ESTÚPIDAS, CRIMINALES
CABALGATAS
Acabó la Navidad.
¡Por fin! Será que me estoy haciendo viejo, o que estas celebradas fiestas ya
no son ni de lejos lo que eran tras ciertas ausencias. Imagino que le pasará a
mucha gente.
Por ejemplo, hace la tira de años que no asisto a
la Cabalgata de Reyes. Yo la recuerdo como una cosa insulsa y repetitiva. Y
falsa como una moneda de cartón. Quizá
esta percepción me surgió de repente el año en que Baltasar me sentó en su
regazo. El tipo apestaba a betún. Aprendí aquella tarde que los negros lo son
solo de cara, cuando yo creía (¡bendita ingenuidad!) que la capa cromática les
cubría todo el cuerpo. Comprobé desde un primer plano que no, que solo alcanza
el bajo cuello. En fin…
A lo que voy. Que las mencionadas cabalgatas han
cambiado un montón, a tal punto de que, según segmentos, aquello puede ser lo
mismo la venida de los Reyes Magos de Oriente que una invasión de ejecutivos de
Silicon Valley. Por la atmósfera futurista, digo. Porque me he documentado en
la Red, y meten ya en el espectáculo
batucadas y gusanos espaciales, entre un incoherente pastiche de “lo que a uno se le ocurra”. A lo mejor la culpa es mía por tomarme en serio una simple
representación lúdica, pero sufro con ello en mi fuero interno una suerte de
engaño manifiesto. Con la sumisa colaboración de la masa, eso siempre.
Hasta aquí,
para gustos, como casi todo en este mundo. Que cada cual se disfrace de lo
que quiera, paje o astronauta, y que al público infantil le cuenten lo que este
quiera oír, con tal de que a la mañana siguiente la consola de última
generación presida la mesa del salón, que para eso –y solo para eso– uno y una
se han portado más o menos bien desde que entró el invierno. Lo que no soporto es la utilización de
animales [no humanos] en dichos eventos. Siempre hubo caballos, a los que
imagino que poca gracia les hará la cegadora luminosidad y el griterío
infantil. Pero es que de un tiempo a esta parecemos habernos abonado al palurdo
“y yo más”. ¿Pero a ustedes les parece
siquiera medianamente normal que saquen un elefante en Béjar, Salamanca?
¿O que un nutrido [y aterrorizado] grupo de ocas desfilen por el centro de
Madrid con cascabeles atados a sus cuellos? ¿O que forme parte de la marcha
un jaulón repleto de aves
para representar a los cazadores (al tiempo que suena de fondo la banda sonora
de Superman? ¿Acaso nos hemos
vuelto locos? Tal vez no, pues siempre tuvimos un algo.
En una
localidad vasca incorporaron a la procesión dos bueyes tirando de un carro, y
atado a este un burrito. ¡Pero qué necesidad! Al idiota de turno se le ocurrió
lanzar un petardo, con tan mala suerte que, en lugar de explotarle en sus
partes pudendas, asustó a
los animales, que a punto estuvieron de provocar una desgracia irreparable
entre el público. ¿Quién hubiera asumido responsabilidades en tal caso? Ya les digo yo que
nadie. Porque aquí todo lo hacemos a la buena de dios y cruzando los dedos, parapetados
tras la vieja fórmula del “nunca pasó nada”. Por supuesto, sin noticia alguna
del perpetrador, no vaya a ser que la familia se incomode y que el chaval tenga
un episodio depresivo de los gordos. Mejor se tapa, y el año que viene vuelta a
las andadas.
Regalamos a
nuestros niños ilusión, y al tiempo les engañamos de forma miserable
ocultándoles que los animales (caballos, ocas, elefantes, dromedarios, ovejas,
bueyes, burros…) no desean estar ahí. Ni se nos pasa por la cabeza aprovechar
la ocasión para educarles en valores, decirles que diversión y respeto pueden,
deben ser compatibles si de verdad nos creemos seres decentes. Pero para educar
primero hay que educarse; y no parece que una significativa mayoría entre los
papás y mamás contemporáneos tengan esa habilidad didáctica.
! enero 2015
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