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CONFESIONES DOMÉSTICAS
[…]
Es el tomate origen indiscutible de buena parte de mis desdichas personales en lo que a cuestiones fóbicas concierne, y hasta el mero hecho de ver escrito su nombre –el vernáculo– me ocasiona serias disfunciones fisiológicas en el alto esófago. Odio insuperable al tomate es lo que yo tengo. Por no soportar, no soporto ni su presencia física cuando está cortado. Mis sentimientos hacia el tomate pasan indefectiblemente por un sincero asco, no exento de altas dosis de repugnancia. Dirán ustedes que una y otra cosa son la misma. Discrepo. Al menos en el apartado del tomate, asco y repugnancia constituyen espacios de repulsión diferentes, con entidad propia. Cierto es sin embargo que ambos se complementan hasta conseguir cierto efecto sinérgico. No me pidan que se lo explique; no sabría. Pero conozco bien mis sensaciones, sé de lo que hablo. Como admito mis contradicciones, porque debo confesar que en el tema que nos ocupa las hay. Sirva como ejemplo de lo que digo el hecho de que tolere el tomate en salsa, aunque bien es cierto que en muy estrictas condiciones: siempre y cuando no sea natural, y, ante todo –subráyese esta particularidad–, no contenga pepitas. Parece mentira que unas inocentes semillas puedan desencadenar en el animal humano semejante aversión. Doy fe de que lo hace, y cómo. Más de una vez me he quedado sin comer en un kebab tras insistir a los operarios que bajo ninguna circunstancia incluyeran en el bocadillo tomate natural o rastro de él. La visión de una pepita es suficiente para que acabe conformándome con un plato de correosas patatas fritas. El compromiso pactado de un nuevo bocata sin rastro del innombrable no hace mella alguna en mi decisión de cambiar por completo de menú. Y ya metidos en su disección, pocas cosas cabe añadir a las ya manifestadas sobre la babilla gelatinosa rosada que fluye de sus oquedades internas.
En la versión primitiva de este relato manifestaba mi sorpresa porque el género cinematográfico de las fobias no hubiera recurrido todavía al tomate. Al menos yo no tenía constancia de ello. Todos conocemos películas en las que ratas, arañas, serpientes, sapos, murciélagos, medusas, babosas y demás seres supuestamente malignos hacen de las suyas y convierten en pesadilla la vida de comunidades humanas enteras. ¿Cómo es que a nadie se le había ocurrido introducir el tomate en el guión? Un conocido se encargó de sacarme de mi ignorancia, y me aportó datos de un film americano de finales de los setenta protagonizado por las innombrables hortalizas, que se erigen además aquí en banda psicópata organizada: El ataque de los tomates asesinos. El título se las trae, y aporta ya elementos suficientes como para adivinar en la peli una, digámoslo así, exigua calidad, lo que no es óbice para que la cinta esté considerada a estas alturas como “obra de culto” (suele suceder que productos visuales objetivamente ínfimos ganan el corazón de no pocos aficionados, quienes más que cinéfilos merecerían por ello el calificativo de cinépatas, pero gustos hay para los colores).
