VICTORIA
Me impuse
hace algunos años escribir al menos un artículo de opinión al mes. No se trató
del preceptivo cumplimiento de promesa tras concesión mariana, pues imagino a
la Virgen en tareas bastante más relevantes que andar prestando atención a un
tipo chiflado al que le dio por defender a los animales. Cumplí en la medida de
mis posibilidades, que no son otras que las que ofrece el amateurismo
literario. Pues bien, y por razones de estricto carácter personal, apenas
redacté en los últimos seis meses un par de textos ya comprometidos. La grave situación de un familiar cercano
cambió por completo mi vida cotidiana durante setenta y cinco días de plomo, y
es de suponer que su despedida final habrá de establecer por fuerza un antes y
un después. Siendo este el primer texto tras la irremediable pérdida, no se me
ocurre que pueda acometerlo sino como tributo a su memoria, ustedes se harán
cargo.
Me
comentaba una amiga en confesión telefónica que de estos trances se sale, en
cierta medida, “como una nueva persona”. Si me pareció entenderla entonces,
ahora estoy seguro. Y se preguntarán a estas alturas del artículo por la
relación que pueda haber entre lo que he contado hasta ahora y el espíritu que
alimenta este espacio. La respuesta es sencilla: creo que cambié a mi madre.
Ella reformulaba
su [notable] habilidad gastronómica cuando tocaba comida familiar, asumido que
le había tocado en suerte un hijo “rarito”. Escribo esto en broma,
naturalmente, pues me consta que
Victoria siempre aceptó con íntimo orgullo que un servidor dedicase buena parte
de su energía a esto del animalismo, que
saliera a veces en la tele y hasta que escribiera libros, y de hecho
siempre relataba en mis visitas a casa, como si de un parte obligado se tratara,
tal o cual noticia protagonizada por animales –no todas agradables– llegadas a
sus oídos.
Desde mi más absoluta inmodestia, reflexiono
de cuando en cuando sobre la medida en que cada uno de nosotros acaba por influir
en los demás, sea a través de comentarios fugaces o de sosegadas sobremesas. Y
me agrada pensar que algo queda de todo eso: de enseñar; pero sobre todo de
aprender a escuchar y contemplar el criterio ajeno como una real posibilidad. Es por
eso que quiero rescatar para la ocasión un par de pasajes protagonizados por
Victoria durante esos fatídicos dos meses y medio en la cama de un hospital. El
primero surge de un comentario en cierto modo banal de mi padre sobre el doloroso
final que padeció su antiguo patrono, hace de esto la tira de años. Respondió a
ello mi madre con un escueto y helador diagnóstico: “Acabó así por ser un criminal
con los animales”. Se refería a la conocida afición del finado por la
caza mayor en África, cultivada a lo largo de casi toda su vida, lo cual le
servía para jactarse de ello y sacar pecho a la menor ocasión ante propios y
extraños, exhibiendo, ora en público ora en privado, una “valentía” que
oscilaba entre lo palurdo y lo chusco. De
hecho, quedan todavía por ahí los restos de la masacre –lo mismo el cadáver
acartonado de un pobre león que una pata de elefante reconvertida en espantoso cenicero–,
una especie de museo cutre que diferentes instituciones locales consiguieron
quitarse de encima en su día. ¡Qué horror!
El otro
pasaje tiene que ver con Tordesillas, la conocida localidad vallisoletana,
escenario de históricos acuerdos en los estertores medievales, y hoy centro de
todas las miradas cada septiembre. Victoria había estado allí a principios de dicho
mes, precisamente, en parada rutinaria de vuelta a casa, y nos comentaba en un
momento dado a mi padre y a mí lo bonito que era el pueblo… para soltar a
continuación a modo de triste epitafio: “Lástima lo que le hacen al toro”.
Mi madre,
castellana de origen y crianza, hizo uno y otro comentario con razonable
convicción y sin el menor atisbo de lisonja gratuita. Y entiendo que eso es lo que de verdad importa: la ética
que uno acaba por esculpir en sí mismo, con independencia de que venga dada aquella
por convicción propia o por enseñanza ajena, cuestión baladí si al final salen
las cuentas.
La vida sigue, en fin, y no queda otra que intentar en la medida de
lo posible dejar un mundo siquiera algo mejor del que se recibió. Que cada
cual se autoimponga aportar su correspondiente cuota a ese objetivo no parece desde
luego mala idea. Sabemos que resulta imposible calibrar con rigor esa mutua
influencia: el mayor o menor poso que cada ser humano deja en los demás. Pero Victoria y su regio nombre sirven en este
artículo de fácil metáfora para la esperanza.
[*] Escribí este
artículo para AllegraMag. Y retomo con él una vieja costumbre, cortada de raíz aquel
infausto septiembre, cosas de la vida –y de la muerte–.
Ánimo, estoy leyendo ahora tu libro, siempre lo hojeo de vez en cuando, una vez conocido tu blog me alegra tu vuelta y decir que la historia que cuentas aquí y la postura llana y sin tapujos, sin lugar a retòricas de Victoria es muy entrañable
ResponderEliminar