UN
INFIERNO SOBRE RUEDAS: DAÑOS COLATERALES DE LA TAUROMAQUIA
Asociamos
la tauromaquia con el escenario
público de la sangre, la baba y el estertor, todo ello a apenas unos metros del
“respetable”. Pero la tauromaquia es
mucho más que eso; y con más quiero
decir peor: más detestable, más
triste, más criminal.
Hay una tragedia que no se plasma en
el ruedo, y que por tanto nadie es capaz de maquillar con las consabidas
pildoritas sedantes del arte y la cultura. Con
frecuencia hay un después de la
lidia, cuando la gente fija su atención en el diestro, héroe o villano, para el
aplauso o el insulto, según toque. El toro, al derrumbarse sobre el albero, oficialmente
derrotado, cesa en su protagonismo. Pero a
menudo el morlaco sigue dándose cuenta de todo, aunque su cuerpo ya no le
responda, por la sencilla razón de que fue cercenada su médula espinal, o como
se llame eso que nos permite a los vertebrados gestionar nuestras extremidades
con cierto libre albedrío. A pesar de todo, los pulmones suelen ser unos
órganos tozudos, y continúan su labor, para desgracia del animal, que siente
así ahogarse; y siente bien, porque la mayoría muere por falta de oxígeno. (Pruebe
el lector a dejar de respirar durante unos segundos, y comprobará en carne
propia de lo que se habla). Y a veces llegan conscientes al desolladero, lo
cual no es óbice para que los operarios den comienzo al protocolo de desguace,
pues el siguiente –vivo o muerto– apenas tardará veinte minutos en traspasar la
cortina de plástico hediondo.
Y hay un antes. Una tragedia que los toros traen en su mochila biográfica,
rumiada en la dehesa, lejos de miradas indiscretas, y de manera especial
durante el desconcertante último capítulo de su vida campestre, cuando un buen
día aparece en lontananza un cubo tambaleante y móvil, cada vez más grande.
Vienen a por ellos.
Está
también la tienta, horrenda forma de “calibrar”
la bravura del animalito. Porque cuando le horadan por primera vez el cuello es
apenas un cachorro vivaracho y desconfiado, que gime de dolor por el escozor de
la herida (¿han oído ustedes los desgarradores gemidos?). La tienta no es ninguna broma, y de hecho
sus víctimas son sometidas a la preceptiva cura posterior (eviten
el vídeo los muy sensibles), para que el desaguisado no derive en severa
infección y se recuperen; llegarán así íntegros al cadalso algunos años
después. Por la noche, de vuelta con los suyos y el boquete ardiéndole, el
cachorro ni se imagina que los humanos ya le han catalogado como “toro para
lidia” o “morralla para fiesta de pueblo”.
El transporte del ganado de lidia
constituye uno de los aspectos menos conocidos de este crimen, y sin embargo
ninguna ejecución podría empezar de manera más vomitiva. Nunca mejor usada la expresión, por
cuanto los animales padecen durante el trayecto un auténtico calvario,
acostumbrados como están a su repetitiva vida cotidiana. A pesar de que el
humano hace ímprobos esfuerzos por convertirlos en unas “malas bestias”, son en
realidad pacíficos herbívoros. Y como tales sufren la subida al camión, la
estabulación individual y claustrofóbica, flanqueados quizá por colegas con los
que establecieron afectos y con quienes tuvieron alguna que otra trifulca, una
forma como otra cualquiera de hacerse amigos. Por prescripción veterinaria, los pasajeros bovinos no probarán bocado
durante todo el viaje. Tampoco agua. Es la única manera de que el tránsito
sea “productivo” y no se produzcan bajas. Sería
lógico pensar que, en tales condiciones, los pobres animales deberían perder
cierto peso. ¡Hasta cincuenta kilos en algunos casos! ¡Hablamos de la décima
parte en apenas unas horas! Es lo que tiene el ayuno forzado, el estrés, los
golpes de calor, el miedo, la depresión, el mareo y la diarrea, entre otros
factores. Hasta los veterinarios taurófilos (entiéndase el término en el
presente contexto) reconocen en sus informes que los animales “salen del cubículo entumecidos, doloridos y
mareados” (sic). Admiten de igual forma la situación de estrés de los
mismos, y hay quien llega a concluir que, en general, el sufrimiento durante el
transporte alcanza mayores niveles que durante la lidia. Yo no entiendo un
carajo de betaendorfinas y cortisoles (tampoco en humanos, y me
repugna la pena de muerte), pero con
llegar a la [obvia] conclusión de que, en efecto, padecen, tengo suficiente.
Hace solo unos días se celebró una
corrida de rejones en Vitoria-Gasteiz. Nocturna, para
más señas, porque esta gente ya no sabe qué inventar para atajar la desbandada
de las plazas. Con el tiempo (y una
llamada anónima), nos enteramos de que el evento se cobró un total de nueve
vidas inocentes, y no seis, como de costumbre. La prensa no lo recogió (seguro
que por simple desconocimiento), pero al abrir la puerta del camión los
veterinarios se encontraron con que tres de los viajeros yacían desplomados en
el suelo, ya cadáveres. ¿Qué tuvieron que padecer esos animales, fuertes como
rocas en origen, para sucumbir de semejante manera? Pues sí: un infierno sobre
ruedas.
Es la
lidia formal en la plaza –la faena con luz y taquígrafos– la que sale reflejada
en crónicas y tertulias. Pero hay unos “daños colaterales” de la tauromaquia que la hacen si cabe más
punzante, más dolorosa.
© agosto 2014
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