Hablaba antes del trauma que en algunos dejan ciertos alimentos, y justo es reconocer que con frecuencia el daño psicológico ocasionado no se debe tanto al producto en cuestión cuanto a determinadas situaciones que poco tienen que ver con el azar y mucho con el empecinamiento absurdo de familiares, quienes sin venir a cuento asumen unilateralmente retos que nadie les ha pedido. Recuerdo con especial desazón cierta vez en que una tía carnal por parte de madre quiso experimentar conmigo (hoy por mucho menos que aquello se acaba ante el juez acusada de crueldad hacia menores, por muy tía carnal que se sea por parte de madre), como se hace con los pobres conejitos en los laboratorios farmacéuticos, y me forzó a tragar un trozo de tomate crudo, asegurando a la audiencia –concurrida comida familiar, el escenario idóneo– que lo mío entraba de lleno en el terreno de las manías, y que aquello se corregía con mano dura, que para eso ella era madre, y que su sobrino (yo) no volvía a ser objeto de burlas por parte de extraños, por el capricho consentido de que no me gusta el tomate y que no me gusta el tomate, con las propiedades que tiene. Lo mejor y más efectivo, un tratamiento de choque. Al niño se le obliga a tragar una buena rodaja de aquello que le repele hasta la náusea, y al instante le tenemos relamiéndose de placer y maldiciendo su estampa por no haber querido probar semejante manjar en sus últimos y únicos diez años de vida. Dejadme a mí, y observad atentos la operación –parecía decir con su gesto decidido–. A ver, Pedrito, cariño, abre la boquita. Pedrito no abre la boquita, ni mención, pero la tía aprovecha un resquicio bucal, descuido imperdonable, y mete sus dedazos por la comisura izquierda. Del descuido al embuchado tomatil no pasaría más de segundo y medio. La rodaja que me endosó la muy bruta bien podía corresponder a un cuarto de una pieza mediana. Después de manifestar a lo largo de casi tres páginas los detalles más descarnados de mi repulsión por el tomate, huelga decir que la sensación en el momento de verme y sentirme con aquel pedazo dentro de mí no fue lo que se dice agradable. Creí vivir una pesadilla, un mal sueño del que te despiertas mediante una incorporación violenta, empapadito de sudor y jadeante tras la angustia pasada, y durante el escasísimo lapso que el trozo permaneció en mi cavidad bucal sentí el frío del mareo y la calor del sofoco. La terapia de choque no salió según lo previsto –al menos según lo previsto por mi tía–. Lo que sí salió según lo previsto –al menos según lo previsto por mí– fue el grumo colorado. Salió de mi boca cual proyectil en una peli de terror de bajo presupuesto, yendo a parar a la pechera de mi tía, arbolaria en sus gestos de por sí, mucho más con un grumo de tomate baboso en su generoso canalillo. ¡Pero será asqueroso el niño éste! ¡Pues no me ha vomitado encima el tomate, el muy cochino! ¡Encima que lo hago por su bien! Déjalo, mujer, déjalo, que si al niño no le gusta, pues no le gusta –le apuntaban varios de los familiares presentes con muy buen criterio, incómodos ya por el empecinamiento de la mujer–, que tampoco es una tragedia. Que no le gusta el tomate, eso es todo. Tampoco se trata de una desdicha familiar ni algo que haya que ocultar en el barrio. ¡Raquítico! Así se nos va a quedar, raquítico, con esas manías de no comer esto y no comer lo otro –apuntaba ella mientras hacía esfuerzos por recuperar el trozo y evitar que éste se escurriera hacia partes más íntimas–. Yo raquítico no estaba; delgado pase, pero no raquítico. No sé de dónde se sacaba aquello mi tía; supongo que lo exageraba para desviar la atención de la escenita de la vomitona. La experiencia fue traumática, créanme, pero la doy por bien empleada, porque a partir de entonces ya nunca me volvieron a insistir sobre el particular. El tomate, a Pedrito, ni ofrecérselo, que lo sepa todo el mundo. Ni los familiares más lejanos –por sangre y por geografía– me insistieron más. Supongo que se correría la voz del incidente y ya todos se percataron de que aquello, lejos de ser una manía, constituía una fobia alimenticia de profundo calado –un síndrome o algo así– que yo simplemente no podía controlar. Han pasado la tira de años y mi tomatofobia sigue intacta, porque a mí, ponerme el camarero la ensalada mixta por error y darme la cena es todo uno. Si acaso hubo alguna vez cierta remota posibilidad de superar la repugnancia hacia el tomate y como mínimo reconducirla hasta una relación cordial, el suceso del que les acabo de hacer partícipes terminó por abortarla.
Pues bien, ya conocen ustedes casi tan bien como yo mismo la fuente de algunas de mis desdichas más tormentosas. Si me porto mal en esta vida y Dios decide por tal motivo aplicarme un severo y ejemplarizante castigo, tengan por seguro que no habrá de enviarme al infierno, como haría con cualquier otro mortal. Simplemente me desterrará a Buñol durante el mes agosto.
