viernes, 31 de octubre de 2014



CITA OTOÑAL EN BIDEBARRIETA


Es Bidebarrieta el nombre de una calle de Bilbao, en pleno Casco Viejo, que alberga en su tramo inicial a su “biblioteca de toda la vida”, sita en un contundente edificio que tiene bien pasado un siglo, de estilo ecléctico, que es como no decir nada porque de todo tiene un poco. Como tal, la biblioteca ocupa una sala de alto techo, romántica y silenciosa, que para eso es sala de lectura y recogimiento. Pero yo frecuento más el Salón de Actos, en el piso superior, imponente y al tiempo discreto, con vidrieras que por sí mismas merecen una visita. Me acerco allí cada otoño, pues se celebran desde hace algunos años unas sesiones vespertinas (y públicas) de lo más interesantes, creo. Y, además, sé con absoluta certeza que no estaré solo escuchando las ponencias, siendo que desde la platea observa con atención cerúlea Don Miguel [de Unamuno]. Quizá siente nostalgia el viejo profesor de aquella su primera conferencia en lo que era entonces el centro cultural y disidente de la ciudad. Disidente aún lo es, por cuanto se tratan allí los más diversos temas a lo largo del curso. Por ejemplo, la cuestión de los animales, que a eso  voy. 

Este próximo lunes día 3 se inauguran, en efecto, las VII JORNADAS VASCAS DE PROTECCIÓN ANIMAL. Se trata de un foro de opinión en su más estricto sentido, con invitados de todas las tendencias y pareceres, media docena cada año, divididos en tres sesiones: una pareja cada jornada. La primera suele estar dedicada al debate, elemento esencial, entiendo, de toda ideología que se precie. Pero, que se sepa, para cualquier debate se necesitan al menos dos opiniones no coincidentes, y resulta que la administración invitada declinó (ni siquiera me atrevo a decir que “amigablemente”) la invitación para explicar cara a cara su política de exterminio de palomas urbanas. Porque, salvo rarísimas y plausibles excepciones, no hay en España ayuntamiento de cierta entidad demográfica que no tenga establecido un rudo protocolo para eliminar a estas aves. Que, por cierto, son usadas al tiempo por esos mismos consistorios como representación icónica de valores tan virtuosos como la paz y el buen entendimiento. ¡Tiene tela! Una palomita al aire siempre arregla una portada. No obstante, y a pesar de su pomposa etiqueta, los citados ayuntamientos las trampean en masa para después eliminarlas de la misma forma con gases venenosos. Aunque ello conlleve un sufrimiento insoportable, no quiero evitar pensar en toda la escena: en cómo las aves se ven de súbito atrapadas en la jaula; en cómo se manejan por parte de unos operarios desmotivados (desde su mentalidad estándar, ¿por qué tendrían que observar un trato considerado hacia quienes van a gasear apenas unos minutos más tarde?), en cómo las presas se golpean entre sí durante el viaje; o en cómo empiezan a sentir los primeros síntomas del mareo una vez abierta la espita. Y acaso lo peor de todo es que esta razzia –incluso desde su perspectiva técnica– no sirve absolutamente para nada, puesto que pasados unos meses el número de aves en un espacio dado volverá a ser el mismo, mientras la comunidad siga teniendo la misma carga reproductora. Es así que la mera eliminación protocolaria y repetitiva se limita en la práctica a “contentar” a ese fragmento de vecinos que protestan por todo. Podría hablarse de un auténtico “sacrificio ritual”.

Durante la segunda sesión (martes día 4) nos visitará la policía. No, no es que tengamos en mente hacer nada malo. Es que está invitada. Dos curtidos agentes –pertenecientes a la Ertzaintza y al SEPRONA– nos trasladarán en vivo su experiencia profesional en el particular campo de la defensa de los animales: de cómo en ocasiones se encontraron tras una puerta con el infierno en la tierra, o aquella vez que pudieron acariciar, ya recuperado, al mastín que fue no ha tanto un saquito de huesos y terror.

