AUTOPISTA AL INFIERNO
No ha de verse en el título atisbo alguno de homenaje al heavy metal, género musical al que no profeso especial afecto, sino simple aunque contundente metáfora que su mismo protagonista labró en agria y privada discusión con otro dictador –este de caribeña estirpe–, y ahí cuentan que acabó tan extraña amistad.
Acapara Don Manuel estos días reportajes y columnas de opinión, ponen algunos los puntos sobre las íes todavía con el cadáver caliente, se deshacen en halagos los más (incluso algunos entre quienes chuparon calabozo y cárcel con su aquiescencia), por esto y por aquello, sea su trayectoria política o su arrolladora personalidad. Dicen que supo adaptarse a la democracia –acaso no tuvo más remedio y lo que aprendió fue a no desentonar demasiado con los nuevos tiempos, pues se encontraba sin duda entre sus virtudes el camaleonismo–, que fue un visionario del cambio que se avecinaba, y que incluso prevaleció en su biografía pública una praxis conciliadora y hasta entrañable. Nada como morirse para recibir halagos a granel y sin medida, que acuden raudos los estómagos agradecidos y la loa inflada así que el finado estrena estatuto. Considero que es buena ocasión el deceso de un miserable, que lo fue por tantas razones, para reflexionar sobre la condición humana toda, sobre los que se van y los que se quedan, estos de regia estirpe y fácil genuflexión, pues nunca fue tarea sencilla pillar tanto a cambio de tan poco, calentar un escaño y llenar cada día tu cuota de periódico. Es así que lo que en el vecino resulta miseria moral se torna en Don Manuel “temperamento recio”, y lo que al frutero le convertiría en un perfecto hijoputa supone en Don Manuel “personalidad controvertida”, presentada encima como virtud polifacética, lo que son las cosas –y las personas–, o mejor diremos lo que acaban siendo por mandato oficial.
A uno, desde su humilde calidad de opinador eventual y oficioso, le resulta harto difícil aceptar que si en un platillo de la balanza anidan en su salsa la homofobia (“Una anomalía”), la veneración fascista (“Es Franco un gran hombre, el mayor y más representativo de los españoles del siglo XX”) indisimulada pasadas tres décadas (“El franquismo asentó las bases para una España con más orden”), un escaso afecto autonómico (“Antes de legalizar la ikurriña tendrán que pasar por encima de mi cadáver”), incluidas sus lenguas vernáculas (“Por fortuna mi madre nos enseño francés en lugar de euskera, una lengua muerta”), o un orgullo en consonancia con su verdadero talante moral (“Yo solo pido perdón ante Dios y mi confesor”), con tamañas perlas haciendo peso en el platillo opuesto, digo, ya me contarán ustedes qué material humano habría que aportar a este para que el fiel siquiera quedara equilibrado.
Se nos fue el viejo quelonio bamboleante, intactas todas sus costras, lo que eran y serán para siempre sus debes, como los tenemos todos, naturalmente, aunque mucho me temo que algunos bastantes más que otros, habida cuenta además del plus que por fuerza debe suponer el ejercicio de un cargo público.
Dice el protagonista de la canción –vuelvo al título– que ha decidido ir directo al infierno acompañado de sus amigos, habla de una autopista sin señales de tráfico ni límite de velocidad. Quizá Don Manuel, vista y comprobada su autoestima (también esta ilimitada), no tuviera previsto acabar en el averno, pero son cosas que no dependen de uno, o tal vez sí, pues cada cual se labra el informe final que habrá de entregar pasado el lúgubre túnel, no hay que presentar en recepción sino el currículum ético –le bastará a Don Manuel su vida laboral–, que apenas son burda excusa las circunstancias. Afirmó entre ufano y amenazante que la calle era suya, y lo más que puede reivindicar ahora son las tinieblas allá abajo.
