CARRERAS
DE BURROS: ENTRE LO PATÉTICO Y LO CANALLA
No son pocos los
lugares de la geografía patria donde se celebran “carreras de burros”.
Naturalmente, no es que los animalitos queden en un determinado paraje para competir
entre sí, pues en tal caso sería cosa suya. Me refiero a las carreras que,
organizadas por peñas, cuadrillas, comisiones festivas y demás entidades de similar
pelaje, se valen de pollinos para que estos midan su capacidad atlética. ¿Qué hay de malo en ello? “La pregunta habría que hacérsela a los
burros”, he oído decir a ciertas mentes preclaras, como si los animales no
nos contaran a través de toda una parafernalia gestual sus emociones y su
estado anímico. Con todo el mérito de un título académico, intuyo que no se
necesita para según qué apreciaciones. De hecho, no se solicita a nadie el
título de Pediatría para la
pertinencia moral de su denuncia por malos tratos al niño de turno. ¿Qué
creemos que ha de sentir un bebé dejado a pleno sol, que además llora y
patalea, colorado como un tomate, sino un extremo desagrado (sufrimiento)?
Si, en general, las carreras entre animales promocionadas
por los humanos merecen una reflexión en sí mismas, aquellas protagonizadas por
determinadas especies se convierten en modelo de escasa virtud moral. ¿Por qué precisamente burros? Acaso esa sea
la pregunta clave. Y la respuesta se presenta tan punzante como cierta: porque
se trata de animales que en nuestra jerarquía moral ocupan muy bajos estratos
de consideración. Se les supone tercos, necios e insensibles, cuando están muy
lejos de todo eso, como atestiguan no solo los etólogos, sino todo aquel que
haya tenido la oportunidad de convivir con uno de estos animales, y como en
cualquier caso debería dictarnos el más elemental sentido común. A los
burros les encanta tratar con los suyos, o pegar brincos porque sí, o retozar
en la arena; depende. Cosas de burros, en definitiva. Lo que me temo que no
les gusta nada es que les trasladen a un escenario festivo (charangas, cohetes,
griterío), ante miles de personas, y les obliguen a colocarse en la rampa de
salida. Para ello hay que “convencerles”. Y como tienen la [razonable]
costumbre de negarse a avanzar hacia lo que presumen desagradable (¿estúpidos?),
se les lleva sí o sí, pues al fin y al cabo son meros borricos y no caballos
alazanes. El firme de baldosa (con frecuencia mojada) no ayuda, y de hecho
sufren una permanente sensación de inseguridad bajo sus patas. Por eso no
avanzan por deseo propio. A menos que se tire de ellos mediante sogas o
empujándoles del trasero. Pero creo que a eso lo llaman “por la fuerza”.
Quizá la
carrera de burros que más proyección mediática tiene sea la que se celebra cada 25 de julio en
Vitoria-Gasteiz, pomposa capital de Euskadi –con una Ordenanza Municipal de Protección Animal recién aprobada y más que
lustrosa–, que sin embargo se resiste a cerrar página. Es cuestión de tiempo. O
mejor diré “de tiempos”, porque en pleno siglo XXI ya no caben ciertos espectáculos,
por muy incruentos que sean. Los animalistas llevan años denunciando
tan chusco evento, y el pasado año, por primera vez, no se produjeron
agresiones físicas a los animales durante la prueba. Hasta el
alcalde garantizó en declaraciones públicas que nadie tiraría de los
pollinos ni los empujaría. Vale que un alcalde no esté obligado a entender de
comportamiento asnal… ¡pero es que hasta el más torpe de la ciudad sabe que un
équido colocado ahí, en medio del gentío, se queda quieto-parao, sin saber qué
hacer ni para dónde tirar! Bueno, miento… los animales miraban de reojo al
camión que les trajo cada vez que pasaban por ese punto del recorrido. Al
parecer, solo quienes protestaban
se percataron del “detalle”. Sin diplomas acreditativos.
¿Dice algo la normativa proteccionista sobre lo que aquí
tratamos? Pues sí. De forma genérica,
los distintos textos de aplicación prohíben “Maltratar
a los animales o someterlos a cualquier práctica que les pueda producir
sufrimientos o daños y angustia injustificados”. Parece obvio que el
acto afecta a sus elementales intereses de bienestar. Dice también que no cabe “Imponerles
la realización de comportamientos y actitudes ajenas e impropias de su
condición o que impliquen trato vejatorio”. No se sabe que los burros,
en su medio natural, organicen competiciones con motivo de cada Santiago Apóstol,
ni que prefieran hacerlo frente a una multitud y la algarabía general que en
privado. Sospecho que, de poder, elegirían quedarse en su parcela, ora
pastando, ora echando una siestecita con los colegas. No necesitamos preguntarles,
pues ya nos responden con sus ojos, con sus belfos, con sus orejas: están
aterrorizados. ¿No les parece? Asimismo,
la normativa local proscribe sobre el papel “Utilizar
animales en espectáculos que puedan herir la sensibilidad de las personas que
los contemplan”. El pasado año fueron treinta los y las ciudadanas
(cada cual con su filiación completa) que manifestaron este extremo en una
denuncia formal. Los técnicos la desestimaron.
Pero uno, que ya peina canas, prefiere ver la botella
medio llena. Pues sepan que hasta no hace tanto a los burros se les paseaba de
bar en bar tras la infame “carrera”, que les atizaban sin descanso con lo
primero que pillaban, o que incluso se les llegaron a introducir vía rectal hortalizas
picantes, por “animarlos” en su cometido. Hoy el espectáculo da sus últimas
bocanadas, y sería estupendo que este artículo contribuyera a ello. Sus promotores tienen aún la oportunidad de
acabar de manera digna esta lúgubre etapa tomando decisiones dignas y
plausibles. De persistir la cerrazón, serán “los tiempos” –y la decencia
política– los que les desplacen y cedan paso a aires frescos y modernos.
Por cierto…
¿de verdad alguien cree que son los animales los que compiten? ¡Claro que no!
En realidad, compiten sus jinetes. Aunque sospecho que ni ellos saben con
certeza a qué. Porque estos eventos, reconozcámoslo, oscilan entre lo patético
y lo canalla. Son patéticos en cuanto
que nos retratan –a los humanos– en nuestros más bajos instintos, creando un
escenario de dominación. Y al tiempo canalla,
pues no se me ocurre otro calificativo para quien, pudiendo divertirse de mil
formas respetuosas, elige aquella que molesta, duele y ridiculiza.
© julio 2014
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