La tercera jornada (miércoles día 5) se dedica a eso que podríamos llamar “la madre del cordero”: la educación. Cuentan algunos que somos lo que aprendimos de niños, y digo yo que también de mayores podemos dar un giro al timón y resetearnos de arriba abajo, o casi. Cuestión de caracteres y de compromiso, como todo en esta vida. En dicha sesión habrá ocasión de escuchar a dos educadores, que lo son por tratar con gente menuda (¡menuda gente!), para tratar de cimentar sus valores en cosas como la empatía, la solidaridad, la ayuda al necesitado: esculpir en ellos una ética global, en definitiva. Así entrarán en la edad adulta con cada, y no habrá necesidad de reseteo alguno. ¡No me negarán que venir a este mundo –o a alguna de sus etapas vitales– con la ética global “de serie” es de lo más práctico!

Olvidaba remarcar un detalle que, por su calado político, no debiera pasar desapercibido: las Jornadas están auspiciadas por el Gobierno Vasco, que encarga su organización a una entidad animalista. Allá cada cual, pero se me antoja que esta apertura de miras debería ser justamente reconocida, visto lo visto y soportado lo soportado. 

Termino el artículo aclarando para los no iniciados que Bidebarrieta significa algo así como “caminos nuevos”. Como amante que soy de la metáfora sencilla, les dejo esta, por ligar de alguna forma el espacio físico, las Jornadas y sobre todo su propósito central: enseñar, aprender… pero sobre todo “aprendernos”. A quienes acudan, bienvenid@s.


[*] Escribí este artículo para El caballo de Nietzsche, el flamante blog animalista de eldiario.es.


© octubre 2014





viernes, 24 de octubre de 2014



PREGUNTAS Y OREJAS CONTRA MANOS DESNUDAS


Por si no había quedado claro a lo largo de las anteriores ediciones, ciertos ciudadanos y ciudadanas lo certificaron el pasado 16 de septiembre en Tordesillas (Valladolid) durante la ejecución sumaria de Elegido. Recibieron a pedradas a un nutrido grupo de personas que protestaba como buenamente podía contra el macabro acto: haciendo piña en un punto del recorrido del reo, mostrando sus manos desnudas, llorando, tragando flemas… Les espetaron insultos (los ya clásicos hijos de puta, vagos, catalanes…), y hubo quien quiso aprovechar la indefensión de algún manifestante mientras era retirado en volandas por fornidos miembros de la benemérita para asestarle una patada en la espalda o un puñetazo en la cara. ¡Muy valientes estos tipos mesetarios!

Como valientes eran los mastuerzos que arrojaban las orejas –imagino que aún calientes– de los becerritos recién torturados sobre el albero por vecinos sin la menor pericia profesional para la práctica del martirio. (Se las arrojaban, en efecto, a los manifestantes que ocupaban la calle con las manos desnudas). Distinto parece un torero con carnet y traje de luces, quien sabe cómo clavar banderillas sobre la espalda del “enemigo”, marearle con la muleta para que los hierros aumenten la hemorragia y se debilite así aún más, meterle hasta los pulmones una espada que le provocará la muerte por pura y simple asfixia, muchas veces ya en el desolladero, comenzado el protocolo de desguace por los operarios. ¿Distinto?  

Quizá me ciegue mi vena animalista, pero veo en estos escenarios algo intrínsecamente perverso. Y “perverso” en varias capas que se superponen, como una suerte de “cebolla envenenada”. Porque a la agresión urdida y letal se suma el desprecio grotesco hacia quienes reivindican el respeto al prójimo, el cambio, la progresía moral. No siendo yo habitual partícipe en dichas manifestaciones, he visto a taurinos bajándose los pantalones ante el grupo de las pancartas, o exhibiendo una castiza “peineta”, o regalando una sonrisa tétrica; eso sí: parapetados siempre por las fuerzas del orden, no vaya a ser. ¿Pero qué problema tiene esta gente para aceptar el escenario de la crítica, continuar su camino, entrar a la plaza y ocupar su asiento; o bajar a la vega e imbuirse en la polvareda que impide ver y sentir, disfrutar de “su” arte, de “su” cultura, de “su” sacrosanta tradición? Con toda probabilidad destapo ahora el tarro de mi ingenuidad, pero pienso que deberían comprender al menos que quienes protestan no lo hacen desde el antojo, sino desde una profunda convicción de que eso está mal. ¿Qué lleva a alguien –seguro que amorosa madre de familia y aún mejor convecina– a “celebrar” la muerte de Vulcano? ¿Es que acaso no se percata de que ello la hace peor persona? Son estos comportamientos los que a mí me causan desazón y una profunda tristeza: el lanzamiento de piedras y orejas contra las manos desnudas; la celebración de la muerte de Vulcano

