de que a la tauromaquia puedan serle aplicadas las etiquetas de arte, tradición y cultura (ciertamente difícil negar todo ello, si nos atenemos a sus oficiales definiciones), entendemos que ninguna entre las mencionadas –y cuantas otras resulten razonables– debería justificar una realidad que, obviando factores como la estética, la creatividad o la economía, genera un innegable y severo sufrimiento a seres que, como nosotros mismos, se muestran capaces de percibir tanto el sufrimiento como su contrario, el bienestar.
Sin entrar en detalles filosóficos –o quizá no sea posible prescindir de ellos–, nos gustaría sin embargo hacerle partícipe del que con toda probabilidad se constituye como eje teórico del ideario animalista, cual es que todo sufrimiento es idéntico para quien lo padece, al menos desde su perspectiva de indeseable. O, expresado de otro modo: el mismo grado de padecimiento debiera merecernos, dada nuestra calidad de animales éticos, similar consideración. Y nos lleva esto a un escenario bien interesante, según el cual no resultaría necesariamente peor causar el mismo daño a un humano que a cualquier otro animal.

Esta tanda de reflexiones nos invita, en buena lógica, a la obvia conclusión de que, cuando consideramos que ha de tratarse bien a los perros, y que al mismo tiempo podemos aplaudir y aun promocionar la tauromaquia, incurrimos en una esquizofrenia moral de todo punto inaceptable, al menos tanto como pueda sernos inaceptable la consideración hacia los humanos varones mientras justificamos la violencia hacia las mujeres, o la defensa de aquellos humanos adscritos a ideologías de izquierdas al tiempo que apoyamos las prácticas terroristas contra los políticos de derechas (o mismamente contra los representantes de altas instituciones impuestas por la historia, mas no elegidas por la ciudadanía). Y quizá hayamos llegado con este postrero apunte a uno de los campos más interesantes cuando de ética tratamos. Queremos decir con ello que, de aceptar con relajación y naturalidad que pueda definirse la violencia contra las mujeres como “terrorismo doméstico”, o el vertido deliberado de sustancias tóxicas en la naturaleza como “terrorismo ambiental”, o la irresponsabilidad de ciertos conductores como “terrorismo vial”, o el egoísmo de ciertos empresarios como “terrorismo patronal”, o la liberación solidaria de prisioneros animales como “ecoterrorismo”, acaso estemos –por pura y simple lógica deductiva– en disposición de llamar a las cosas por su verdadero nombre, y manifestar por tanto que la violencia gratuita ejercida sobre inocentes –los animales lo son en grado absoluto– merece por igual tan áspero epígrafe. Bien pudiéramos estar hablando entonces de “terrorismo taurómaco”, que como todas las demás formas de [supuesto] terrorismo tendría sus acólitos, se supone que tan despreciables desde una perspectiva solidaria como puedan serlo los machistas asesinos, los militantes de Al Qaeda o los pederastas. En tal caso –y solo en él–, la institución a la que representa y usted mismo a la cabeza serían auténticos y reales apologistas de la violencia taurómaca, una cara más de la realidad terrorista como concepto moral (de corte cultural en este particular caso), aunque no por ello menos lesiva para sus principales víctimas: toros y caballos. Resulta ontológicamente imposible no llegar a tal conclusión si nos abonamos a una concatenación lógica de los hechos, y visto que su persona, apoyándose en el peso público que ostenta, ha emitido público apoyo a la mal llamada Fiesta (pues no lo es desde luego para todos los que en ella participan).

