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LEYES QUE NO HAS DE CUMPLIR
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El establecimiento de leyes (normas, conjunto de textos de obligado cumplimiento para una comunidad política dada) es tan viejo como la Humanidad, y responde precisamente a nuestra propia naturaleza ética. En calidad de seres morales, clasificamos nuestros actos en “buenos”, “malos” o “neutros”, lo que no es sino una forma de etiquetarlos como deseables, indeseables, o indiferentes. Por lo general –y salvo quizá algún caso extremo de anarquismo radical–, nadie cuestiona la necesidad de establecer normas que regulen la convivencia cotidiana, aun sabiendo que ello conlleva un recorte de libertades y de imposición por cuanto a nuestro comportamiento. (Procede recordar aquí aquello de que “la libertad de uno acaba donde empiezan los derechos de los otros”). Así las cosas, y mientras no devengemos en seres impolutos, abrazando el nivel máximo de virtuosismo moral, parece por completo razonable que organicemos nuestros actos, recortando lo que haya que recortar de unos para dar a otros lo que merecen: eso que llamamos “derechos”. Estamos en definitiva ante el juego de la justicia en su expresión más elemental y comprensible.
¿Quiénes establecen dichas normas? Un segmento de ciudadanos que por su especial cualificación tienen capacidad para hacerlo: técnicos, políticos, abogados… Y las pautas aprobadas han de verse cumplidas por la comunidad en pleno, o al menos por esa parte de la comunidad a la que podríamos calificar de “éticamente activa”, es decir, el conjunto de miembros a los que por su capacidad intelectiva cabe exigir tal cumplimiento. Pero, si bien este extremo no se presta a excepciones, estaremos de acuerdo en que determinadas entidades, asumido su propio rol en la aventura de la convivencia, deben observar especial celo en ese cumplimiento, fundamentalmente por dos razones: por un lado, constituyen el paradigma comunitario en su calidad de gestores, el espejo donde mirarnos el resto de miembros de la tribu; por otro, fueron ellas quienes diseñaron y aprobaron la norma. Por cualquiera de estas razones por separado, y por ellas como un corpus indivisible, el incumplimiento de la norma se torna [mucho] más grave si quien la degrada o incluso la desprecia es la misma Administración.
Estoy seguro de que una significativa mayoría entre quienes leen estas líneas han sufrido en sus propias carnes la desagradable sensación de comprobar cómo esa Administración (padre y madre de la Comunidad política, nunca está de más recordarlo) hace oídos sordos en concreto a la normativa de protección animal (de eso hablamos). Hechos tan elementales –pues ni siquiera se prestan a equívocos o interpretaciones subjetivas– como la donación en forma de premio animales vivos, proscrita por casi todos los textos en nuestro país, se ve con frecuencia incumplida incluso por los Ayuntamientos, y la parte animalista, siempre escasa de recursos, debe armarse de paciencia y envainarse la ira hasta hacer comprender al consistorio de turno que ha de obedecer la ley no ya como cualquier ciudadano o ciudadana, sino con mayor entusiasmo y celo que cualquier otro agente social.
En general, España se caracteriza por ser tierra abonada a las más abyectas barrabasadas en materia de crueldad animal, y, siendo así, no debería sorprendernos que la mera denuncia te convierte las más de las veces en elemento sospecho, cuando no directamente te coloca en el banquillo de los acusados (conozco casos muy cercanos). El mundo al revés (al menos el mundo decente). El escenario se nos vuelve perverso en el fondo y en la forma, pues hemos acabado por modelar una sociedad donde con mucho resulta más fácil rociar con gasolina a los gatos del barrio para prenderles fuego después y salir indemne, que conseguir un castigo ejemplar para los criminales.
