EL SÁNDWICH
[…]
–¿Y eso? –el joven señala un cubo de plástico que contiene algo de líquido, apenas un dedo de agua, donde luchan por respirar dos o tres pececillos. Arquean sus cuerpos, desesperados, y dan bocanadas aquí y allá sin entender qué sucede y por qué se les va la vida por momentos.
–¿Eso? Morralla. No hay más que morralla. Aquí he pescado yo barbos así –exagera con las manos, indicando el tamaño–. Ahora, esta mierda es lo que queda –indica con desprecio el contenido del cubo.
–Ya. Pero bueno, entonces ¿para qué los tiene usted ahí, agonizando? Estos yo creo que no son ni del tamaño mínimo ese que exigen, ¿no?
–Ah, ni idea si son del tamaño o no. Yo vengo a echar la mañana, a pasar un rato; no me voy a traer el metro para medirlos, como usted comprenderá. Pero vamos, que yo con esto no aparezco en casa. Para hacer el ridículo, para eso no madrugo yo…
–O sea, que ahora los devuelve al río… Se ve que están agobiados, los pobres, ahí casi sin agua… –el joven trata infructuosamente de hacer ver al pescador que no tiene demasiado sentido hacer pasar un mal rato a los peces si enseguida los va a liberar.
–Más agobiado estoy yo, que me voy de vacío… –el hombre se centra en su propia desgracia, y no confirma que los vaya a soltar.
–Entonces ahora los echa de nuevo al agua…
–¡Joder con que los eche al agua…! –eleva el tono de la voz y la hace más agria–. ¿Pero usted qué es, un ecologista de esos que van salvando animalitos por ahí, o qué…?
–No, no soy un ecologista de esos, pero es que me angustia un poco verlos ahí ahogándose, y como dice usted que no se los piensa llevar a casa, no sé… ¿Qué va a hacer con ellos?
–Pues sí que es usted sensible. A mí me preocupan más los problemas de las personas, qué quiere que le diga, eso es lo que tendría que angustiarnos –saca a colación sin venir a cuento lo del sufrimiento de las personas–. Pues ahora cuando me vaya los echo ahí en esos matojos y listo –explica en tono desafiante, como dejando caer un ¿piensa usted hacer algo para impedirlo?–. Si quiere les doy una tapita de jamón serrano, para que almuercen, ¡no te digo!… –se mofa ahora de la sensibilidad que muestra el joven hacia los peces. A éste no le gusta su actitud, pero no se lo expresa con gestos. Decide dejar a un lado su preocupación por los pececillos agonizantes.
–Hablando de almorzar, creo que ya es la hora. Venía por el camino pensando en los sándwiches, precisamente –el joven se descuelga la mochila que lleva a la espalda, la planta sobre el suelo con un ruido sordo y comienza a quitar las correas. La abre y extrae unos paquetitos cuadrados–. ¿Le apetece uno? Si no le molesta, almuerzo aquí, con usted…
–A mí qué me va a molestar, hombre, la compañía siempre es bienvenida. Y si te invitan, pues ya ni te cuento –el hombre ríe su propia gracia–. Mira, yo almuerzo hoy no me he traído, porque pensaba ir recogiendo ya, pero vamos, que me quedo un ratito más si es por eso.
–¿Le gusta este? –le muestra uno de los sándwiches, envuelto en un fino plástico transparente.
–A mí me da igual. Venga ese mismo. Encima de convidado, no voy a exigir. Le advierto que yo soy más de bocadillo de chorizo; esto de los sangüis, o como se llamen, es comida de chavales, así como usted; nosotros somos más de bocadillos, de “bocatas” –ríe de nuevo, queriendo demostrarle que conoce el lenguaje de los jóvenes, que es un tipo moderno a pesar de sus sesenta y uno y de llevar jubilado casi tres–. ¿De qué es?
–Vegetal.
–Ya… –el hombre deja escapar una mueca, si no de medio disgusto al menos de decepción–. ¿Usted qué es, herbívoro?
–¿Vegetariano? No, no soy vegetariano, pero me gustan éstos de lechuga, tomate, patata cocida y aguacate.
Al pescador le parece el sándwich más raro del mundo. Lo de la lechuga y el tomate le suena normal, compatible, pero en ensalada, no entre pan y pan. Y ya lo de la patata cocida como que le desubica por completo. Aguacate le suena a herramienta, no consigue vincularlo con nada comestible.
–Vegetariano, eso quería decir. Venga pacá ese sangüis, que me ha abierto el apetito la conversación. Yo no puedo ofrecerle nada, a no ser que quiera un trago de vino, aunque le advierto que está ya un poquito caliente. Lo he traído envuelto en una servilleta mojada, pero desde esta mañana, ya me contará…
–Sí, no se preocupe, se lo acepto. Gracias.
–¿Usted no pesca?
[…]
[*] Este texto es un extracto breve del relato que lleva por título EL SÁNDWICH, uno de los veinticinco que conforman ESTIGMA, mi segundo libro, a través del cual abordo –con una generosa dosis de humor– algunas de las cuestiones esenciales de la vida, cuales son el amor, el odio, la mentira, la solidaridad, la desgracia… ¡y, por supuesto, la defensa de los animales! Cada relato está presidido por un bello dibujo de mi amiga Carme Fitó, antropóloga catalana y animalista convencida.