Lejos de limitarse sus aficiones violentas a la tauromaquia como espectador “de calidad”, conocido es su gusto por la caza deportiva, en particular por algunas de las modalidades más elitistas, tal vez por ir acorde con su categoría social. Hace bien poco pudo vérsele ufano y orgulloso con un inmenso cadáver a sus espaldas, un elefante que, mientras alguien no ose negarlo, deseaba vivir su vida, como usted o yo mismo, como de hecho hacen todos los animales desde su naturaleza particular. Y, créame, no se zanja la cuestión aduciendo que “sobran elefantes”, que “constituyen estos una plaga que como tal debe ser controlada”. Piense que, si acaso invaden ahora el territorio humano, no responden con ello sino a una legítima defensa, por cuanto antes les fue robado su espacio natural, casi siempre mediante métodos tan crueles como la agresión a los miembros más vulnerables de la familia.
Y, hablando de familias, hemos tenido ocasión de oír y leer estos pasados días que no pocos entre los ciudadanos y ciudadanas de este país consideran una “auténtica plaga de efectos devastadores” a familias como la que usted encabeza, instituciones que dilapidan generosos presupuestos de las arcas públicas, a pesar de no estar ahí por elección popular, detalle esencial, creemos, en una comunidad democrática. Así las cosas, y en medio de una galopante crisis económica que ha dejado sin trabajo a millones de personas, usted tiene la “escandalosa” ocurrencia de gastarse una auténtica fortuna –por muy personal que sea su patrimonio– para acabar con la vida de animales que no nos consta que la merezcan un ápice menos que usted mismo. ¿Cree de verdad que está actuando de manera decente? Nosotros entendemos que no, que ni de lejos se comporta usted con la decencia que ha de esperarse de alguien que ostenta un cargo como el suyo en la Europa del siglo XXI. La caza que se practica con fines lúdicos constituye un crimen aberrante (crimen por el hecho mismo, aberrante por su naturaleza), pues no se entiende que, aun en los improbables casos en que pudiera quedar justificada, sus ejecutores se fotografíen sonrientes y henchidos de gozo ante los cuerpos inertes de sus inocentes víctimas. Mencionábamos líneas atrás el lenguaje y cómo sirve este para vestir conductas. ¿Es que no merecería ser calificada de “terrorismo cinegético” la caza lúdica? Dejamos ahí la pregunta para que usted mismo la conteste, si lo considera oportuno, pues nosotros ya lo hemos hecho.

Antes de terminar, le deseamos de todo corazón un pronto y completo restablecimiento de sus últimas dolencias, que, con independencia de las vergonzosas circunstancias en que acontecieron, imaginamos per se dolorosas. Y consideramos que es este un óptimo escenario para recordarle que la empatía importa, e importa mucho. Tanto que sin ella acaso hasta quepa dudar de nuestra humanidad bien entendida. Si nos mostramos incapaces de colocarnos desde nuestras emociones en el lugar del otro –no importa que ese “otro” sea humano o animal– y evitar así causarle lo que bajo ningún concepto quisiéramos para nosotros mismos, estamos, Majestad, éticamente muertos.

Es por todo lo aquí expresado que, a nuestro humilde entender, posee usted una autoridad moral ciertamente atenuada cuando exige a otros la condena de ciertas formas de violencia terrorista (en concreto, la ideológica), mientras incurre su persona en similar comportamiento ante otras manifestaciones de agresión unilateral igual de terrorista, o aun peor si se constata el agravante de responder a una naturaleza lúdica, como es el doble caso que nos ocupa.

Nos gustaría que leyese con atención el presente escrito –seguro que lo está haciendo si hasta aquí llegó–, y que nos haga llegar sus apreciaciones al respecto, seguro que muy ilustrativas y didácticas, pues no en vano ocupa un cargo de peso tanto en el fondo como en la forma.

Quedamos, pues, a la espera de sus reflexiones, tras ofrecerle nosotros las nuestras. Reciba, mientras tanto, un cordial saludo de,


Kepa Tamames
Portavoz de ATEA


[*] Carta enviada por correo postal certificado a La Zarzuela en la fecha indicada.



© abril 2012


jueves, 12 de abril de 2012




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ESE EJÉRCITO SILENTE
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Me cuentan que en breve cierta organización de defensa de los animales con la que tengo el gusto de colaborar iniciará una campaña de captación de socios –e imagino que asimismo socias–, y les pregunto si les mueve a ello alguna razón en concreto, si acaso la masa social se vio reducida por mor de la dichosa crisis. Me dicen que, por fortuna, la iniciativa no responde a una “imperiosa necesidad”, pero que se percataron de que una inmensa mayoría entre quienes se autoasignan la pomposa etiqueta de “animalistas” ni pagan ni pagaron nunca cuota alguna a la asociación de turno, defienda esta a gatos, caballos, carpines dorados, o al grupo zoológico al completo. ¿Cómo es eso posible?, se me ocurrió preguntar, de natural ingenuo como soy, y mis compañeros se encogieron de hombros, se cruzaron miradas, se rascaron el cuero cabelludo, carraspearon, para al final regalarme un escueto “Ya ves, la condición humana…”. Pobre eufemismo para lo que en realidad bebe de la vieja filosofía –tan antigua y arraigada como la propia “condición”, por cierto– del “que lo hagan otros”.

