viernes, 20 de junio de 2014



EL LOBO QUE CAMBIÓ AMÉRICA


Corre la última década del siglo XIX en la vieja América de la conquista agrícola y ganadera. La caza de búfalos y otras especies se extiende por doquier, y se ha convertido de hecho en una práctica obsesiva y criminal. Ello priva de alimento a los lobos; a ellos, legítimos y ancestrales moradores de aquellas vastas tierras.

Lobo es el líder de una manada que ataca al ganado para sobrevivir, atemorizando a los colonos de Nuevo Méjico, quienes, como buenos creyentes católicos, se ven a sí mismos como dueños y señores de todo cuanto pisan, que para eso Dios dejó claro, negro sobre blanco, que nos cede en usufructo vitalicio Todo Su Santo Monte. La historia de Lobo es también la historia de Ernest_Thompson_Seton, cazador profesional de origen inglés. Contratado por un puñado de dólares, se dirige al desierto con el único fin de acabar con Lobo. El experto mercenario rastrea sus huellas, le coloca toda suerte de cepos y comida envenenada, pero el animal demuestra una sorprendente habilidad para sortear los engaños mortíferos que coloca Ernest a su paso. El “enfrentamiento” entre ambos dura meses. No pasa mucho tiempo antes de que el cazador observe que las huellas de Lobo siguen a otras algo más pequeñas. Es una hembra, su compañera, a la que bautiza como Blanca. Es época de celo, y ambos son en ese momento pareja de hecho. Es entonces cuando en la mente del cazador germina una brillante idea: si no puede capturar directamente a Lobo, atrapará a su novia. Elige un estrecho cañón por donde sabe que suelen pasar ambos, y coloca un suculento cebo: el esqueleto de una vaca. Al día siguiente, Seton descubre con alborozo el éxito de su estrategia: Blanca ha caído y se retuerce intentando huir de la mandíbula de acero. Lobo permanece a su lado, como el fiel partenaire que es. Al vislumbrar al hombre, no le queda otra alternativa que huir para salvar su vida. Seton mata a Blanca de un disparo.



El cazador apenas puede pegar ojo durante esa noche, desvelado por los desgarradores aullidos de Lobo llamando a Blanca. Pero el objetivo final del cazador sigue intacto. Durante los siguientes días, Lobo merodea su cabaña, en la creencia de que él la mantiene cautiva. Seton coloca entonces alrededor numerosas trampas impregnadas del olor de Blanca. Al amanecer descubre que algunos de los cepos han desaparecido, y que allí ha estado Lobo. Sigue el rastro, y descubre a su viejo enemigo inmovilizado en el suelo con una trampa en cada pata. En apenas unos segundos arma el guión en su cabeza: Lobo, en su incursión nocturna, fue cayendo en cada uno de los cepos, que olían a su añorada compañera. Algo oprime entonces el pecho del cazador –con toda seguridad, eso que desde antiguo llamamos remordimiento–. El objetivo de los últimos meses se encuentra allí, a unos escasos metros, a su completa merced, abatido de dolor, aunque no acertaría a asegurar en ese preciso momento si es mayor el que le ocasionan los artilugios metálicos o el recuerdo de Blanca. Desde el principio tuvo claro que disfrutaría sobremanera ante un Lobo derrotado. Pero algo no funciona según lo previsto por su mecanismo emocional. Lejos de percibir ante sus ojos a un asesino despiadado, observa a un animal leal y tocado por el afecto, un ser que fue capaz de permanecer al lado de su amada y de acercarse a la cabaña de un humano esperando recuperarla. Le miró fijamente a los ojos, y se le heló el alma al no verse correspondido. El hombre, consternado por sus propios sentimientos, decide en ese mismo momento que se llevará con él a Lobo, a pesar de su lamentable estado, esperando que se recupere de las heridas y tenga así una “segunda oportunidad”. Contó después que el animal ni se resistió, que tenía la mirada clavada en la inmensa planicie, en las montañas donde un día reinó y amó. Lobo murió al día siguiente. Y sí: Seton reunió a ambos y los enterró juntos.  

