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CLASE TURISTA,
CLASE INFIERNO
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[*] Escribí este artículo para la revista 4Patas, la revista de ANAA (Asociación Nacional Amigos de los Animales).
CLASE INFIERNO
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Les refresco la
memoria. Poco después de tomar posesión de sus asientos para la presente
legislatura, sus europarlamentarias
señorías votaron de forma masiva –sabido es que la unión hace la fuerza; y
la desfachatez, añado yo– contra la
propuesta de congelarse el sueldo, de renunciar a suculentas dietas económicas…
y de rebajar la categoría del viaje en avión hasta su lugar de trabajo.
Quédense con este último detalle: dijeron que nanay de la China a la Clase Turista, habiendo como hay todavía
aquí castas y calidades, y antes muertos que mezclados con la chusma, gracias a
la cual, por cierto, ocupan sus poltronas y se fuman sus habanos entre sesión y
sesión, nunca está de más recordarlo, pues una generosa mayoría de este sagrado
clan parece afectada de una amnesia repentina así que ve asegurado su puesto.
Pero pongamos las
cosas en su sitio en cuanto a qué supone de verdad el desplazamiento en la
mencionada categoría y en una superior, aunque nada más sea que por abonarnos a
la con frecuencia poco reconocida virtud del rigor. Vale que esto no es lo que
era, y que por tal se añoran las condiciones en que se volaba hace apenas unos
años… pero reconózcase igualmente que todavía la comodidad entre Bruselas y
Madrid, dos horas escasas, permite echarse un reparador sueñecito tras ingerir
el socorrido tándem bocadillo-refresco, a una temperatura más que agradable, y
con el ambiente perfumado en su justa medida. Hablo de la Clase Turista, el escalafón más básico en cuanto a glamour pasajero.
Aún así, dichas condiciones distan años
luz de la forma en que viajan otros pasajeros, estos durante docenas de horas,
a veces días, de pie, sin la posibilidad física de recostarse a descansar,
entre heces y orines –propios unos, ajenos los más–, en constante roce con sus
compañeros de viaje, algunos de los cuales protestan de la mejor forma que
saben: muriéndose. Y no regresan nuestros protagonistas a casa tras una
agotadora jornada de trabajo, a ese hogar
dulce hogar donde alguien les habrá calentado las pantuflas y preparado un
reparador plato de sopa como preludio al suculento asado. Van estos desdichados
al matadero, donde les espera el matarife presto a colgarlos boca abajo sin la
menor consideración, apenas un segundo después de la descarga eléctrica y del
cuchillo en la garganta, forman así una siniestra cadena de montaje, o mejor
diremos de “desmontaje”, pues en apenas unos minutos se convierten los hasta
hace poco pasajeros en una fuente de sangre que mana de su cuello, en una canal
de la que se desploma en golpe seco su humeante paquete visceral, en trozos de
trozos de trozos, pulcramente empaquetados con destino a las estanterías del
centro comercial o de la charcutería del barrio. Poco habrá de importarle tan
nimio detalle a una ternera que ya no es ternera, sino solomillo; como dejó de
ser cordero el cordero para convertirse en chuletillas; como mismamente mudó en
un pis-pas el gruñón cerdo en jamón y codillo. Pues convengamos en que ni
solomillo ni chuletillas ni jamón ni codillo pueden ya sufrir, en calidad de
cuerpos inertes, simples trozos postcadáver. Quienes sí sufrieron lo indecible durante toda su vida (¿nos llegamos a
hacer una ligerísima idea de lo que debe de suponer toda una existencia de
privaciones y dolor?) fueron los animales cuando aún merecían ese nombre, en
vida, desde su primer hálito hasta su último estertor. Suele ser ese viaje
final “coherente” colofón a una trágica experiencia vital. Porque, como ya se
ha comentado, nada que pueda identificarse con el concepto de bienestar
–transparente y sin dobleces en su etimología: estar bien– acontece en este definitivo tránsito. Precisamente por
eso, ni que decir tiene que acortar su
duración supondría por parte de quien tiene potestad para decidirlo un
elemental ejercicio de humanidad, de la misma forma que negarse a ello habría
de significar, en lógica consecuencia, un lamentable acto de mezquindad.
Hará bien el
lector –dense ellas también por aludidas– en preguntarse qué diablos tienen que
ver sus señorías europarlamentarias, aquellas que abrieron el presente
artículo, con el ganado que le tomó relevo, y hará mejor el autor si ofrece a
la parroquia una respuesta concisa hasta lo telegráfico: ¡todo! Porque buena parte de quienes se negaron a viajar
en Clase Turista durante un par de
horas –con bocadillo, refresco y temperatura regulada, recuerden–, se negaron
por igual a firmar la Declaración Escrita
que instaba a Consejo y Comisión a iniciar los trámites legales
para limitar a un máximo de ocho horas el trayecto final del ganado camino del
matadero. (Hago aquí una pausa valorativa para que digieran la doble
información, que también es doble infamia, se habrán dado cuenta del detalle,
perspicaces como seguro son). Tienen dichas señorías nombre y apellidos, además
de muy escasa vergüenza, y pueden ser identificadas sin error posible: solo hay
que bucear en la red, el ojo que todo
lo ve, el dedo que todo lo señala. Algo más de trescientos caballeros y damas,
representantes legítimos de la ciudadanía europea toda, fueron simplemente incapaces de estampar una
humilde firma, sabiendo como sabían que con ello harían desaparecer una
cantidad ingente de padecimiento gratuito a seres inocentes y por completo
desarmados ante sus verdugos (¿cómo habría de defenderse un níveo
corderillo; a qué armas podría recurrir un rosado lechón?). Un ejército de señorías incapaces para la
compasión hacia el prójimo –lo es también el colectivo animal–, pero que se
aferran histéricos a la prebenda propia, negándose a dejar su asiento de lujo
para ocupar otro sencillamente cómodo.
A pesar de la
criminal inacción de estos más de trescientos cincuenta miserables, la propuesta salió adelante, y supuso un
histórico éxito –uno más– del Movimiento
Animalista, que sigue corajudo colocando baldosas en el camino, también este
un viaje, lento pero firme, hacia un mundo sin viajes Clase Infierno, sin campos de concentración, sin separación de
familias… ¡Sin mataderos! Y, puestos a pedir, sin políticos farsantes y
egoístas.
[*] Escribí este artículo para la revista 4Patas, la revista de ANAA (Asociación Nacional Amigos de los Animales).
© diciembre 2012
¡Qué razón, Kepa!
ResponderEliminarComparte el artículo en Allegra, porfa, que es divino.
Esa gentuza sí que se merece viajar hacinada y no los animalitos.