Si hay justicia divina, a Don Manuel le queda aún un largo trecho por recorrer, que apenas comenzó su tránsito, formarán el jurado popular Julián, Enrique, Francisco, Romualdo, Pedro María, José, Bienvenido, Vicente, Aniano, Ricardo… Pasé por casualidad apenas unas horas después del deceso por el monolito plantado frente a la iglesia de San Francisco, en Vitoria, a escasa distancia de mi propia casa familiar. Rodeaban la base varios ramos de flores…
Acapara Don Manuel estos días reportajes y columnas de opinión, ponen algunos los puntos sobre las íes todavía con el cadáver caliente, se deshacen en halagos los más (incluso algunos entre quienes chuparon calabozo y cárcel con su aquiescencia), por esto y por aquello, sea su trayectoria política o su arrolladora personalidad. Dicen que supo adaptarse a la democracia –acaso no tuvo más remedio y lo que aprendió fue a no desentonar demasiado con los nuevos tiempos, pues se encontraba sin duda entre sus virtudes el camaleonismo–, que fue un visionario del cambio que se avecinaba, y que incluso prevaleció en su biografía pública una praxis conciliadora y hasta entrañable. Nada como morirse para recibir halagos a granel y sin medida, que acuden raudos los estómagos agradecidos y la loa inflada así que el finado estrena estatuto. Considero que es buena ocasión el deceso de un miserable, que lo fue por tantas razones, para reflexionar sobre la condición humana toda, sobre los que se van y los que se quedan, estos de regia estirpe y fácil genuflexión, pues nunca fue tarea sencilla pillar tanto a cambio de tan poco, calentar un escaño y llenar cada día tu cuota de periódico. Es así que lo que en el vecino resulta miseria moral se torna en Don Manuel “temperamento recio”, y lo que al frutero le convertiría en un perfecto hijoputa supone en Don Manuel “personalidad controvertida”, presentada encima como virtud polifacética, lo que son las cosas –y las personas–, o mejor diremos lo que acaban siendo por mandato oficial.
A uno, desde su humilde calidad de opinador eventual y oficioso, le resulta harto difícil aceptar que si en un platillo de la balanza anidan en su salsa la homofobia (“Una anomalía”), la veneración fascista (“Es Franco un gran hombre, el mayor y más representativo de los españoles del siglo XX”) indisimulada pasadas tres décadas (“El franquismo asentó las bases para una España con más orden”), un escaso afecto autonómico (“Antes de legalizar la ikurriña tendrán que pasar por encima de mi cadáver”), incluidas sus lenguas vernáculas (“Por fortuna mi madre nos enseño francés en lugar de euskera, una lengua muerta”), o un orgullo en consonancia con su verdadero talante moral (“Yo solo pido perdón ante Dios y mi confesor”), con tamañas perlas haciendo peso en el platillo opuesto, digo, ya me contarán ustedes qué material humano habría que aportar a este para que el fiel siquiera quedara equilibrado.
Se nos fue el viejo quelonio bamboleante, intactas todas sus costras, lo que eran y serán para siempre sus debes, como los tenemos todos, naturalmente, aunque mucho me temo que algunos bastantes más que otros, habida cuenta además del plus que por fuerza debe suponer el ejercicio de un cargo público.
Dice el protagonista de la canción –vuelvo al título– que ha decidido ir directo al infierno acompañado de sus amigos, habla de una autopista sin señales de tráfico ni límite de velocidad. Quizá Don Manuel, vista y comprobada su autoestima (también esta ilimitada), no tuviera previsto acabar en el averno, pero son cosas que no dependen de uno, o tal vez sí, pues cada cual se labra el informe final que habrá de entregar pasado el lúgubre túnel, no hay que presentar en recepción sino el currículum ético –le bastará a Don Manuel su vida laboral–, que apenas son burda excusa las circunstancias. Afirmó entre ufano y amenazante que la calle era suya, y lo más que puede reivindicar ahora son las tinieblas allá abajo.
Si hay justicia divina, a Don Manuel le queda aún un largo trecho por recorrer, que apenas comenzó su tránsito, formarán el jurado popular Julián, Enrique, Francisco, Romualdo, Pedro María, José, Bienvenido, Vicente, Aniano, Ricardo… Pasé por casualidad apenas unas horas después del deceso por el monolito plantado frente a la iglesia de San Francisco, en Vitoria, a escasa distancia de mi propia casa familiar. Rodeaban la base varios ramos de flores…
© enero de 2012
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