HIPÓTESIS
Habrá pocas dudas de que los Sanfermines encarnan, como pocas, la idea del jolgorio desatado y de fiesta popular. Llegado el momento –el ecuador de cada seis de julio, ni antes ni después–, la masa humana enloquece y comienza a pegar brincos en inequívoca muestra de disfrute colectivo. Cosa lógica –lo de la locura coral, digo–, si se piensa que para tal fin se inventó la fiesta, y que casi cincuenta y un semanas esperando son muchas semanas como para que, dada la hora, la gente se tome el chupinazo como una llamada a maitines.
Pero hete aquí que, conocido el caldo nutricio de la fiesta, a uno le da por pensar que a buen seguro la celebración no lo es para todos, al menos no para los animales obligados a correr por las calles empedradas, ni aún menos para esos mismos animales que, olvidada ya la absurda carrera a ninguna parte, serán ejecutados en pocas horas sin un mísero juicio sumario que maquille tan nauseabundo crimen.
Siempre consideré que, entre todas las formas de violencia que los seres humanos ejercemos sobre los demás animales, son las más perversas aquellas en que el maltrato se produce de forma pública; y con toda probabilidad, el hecho de que estén auspiciadas por la Administración, el poder político y hasta el mediático, agrava considerablemente el panorama. Por otro lado, atisbo que, mientras algunas de dichas agresiones son percibidas como tales por la opinión pública (las corridas de toros, por ejemplo), otras se digieren como tradiciones inocuas, por la trivial razón de que no se perfora el cuerpo de las víctimas con objetos metálicos. Me refiero con ello, naturalmente, a los encierros en todas sus versiones, presididos por los que tienen lugar durante los sacrosantos Sanfermines.
El lenguaje pretendidamente culto y rebuscado al que se recurre para hacer referencia a las corridas de toros ayuda a enmascarar su verdadera naturaleza. Pero, a pesar de todo el perfume desplegado, la tauromaquia hiede. Porque al final, lo que queda, por encima de la mística palurda y de las posturitas sobreactuadas, no es más que un reguero de cuajarones humeantes y de bramidos de dolor. Resulta hastiante tener que recordar de nuevo que son toros y caballos (estos, los grandes olvidados de semejantes linchamientos públicos) sujetos sensibles al sufrimiento, de similar manera que pueda serlo usted mismo. Todos los mamíferos estamos dotados de un sistema nervioso y de una estructura emocional en lo esencial idénticos, por lo que agredir a un hombre o a una mujer no es necesariamente peor que hacer lo mismo con cualquier otro animal, sea toro o caballo. Y no está de más traer a colación la obviedad de que una sociedad que legitima realidades como la tauromaquia tendrá por fuerza serias dificultades argumentales para condenar otras variantes de violencia unilateral, como pudieran serlo las de carácter ideológico.
Vivimos tiempos de esperanza (que sea esta lo último, en el fatídico caso de perderla; lleva razón el refrán), con algunos logros palpables como el de Cataluña, a los que sin duda seguirán otros a corto y medio plazo, porque la ética, tozuda como es, solo tiene un camino. Pero ¿qué pasa con los encierros? No son pocos quienes muestran una siniestra doble cara al condenar sin paliativos la clásica corrida mientras prefiere pasar de puntillas por otras formas de diversión popular, o aun apoyarlas sin reservas. La fascinación estética (tonto eufemismo para “morbosa”) que la mayoría de la gente siente hacia los encierros impide una reflexión objetiva y rigurosa sobre las consecuencias que tienen estos para sus verdaderas víctimas: los toros. Si hiciéramos un esfuerzo mental para ponernos en su lugar, comprobaríamos que el auténtico sufrimiento comienza cuando son raptados de la dehesa, el único entorno que conocen. Allí dejan a sus compañeros de manada (en un ámbito humano los llamaríamos “amigos”, como si la amistad no existiera más allá de nuestra especie) y todo cuanto constituye toda su referencia biográfica. El traslado a cientos de kilómetros constituye siempre para ellos una experiencia traumática, por su incapacidad para comprender lo que sucede. El estrés severo que padecen les hace perder kilos de peso, y cada año se producen varios casos de muerte por colapso. Ya en el escenario del encierro, todo está concebido para que los animales corran, y que lo hagan además en el sentido que sus promotores desean. El asfalto constituye para ellos una auténtica tortura añadida, que les genera una constante desagradable sensación de inseguridad. Son frecuentes las caídas, así como los golpes contra las vallas en los bruscos cambios del recorrido. El hecho de no poder refugiarse de quienes les hostigan supone un elemento más de frustración para ellos. Digámoslo alto y claro: los encierros más famosos del mundo, los de Pamplona, son una burda agresión gratuita a seres por naturaleza pacíficos y huidizos, de tal forma que ni la tradición ni la aceptación secular pueden legitimar lo que no pasa de ser sino una burda canallada.