[…]
–¿Y eso? –el joven señala un cubo de plástico que contiene algo de líquido, apenas un dedo de agua, donde luchan por respirar dos o tres pececillos. Arquean sus cuerpos, desesperados, y dan bocanadas aquí y allá sin entender qué sucede y por qué se les va la vida por momentos.
–¿Eso? Morralla. No hay más que morralla. Aquí he pescado yo barbos así –exagera con las manos, indicando el tamaño–. Ahora, esta mierda es lo que queda –indica con desprecio el contenido del cubo.
–Ya. Pero bueno, entonces ¿para qué los tiene usted ahí, agonizando? Estos yo creo que no son ni del tamaño mínimo ese que exigen, ¿no?
–Ah, ni idea si son del tamaño o no. Yo vengo a echar la mañana, a pasar un rato; no me voy a traer el metro para medirlos, como usted comprenderá. Pero vamos, que yo con esto no aparezco en casa. Para hacer el ridículo, para eso no madrugo yo…
–O sea, que ahora los devuelve al río… Se ve que están agobiados, los pobres, ahí casi sin agua… –el joven trata infructuosamente de hacer ver al pescador que no tiene demasiado sentido hacer pasar un mal rato a los peces si enseguida los va a liberar.
–Más agobiado estoy yo, que me voy de vacío… –el hombre se centra en su propia desgracia, y no confirma que los vaya a soltar.
–Entonces ahora los echa de nuevo al agua…
–¡Joder con que los eche al agua…! –eleva el tono de la voz y la hace más agria–. ¿Pero usted qué es, un ecologista de esos que van salvando animalitos por ahí, o qué…?
–No, no soy un ecologista de esos, pero es que me angustia un poco verlos ahí ahogándose, y como dice usted que no se los piensa llevar a casa, no sé… ¿Qué va a hacer con ellos?
–Pues sí que es usted sensible. A mí me preocupan más los problemas de las personas, qué quiere que le diga, eso es lo que tendría que angustiarnos –saca a colación sin venir a cuento lo del sufrimiento de las personas–. Pues ahora cuando me vaya los echo ahí en esos matojos y listo –explica en tono desafiante, como dejando caer un ¿piensa usted hacer algo para impedirlo?–. Si quiere les doy una tapita de jamón serrano, para que almuercen, ¡no te digo!… –se mofa ahora de la sensibilidad que muestra el joven hacia los peces. A éste no le gusta su actitud, pero no se lo expresa con gestos. Decide dejar a un lado su preocupación por los pececillos agonizantes.
–Hablando de almorzar, creo que ya es la hora. Venía por el camino pensando en los sándwiches, precisamente –el joven se descuelga la mochila que lleva a la espalda, la planta sobre el suelo con un ruido sordo y comienza a quitar las correas. La abre y extrae unos paquetitos cuadrados–. ¿Le apetece uno? Si no le molesta, almuerzo aquí, con usted…
–A mí qué me va a molestar, hombre, la compañía siempre es bienvenida. Y si te invitan, pues ya ni te cuento –el hombre ríe su propia gracia–. Mira, yo almuerzo hoy no me he traído, porque pensaba ir recogiendo ya, pero vamos, que me quedo un ratito más si es por eso.
–¿Le gusta este? –le muestra uno de los sándwiches, envuelto en un fino plástico transparente.
–A mí me da igual. Venga ese mismo. Encima de convidado, no voy a exigir. Le advierto que yo soy más de bocadillo de chorizo; esto de los sangüis, o como se llamen, es comida de chavales, así como usted; nosotros somos más de bocadillos, de “bocatas” –ríe de nuevo, queriendo demostrarle que conoce el lenguaje de los jóvenes, que es un tipo moderno a pesar de sus sesenta y uno y de llevar jubilado casi tres–. ¿De qué es?
–Vegetal.
–Ya… –el hombre deja escapar una mueca, si no de medio disgusto al menos de decepción–. ¿Usted qué es, herbívoro?
–¿Vegetariano? No, no soy vegetariano, pero me gustan éstos de lechuga, tomate, patata cocida y aguacate.
Al pescador le parece el sándwich más raro del mundo. Lo de la lechuga y el tomate le suena normal, compatible, pero en ensalada, no entre pan y pan. Y ya lo de la patata cocida como que le desubica por completo. Aguacate le suena a herramienta, no consigue vincularlo con nada comestible.
–Vegetariano, eso quería decir. Venga pacá ese sangüis, que me ha abierto el apetito la conversación. Yo no puedo ofrecerle nada, a no ser que quiera un trago de vino, aunque le advierto que está ya un poquito caliente. Lo he traído envuelto en una servilleta mojada, pero desde esta mañana, ya me contará…
–Sí, no se preocupe, se lo acepto. Gracias.
–¿Usted no pesca?
[…]
[*] Este texto es un extracto breve del relato que lleva por título EL SÁNDWICH, uno de los veinticinco que conforman ESTIGMA, mi segundo libro, a través del cual abordo –con una generosa dosis de humor– algunas de las cuestiones esenciales de la vida, cuales son el amor, el odio, la mentira, la solidaridad, la desgracia… ¡y, por supuesto, la defensa de los animales! Cada relato está presidido por un bello dibujo de mi amiga Carme Fitó, antropóloga catalana y animalista convencida.
© julio 2012
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