CACAHUETE
Sus
cuidadores no se devanaron los sesos a la hora de elegirle un nombre: Cacahuete, pues es la
forma que recuerda su caparazón. En inglés, por supuesto, pues la tortuga es de
Misuri (USA) de toda la vida. Hoy su mayor ocupación le viene dada como
“voluntaria” ecologista. Y lo del entrecomillado tiene razón de ser, dado que,
desde su calidad de Tortuguita de Florida, no
se entera de tan particular detalle. Por contra, sí se enteró cuando por
maldito azar introdujo su cuerpo en una de esas mallas que tan familiares nos
resultan a los consumidores, de esas que mantienen juntas varias latas de
bebida para mayor comodidad del cliente. Y no puede negarse que el invento
cómodo es. Pero también tiene su lado criminal. Lo escribo con
contundencia porque el consumo desaforado al que parecemos abonados deja
rastros de sangre y muerte. Cacahuete se salvó por los pelos (¡y eso que los
quelonios son lampiños como un huevo!), a diferencia de un sinfín de compañeros
de toda especie y condición que se enredan las patas en hilos de coser hasta
morir de gangrena, o que se tragan preservativos usados confundiéndolos con
apetitosos gusanos, o que se atiborran a plásticos de todas formas y colores
–auténticas chuches para ellos, imagino–, hasta que la bola obstruye sus
sistemas digestivos y una mañana aparecen como cadáveres varados en la playa.
No
somos inocentes. Tendemos a pensar que solo contamina quien con deliberación y
alevosía arroja basura en un bello paraje; y que solo merece reproche el
maleducado que no recicla, el que escupe en la calle o el que deja caer por su
propio peso el envoltorio del caramelo. También esos contaminan, claro está, y
acaso con el agravante de jeta grosera. Pero aquí quien más quien menos hacemos
de las nuestras. Las en apariencia cándidas mallas, o en general cualquier tipo
de recipiente abierto, se convierten en trampas mortales para los animales que
viven ahí, más allá de nuestras inmediatas paredes. Cualquiera que conviva con
gatos sabe bien lo fácil que les resulta meterse en líos monumentales: con las
bolsas de plástico, con las cuerdas, con la caja de somníferos que olvidamos
quitar de la mesilla… Recuerdo haber visto multitud de fotografías
protagonizadas por animales enredados en los más variopintos objetos, y hasta
haber liberado palomas, peces y anfibios de su martirio particular. Y tuvieron
cierta suerte, pues tropezaron con alguien que se vio en ellos y ellas, e hizo
sencillamente lo que a él le hubiera gustado que le hicieran otros ante similar
encerrona. Sin embargo, son inmensa mayoría los animales que, sea por mera
curiosidad o por desliz alimentario, acaban sus días agonizando en un ribazo,
en un lago o en el patio interior de edificaciones urbanas abandonadas.
Cacahuete refleja
con dramatismo lo que la basura causa no ya a la Naturaleza –entendida esta
como una entelequia emocional–, sino a individuos concretos que ni saben en qué
especie quedaron inscritos ni carajo que les importa. ¿Para qué, si el corte de
la lata vacía duele por igual a la cigüeña que al camaleón?
Cacahuete es
hoy un icono medioambientalista que cumplió de largo la veintena y vive
razonablemente feliz en su espacioso acuario, pero que no salió indemne de su
historia, claro está, porque tiene afectados de por vida órganos vitales, al
ver comprimido en su momento, de tan horrorosa forma, su caparazón.
El
avezado lector se habrá percatado de que, en efecto, la Tortuguita
de Florida es esa que casi todos tuvimos en alguna ocasión
cautiva en un cutrísimo terrario-isla, con su correspondiente palmera igual de
cutre y una rampa cutre también. La misma cuya existencia en lo alto del
frigorífico olvidábamos durante días, hasta apreciar que apenas conseguía abrir
sus ojillos, afectados como estaban por las más variadas infecciones. Aquellas
que siempre creímos que no crecían más que la palma de la mano, y que cuando lo
hacían acababan en un balde jubilado en la oscuridad del cuarto de baño, hasta
que la simple lástima conseguía que la liberáramos en la charca más cercana. Sí: las
mismas que ahora son consideradas "especies invasoras" por la
Administración, etiqueta que le da carta blanca para capturarlas y eliminarlas
en masa con la ley en la mano. ¡Como si las pobres nos hubieran invadido de
verdad lanzándose en paracaídas al amanecer para hacernos la puñeta, y esto no
fuera sino el justo castigo a su osadía y maldad!
Recuerdo
la imagen de Cacahuete en los noventa; una de tantas en
aquella época de concienciación medioambiental. Pero desconocía por completo
que aún viviera (y lo que le queda), ni que se hubiera convertido en militante
verde sin siquiera saberlo. Imagino que tampoco tendrá repajolera idea de que
ella fue quien me obligó desde entonces a dedicar el preceptivo tiempo tras
cada compra para cortar todos y cada uno de los orificios de las mallas de refrescos.
[*] Escribí este artículo para El caballo de Nietzsche, el flamante
blog animalista de eldiario.es.