Hasta en el alma del más aguerrido trampero anida un hálito de compasión, y cabe pensar que en el alma de Ernest Thompson Seton debía de haber una generosa dosis, pues aquella experiencia le marcó de tal manera que al poco abandonó su profesión para dedicarse desde entonces a defender la Naturaleza y a sus moradores: también a los lobos. El ciudadano Seton acabó alcanzando fama mundial tras publicar en 1899 su libro Wild Animals I Have Known (Animales Salvajes Que Conocí), donde, obviamente, relata la historia de Lobo y Blanca. Ecologista prematuro, aprovechó su fama para defender el medio natural americano, a pesar de lo cual la caza de lobos continuó hasta su práctica desaparición. Pero sin duda sembró la semilla necesaria para que las cosas cambiasen. Colaboró de facto en la creación del movimiento Boy Scout, del que acabó alejándose tras apreciar su excesivo belicismo durante la Primera Guerra Mundial. Seton trató de recuperar a través de sus libros el respeto que los indios profesaban hacia los animales en general, aquellos pieles rojas que cazaban para sobrevivir (como los mismos lobos), pero a quienes sus víctimas les merecían un reverencial respeto, al punto de solicitarles el perdón a través de distintos ritos tras de cada jornada cinegética.

En las fotos aparecen los reales protagonistas de esta poderosa historia. Fueron tomadas por el propio cazador poco antes de que su corazón se transformara definitivamente y lo modelase hasta convertirlo en un verdadero ser humano.





© junio 2014

miércoles, 18 de junio de 2014



BONARILLO: OTRA EJECUCIÓN SUMARIA

Una entidad animalista solicita al alcalde de Benavente (Zamora) que indulte a Bonarillo, el Toro Enmaromado 2014. La prensa local recoge la noticia y abre una encuesta… ¡y una mayoría entre quienes votan optan por la compasión! ¿Está cambiando algo en la [rocosa] mentalidad española?
Los espectáculos basados en el acoso público a animales inocentes generan ciertas preguntas inquietantes: ¿Qué clase de educación estamos dando a nuestros niños? ¿Merecen sus ejecutores atención sanitaria (pagada por todos) cuando “pierden” una lid que solo ellos promovieron?



Decididos de antemano lugar y fecha, solo faltaba por concretar la víctima propiciatoria. Ya se sabe que Bonarillo será acosado por las calles de Benavente (Zamora) el próximo miércoles 18 de junio, y ejecutado después con pulcra legalidad en el matadero local. Como antes lo fueron Cortador, Dibujante o Manzanero. Sus acólitos defienden la tradición (¿quién duda de que en efecto lo es?) con el recurrente argumento de que al toro no se le mata en la vía pública –como sí sucede en otros lugares patrios–; de que no se le “agrede”; de que, en consecuencia, “se le respeta”. Porque algunos se han empeñado en detectar la agresión y la violencia únicamente en el castigo físico, lacerante y cruento. Como si separar a un mamífero de su familia, trasladarlo a un escenario desconocido y soltarlo ante el gentío vociferante no fuera una agresión en toda regla. Pero no nos engañemos: se trata de los mismos que acuden raudos y quejicas al cuartel de la Guardia Civil a denunciar el robo de su cartera (quizá no tanto por la documentación y el dinero cuanto por la foto firmada del Ronaldo ese), o al administrador del bloque en cuanto aparece una pintada sobre su buzón, el consabido hijoputa con rotulador indeleble. Mucho me temo que hablamos de los mismos que no aceptarían que el tipo del tricornio les espetase entonces que “al fin y al cabo, no hay agresión física por medio”, y que “robos y gamberradas pictóricas las ha habido siempre, por lo que bien pueden considerarse `costumbres ancestrales´”. Los mismos que no reservan la menor pega a las clásicas corridas, ni regalan crítica alguna al Toro de la Vega, tan cercano en lo geográfico y en lo moral. Y no lo hacen porque en realidad sus “argumentos” son apenas groseros disfraces de “excusas”, o diríamos más bien “coartadas”. De hecho, ni siquiera es cierto eso de que al animal, por defecto, no lo ejecutan in situ y ante una turbamulta de espectadores, muchos de ellos niños (ahora voy con ello). A veces pasa. Le sucedió a Manzanero, por ejemplo, hace tres años, cuando misteriosamente se rompió la maroma nada más salir del chiquero. Apareció ante las cámaras con el horror marcado a fuego en sus ojitos de cristal, y tuvieron que amarrarlo a lo bruto al primer ejemplar de mobiliario urbano que encontraron: una farola. Hasta la presentadora de cierto informativo oficial reconocía en directo la cara de sufrimiento del pobre animal. A la hora del matarile tuvieron la delicadeza, eso sí, de montar a su alrededor un “cordón estético” de plástico azul, en lo más parecido a una morgue improvisada y cutre. ¡Dios mío, qué santísimo país el que nos ha tocado en desgracia! Por eso quiero dejar aquí un par de reflexiones ajenas al hecho en sí de la letal agresión a Bonarillo y compañía; porque uno está ya un poco fatigado de la matraca de la crueldad, de la injusticia y de la barbarie que acompañan a ciertos espectáculos. Si de verdad portamos en los genes un ápice de la célebre racionalidad, eso se da por supuesto.

