LEYES
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Por encima de deseos bienintencionados, de propuestas ácratas o de la siempre plausible fraternidad global e ilimitada, lo cierto es que la poca virtuosa naturaleza humana nos obliga a establecer sin descanso normas que regulen nuestro devenir cotidiano, leyes todas que incluyen el consabido apartado punitivo, porque, no nos engañemos, aquí lo único que funciona es la vieja fórmula de imposición y castigo, sea éste menor (pecuniario) o más severo (privación de libertad). El funcionamiento normativizado de la sociedad es tan antiguo e inevitable como ella misma. Es lo que hay, y no parece que las cosas, si no lo han hecho en los últimos milenios, vayan a cambiar en lo sustancial durante los próximos meses. Pero no es menos cierto que teoría y práctica discurren con demasiada frecuencia por caminos separados, y que a veces incluso ni saben la una de la otra.
¿Por qué el cumplimiento de unas leyes goza del beneplácito y apoyo incondicional del grueso de la comunidad (incluidos los todopoderosos medios de comunicación, la clase política y la red administrativa) mientras otras parecen relegadas a la categoría del eterno olvido? Sabido es que en una sociedad democrática –eso que se ha dado en llamar no sin cierta pomposidad estado de derecho– todas las normas, con independencia de su naturaleza, ámbito de aplicación o grado de importancia han de cumplirse con celo y escrupulosidad, de manera especialísima por parte de las instituciones de las que emanan, pues de lo contrario se rompe la esencia misma de su objetivo.
Traigamos a colación el ejemplo de una y otra, por ilustrar hasta qué punto esto de la cacareada democracia se queda a veces en mera retórica de cartón-piedra, y otras apenas pasa de ser una pildorita para alargar un poco más el estado de indolencia en que parecemos sumidos. Me refiero a la ya famosa ley del tabaco, que prohíbe echarse un pito incluso en los baretos de mala muerte –escrita sea la expresión no ya sólo con respeto, sino aun con sincero cariño–, míticos lugares donde porretas y filósofos urbanos han arreglado el mundo desde tiempo inmemorial, deportados ambos ahora a la puta calle, ateridos de frío pero sobre todo de humillación, convertidos de la noche a la mañana en los nuevos apestados, esta vez con un único bubón en el cuerpo: el paquete de rubio americano.
Desde el minuto uno, y salvo heroicas excepciones, millones de conciudadanos se echaron sumisos al helador invierno con toda su santa resignación, pues bien nos habían dado la matraca en sesiones de mañana, tarde y noche, durante semanas, radios y televisiones, en un alarde envidiable de publicidad gratuita que ya quisiéramos otros. La ley se cumplió esta vez, por la cuenta que nos tiene, y me refiero con esto tanto a las multas como al sunami de salud que al parecer nos va a coger a todos y todas de pleno. Porque así, según las previsiones oficiales, se calcula que al menos un millón de personas acabarán por dejar el vicio por mor de la normativa. Obviando el hecho de que estos estudios y sus resultados se lo sacan los expertos del mismísimo paquete –permítaseme la grosería por el tema tratado–, mucho me temo que en los mismos no se tienen en cuenta otros factores que engrosarían la lista del debe, a saber: pérdida de clientela (entiéndase ingresos, con la que está cayendo), mayor afectación por tabaquismo pasivo en lugares privados, incremento en las emisiones de dióxido de carbono por las dichosas estufitas, y en general aumento de la mala hostia. Todo ello hace que, cuando menos, vaya lo uno por lo otro y nos quedemos como estábamos si hacemos una cuenta general, y cuando más, que no compense tanto altruismo sanitario para tan pírrica cosecha.
El caso opuesto que antes anunciaba es la Ley Vasca de Protección Animal, que atesora a la hora de escribir estas líneas más de diecisiete añazos, y que no se cumplió nunca ni en sus más elementales aspectos. Miles de desdichados siguen amarrados de por vida a cadenas de metro y medio, con una caseta mugrienta e inhóspita por todo hogar, abandonados a la más terrible de las soledades. Nuestros mercados callejeros continúan nutriéndose de seres aterrorizados por la marabunta humana que saca pecho tras haber echado una monedita en la hucha solidaria correspondiente. Como siguen los abnegados animalistas dejándose la vida un día sí y otro también por algo tan elemental como que se cumpla la normativa, y que, si puede ser, asuman dicho cumplimiento las propias instituciones que en su día la promovieron, no se sabe todavía por qué. Hasta recuerdo a un exalcalde afirmando ufano ante los micrófonos que él seguiría permitiendo la rifa del cerdo en su ciudad “porque era costumbre local desde tiempos pretéritos”, y que estaba dispuesto a que el consistorio recibiese la multa correspondiente, sanción que, hasta donde yo sé, nunca se hizo efectiva. Hablo del mismo tipo que se deja ver tras su jefe político cuando éste toma la palabra en el hemiciclo, repeinadito aquél hasta la nausea, convenientemente guardadas sus espaldas para que nadie ose cruzarle la cara.
Ésta es la sociedad que hemos acabado creando unos y permitiendo otros, porque aquí nadie se escapa en cuanto a responsabilidades concierne. La ignominia institucional necesita para completarse y hacerse fuerte de la pasividad civil. La vieja teoría del yin y el yang, que, aunque diagnosticada hace la tira de años en el lejano oriente, brota altiva así que se le dé la menor oportunidad en cualquier rincón infectado por la huella humana. Nada nuevo bajo el sol.
