viernes, 9 de enero de 2015

 


ESTÚPIDAS, CRIMINALES CABALGATAS

 


Acabó la Navidad. ¡Por fin! Será que me estoy haciendo viejo, o que estas celebradas fiestas ya no son ni de lejos lo que eran tras ciertas ausencias. Imagino que le pasará a mucha gente.

Por ejemplo, hace la tira de años que no asisto a la Cabalgata de Reyes. Yo la recuerdo como una cosa insulsa y repetitiva. Y falsa como una moneda de cartón. Quizá esta percepción me surgió de repente el año en que Baltasar me sentó en su regazo. El tipo apestaba a betún. Aprendí aquella tarde que los negros lo son solo de cara, cuando yo creía (¡bendita ingenuidad!) que la capa cromática les cubría todo el cuerpo. Comprobé desde un primer plano que no, que solo alcanza el bajo cuello. En fin…

A lo que voy. Que las mencionadas cabalgatas han cambiado un montón, a tal punto de que, según segmentos, aquello puede ser lo mismo la venida de los Reyes Magos de Oriente que una invasión de ejecutivos de Silicon Valley. Por la atmósfera futurista, digo. Porque me he documentado en la Red, y meten ya en el espectáculo batucadas y gusanos espaciales, entre un incoherente pastiche de “lo que a uno se le ocurra”. A lo mejor la culpa es mía por tomarme en serio una simple representación lúdica, pero sufro con ello en mi fuero interno una suerte de engaño manifiesto. Con la sumisa colaboración de la masa, eso siempre.

Hasta aquí, para gustos, como casi todo en este mundo. Que cada cual se disfrace de lo que quiera, paje o astronauta, y que al público infantil le cuenten lo que este quiera oír, con tal de que a la mañana siguiente la consola de última generación presida la mesa del salón, que para eso –y solo para eso– uno y una se han portado más o menos bien desde que entró el invierno. Lo que no soporto es la utilización de animales [no humanos] en dichos eventos. Siempre hubo caballos, a los que imagino que poca gracia les hará la cegadora luminosidad y el griterío infantil. Pero es que de un tiempo a esta parecemos habernos abonado al palurdo “y yo más”. ¿Pero a ustedes les parece siquiera medianamente normal que saquen un elefante en Béjar, Salamanca? ¿O que un nutrido [y aterrorizado] grupo de ocas desfilen por el centro de Madrid con cascabeles atados a sus cuellos? ¿O que forme parte de la marcha un jaulón repleto de aves para representar a los cazadores (al tiempo que suena de fondo la banda sonora de Superman? ¿Acaso nos hemos vuelto locos? Tal vez no, pues siempre tuvimos un algo.

En una localidad vasca incorporaron a la procesión dos bueyes tirando de un carro, y atado a este un burrito. ¡Pero qué necesidad! Al idiota de turno se le ocurrió lanzar un petardo, con tan mala suerte que, en lugar de explotarle en sus partes pudendas, asustó a los animales, que a punto estuvieron de provocar una desgracia irreparable entre el público. ¿Quién hubiera asumido responsabilidades en tal caso? Ya les digo yo que nadie. Porque aquí todo lo hacemos a la buena de dios y cruzando los dedos, parapetados tras la vieja fórmula del “nunca pasó nada”. Por supuesto, sin noticia alguna del perpetrador, no vaya a ser que la familia se incomode y que el chaval tenga un episodio depresivo de los gordos. Mejor se tapa, y el año que viene vuelta a las andadas.

Regalamos a nuestros niños ilusión, y al tiempo les engañamos de forma miserable ocultándoles que los animales (caballos, ocas, elefantes, dromedarios, ovejas, bueyes, burros…) no desean estar ahí. Ni se nos pasa por la cabeza aprovechar la ocasión para educarles en valores, decirles que diversión y respeto pueden, deben ser compatibles si de verdad nos creemos seres decentes. Pero para educar primero hay que educarse; y no parece que una significativa mayoría entre los papás y mamás contemporáneos tengan esa habilidad didáctica.


[*] Escribí este artículo para la sección BICHOS, del magacín digital AllegraMag.


! enero 2015


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