miércoles, 21 de mayo de 2014

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animales en publicidad: cuando el pánico parece una sonrisa



Un loro multicolor suelta gracietas picaronas; un aterido gatito se deja secar amorosamente por su dueña tras caer “por descuido” a la piscina; un caballo camina con brioso gesto sobre una superficie de ascuas… Por lo general, no solemos reparar en la trastienda de este tipo de publicidad, quizá porque se trata de “simple publicidad”, al fin y al cabo la hermana menor de las artes escénicas. Pero trastienda la hay, sin duda, y no resulta excesivo pensar que, dirigidos los hilos por humanos, los animales, con su estigma de “no humanos” cosido a la espalda, sean también aquí meros elementos de atrezzo al servicio de intereses comerciales.

El extraordinario desarrollo de los medios audiovisuales en los últimos tiempos ha traído consigo un mayor uso de animales en el ámbito publicitario, siendo estos son utilizados como gancho comercial, bien apelando a los sentimientos positivos que despiertan, bien como meras unidades estéticas (icónicas). Al parecer, la aparición de determinados animales en según qué mensajes funciona. Pero las cosas están cambiando. Ricardo Devis, asesor en Estrategia y Comunicación, dice que “la inclusión de animales en los anuncios publicitarios se debe al `principio de sustitución necesaria´”. Para que nos entendamos: la divulgación requerida necesita de actores ajenos al producto divulgado. Devis, como buen experto, clasifica los diferentes usos de animales en distintas categorías, una de ellas bajo el curioso epígrafe de “nuda comparación”, donde la clave está, según él, en la simplicidad de las características que por lo común se atribuyen a aquellos: el tigre equivale a fiereza; el guepardo significa velocidad; el león representa la fortaleza. A tenor de la insistencia, parece que el uso de animales en publicidad ofrece muy buenos dividendos a las empresas. Pero ¿es un `buen negocio´ para ellos?

Por supuesto que puede hacerse publicidad sin que ello repercuta de manera negativa en sus actores animales (hay muchos y buenos ejemplos). Pero en no pocas ocasiones el anuncio tiene su “lado oscuro”. Mientras nos resulta familiar leer en los títulos de crédito de las películas aquello de que Ningún animal sufrió malos tratos durante el rodaje de este film (salvo los que murieron a golpes, ahogados o empalados), parece que en el campo de la publicidad las cosas van algo más lentas. Al menos, es lo que denuncia la campaña ADnimalsfree, una plausible iniciativa promovida por la Fundación FAADA, que fija su objetivo en informar y concienciar sobre el indebido trato que sufren muchos de estos “actores” en ciertas producciones audiovisuales. La experta en comunicación Marta Molas afirma que “cuando colocamos a los animales delante de una cámara, dejan de comportarse como ellos mismos, perdidos como están en un mundo que no es el suyo y obligados a un guión que va contra su naturaleza”. Pinta lógico.

La violencia hacia los animales no se limita, por supuesto, a la agresión directa y activa, sino que hay otras muchas formas de atentar contra sus intereses elementales: obligarles a actuar contra su condición, por ejemplo. Aunque estas maneras de agresión se muestren más sutiles –y por ello pasen desapercibidas para una gran mayoría de la opinión pública–, sus críticos aseguran que “los efectos psicológicos y físicos perdurarán para siempre”. Podemos recibir aquí una breve pero práctica clase on line sobre “gestología primate”.

El spot Vota a Mono ha servido de lanzadera para una campaña informativa sobre las consecuencias que una “publicidad deshonesta” puede tener para los animales. En el spot aparece Tiby como candidato a la cartera de Economía, encorbatado en su despacho y ofreciendo mítines a diestro y siniestro. Pero los bonobos, que se sepa, no hacen en su estado natural nada de esto. Es por ello que sus denunciantes hablan sin tapujos de “graves abusos”. Tiby es propiedad de un circo francés, donde nació hace veintitrés años, y en realidad no ha conocido otra cosa que las actuaciones en la pista y una vida trashumante. De hecho, no es la primera vez que participa contra su voluntad en un anuncio (¿la reconoces?),lo que da idea del grado de explotación de estos animales cuando hay un cheque por medio. Tiby es el palpable ejemplo de cómo la publicidad, además de un arte, puede presentarse con frecuencia en forma de engaño manifiesto. Porque en los bonobos la “sonrisa” no representa felicidad, sino pánico; porque sus ojos dicen “no me gusta” cuando nosotros leemos “estoy encantado”; porque sus gestos, leídos con un mínimo de ética y empatía, nos advierten que Tiby quiere abandonar cuando antes en set de grabación, pues para ella supone lo que supondría para cualquiera de nosotros: una absurda tortura.