Pues así es, mis queridos amiguitos: nueve y pico de cada diez personas sensibilizadas con el drama que sufren a diario los animales no contribuyen a sufragar los gastos de ni una sola asociación. Y un servidor, que no se casa con nadie y al tiempo no tiene el menor empacho para acostarse con el mismísimo diablo si la causa lo merece, quiere hacerles partícipes de su perplejidad, cuando no de su directa desazón, en un intento vano de comprender la estructura mental de quien no se lo piensa dos veces a la hora de coger el teléfono y llamar a la organización de turno para que sus aguerridos miembros se pongan en marcha y rescaten a la treintena de perrillos que malvive en cierta alquería de la sierra; supongo que tales informantes esperan que despeguen raudos dos o tres helicópteros desde la sede central de ATEA para el rescate de los necesitados animales, con posterior e inmediato traslado al paraíso de los canes… tras regalar una buena somanta de hostias a los malvados responsables, por descontado. ¡Pero de hacerse soci@, nanai, eso ni mentarlo! Confieso especial interés personal por saber cómo creen est@s solidari@s de diseño que se paga teléfono y fax, de dónde suponen que sale el dinero para el ordenata, o quién leches sufraga los costes judiciales, caso de haberlos. Me muero por saber cómo diantres entiende esta gente que funcionan las cosas, sino aplicando la antiquísima fórmula de acoquinar entre tod@s para que un grupo de elegidos (en Asamblea General Ordinaria, nada de designios divinos) gestione como mejor sepa y pueda los recursos existentes, siempre guiado por la línea ideológica oficial del colectivo equis. A veces sueño que de mayor quiero ser como ell@s, hablo de quienes se van a la cama creyéndose doctos animalistas por una llamada telefónica. Mas aparece ipso facto el arrepentimiento, y casi prefiero manejarme con un perfil muy diferente, digamos normal, pensar que aquí nada se regala, y que solo una masa social fuerte hace fuertes tanto objetivos como logros.

Vuelvo al dramático panorama, el protagonizado por ese ejército silente de animalistas, que de verdad lo son, pero que aún no han dado el paso definitivo, que no ha de ser necesariamente quedarse en cueros en la Plaza Mayor, ni asaltar el ruedo, ni integrarse en un corajudo comando de encapuchados. Por supuesto que todas estas cosas, y otras muchas, son estupendas e importantes –diremos al respecto aquello de que si no existieran habría que inventarlas–, pero percibo que la fórmula más pragmática de activismo animalista pasa por hacerse miembro de una organización: así de simple. Cada cual elegirá la suya, siendo como es la oferta –por suerte o por desgracia– muy amplia. Si acaso parece que me dio la vena proselitista, parecerá bien: ¡bienvenido sea el proselitismo burdo si alimenta nobles causas! Y la que nos ocupa lo es con creces, vaya que sí.

Desde mi humilde condición de escritor amateur, estimad@s lector@s, poco más puedo hacer por salvar sus almas, como no sea ofrecerles la posibilidad de expiar culpas pasadas y presentes, para lo que apenas se necesita rellenar un sencillo formulario, y tendrán el cielo ganado en la tierra. No me negarán que la cosa pinta bien fácil para tan excelso premio. Lo dicho: háganme ustedes el favor de no ser míser@s, y apúntense hoy mejor que mañana a la mayor revolución moral de la historia de la humanidad. Verán con qué tranquilidad de conciencia duermen a partir de entonces. De nada.



[*] Escribí este artículo para el magazine on-line AllegraMag. Si deseas acceder a mis otros textos en el mismo sitio, pincha AQUÍ.


© abril 2012