No entraré en las [para mí] misteriosas razones que impulsan a alguien a jugarse en una mañana lo que no se ha jugado el resto del año, y encima pretendiendo repartir lecciones de activismo a diestro y siniestro. Me quedo con el compromiso ético desplegado esa mañana de septiembre en el páramo vallisoletano, o de madrugada ante las puertas del vetusto coso de Algemesí.

Como era previsible, el escenario acabó estallando en graves desórdenes públicos, recogidos con avidez morbosa por toda suerte de medios de comunicación: rojos, azules, morados y verdes. Supongo que lo ideal para ellos hubiera sido poder presentar un muerto sobre la mesa; y me refiero a un muerto humano, pues bovino ya lo hubo: Elegido tomó el macabro relevo a Vulcano, como este lo hizo a Volante. (Desconozco los nombres de los pobres cachorritos). Y he de confesar que, así, a bote pronto, no me veo yo con autoridad moral alguna para afear la conducta a este grupo de aguerridos animalistas, teniendo en cuenta la grosería del acto, que se defiende desde la sociedad local con la misma cantinela que oyen a sus dirigentes: la tradición. No es desde luego el caso, pero tampoco me vería con dicha licencia si las mismas personas fueran a Tordesillas con mochilas llenas de pedruscos, con la clara  intención de lanzarlas contra los agresores de Elegido y compañía. Llego a comprender que supondría un comportamiento ilegal, como sé que estaríamos ante un acto de pura justicia. Porque ambos no siempre van de la mano. Si la policía puede usar material antidisturbios para “poner las cosas en su sitio”, no alcanzo a entender por qué determinados ciudadanos no han de poder hacer lo mismo para tratar de evitar el linchamiento de un inocente con diurnidad y alevosía. ¿Acaso no estaríamos hablando de un diáfano caso de legítima [auto]defensa? Ahí dejo la reflexión, que tiene un punto provocador; no lo duden. Pero siempre creí en la “provocación didáctica” como herramienta imprescindible en cualquier reflexión de naturaleza ética.

[*] Escribí este artículo para el magacín AllegraMag.




© octubre 2014



viernes, 10 de octubre de 2014



JODIDAS PREGUNTAS TRAS EXCÁLIBUR

  
Pasado el tsunami emocional, llega el momento de la reflexión; de separar el grano de la paja respecto a lo que podríamos denominar Caso Excálibur.

Apenas un mes después de la gran movilización contra el infame Torneo del Toro de la Vega, el mundo vuelve a poner sus ojos en España por algo relacionado con el maltrato animal y con la defensa de sus víctimas. Cientos de miles de ciudadanos han firmado para que no se sacrifique a Excálibur, el perro de la auxiliar de enfermería infectada por el maldito ébola. Responsables sanitarios de la Comunidad decidieron, sin apenas consultas ni aun menor remordimiento de conciencia, el sacrificio del animal, como primer paso de la desinfección de la vivienda. No se sabe [con la necesaria certeza científica] que los perros actúen de vectores biológicos para la trasmisión de la enfermedad, pero ¿qué importa? A pesar de los avances en sensibilidad animalista, los perros siguen teniendo en nuestra sociedad un muy bajo estatuto moral, y es por ello que, desde una perspectiva de rédito político, bien vale una eutanasia a tiempo –por muy arbitraria que sea– que la pérdida de un puñado de votos.

Un nutrido grupo de personas se manifestaron frente al domicilio donde Excálibur llevaba encerrado un par de días, tratando de aportarle un  granito de esperanza, y vomitando al tiempo su rabia contenida por tanto crimen impune. Imagino a esa gente voluntaria de albergues para animales abandonados, donde escasean los recursos y sobran los desheredados. Viven allí como un gran clan, conocen los nombres de cada uno de los residentes, y estos lamen las manos a sus cuidadores como lo que son: ángeles.

