viernes, 24 de octubre de 2014



PREGUNTAS Y OREJAS CONTRA MANOS DESNUDAS


Por si no había quedado claro a lo largo de las anteriores ediciones, ciertos ciudadanos y ciudadanas lo certificaron el pasado 16 de septiembre en Tordesillas (Valladolid) durante la ejecución sumaria de Elegido. Recibieron a pedradas a un nutrido grupo de personas que protestaba como buenamente podía contra el macabro acto: haciendo piña en un punto del recorrido del reo, mostrando sus manos desnudas, llorando, tragando flemas… Les espetaron insultos (los ya clásicos hijos de puta, vagos, catalanes…), y hubo quien quiso aprovechar la indefensión de algún manifestante mientras era retirado en volandas por fornidos miembros de la benemérita para asestarle una patada en la espalda o un puñetazo en la cara. ¡Muy valientes estos tipos mesetarios!

Como valientes eran los mastuerzos que arrojaban las orejas –imagino que aún calientes– de los becerritos recién torturados sobre el albero por vecinos sin la menor pericia profesional para la práctica del martirio. (Se las arrojaban, en efecto, a los manifestantes que ocupaban la calle con las manos desnudas). Distinto parece un torero con carnet y traje de luces, quien sabe cómo clavar banderillas sobre la espalda del “enemigo”, marearle con la muleta para que los hierros aumenten la hemorragia y se debilite así aún más, meterle hasta los pulmones una espada que le provocará la muerte por pura y simple asfixia, muchas veces ya en el desolladero, comenzado el protocolo de desguace por los operarios. ¿Distinto?  

Quizá me ciegue mi vena animalista, pero veo en estos escenarios algo intrínsecamente perverso. Y “perverso” en varias capas que se superponen, como una suerte de “cebolla envenenada”. Porque a la agresión urdida y letal se suma el desprecio grotesco hacia quienes reivindican el respeto al prójimo, el cambio, la progresía moral. No siendo yo habitual partícipe en dichas manifestaciones, he visto a taurinos bajándose los pantalones ante el grupo de las pancartas, o exhibiendo una castiza “peineta”, o regalando una sonrisa tétrica; eso sí: parapetados siempre por las fuerzas del orden, no vaya a ser. ¿Pero qué problema tiene esta gente para aceptar el escenario de la crítica, continuar su camino, entrar a la plaza y ocupar su asiento; o bajar a la vega e imbuirse en la polvareda que impide ver y sentir, disfrutar de “su” arte, de “su” cultura, de “su” sacrosanta tradición? Con toda probabilidad destapo ahora el tarro de mi ingenuidad, pero pienso que deberían comprender al menos que quienes protestan no lo hacen desde el antojo, sino desde una profunda convicción de que eso está mal. ¿Qué lleva a alguien –seguro que amorosa madre de familia y aún mejor convecina– a “celebrar” la muerte de Vulcano? ¿Es que acaso no se percata de que ello la hace peor persona? Son estos comportamientos los que a mí me causan desazón y una profunda tristeza: el lanzamiento de piedras y orejas contra las manos desnudas; la celebración de la muerte de Vulcano

No entraré en las [para mí] misteriosas razones que impulsan a alguien a jugarse en una mañana lo que no se ha jugado el resto del año, y encima pretendiendo repartir lecciones de activismo a diestro y siniestro. Me quedo con el compromiso ético desplegado esa mañana de septiembre en el páramo vallisoletano, o de madrugada ante las puertas del vetusto coso de Algemesí.

Como era previsible, el escenario acabó estallando en graves desórdenes públicos, recogidos con avidez morbosa por toda suerte de medios de comunicación: rojos, azules, morados y verdes. Supongo que lo ideal para ellos hubiera sido poder presentar un muerto sobre la mesa; y me refiero a un muerto humano, pues bovino ya lo hubo: Elegido tomó el macabro relevo a Vulcano, como este lo hizo a Volante. (Desconozco los nombres de los pobres cachorritos). Y he de confesar que, así, a bote pronto, no me veo yo con autoridad moral alguna para afear la conducta a este grupo de aguerridos animalistas, teniendo en cuenta la grosería del acto, que se defiende desde la sociedad local con la misma cantinela que oyen a sus dirigentes: la tradición. No es desde luego el caso, pero tampoco me vería con dicha licencia si las mismas personas fueran a Tordesillas con mochilas llenas de pedruscos, con la clara  intención de lanzarlas contra los agresores de Elegido y compañía. Llego a comprender que supondría un comportamiento ilegal, como sé que estaríamos ante un acto de pura justicia. Porque ambos no siempre van de la mano. Si la policía puede usar material antidisturbios para “poner las cosas en su sitio”, no alcanzo a entender por qué determinados ciudadanos no han de poder hacer lo mismo para tratar de evitar el linchamiento de un inocente con diurnidad y alevosía. ¿Acaso no estaríamos hablando de un diáfano caso de legítima [auto]defensa? Ahí dejo la reflexión, que tiene un punto provocador; no lo duden. Pero siempre creí en la “provocación didáctica” como herramienta imprescindible en cualquier reflexión de naturaleza ética.

[*] Escribí este artículo para el magacín AllegraMag.




© octubre 2014



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