La [oscura, o mejor diremos “oscurecida”] realidad es que los pobres morlacos se muestran aterrorizados ante una multitud hostil, que les acosa con su sola presencia, más si esa horda vociferante está dispuesta a lo que sea para que el guión se cumpla. Es por ello que, en lugar de atacar a sus agresores, tratan de permanecen juntos con el único fin de encontrar así un contacto físico de efecto tranquilizante. Y aquí comienzan de súbito las hipótesis. ¿Nunca pensaron ustedes en por qué concreta razón no decide en cada encierro un toro “tomarse la justicia por su mano” y arremeter contra la masa? Serían suficientes un par de minutos de gestionada furia para ensartar a una docena de corredores y acabar con ellos. ¿Qué sucedería si durante cada encierro de Pamplona un toro diese muerte a ocho o diez participantes? ¿De qué se alimentan los encierros en general, sino de esa “desconcertante” bondad bovina?
Como tampoco nadie parece reflexionar sobre por qué corren los toros por las calles, cuando ninguno lo hace desbocado durante varios minutos en su medio natural… ¡salvo que este muerto de miedo! Puestos a establecer hipótesis, ahí va otra: ¿qué pasaría si la manada completa de toros y cabestros decidiera “plantarse”? Sí, imagínense la escena: lanzado el cohete, el portón se abre, y el grupo avanza pausado hacia la cuesta, para, apenas recorridos unos metros, tumbarse en comandita y sestear sin prisa, que la fiesta también es relajo y distracción… ¿Tienen ya fijado en la retina el espectáculo? ¿Cómo se convence a trece astados –en lotes individuales de seiscientos kilos– de que no responde eso al protocolo? Imposible denunciarles ante la Magistratura de Trabajo, pues no hay contrato firmado que valga. ¿Acabaría por intervenir la Guardia Civil para, tras ser convenientemente ametrallados los rebeldes astados, despejar la calle? ¿Y si al día siguiente sucediera otro tanto?
Yo sé que son días de juerga y diversión, acaso impropios como tales para la hipótesis filosófica… Pero lo que más angustia me produce es pensar que, cuando se dé cerrojazo a la fiesta, una dramática mayoría continuaremos en la más absoluta inopia moral. Hasta el ecuador justo del próximo seis de julio.
Pero hete aquí que, conocido el caldo nutricio de la fiesta, a uno le da por pensar que a buen seguro la celebración no lo es para todos, al menos no para los animales obligados a correr por las calles empedradas, ni aún menos para esos mismos animales que, olvidada ya la absurda carrera a ninguna parte, serán ejecutados en pocas horas sin un mísero juicio sumario que maquille tan nauseabundo crimen.
Siempre consideré que, entre todas las formas de violencia que los seres humanos ejercemos sobre los demás animales, son las más perversas aquellas en que el maltrato se produce de forma pública; y con toda probabilidad, el hecho de que estén auspiciadas por la Administración, el poder político y hasta el mediático, agrava considerablemente el panorama. Por otro lado, atisbo que, mientras algunas de dichas agresiones son percibidas como tales por la opinión pública (las corridas de toros, por ejemplo), otras se digieren como tradiciones inocuas, por la trivial razón de que no se perfora el cuerpo de las víctimas con objetos metálicos. Me refiero con ello, naturalmente, a los encierros en todas sus versiones, presididos por los que tienen lugar durante los sacrosantos Sanfermines.
El lenguaje pretendidamente culto y rebuscado al que se recurre para hacer referencia a las corridas de toros ayuda a enmascarar su verdadera naturaleza. Pero, a pesar de todo el perfume desplegado, la tauromaquia hiede. Porque al final, lo que queda, por encima de la mística palurda y de las posturitas sobreactuadas, no es más que un reguero de cuajarones humeantes y de bramidos de dolor. Resulta hastiante tener que recordar de nuevo que son toros y caballos (estos, los grandes olvidados de semejantes linchamientos públicos) sujetos sensibles al sufrimiento, de similar manera que pueda serlo usted mismo. Todos los mamíferos estamos dotados de un sistema nervioso y de una estructura emocional en lo esencial idénticos, por lo que agredir a un hombre o a una mujer no es necesariamente peor que hacer lo mismo con cualquier otro animal, sea toro o caballo. Y no está de más traer a colación la obviedad de que una sociedad que legitima realidades como la tauromaquia tendrá por fuerza serias dificultades argumentales para condenar otras variantes de violencia unilateral, como pudieran serlo las de carácter ideológico.