¿Van a ordenar el sacrificio de todos los perros de Alcorcón? Porque imagino que serán unos cuantos los que han tenido contacto más o menos directo con los efluvios de Excálibur, como de hecho unos cuantos serán los vecinos que coincidieron con él en el ascensor, en el parque o por la acera. Pero bastante más preocupante que el contacto con el perro es el contacto con su tutora, que al parecer pudo infectarse con un leve roce del guante en la cara mientras se desenfundaba su traje galáctico. ¿Van a sacrificar también a Javier, adhiriéndose al sesudo protocolo del “por si acaso”? Puestos a preguntarse, a uno le entra la desazón y acaba por dudar de si acaso no sacrificaron de facto a los religiosos fallecidos, y nos han colado una versión tan oficial como falsa…

Tocado el fango, pensemos que el perverso caso de Excálibur puede dejarnos ciertos “brotes verdes” en lo que a la ética comunitaria concierne. No es mala cosa que España sea lo mismo ejemplo sangrante de malos tratos a los animales en la misma o similar medida que lo es en el apartado de compromiso y militancia. Por tanto, y siendo gratis, casi mejor si optamos por ver la botella medio llena, reconociendo que hace apenas una década hubiera sido impensable este pollo mediático “por un perro”.

Pongámonos en lo peor. Supongamos que, en efecto, Excálibur fuera no solo portador del virus, sino que su capacidad de transmisión fuera similar a la que de hecho es entre humanos. ¿Cuál es la diferencia entre que te contagie un perro, una salamandra o un cuñado? Desde un plano biológico, ninguna. Desde uno moral, también está claro: que unos son humanos y otros no. En realidad, la simpleza del panorama no ofrece algo distinto a la segregación por causa de raza, sexo o nivel social. La arbitrariedad es siembre arbitrariedad. Y el sufrimiento es siempre sufrimiento.

En mi opinión, no se trataría tanto de cuestiones sociosanitarias –que también– sino más bien éticas. Cada uno tendrá sus razones para preferir la muerte o la vida de Excálibur, y a su vez, dentro de esta última, subsiguientes motivos, que pueden surgir de la mera solidaridad ( sin matices de especie) o del más prosaico deseo de salvar tu pellejo a costa de lo que sea, siempre que sea de los otros. Pero a mí, de momento, lo que más me indigna es que a diario cientos de animales que sufrieron un abandono impune reciban una segunda y definitiva condena: la inyección letal. Simplemente no puede ser que ahora adornen la ejecución de Excálibur con la excusa de la salud pública, mientras un ejército de inocentes pasa por la misma situación porque la Administración no quiere gastarse los cuartos que supone aplicar una estricta justicia. ¡Si no somos capaces de generar más empatía comunitaria, aquí la pensión de las víctimas la pagamos todos a escote!

¿Cómo recibiría Excálibur a esos seres extraños embutidos en ropa espacial? Seguro que al oír los primeros ruidos en la puerta imaginó en su cabecita a Teresa y a Javier con las llaves en la mano, disculpándose por haber tardado tanto y prometiéndole un largo paseo por el parque como desagravio. Seguro que, pasados los primeros segundos, incluso a esos extraños les movió amigablemente la cola. Estaría bien que los operarios nos relataran al detalle el encuentro con un perro potencialmente peligroso que lleva cagándose y meándose en la terraza dos días. ¡Que nos lo cuenten!  

¿Nos mirarán ahora de reojo los miserables de turno cuando paseemos a nuestros perros, como si portáramos al otro lado de la correa un saco infecto? ¿Saldrán ahora en el África Subsahariana a la caza indiscriminada del perro sarnoso? ¿Entenderemos ahora por fin que los perros son para muchos y muchas sus amigos, sus compañeros; en definitiva: su familia? Se me ocurre un montón más de jodidas preguntas tras Excálibur… pero son políticamente incorrectas.


[*] Escribí este artículo para el magacín AllegraMag.



© octubre 2014