EL CURIOSÍSIMO Y DECIMONÓNICO CASO
DE LA SEÑORA KINGSFORD
Aunque los menos, algunos activistas
por los derechos de los animales han llegado a la agresión física de sus
oponentes: por ejemplo, los partidarios del uso de animales en experimentación
(eso que aún se sigue denominando “vivisección”). Médicos, farmacéuticos y pensadores recibieron en sus buzones cartas
amenazantes, e incluso descubrieron horrorizados bajo su automóvil paquetes que
dejaron de ser sospechosos para pasar a ser oficialmente bombas. Los militantes
más corajudos se la jugaron, pagaron por ello con la cárcel, y hasta alguno con
la propia vida tras varias huelgas de hambre. A buen seguro que cualquiera de
ellos daría gustoso sus dedos meñiques por conocer la fórmula secreta de la
señora Kingsford, quien se llevó por delante con total impunidad a más de un
afamado vivisector. O eso tienden a creer las mentes más fantasiosas.
Ya desde niña, la entonces Annie
Bonus aprovechó la condescendencia de su padre, un próspero comerciante inglés,
y comenzó a leer… ¡y a escribir! –mediado el siglo XIX y con vagina de serie, sendas
proezas–. La chica era más bien rarita,
mas no por las aficiones relatadas, sino por la obsesión que acabó
condicionando su vida. Dada al ocultismo, y por zanjar cuanto antes algo
tan inevitable en la época como el matrimonio, contrajo nupcias con un clérigo (familiar
cercano, por más señas), de quien tomó su definitivo apellido. La pareja
consensuó desde el primer momento la absoluta independencia de cada cual, a tal
punto que Anna se trasladó a París con la doble intención de estudiar Medicina
y continuar con sus investigaciones esotéricas. No gozó de especial simpatía entre la comunidad universitaria, fuera
por su convencido vegetarianismo, acaso por sus ideas en general radicales, o
quizá debido a su férrea condena de la vivisección. Y sí: para la buena de Anna
resultaba del todo compatible estudiar una ciencia empírica y comunicarse con
genios y espíritus.
La señora Kingsford sentía verdadero
odio hacia las prácticas que sus compañeros de estudios realizaban con toda
suerte de animales, y solía retar a los profesores a que experimentaran con
ella si tenían valor. Le eran insoportables los aullidos desesperados de las
víctimas, y sobre ello escribió: “He hallado mi Infierno en esta Facultad; un
Infierno más real y terrible que cualquiera que pueda encontrar en otra parte”.
Le espetó un contundente ¡Asesino! al
mismísimo Claude Bernard –entonces profesor suyo– en plena clase, cuando este
explicaba cómo cocinó vivos a unos pobres animales para estudiar el calor
corporal. Con toda su rabia anheló que
el profesor muriese esa misma tarde. Si bien no satisfizo su deseo al completo,
apenas tuvo que esperar seis semanas, pues al poco del incidente en el aula
Bernard cayó enfermo, y falleció mes y medio después sin diagnóstico médico.
Anna asumió con relativa naturalidad
que había sido ella la inductora de la muerte del profesor Bernard, y se
prometió en la intimidad de su dormitorio que a partir de entonces, en calidad
de “ángel exterminador”, dedicaría parte de su energía a acabar con todo
vivisector que se cruzara en su camino, convencida de que con ello no hacía
sino impartir una especie de Justicia
Divina para la que sin duda había sido elegida. Fijó su próximo objetivo en otro profesor: el Dr. Paul Bert. Tras
graduarse con notable éxito, pasaría a la historia como la primera estudiante
que objetaba a las horribles prácticas de vivisección. Pero ahora estaba
centrada en su particular cruzada. Bert
no tenía empacho alguno en dejar agonizando durante toda la noche a los
animales objeto de sus experimentos, pavoroso escenario que hasta provocaba el
insomnio en parte del barrio. El doctor falleció a finales de ese mismo año.
Si su primer “logro” la convenció de
ciertos poderes sobrenaturales –y hasta justicieros–, el segundo la animó aún
más en su empresa. Metida en faena… ¿por
qué no Louis Pasteur? Desdeñó la lenta y antropocéntrica mano de la
Justicia, persuadida de que su método era mucho más eficiente, audaz y rápido. Pero la magia es ante todo caprichosa, y lo
mismo te ofrece confianza que te da un disgusto de los gordos. Una tormenta,
por ejemplo, al salir a hurtadillas del despacho de la que pretendía fuera su
tercera víctima. De aquella incursión nocturna cogió una neumonía de las de
hace siglo y cuarto, ninguna broma. Y de ahí a la tuberculosis, un paso.
Efectivamente, Anna murió en febrero de 1888. Según contaron quienes la
acompañaron en el trance, la pobre pasó sus últimos meses atormentada por los
gritos e imágenes de los animales en las mesas de prácticas.
Pasteur
le sobrevivió siete años largos, con lo que quedaría en parte desmontada la
supuesta habilidad mental de la señora Kingsford. O no. Porque en la época en
que la mujer ejercía con todo ahínco su odio hacia el científico, este cayó
gravemente enfermo, recobrando la salud al poco de que Anna abandonase este
valle de lágrimas.
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