martes, 24 de mayo de 2011




La cuestión de los animales, una realidad transversal

Si nos acercamos con espíritu constructivo a la estrecha vinculación que existe entre el fenómeno del cambio climático y lo que se ha dado en llamar la cuestión de los animales, quizá lo más importante que descubramos sea que por separado ambas realidades se nos muestran cruciales tanto desde un punto de vista ético como de autodefensa de especie.
Por lo que a este último punto respecta, sabemos ya que con toda probabilidad el cambio climático supone la mayor amenaza real a medio plazo que acecha al equilibrio del planeta en general, y a la comunidad humana en particular (aunque quizá no sea ésta quien mayor autoridad moral tenga para quejarse, dada su condición de principal responsable). Por mucha credibilidad que concedamos a las teorías “negacionistas”, los hechos (datos) se muestran contundentes, hasta el punto de que algunas de las figuras científicas que abanderaron durante años tales hipótesis han acabado claudicando ante tamaño cúmulo de evidencias. Si no conseguimos contrarrestar –paliar, en definitiva, en el máximo grado posible– los efectos del cambio climático, la mayoría de las variables que hoy asociamos a nuestra cacareada “sociedad del bienestar” habrán cambiado hasta el punto de merecer por parte del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) el calificativo de “apocalíptico”. No es para menos. La temperatura media aumentará lo suficiente como para derretir parte del hielo de los casquetes polares, lo que hará que se eleve el nivel medio del mar, de tal manera que poblaciones enteras de personas se verán obligadas a iniciar emigraciones masivas, generando en sus destinos serios desequilibrios políticos y sociales. Enfermedades ahora endémicas de ciertas zonas se “deslocalizarán” y afectarán a sociedades humanas en la actualidad libres de ellas. Por su propia naturaleza, muchas especies animales no podrán emigrar a zonas más propicias y acabarán por desaparecer, con lo que la biodiversidad se verá seriamente afectada, y con ello el sensible equilibrio ecológico. Aparecerá con todo ello una “severidad” de los fenómenos meteorológicos: sequías, olas de calor, grandes nevadas, desprendimiento de tierras por lluvias torrenciales, huracanes… Desde luego, no resulta sencillo elegir una etiqueta rigurosa para el nuevo panorama, pero la calificación del IPCC no parece exagerada.

Con frecuencia tendemos a pensar que poco puede hacer el “humilde” ser humano para corregir situaciones a escala planetaria, pero la cruda realidad es que no solo podemos hacer algo, sino que somos los únicos capaces de llevarlo a cabo, por ser también quienes hemos generado el conflicto. Pensemos que, por pura responsabilidad cívica, estamos obligados a dar un volantazo y corregir nuestra dirección. La hoja de ruta se presenta bien sencilla. Si la causa principal del calentamiento global son las emisiones de los famosos Gases de Efecto Invernadero (GEI), parece lógico pensar en que una buena fórmula sea cortar esa fuente. ¿Y qué actividad humana encabeza tan fea lista? No es el transporte, como asume mucha gente. Tampoco la polución industrial. Ni te imaginas la respuesta correcta: ¡la actividad ganadera! Sí, es el modelo pecuario al que nos hemos abonado –y al que nos hemos esclavizado– el factor más lesivo de cara al nefasto cambio del clima. Se calcula que este apartado aporta un 18% de todos los GEI lanzados a la atmósfera. ¡Más de la quinta parte de todas las emisiones si añadimos la deforestación para pastos! ¿Creemos de verdad que resulta más fácil prescindir del coche que de la carne? El sentido común nos dice que no. “Por fortuna”, diría alguien con talante positivo. Y tendría razón, puesto que una parte sustancial de la solución está en nuestras manos, o mejor dicho, en nuestra cocina y en nuestro plato.
Sabíamos que un cambio de dieta –escorándola hacia opciones más vegetarianas, o incluso vegetarianas estrictas– resulta beneficioso para nuestra salud, al evitar con ello las innumerables sustancias nocivas que nos venden junto con el filete y el chorizo, al tiempo que incorporamos otras que por defecto incluyen los vegetales. ¿Qué, si no es nuestra propia salud, hará que tomemos decisiones importantes? ¿Quizá la salud también de otros, los más desheredados? Pues también aquí la solución, al menos parcial, está servida, dado que el reparto de alimentos en el planeta no es desde luego ni equitativo ni suficiente. Pero se nos abre un esperanzador panorama si pensamos en que podría destinarse la ingente producción actual de vegetales a los humanos en lugar de ofrecérselos a los animales para obtener de ellos una pírrica “cosecha” proteica, conformando una escena que resulta tan obscena como parece, por cuanto, para satisfacer no tanto nuestras necesidades nutricionales, sino más bien nuestros caprichos culinarios más superficiales, ofrecemos a vacas y pollos ocho kilos de proteínas… ¡para obtener uno solo! A la vista de los hechos, quizá el pomposo apellido de “racionales” nos venga un poquito grande.

