viernes, 11 de mayo de 2012



ZOOTERAPIA

La utilización de animales en determinados tipos de terapia asistida –conocida con el sobrenombre de zooterapia– es una técnica paliativa que ha experimentado un gran desarrollo en las últimas décadas, al constatarse que mejora de forma notable algunos parámetros de ciertos enfermos y discapacitados. Entre otros progresos, pueden citarse una reducción en la presión arterial de pacientes hipertensos, aumento de la autoestima en procesos depresivos, o un mayor deseo de comunicarse en casos de autismo. Y parece que fomenta asimismo el sentido de la responsabilidad en personas con problemas de relación. En general, se observan cambios emocionales importantes que ayudan al organismo a reforzar sus defensas y contribuyen de manera significativa a lograr un estado de bienestar general. Así relatado, parece poco procedente emitir un juicio crítico sobre tales prácticas.
Pero existen dudas razonables de que todo sea tan idílico, pues no parece tan probado que este tipo de técnicas sean del todo inocuas para sus protagonistas animales. Por lo general, el concepto del que se nutren las distintas terapias donde los animales juegan algún papel es el de ver al animal como una herramienta de trabajo: el medio para un fin, en definitiva. Es por ello que debe examinarse el fenómeno desde la piel de quienes no tienen opción de elegir.

Se hace participar a animales en programas de reinserción social dirigidos a reclusos. Para ello, se han empleado sobre todo cachorros de perro, pues se asume que su cuidado estimula el deseo de superación de los condenados, al tiempo que desarrolla en ellos valores como la capacidad de gestión, el sentido de la responsabilidad y la autodisciplina. No suele informarse, sin embargo, de los fracasos en las terapias. Y el “fracaso” en una de estas situaciones puede significar en la práctica algo tan brutal como que el joven paciente estampe al perrito contra la pared para mostrar su disconformidad a los promotores de la iniciativa. Ello no va a aumentar su condena, y se reflejará en el informe apenas con un breve comentario. Se procede al reemplazo del animal, y listo. Casos similares pueden suceder (y de hecho suceden) con cierta frecuencia, por lo que no se trata de incidentes ficticios inventados para la ocasión. Las publicaciones especializadas no hacen especial mención de los citados “fracasos”, primero porque los asumen como “parte de la casuística”, y segundo porque no contribuyen demasiado a fomentar esa imagen amable que desean sus responsables.
Pero incluso el animal puede verse claramente perjudicado aunque no sea víctima de la violencia directa de los pacientes. ¿Qué sucede con aquellos que se encuentran colaborando en el marco de un programa y que ofrecen problemas en un momento dado? Los animales no son autómatas, y el conejo o el perro más paciente puede en cierto momento expresar su disgusto por el agobio al que está siendo sometido, con un pequeño mordisco o un simple gruñido. Aunque la lesión no tenga especial importancia, la sobreprotección a los pacientes hará que el animal sea retirado de inmediato, y a partir de ese momento tendrá un futuro más que incierto. Los programas son muy costosos, y una parte significativa se va en la manutención y entrenamiento de sus protagonistas no humanos. Desde una perspectiva práctica, no tiene sentido mantener animales que se han mostrado problemáticos en algún grado, pues la propia Administración exige un trato exquisito a los enfermos.
En ciertas residencias para ancianos, o en hospitales, se mantienen animales de compañía como parte de terapias orientadas a combatir cuadros de soledad o depresión. Algunas sociedades protectoras han denunciado el deseo de los responsables del centro de deshacerse de ciertos animales que han crecido y envejecido en el centro, para al parecer evitar todos los inconvenientes que implica la última etapa de su vida. Visto desde un plano puramente médico –sin dejar que las emociones y la debida consideración interfieran–, puede ser contraproducente que residentes a los que se ofrece un perro joven para darles esperanzas constaten día a día el deterioro físico del animal al que tantas veces han acariciado, por lo que es fácil adivinar que la presencia de animales viejos en determinados entornos puede acabar consiguiendo el efecto contrario al pretendido. Ni que decir tiene que desprenderse de un animal justo en el momento en que necesita más ayuda de los humanos supone una canallada inaceptable.

Algunos de los animales usados en terapias de grupo, como es el caso de los centros de atención y recuperación de disminuidos físicos y psíquicos, son sacados del albergue para animales abandonados, con lo que en apariencia se está favoreciendo a unos y otros. El problema está en que los animales siguen sin tener un dueño, entre otras cosas porque muchas administraciones no permiten su adopción legal. Ello hace que estos se encuentren en un permanente estado de indefensión ante cualquier eventualidad, como pueda ser el cierre del centro, un cambio en la política sanitaria o el desencadenamiento de algún conflicto puntual. En tal caso, el perro de turno es de inmediato devuelto al albergue, con la mácula añadida de su paso por un programa donde no respondió a las expectativas depositadas en él. Toda esta realidad podría mejorar ostensiblemente si se llegara a acuerdos con los posibles adoptantes, incluyendo en la cláusula la obligación de participar en según qué programas, pero también el derecho del tutor o tutora del animal a retirarlo de la terapia si considera que el animal no está recibiendo el trato adecuado. Porque –digámoslo ya– la zooterapia puede de hecho ser beneficiosa para todas las partes, si se gestiona desde una concepción de respeto global. En realidad, la terapia con animales solo es defendible cuando queda completamente garantizada la seguridad y el futuro de estos, aun en el caso de que surjan problemas y el programa sufra variaciones.