Las inmensas posibilidades que hoy nos ofrece la recreación virtual de casi cualquier escena publicitaria convierte al uso de animales silvestres en un recurso por completo innecesario. En realidad, es una suerte que la tecnología pueda brindarnos todo esto, pues despoja a sus obcecados defensores de toda excusas para seguir insistiendo en una mala praxis profesional. No deja de resultar paradójico que se recurra al uso de animales en publicidad porque nos inspiran buenos sentimientos, y que al mismo tiempo sigamos reservándoles un estatuto moral tan ínfimo: simples recursos a nuestra disposición. Quizá en este escenario se refleje también esa suerte de esquizofrenia moral que ha presidido desde siempre nuestra relación con ellos.


[*] Escribí este artículo para eldiario.es, y concretamente para EL CABALLO DE NIETZSCHE, su flamante blog animalista: hasta donde yo sé, el primero de su naturaleza en un periódico de información general. ¡Enhorabuena a todas y cada una de sus promotoras!

viernes, 16 de mayo de 2014



PALOMAS, PALOMITAS…


Las aves generan sentimientos contradictorios en los seres humanos. Por un lado, recurrimos a ellas a través de metáforas e incluso las convertimos en iconos a la hora de transmitir algunos de los valores que más apreciamos, como la libertad o la paz. Por otro, las aniquilamos en masa a través ciertas prácticas deportivas, o las sometemos a la más cruel de las esclavitudes para obtener algunos de sus “productos”. Ello no es sino una clara muestra del desequilibrio moral con que la comunidad humana percibe a los animales con los que comparte planeta. En efecto, mientras algunas especies gozan de la protección legal y la estima general de la sociedad, no mostramos hacia otras el más elemental respeto, por lo que las reducimos a simples objetos de consumo en multitud de campos. Por lo que a las aves respecta, un ejemplo que ilustra de forma dramática esta realidad lo encontramos en las palomas urbanas, consideradas auténtica “peste” por las administraciones y aun por muchos ciudadanos.

Cada año, cientos de miles de palomas urbanas son capturadas y exterminadas por los ayuntamientos españoles. En realidad, y aunque la razón oficial sea la del “control poblacional”, todo apunta a que se trata de una medida irracional, que a medio plazo no soluciona nada, dado que a los pocos meses del descaste la densidad de aves recupera su nivel. Muchas de estas políticas parten de estudios obsoletos (a veces confeccionados décadas atrás), que no tienen en cuenta factores como el ratio entre hembras y machos, o el porcentaje de animales enfermos. La actuación municipal se limita a matar varios miles y punto; y lo hace capturando sin demasiados miramientos a las víctimas, para luego gasearlas por grupos en dependencias municipales.

Toda esta locura se pone en marcha por las denuncias de los vecinos (de unos muy concretos, que además son los mismos que se quejan por otras muchas situaciones (¿quejicas patológicos?), molestos por la suciedad que los animales generan… ¡como si precisamente los humanos pudiéramos presumir de ser una especie pulcra! Resulta difícil no ver en esta actuación municipal una especie de “tributo político” a ese pequeño sector ciudadano quisquilloso con casi todo. De esta forma, las administraciones locales se blindan ante la ciudadanía con el argumento simplista de “nosotros ya hemos hecho lo que estaba en nuestras manos; no nos exijan más”.

Algunas urbes ya han probado sistemas no traumáticos para el control de aves con suficiente éxito, mientras que en nuestro ámbito geográfico se siguen obviando estas y otras iniciativas humanitarias. Todo ello convierte a la eliminación física de palomas en un crimen execrable.

Pero hay un aspecto especialmente preocupante si de doble moral hablamos, pues mientras las perseguimos con saña inusitada, continuamos recurriendo a ellas como símbolo de concordia y de buenos deseos en actos reivindicativos, y las “liberamos” emocionados de las cajas donde han pasado horas apretujadas, sin siquiera pensar que también ellas merecerían ser destinatarias de nuestra consideración, y que por lo tanto deberíamos dejarlas en paz y tratar de resolver los conflictos entre humanos por nuestra cuenta y riesgo, sin necesidad de involucrar a terceros.

Es poco conocido el hecho de que las palomas se emparejan de por vida (son, en efecto, monógamas), y que, en consecuencia, la muerte de uno de los miembros deja en estado de viudedad al otro. Sí, descojónense si eso les relaja, pero la pérdida de la pareja sentimental es una putada para todo el mundo, y no solo para los humanos. Quién sabe si los ancianos que las alimentan en parques y plazas lo saben por experiencia propia y hay en su comportamiento algo de emociones no contadas…

Conozco gente que curó en su momento una paloma herida y acabó formando parte de la familia durante más de veinte años. Gente que las libera de las jaulas destinadas a la cámara de gas. Gente que devolvió al pichón desubicado a su cornisa y vio cómo durante semanas los padres lo alimentaron con primor y dedicación, hasta que echó el vuelo. Gente que se organiza y las defiende.


No albergo duda alguna sobre el hecho de que el crimen que cometemos con las palomas urbanas es por completo desproporcionado, un castigo del todo injusto por una cagadita en la chaqueta. Aunque sea el día de tu boda.



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