[…]
Es el tomate origen indiscutible de buena parte de mis desdichas personales en lo que a cuestiones fóbicas concierne, y hasta el mero hecho de ver escrito su nombre –el vernáculo– me ocasiona serias disfunciones fisiológicas en el alto esófago. Odio insuperable al tomate es lo que yo tengo. Por no soportar, no soporto ni su presencia física cuando está cortado. Mis sentimientos hacia el tomate pasan indefectiblemente por un sincero asco, no exento de altas dosis de repugnancia. Dirán ustedes que una y otra cosa son la misma. Discrepo. Al menos en el apartado del tomate, asco y repugnancia constituyen espacios de repulsión diferentes, con entidad propia. Cierto es sin embargo que ambos se complementan hasta conseguir cierto efecto sinérgico. No me pidan que se lo explique; no sabría. Pero conozco bien mis sensaciones, sé de lo que hablo. Como admito mis contradicciones, porque debo confesar que en el tema que nos ocupa las hay. Sirva como ejemplo de lo que digo el hecho de que tolere el tomate en salsa, aunque bien es cierto que en muy estrictas condiciones: siempre y cuando no sea natural, y, ante todo –subráyese esta particularidad–, no contenga pepitas. Parece mentira que unas inocentes semillas puedan desencadenar en el animal humano semejante aversión. Doy fe de que lo hace, y cómo. Más de una vez me he quedado sin comer en un kebab tras insistir a los operarios que bajo ninguna circunstancia incluyeran en el bocadillo tomate natural o rastro de él. La visión de una pepita es suficiente para que acabe conformándome con un plato de correosas patatas fritas. El compromiso pactado de un nuevo bocata sin rastro del innombrable no hace mella alguna en mi decisión de cambiar por completo de menú. Y ya metidos en su disección, pocas cosas cabe añadir a las ya manifestadas sobre la babilla gelatinosa rosada que fluye de sus oquedades internas.
En la versión primitiva de este relato manifestaba mi sorpresa porque el género cinematográfico de las fobias no hubiera recurrido todavía al tomate. Al menos yo no tenía constancia de ello. Todos conocemos películas en las que ratas, arañas, serpientes, sapos, murciélagos, medusas, babosas y demás seres supuestamente malignos hacen de las suyas y convierten en pesadilla la vida de comunidades humanas enteras. ¿Cómo es que a nadie se le había ocurrido introducir el tomate en el guión? Un conocido se encargó de sacarme de mi ignorancia, y me aportó datos de un film americano de finales de los setenta protagonizado por las innombrables hortalizas, que se erigen además aquí en banda psicópata organizada: El ataque de los tomates asesinos. El título se las trae, y aporta ya elementos suficientes como para adivinar en la peli una, digámoslo así, exigua calidad, lo que no es óbice para que la cinta esté considerada a estas alturas como “obra de culto” (suele suceder que productos visuales objetivamente ínfimos ganan el corazón de no pocos aficionados, quienes más que cinéfilos merecerían por ello el calificativo de cinépatas, pero gustos hay para los colores).