Una parte sustancial de la opinión pública –con independencia de su posible actitud remolona ante la evidencia, es decir, su egoísmo– simplemente desconoce por completo el peso específico que tiene la dieta en el fenómeno del cambio climático, y ello mismo debería llamarnos poderosamente la atención, pues está claro que ni los medios de comunicación ni los propios organismos oficiales que sacan pecho como abanderados de la lucha parecen de momento interesados en darle al citado factor la dimensión que sí le conceden los datos.

Como se ha indicado, hay quien califica de “apocalíptico” el escenario al que nos enfrentamos si se cumplen no ya las expectativas más pesimistas, sino sólo una porción de ellas. Pero si los animales pudieran alzar la voz y verbalizar su tragedia es seguro que nos recordaría con cierta ironía que ellos viven de facto instalados en pleno apocalipsis desde hace mucho tiempo. En efecto, resulta difícil reservar un calificativo más amable al trato general que les ofrecemos en la actualidad, vistos y comprobados los efectos resultantes. Todavía demasiada gente vive en el convencimiento de que los malos tratos a los animales se limitan al abandono de perros en verano, a las corridas de toros, y tal vez a la caza de especies emblemáticas como las ballenas o las focas. Todas esas realidades generan desde luego un gran sufrimiento en las víctimas, y la muerte a la mayoría de ellas. Sin embargo, y abonándonos a la estadística con el siempre loable objetivo de ser rigurosos, los mencionados espacios de violencia apenas suponen un puñado de arena en el desierto. Si de sufrimiento tratamos, el gran montante se lo lleva la práctica de la ganadería, que además sufrió un drástico –y dramático– cambio a mediados del pasado siglo al popularizarse la estabulación de animales de abasto, quienes hasta entonces habían disfrutado al menos de libertad de movimientos durante casi todo su periodo vital, lo que les permitía establecer un vínculo emocional con el clan y disfrutar de su propia existencia. Pero todo se truncó para cientos de millones de individuos con la reclusión forzosa de un cada vez mayor porcentaje de los mismos, al punto que hoy la casi totalidad de ellos (hablamos de las sociedades industrializadas) pasan sus días imbuidos en estrechos cubículos, separados hijos y madres desde sus primeros días, despojados ellos y ellas de buena parte de sus necesidades físicas y emocionales, y trasladados al matadero en plena juventud para ser sacrificados en masa.
Hablábamos antes de porcentajes, y procede ahora recalcar que ocho de cada diez animales manipulados por el hombre se destina a comida: ¡el 80% del montante total! Y la escalofriante cifra se traduce en drama al percatarnos de que ese inmenso sacrificio no responde de ninguna forma a la categoría de “vital” o siquiera “necesario”. La aséptica expresión “cuatro quintas partes” conlleva en la práctica varios miles de millones de vacas, cerdos, pollos, ovejas, conejos, caballos, peces, y tantos otros colectivos zoológicos que acaban en nuestros platos, enteros o troceados, como comida, cuando ningún estudio científico ha sido capaz hasta nuestros días de demostrar la necesidad fisiológica de su consumo. Más bien al contrario, todo apunta a que, desde un punto de vista estrictamente empírico, el abandono de los animales como bien de consumo en nuestra gastronomía y su sustitución por la consiguiente dieta vegetal equilibrada supondría un extraordinario avance por lo que a nuestra salud colectiva concierne. Si lo analizamos desde una óptica positiva (¿cómo si no?), necesitamos muy poderosas razones para rechazar una fórmula que sin duda mejora la salud de todos los intervinientes, sean éstos víctimas o verdugos.