REFLEXIÓN PRIMERA. Los niños de Benavente esperan ansiosos año tras año la emocionante fiesta del Toro Enmaromado, y todo establecimiento que se precie exhibe orgulloso en el escaparate la fotografía del morlaco de turno, posando desconcertado para la posteridad, presidida la imagen por su poético nombre y el de la ganadería. Imagino a los niños de Benavente dibujando en clase tambaleantes borreguitos y gatos jugando con ovillos de lana. Muchos habrán garabateado ya a Bonarillo como regalo a mamá en su festejado Día. Y quizá haya asado esta un cordero para el clan, y el pequeño se chupará los dedos sin establecer el menor vínculo entre plato y dibujo. Y acabarán pareciéndose a sus mayores, incapaces por igual aquellos de vincular maroma y sufrimiento. Los niños de Benavente asisten emocionados a una clase práctica, e incluso viste uno camiseta solidaria a favor de un tal Iván, seguramente otro pequeño de su edad al que golpeó la vida con una de esas malditas enfermedades raras. Debería considerarse crueldad hacia los niños según qué modelos educativos.  

REFLEXIÓN SEGUNDA. Los heridos por las [razonables] embestidas del toro se evacúan de inmediato en la consabida ambulancia. Y me pregunto yo ahora por qué no rechazan amables tal ayuda, mostrando con ello la valentía que se supone a todo amante de semejantes festejos. ¡Que exijan ellos mismos ser dejados junto a la talanquera, con la camisa desgarrada y quizá un boquete en el costado, por ver si en el cara a cara con Bonarillo triunfan o fracasan! Ni aun así quedaría justificada tamaña agresión, unilateral y gratuita, pero al menos se mostraría el escenario coherente con el pelaje moral de sus promotores. ¡Que al susodicho paisano le abandonen allí, con la cabeza abierta y en pleno vahído, a su suerte, como de hecho dejarán a su suerte poco después a Bonarillo en su dictaminado final, solo que a este le espera el matarife en su puesto de trabajo: nada que ver! Entiendo que, como mínimo, los gastos sanitarios ocasionados por la atención a los heridos deberían serles exigidos a estos –y a tocateja–, pues nadie les obligó a estar allí en tan particular jornada. Se me abren las carnes solo de pensar que algunos conciudadanos deben esperar meses a ser operados (si llegan), mientras otros son atendidos de inmediato para reparar las heridas de una batalla a la que fueron por necedad propia.

Una entidad animalista solicitó formalmente al alcalde el indulto de Bonarillo, y explicaba en su carta que “indulto” no es desde luego la expresión adecuada, pues el animal, que se sepa, no ha cometido falta alguna como para que se le conceda el perdón. Hasta el momento, la contestación brilla por su ausencia. Pero a la prensa local se le ocurrió la brillante idea de una encuesta… ¡y hete aquí que la mayoría de los votantes se decanta por la piedad! ¡Sorpresas te da la vida!

Bonarillo, el Toro Enmaromado de Benavente, como cualquier vaquilla anónima de la más mísera alquería ibérica, engrosa ya, cuando acaso todavía disfruta de sus encinas y de sus amigos de manada, la sórdida lista de lo que bien podrían denominarse Crímenes de Lesa Animalidad. Porque a ver si nos vamos enterando de que el sufrimiento es siempre sufrimiento, sea este vacuno, felino o humano, y de que su mera indeseabilidad por parte de la víctima debería ser el principal y único criterio que guíe nuestra conducta.


[*] Escribí este artículo para El caballo de Nietzsche, el blog animalista de eldiario.es.