Vivimos tiempos de esperanza (que sea esta lo último, en el fatídico caso de perderla; lleva razón el refrán), con algunos logros palpables como el de Cataluña, a los que sin duda seguirán otros a corto y medio plazo, porque la ética, tozuda como es, solo tiene un camino. Pero ¿qué pasa con los encierros? No son pocos quienes muestran una siniestra doble cara al condenar sin paliativos la clásica corrida mientras prefiere pasar de puntillas por otras formas de diversión popular, o aun apoyarlas sin reservas. La fascinación estética (tonto eufemismo para “morbosa”) que la mayoría de la gente siente hacia los encierros impide una reflexión objetiva y rigurosa sobre las consecuencias que tienen estos para sus verdaderas víctimas: los toros. Si hiciéramos un esfuerzo mental para ponernos en su lugar, comprobaríamos que el auténtico sufrimiento comienza cuando son raptados de la dehesa, el único entorno que conocen. Allí dejan a sus compañeros de manada (en un ámbito humano los llamaríamos “amigos”, como si la amistad no existiera más allá de nuestra especie) y todo cuanto constituye toda su referencia biográfica. El traslado a cientos de kilómetros constituye siempre para ellos una experiencia traumática, por su incapacidad para comprender lo que sucede. El estrés severo que padecen les hace perder kilos de peso, y cada año se producen varios casos de muerte por colapso. Ya en el escenario del encierro, todo está concebido para que los animales corran, y que lo hagan además en el sentido que sus promotores desean. El asfalto constituye para ellos una auténtica tortura añadida, que les genera una constante desagradable sensación de inseguridad. Son frecuentes las caídas, así como los golpes contra las vallas en los bruscos cambios del recorrido. El hecho de no poder refugiarse de quienes les hostigan supone un elemento más de frustración para ellos. Digámoslo alto y claro: los encierros más famosos del mundo, los de Pamplona, son una burda agresión gratuita a seres por naturaleza pacíficos y huidizos, de tal forma que ni la tradición ni la aceptación secular pueden legitimar lo que no pasa de ser sino una burda canallada.
La [oscura, o mejor diremos “oscurecida”] realidad es que los pobres morlacos se muestran aterrorizados ante una multitud hostil, que les acosa con su sola presencia, más si esa horda vociferante está dispuesta a lo que sea para que el guión se cumpla. Es por ello que, en lugar de atacar a sus agresores, tratan de permanecen juntos con el único fin de encontrar así un contacto físico de efecto tranquilizante. Y aquí comienzan de súbito las hipótesis. ¿Nunca pensaron ustedes en por qué concreta razón no decide en cada encierro un toro “tomarse la justicia por su mano” y arremeter contra la masa? Serían suficientes un par de minutos de gestionada furia para ensartar a una docena de corredores y acabar con ellos. ¿Qué sucedería si durante cada encierro de Pamplona un toro diese muerte a ocho o diez participantes? ¿De qué se alimentan los encierros en general, sino de esa “desconcertante” bondad bovina?
Como tampoco nadie parece reflexionar sobre por qué corren los toros por las calles, cuando ninguno lo hace desbocado durante varios minutos en su medio natural… ¡salvo que este muerto de miedo! Puestos a establecer hipótesis, ahí va otra: ¿qué pasaría si la manada completa de toros y cabestros decidiera “plantarse”? Sí, imagínense la escena: lanzado el cohete, el portón se abre, y el grupo avanza pausado hacia la cuesta, para, apenas recorridos unos metros, tumbarse en comandita y sestear sin prisa, que la fiesta también es relajo y distracción… ¿Tienen ya fijado en la retina el espectáculo? ¿Cómo se convence a trece astados –en lotes individuales de seiscientos kilos– de que no responde eso al protocolo? Imposible denunciarles ante la Magistratura de Trabajo, pues no hay contrato firmado que valga. ¿Acabaría por intervenir la Guardia Civil para, tras ser convenientemente ametrallados los rebeldes astados, despejar la calle? ¿Y si al día siguiente sucediera otro tanto?
Yo sé que son días de juerga y diversión, acaso impropios como tales para la hipótesis filosófica… Pero lo que más angustia me produce es pensar que, cuando se dé cerrojazo a la fiesta, una dramática mayoría continuaremos en la más absoluta inopia moral. Hasta el ecuador justo del próximo seis de julio.
[*] Este texto tiene su origen en el que tuve ocasión de redactar para una campaña de concienciación, de la mano de la Asociación para un Trato Ético con los Animales (ATEA), hace de esto ya algunos años. Titulamos a la campaña POR UNOS SANFERMINES SIN VIOLENCIA HACIA LOS ANIMALES, y con toda probabilidad supuso el preludio de la peregrinación anual que distintos colectivos animalistas emprenden hacia la capital navarra iniciado julio, con la sana intención de denunciar ese “lado oscuro” de la mundialmente famosa fiesta, pues se nutre esta de sangre y dolor ajeno, con lo que no merece desde luego tan lúdico apelativo.
© julio 2012
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