Hay quien afirma que una ley que no se cumple es mejor que no exista, y yo discrepo de esta idea, por cuanto la norma que ya está puede ser restregada por los morros a la Administración que mira para otro lado, o que simplemente no mira, para afearle su conducta y ser señalada con el dedo acusador, recordándole, por qué no, que aquí o jugamos todos con las mismas cartas, o se rompe la baraja. Y “romper la baraja” puede tomarse aquí como simple metáfora, o como advertencia seria a quien corresponda de que la sociedad civil, ninguneada hasta lo humillante en tantas ocasiones, atesora una paciencia finita, y quién sabe si una rabia infinita, pudiendo ser que decida en un momento dado no cumplir su parte del contrato si el poder hace lo propio. Al fin y al cabo, romper la baraja apenas sería una respuesta proporcionada a tanta caradura administrativa.
Pero no quisiera terminar mi espacio sin abonarme a la elucubración gratuita. ¿Qué pasaría si varios miles de personas –hastiadas de que los animales en teoría protegidos por las leyes y despreciados por ayuntamientos, diputaciones y gobiernos autónomos– se negaran a pagar impuestos o hicieran caso omiso a las órdenes policiales? ¿Qué sucedería si, hartos de que los perros abandonados por un atajo de sinvergüenzas sean liquidados a golpe de inyección letal con la aquiescencia de otro atajo de sinvergüenzas, un grupo de ciudadanos dijera basta, hasta aquí hemos llegado, se acabó, rompo mi parte del contrato porque ustedes lo han venido haciendo un día sí y otro también? Imaginen por un momento el escenario.
La desobediencia civil ofreció y sigue ofreciendo luminosos resultados en otros campos, todos referidos a derechos humanos, y uno tiene la secreta esperanza –acaso no tan secreta tras este artículo– de que el Movimiento de Defensa Animal baraje al menos la posibilidad de acudir a ella como herramienta posible, pues que se sepa a nadie ha hecho ascos hasta la fecha.
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El establecimiento de leyes (normas, conjunto de textos de obligado cumplimiento para una comunidad política dada) es tan viejo como la Humanidad, y responde precisamente a nuestra propia naturaleza ética. En calidad de seres morales, clasificamos nuestros actos en “buenos”, “malos” o “neutros”, lo que no es sino una forma de etiquetarlos como deseables, indeseables, o indiferentes. Por lo general –y salvo quizá algún caso extremo de anarquismo radical–, nadie cuestiona la necesidad de establecer normas que regulen la convivencia cotidiana, aun sabiendo que ello conlleva un recorte de libertades y de imposición por cuanto a nuestro comportamiento. (Procede recordar aquí aquello de que “la libertad de uno acaba donde empiezan los derechos de los otros”). Así las cosas, y mientras no devengemos en seres impolutos, abrazando el nivel máximo de virtuosismo moral, parece por completo razonable que organicemos nuestros actos, recortando lo que haya que recortar de unos para dar a otros lo que merecen: eso que llamamos “derechos”. Estamos en definitiva ante el juego de la justicia en su expresión más elemental y comprensible.
¿Quiénes establecen dichas normas? Un segmento de ciudadanos que por su especial cualificación tienen capacidad para hacerlo: técnicos, políticos, abogados… Y las pautas aprobadas han de verse cumplidas por la comunidad en pleno, o al menos por esa parte de la comunidad a la que podríamos calificar de “éticamente activa”, es decir, el conjunto de miembros a los que por su capacidad intelectiva cabe exigir tal cumplimiento. Pero, si bien este extremo no se presta a excepciones, estaremos de acuerdo en que determinadas entidades, asumido su propio rol en la aventura de la convivencia, deben observar especial celo en ese cumplimiento, fundamentalmente por dos razones: por un lado, constituyen el paradigma comunitario en su calidad de gestores, el espejo donde mirarnos el resto de miembros de la tribu; por otro, fueron ellas quienes diseñaron y aprobaron la norma. Por cualquiera de estas razones por separado, y por ellas como un corpus indivisible, el incumplimiento de la norma se torna [mucho] más grave si quien la degrada o incluso la desprecia es la misma Administración.