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Por encima de deseos bienintencionados, de propuestas ácratas o de la siempre plausible fraternidad global e ilimitada, lo cierto es que la poca virtuosa naturaleza humana nos obliga a establecer sin descanso normas que regulen nuestro devenir cotidiano, leyes todas que incluyen el consabido apartado punitivo, porque, no nos engañemos, aquí lo único que funciona es la vieja fórmula de imposición y castigo, sea éste menor (pecuniario) o más severo (privación de libertad). El funcionamiento normativizado de la sociedad es tan antiguo e inevitable como ella misma. Es lo que hay, y no parece que las cosas, si no lo han hecho en los últimos milenios, vayan a cambiar en lo sustancial durante los próximos meses. Pero no es menos cierto que teoría y práctica discurren con demasiada frecuencia por caminos separados, y que a veces incluso ni saben la una de la otra.
¿Por qué el cumplimiento de unas leyes goza del beneplácito y apoyo incondicional del grueso de la comunidad (incluidos los todopoderosos medios de comunicación, la clase política y la red administrativa) mientras otras parecen relegadas a la categoría del eterno olvido? Sabido es que en una sociedad democrática –eso que se ha dado en llamar no sin cierta pomposidad estado de derecho– todas las normas, con independencia de su naturaleza, ámbito de aplicación o grado de importancia han de cumplirse con celo y escrupulosidad, de manera especialísima por parte de las instituciones de las que emanan, pues de lo contrario se rompe la esencia misma de su objetivo.
Traigamos a colación el ejemplo de una y otra, por ilustrar hasta qué punto esto de la cacareada democracia se queda a veces en mera retórica de cartón-piedra, y otras apenas pasa de ser una pildorita para alargar un poco más el estado de indolencia en que parecemos sumidos. Me refiero a la ya famosa ley del tabaco, que prohíbe echarse un pito incluso en los baretos de mala muerte –escrita sea la expresión no ya sólo con respeto, sino aun con sincero cariño–, míticos lugares donde porretas y filósofos urbanos han arreglado el mundo desde tiempo inmemorial, deportados ambos ahora a la puta calle, ateridos de frío pero sobre todo de humillación, convertidos de la noche a la mañana en los nuevos apestados, esta vez con un único bubón en el cuerpo: el paquete de rubio americano.
Desde el minuto uno, y salvo heroicas excepciones, millones de conciudadanos se echaron sumisos al helador invierno con toda su santa resignación, pues bien nos habían dado la matraca en sesiones de mañana, tarde y noche, durante semanas, radios y televisiones, en un alarde envidiable de publicidad gratuita que ya quisiéramos otros. La ley se cumplió esta vez, por la cuenta que nos tiene, y me refiero con esto tanto a las multas como al sunami de salud que al parecer nos va a coger a todos y todas de pleno. Porque así, según las previsiones oficiales, se calcula que al menos un millón de personas acabarán por dejar el vicio por mor de la normativa. Obviando el hecho de que estos estudios y sus resultados se lo sacan los expertos del mismísimo paquete –permítaseme la grosería por el tema tratado–, mucho me temo que en los mismos no se tienen en cuenta otros factores que engrosarían la lista del debe, a saber: pérdida de clientela (entiéndase ingresos, con la que está cayendo), mayor afectación por tabaquismo pasivo en lugares privados, incremento en las emisiones de dióxido de carbono por las dichosas estufitas, y en general aumento de la mala hostia. Todo ello hace que, cuando menos, vaya lo uno por lo otro y nos quedemos como estábamos si hacemos una cuenta general, y cuando más, que no compense tanto altruismo sanitario para tan pírrica cosecha.
El caso opuesto que antes anunciaba es la Ley Vasca de Protección Animal, que atesora a la hora de escribir estas líneas más de diecisiete añazos, y que no se cumplió nunca ni en sus más elementales aspectos. Miles de desdichados siguen amarrados de por vida a cadenas de metro y medio, con una caseta mugrienta e inhóspita por todo hogar, abandonados a la más terrible de las soledades. Nuestros mercados callejeros continúan nutriéndose de seres aterrorizados por la marabunta humana que saca pecho tras haber echado una monedita en la hucha solidaria correspondiente. Como siguen los abnegados animalistas dejándose la vida un día sí y otro también por algo tan elemental como que se cumpla la normativa, y que, si puede ser, asuman dicho cumplimiento las propias instituciones que en su día la promovieron, no se sabe todavía por qué. Hasta recuerdo a un exalcalde afirmando ufano ante los micrófonos que él seguiría permitiendo la rifa del cerdo en su ciudad “porque era costumbre local desde tiempos pretéritos”, y que estaba dispuesto a que el consistorio recibiese la multa correspondiente, sanción que, hasta donde yo sé, nunca se hizo efectiva. Hablo del mismo tipo que se deja ver tras su jefe político cuando éste toma la palabra en el hemiciclo, repeinadito aquél hasta la nausea, convenientemente guardadas sus espaldas para que nadie ose cruzarle la cara.
Ésta es la sociedad que hemos acabado creando unos y permitiendo otros, porque aquí nadie se escapa en cuanto a responsabilidades concierne. La ignominia institucional necesita para completarse y hacerse fuerte de la pasividad civil. La vieja teoría del yin y el yang, que, aunque diagnosticada hace la tira de años en el lejano oriente, brota altiva así que se le dé la menor oportunidad en cualquier rincón infectado por la huella humana. Nada nuevo bajo el sol.
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© febrero 2011
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