Aun en el caso de que la cruel y masiva explotación de inocentes –cualidad esta esencial a la hora de diagnosticar la situación desde una evaluación ética– no tuviera relación alguna con otras realidades en sí mismo destructivas como el cambio climático, tal circunstancia no restaría un ápice a la necesidad urgente de revisar nuestro comportamiento para con ellos, los animales. Pero el hecho de que exista una clara e innegable vinculación entre ambos fenómenos debería conducirnos sin atisbo de duda a una autoimposición colectiva en el sentido de efectuar un giro drástico en nuestra forma de manejarnos en el mundo, que es, recordémoslo, tan nuestro como suyo.

Así las cosas, y comprobadas las [obviamente] indeseables consecuencias que tiene la ancestral costumbre humana de recurrir a la carne y al pescado como elementos gastronómicos, parece claro que deberíamos reducir de forma significativa nuestro consumo de animales (¿hacernos vegetarianos?) por razones que responden no a una sola motivación, sino a un amplio abanico de hechos irrefutables: ética compasiva, medio ambiente, justicia social… Los devastadores efectos del cambio climático para la comunidad humana actual –pero sobre todo para las venideras– debería suponer suficiente aval para la acción, pues vemos que todos estos caminos constituyen en realidad uno solo, o como mínimo que confluyen en un mismo punto, pues cada realidad aconseja idéntico proceder incluso ignorando a sus compañeras de viaje.
Conocida la con frecuencia poco gratificante naturaleza humana, muchos y muchas de quienes acaban de leer este apartado habrán fruncido el ceño con disgusto, al verse a sí mismos en la “ardua” tarea de tener que corregir algunos de los hábitos más arraigados en su subconsciente. Sin embargo, pensemos que, precisamente, si de “corregir” se trata, es porque en la actualidad cometemos un error de bulto al empeñarnos en algo que atenta contra los derechos fundamentales de un ejército de inocentes (los animales), nos pone al borde del precipicio con el cambio climático, y hasta socava nuestra salud colectiva e individual, el tesoro más preciado por cualquier ser sensible. La propuesta de una profunda reforma en nuestra dieta supone a la vez una luminosa solución a la mayor catástrofe que nos amenaza como comunidad biológica y cultural, al tiempo que también lo es para finiquitar la más devastadora realidad de la que quepa responsabilizar a una especie de corte moral como la nuestra. Siendo así, y por encima de los esfuerzos que un cambio de mentalidad global puedan conllevar, deberíamos sentirnos inmensamente felices de haber descubierto la fórmula –no tan secreta esta vez– para atacar en un mismo empeño dos apocalipsis. O más. ¿Acaso no es ésta una excelente noticia?
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© mayo 2011.


[*] Este texto sirve de prólogo a la guía del proyecto Construyendo criterios para un consumo ético y responsable, llevado a cabo por la Asociación para la Defensa y Protección de los Animales (ADPA), en colaboración con la consultoría contra el cambio climático Factor CO2.

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1 comentario:

  1. Hace tiempo creé un blog: El País de los Bosques, un blog dedicado a ell@s a los q no tienen voz, y hoy publiqué un video donde hablas del libro "Tú tb eres un animal": Quería darte las gracias por tu labor y espíritu de lucha... No me cabe ninguna duda de q somos much@s los q preferimos "morir abrasados" y "no morir contemplando el fuego" pq nunca supimos mirar hacia otro lado...

    GRACIAS POR SER y ABRAZO ENORME:

    Malena

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