Estoy seguro de que una significativa mayoría entre quienes leen estas líneas han sufrido en sus propias carnes la desagradable sensación de comprobar cómo esa Administración (padre y madre de la Comunidad política, nunca está de más recordarlo) hace oídos sordos en concreto a la normativa de protección animal (de eso hablamos). Hechos tan elementales –pues ni siquiera se prestan a equívocos o interpretaciones subjetivas– como la donación en forma de premio animales vivos, proscrita por casi todos los textos en nuestro país, se ve con frecuencia incumplida incluso por los Ayuntamientos, y la parte animalista, siempre escasa de recursos, debe armarse de paciencia y envainarse la ira hasta hacer comprender al consistorio de turno que ha de obedecer la ley no ya como cualquier ciudadano o ciudadana, sino con mayor entusiasmo y celo que cualquier otro agente social.
En general, España se caracteriza por ser tierra abonada a las más abyectas barrabasadas en materia de crueldad animal, y, siendo así, no debería sorprendernos que la mera denuncia te convierte las más de las veces en elemento sospecho, cuando no directamente te coloca en el banquillo de los acusados (conozco casos muy cercanos). El mundo al revés (al menos el mundo decente). El escenario se nos vuelve perverso en el fondo y en la forma, pues hemos acabado por modelar una sociedad donde con mucho resulta más fácil rociar con gasolina a los gatos del barrio para prenderles fuego después y salir indemne, que conseguir un castigo ejemplar para los criminales.
Hay quien afirma que una ley que no se cumple es mejor que no exista, y yo discrepo de esta idea, por cuanto la norma que ya está puede ser restregada por los morros a la Administración que mira para otro lado, o que simplemente no mira, para afearle su conducta y ser señalada con el dedo acusador, recordándole, por qué no, que aquí o jugamos todos con las mismas cartas, o se rompe la baraja. Y “romper la baraja” puede tomarse aquí como simple metáfora, o como advertencia seria a quien corresponda de que la sociedad civil, ninguneada hasta lo humillante en tantas ocasiones, atesora una paciencia finita, y quién sabe si una rabia infinita, pudiendo ser que decida en un momento dado no cumplir su parte del contrato si el poder hace lo propio. Al fin y al cabo, romper la baraja apenas sería una respuesta proporcionada a tanta caradura administrativa.
Pero no quisiera terminar mi espacio sin abonarme a la elucubración gratuita. ¿Qué pasaría si varios miles de personas –hastiadas de que los animales en teoría protegidos por las leyes y despreciados por ayuntamientos, diputaciones y gobiernos autónomos– se negaran a pagar impuestos o hicieran caso omiso a las órdenes policiales? ¿Qué sucedería si, hartos de que los perros abandonados por un atajo de sinvergüenzas sean liquidados a golpe de inyección letal con la aquiescencia de otro atajo de sinvergüenzas, un grupo de ciudadanos dijera basta, hasta aquí hemos llegado, se acabó, rompo mi parte del contrato porque ustedes lo han venido haciendo un día sí y otro también? Imaginen por un momento el escenario.
La desobediencia civil ofreció y sigue ofreciendo luminosos resultados en otros campos, todos referidos a derechos humanos, y uno tiene la secreta esperanza –acaso no tan secreta tras este artículo– de que el Movimiento de Defensa Animal baraje al menos la posibilidad de acudir a ella como herramienta posible, pues que se sepa a nadie ha hecho ascos hasta la fecha.
© junio 2011.
[*] Escribí este artículo para la revista 4patas, de la Asociación Nacional Amigos de los Animales (ANAA).
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Kepa, puedes usar mis vídeos para lo que quieras. Enhorabuena por tu trabajo. No sé si me recuerdas, nos conocimos en el 96 en el Gaztetxe de Gasteiz en una charla sobre vaganismo y nos re-conocimos cuando fui con las de PETA el primer año... y no sé si alguna otra vez. Me llamo Andrés Cameselle. Bueno, en cualquier caso te pongo unos links s alguno de mis vídeos que tratan esta temática. Borra este comentario si quieres, es que no encontraba la forma de contactar contigo! Un abrazo!
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=J4ikYRRBTd0
http://www.youtube.com/watch?v=44ESJJGjDS0
http://www.youtube.com/watch?v=xXdLMIRnjjM
Tengo algunos otros...
Chapeau!
ResponderEliminarMis respetos y mi admiración.