Hablaba antes del trauma que en algunos dejan ciertos alimentos, y justo es reconocer que con frecuencia el daño psicológico ocasionado no se debe tanto al producto en cuestión cuanto a determinadas situaciones que poco tienen que ver con el azar y mucho con el empecinamiento absurdo de familiares, quienes sin venir a cuento asumen unilateralmente retos que nadie les ha pedido. Recuerdo con especial desazón cierta vez en que una tía carnal por parte de madre quiso experimentar conmigo (hoy por mucho menos que aquello se acaba ante el juez acusada de crueldad hacia menores, por muy tía carnal que se sea por parte de madre), como se hace con los pobres conejitos en los laboratorios farmacéuticos, y me forzó a tragar un trozo de tomate crudo, asegurando a la audiencia –concurrida comida familiar, el escenario idóneo– que lo mío entraba de lleno en el terreno de las manías, y que aquello se corregía con mano dura, que para eso ella era madre, y que su sobrino (yo) no volvía a ser objeto de burlas por parte de extraños, por el capricho consentido de que no me gusta el tomate y que no me gusta el tomate, con las propiedades que tiene. Lo mejor y más efectivo, un tratamiento de choque. Al niño se le obliga a tragar una buena rodaja de aquello que le repele hasta la náusea, y al instante le tenemos relamiéndose de placer y maldiciendo su estampa por no haber querido probar semejante manjar en sus últimos y únicos diez años de vida. Dejadme a mí, y observad atentos la operación –parecía decir con su gesto decidido–. A ver, Pedrito, cariño, abre la boquita. Pedrito no abre la boquita, ni mención, pero la tía aprovecha un resquicio bucal, descuido imperdonable, y mete sus dedazos por la comisura izquierda. Del descuido al embuchado tomatil no pasaría más de segundo y medio. La rodaja que me endosó la muy bruta bien podía corresponder a un cuarto de una pieza mediana. Después de manifestar a lo largo de casi tres páginas los detalles más descarnados de mi repulsión por el tomate, huelga decir que la sensación en el momento de verme y sentirme con aquel pedazo dentro de mí no fue lo que se dice agradable. Creí vivir una pesadilla, un mal sueño del que te despiertas mediante una incorporación violenta, empapadito de sudor y jadeante tras la angustia pasada, y durante el escasísimo lapso que el trozo permaneció en mi cavidad bucal sentí el frío del mareo y la calor del sofoco. La terapia de choque no salió según lo previsto –al menos según lo previsto por mi tía–. Lo que sí salió según lo previsto –al menos según lo previsto por mí– fue el grumo colorado. Salió de mi boca cual proyectil en una peli de terror de bajo presupuesto, yendo a parar a la pechera de mi tía, arbolaria en sus gestos de por sí, mucho más con un grumo de tomate baboso en su generoso canalillo. ¡Pero será asqueroso el niño éste! ¡Pues no me ha vomitado encima el tomate, el muy cochino! ¡Encima que lo hago por su bien! Déjalo, mujer, déjalo, que si al niño no le gusta, pues no le gusta –le apuntaban varios de los familiares presentes con muy buen criterio, incómodos ya por el empecinamiento de la mujer–, que tampoco es una tragedia. Que no le gusta el tomate, eso es todo. Tampoco se trata de una desdicha familiar ni algo que haya que ocultar en el barrio. ¡Raquítico! Así se nos va a quedar, raquítico, con esas manías de no comer esto y no comer lo otro –apuntaba ella mientras hacía esfuerzos por recuperar el trozo y evitar que éste se escurriera hacia partes más íntimas–. Yo raquítico no estaba; delgado pase, pero no raquítico. No sé de dónde se sacaba aquello mi tía; supongo que lo exageraba para desviar la atención de la escenita de la vomitona. La experiencia fue traumática, créanme, pero la doy por bien empleada, porque a partir de entonces ya nunca me volvieron a insistir sobre el particular. El tomate, a Pedrito, ni ofrecérselo, que lo sepa todo el mundo. Ni los familiares más lejanos –por sangre y por geografía– me insistieron más. Supongo que se correría la voz del incidente y ya todos se percataron de que aquello, lejos de ser una manía, constituía una fobia alimenticia de profundo calado –un síndrome o algo así– que yo simplemente no podía controlar. Han pasado la tira de años y mi tomatofobia sigue intacta, porque a mí, ponerme el camarero la ensalada mixta por error y darme la cena es todo uno. Si acaso hubo alguna vez cierta remota posibilidad de superar la repugnancia hacia el tomate y como mínimo reconducirla hasta una relación cordial, el suceso del que les acabo de hacer partícipes terminó por abortarla.
Pues bien, ya conocen ustedes casi tan bien como yo mismo la fuente de algunas de mis desdichas más tormentosas. Si me porto mal en esta vida y Dios decide por tal motivo aplicarme un severo y ejemplarizante castigo, tengan por seguro que no habrá de enviarme al infierno, como haría con cualquier otro mortal. Simplemente me desterrará a Buñol durante el mes agosto.
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[Editorial Manuscritos]
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© marzo 2011
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