Considero que un buen ejemplo de lo que acabo de mencionar es la iniciativa que la SOCIEDAD PROTECTORA DE ANIMALES Y PLANTAS DE ALCOY (Alicante) viene desarrollando en torno a este interesante campo. Me cuentan que en los talleres nadie “usa” a nadie –o pudiera decirse que todas las partes se “usan” entre sí, lo cual no resulta necesariamente gravoso para ninguna de ellas–, siendo así que, en el peor de los casos, no hay damnificados, y es muy probable que encuentren alivio a sus dolencias los unos, e incluso una familia definitiva los otros. ¿Hay quien dé más? Creo que l@s compañer@s de la SPAP de Alcoy han sabido comprender este particular escenario, y a partir de ahí han diseñado unos más que seductores cursos, el próximo de los cuales tendrá lugar durante los primeros días de junio, con el lustroso nombre de I FORO NACIONAL DE TERAPIA Y EDUCACIÓN ASISTIDA CON ANIMALES EN CONTEXTOS DE PROTECCIÓN ANIMAL. Es por ello que deseo trasladarles mi público reconocimiento por desarrollar una labor tan completa y gratificante. ¡ENHORABUENA!





© mayo 2012
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jueves, 3 de mayo de 2012



CUÁNTOS

Con el siempre loable objetivo de que no se empañe la sana alegría deportiva y de que no torne el entusiasmo en disgusto, advierten las autoridades competentes a las fogosas aficiones que observen extremo cuidado con los perros de la calle. Cuentan las crónicas que hay más de cien mil deambulando por las calles de Bucarest en busca de alimento y refugio. Son cazados mediante métodos inmisericordes, como corresponde a la ética local, y los eliminan en masa, cual si fueran judíos y gitanos en época no tan lejana. De hecho –y en este punto la amargura se vuelve trágica–, hay entre los gestores que ordenan despejar las calles de morralla canina, hay, digo, judíos y gitanos, descendientes directos de aquellos que fueron gaseados en grupos de a veinte aún no hace ni un siglo. Es así que parece que no hayamos aprendido de los errores, y aún menos parecemos dispuestos a ceder un ápice en nuestro adobado egoísmo.
Reitero la impresionante cifra: cien mil. Cien mil almas en pena que no tendrán la menor oportunidad de conocer el calor de un hogar, la dulce sensación de pertenecer a un clan que vela por tus intereses, y a quien a tu vez cuidar. Cien mil fantasmas que enseñan los dientes al primer humano que se cruce en su camino, porque saben que nada sino sufrimiento y dolor puede venir de los monos bípedos, bien lo padecen a diario. Como a diario vienen al infierno –nacen– cientos de cachorros en las calles de la capital rumana, ángeles desvalidos que rápidamente se percatan de que, o muerdes, o vas al hoyo, y peor aún: de que irás al hoyo muerdas o no, porque eres perro callejero. Si basta con ser judío para que vean algunos francotiradores en ti perfecta diana, ¿no habrá de suceder otro tanto si eres chucho sarnoso?

Cuentan las crónicas que se gestó la actual plaga perruna allá por la pasada década de los ochenta, cuando el dictador Ceaucescu dictó la prohibición de animales de compañía en los hogares. ¿Oyeron ustedes algo al respecto entonces? ¿Tuvieron noticia de la situación durante estos últimos veinticinco años? Ha tenido que ser un evento deportivo el que destape la tragedia, y me refiero con ello naturalmente a la que padecen cien mil desgraciados vagabundos en su drama cotidiano, no al mal gesto que pudiera regalarle uno solo de ellos al aficionado, pertrechado este de bufanda y banderín, exclusivos ambos para tan magno acontecimiento.

Cien mil perros se buscan la vida a diario en las tristes calles de Bucarest, no hallando sino hambre, muerte y desprecio. Y me pregunto ahora sobre otra cifra, la de aficionados que se van a dejar una pasta en viaje, entrada y pernocta para ver al equipo de sus amores en tan histórica cita, todo muy lícito y comprensible, no seré yo quien me oponga a que cada cual se gaste los cuartos en lo que estime oportuno. Pero aparco la corrección política de golpe y porrazo, para interpelarme sobre cuántos de ellos –sigo con los hinchas y forofos– abonan una cuota a la organización solidaria de turno, oriente su labor a niños africanos o canes rumanos, qué más dará si de ayudar al paria se trata. Cuántos entre ellos y ellas están dispuestos a pasarse varios días acampados sobre el asfalto urbano por conseguir una entrada, cuántos se lanzan a la adquisición de la camiseta oficial (omito el precio), grabada esta con la histórica fecha. Porque sabido es que los desvelos de una generosa mayoría de aficionados empiezan y acaban donde lo hace su club del alma, pues supone para estos un gol a favor el mayor júbilo, como un penalti en contra la mayor desdicha. Quisiera conocer cuántos de entre quienes se desplazarán al otro extremo de Europa en avión, en coche, en tren –los habrá quienes optarán por el siempre ecológico monopatín, todo con tal de protagonizar una contraportada en el periódico local, lo más de lo más–, cuántos destinan siquiera una décima parte de ese tiempo y dinero a su cuota solidaria. Sería esta sin duda una buena excusa para la consabida y popular encuesta. Pero todo apunta a que tienen en cartera las empresas de opinión temas mucho más profundos y originales: intención de voto, valoración ciudadana de las distintas castas sociales, o mismamente quién se llevará las finales futboleras que nos regala cada florido y hermoso mayo. Consciente de que nadie osará publicar el presente artículo –se erige la opinión indebida en moderna herejía, y no escasean en tan siniestro escenario ciertos oscuros Torquemadas a sueldo, desde ampulosos responsables de sección a becarias de nuevo cuño–, me interpelo sobre esta íntima y dolorosa cuestión: ¿Cuántos? Dicho lo cual, que gane el mejor.


© mayo 2012