( julio 2015
Sus
cuidadores no se devanaron los sesos a la hora de elegirle un nombre: Cacahuete, pues es la
forma que recuerda su caparazón. En inglés, por supuesto, pues la tortuga es de
Misuri (USA) de toda la vida. Hoy su mayor ocupación le viene dada como
“voluntaria” ecologista. Y lo del entrecomillado tiene razón de ser, dado que,
desde su calidad de Tortuguita de Florida, no
se entera de tan particular detalle. Por contra, sí se enteró cuando por
maldito azar introdujo su cuerpo en una de esas mallas que tan familiares nos
resultan a los consumidores, de esas que mantienen juntas varias latas de
bebida para mayor comodidad del cliente. Y no puede negarse que el invento
cómodo es. Pero también tiene su lado criminal. Lo escribo con
contundencia porque el consumo desaforado al que parecemos abonados deja
rastros de sangre y muerte. Cacahuete se salvó por los pelos (¡y eso que los
quelonios son lampiños como un huevo!), a diferencia de un sinfín de compañeros
de toda especie y condición que se enredan las patas en hilos de coser hasta
morir de gangrena, o que se tragan preservativos usados confundiéndolos con
apetitosos gusanos, o que se atiborran a plásticos de todas formas y colores
–auténticas chuches para ellos, imagino–, hasta que la bola obstruye sus
sistemas digestivos y una mañana aparecen como cadáveres varados en la playa.
No
somos inocentes. Tendemos a pensar que solo contamina quien con deliberación y
alevosía arroja basura en un bello paraje; y que solo merece reproche el
maleducado que no recicla, el que escupe en la calle o el que deja caer por su
propio peso el envoltorio del caramelo. También esos contaminan, claro está, y
acaso con el agravante de jeta grosera. Pero aquí quien más quien menos hacemos
de las nuestras. Las en apariencia cándidas mallas, o en general cualquier tipo
de recipiente abierto, se convierten en trampas mortales para los animales que
viven ahí, más allá de nuestras inmediatas paredes. Cualquiera que conviva con
gatos sabe bien lo fácil que les resulta meterse en líos monumentales: con las
bolsas de plástico, con las cuerdas, con la caja de somníferos que olvidamos
quitar de la mesilla… Recuerdo haber visto multitud de fotografías
protagonizadas por animales enredados en los más variopintos objetos, y hasta
haber liberado palomas, peces y anfibios de su martirio particular. Y tuvieron
cierta suerte, pues tropezaron con alguien que se vio en ellos y ellas, e hizo
sencillamente lo que a él le hubiera gustado que le hicieran otros ante similar
encerrona. Sin embargo, son inmensa mayoría los animales que, sea por mera
curiosidad o por desliz alimentario, acaban sus días agonizando en un ribazo,
en un lago o en el patio interior de edificaciones urbanas abandonadas.
Cacahuete refleja
con dramatismo lo que la basura causa no ya a la Naturaleza –entendida esta
como una entelequia emocional–, sino a individuos concretos que ni saben en qué
especie quedaron inscritos ni carajo que les importa. ¿Para qué, si el corte de
la lata vacía duele por igual a la cigüeña que al camaleón?
Cacahuete es
hoy un icono medioambientalista que cumplió de largo la veintena y vive
razonablemente feliz en su espacioso acuario, pero que no salió indemne de su
historia, claro está, porque tiene afectados de por vida órganos vitales, al
ver comprimido en su momento, de tan horrorosa forma, su caparazón.
El
avezado lector se habrá percatado de que, en efecto, la Tortuguita
de Florida es esa que casi todos tuvimos en alguna ocasión
cautiva en un cutrísimo terrario-isla, con su correspondiente palmera igual de
cutre y una rampa cutre también. La misma cuya existencia en lo alto del
frigorífico olvidábamos durante días, hasta apreciar que apenas conseguía abrir
sus ojillos, afectados como estaban por las más variadas infecciones. Aquellas
que siempre creímos que no crecían más que la palma de la mano, y que cuando lo
hacían acababan en un balde jubilado en la oscuridad del cuarto de baño, hasta
que la simple lástima conseguía que la liberáramos en la charca más cercana. Sí: las
mismas que ahora son consideradas "especies invasoras" por la
Administración, etiqueta que le da carta blanca para capturarlas y eliminarlas
en masa con la ley en la mano. ¡Como si las pobres nos hubieran invadido de
verdad lanzándose en paracaídas al amanecer para hacernos la puñeta, y esto no
fuera sino el justo castigo a su osadía y maldad!
Recuerdo
la imagen de Cacahuete en los noventa; una de tantas en
aquella época de concienciación medioambiental. Pero desconocía por completo
que aún viviera (y lo que le queda), ni que se hubiera convertido en militante
verde sin siquiera saberlo. Imagino que tampoco tendrá repajolera idea de que
ella fue quien me obligó desde entonces a dedicar el preceptivo tiempo tras
cada compra para cortar todos y cada uno de los orificios de las mallas de refrescos.
[*] Escribí este artículo para El caballo de Nietzsche, el flamante
blog animalista de eldiario.es.
( julio 2015