PREGUNTAS Y OREJAS CONTRA
MANOS DESNUDAS
Por si no había quedado claro a lo largo de las anteriores ediciones, ciertos ciudadanos y ciudadanas lo
certificaron el pasado 16 de septiembre en Tordesillas (Valladolid) durante la
ejecución sumaria de Elegido. Recibieron a pedradas a un nutrido grupo de
personas que protestaba como buenamente podía contra el macabro acto: haciendo
piña en un punto del recorrido del reo, mostrando sus manos desnudas, llorando,
tragando flemas… Les espetaron insultos (los ya clásicos hijos de puta, vagos, catalanes…), y hubo quien quiso aprovechar la
indefensión de algún manifestante mientras era retirado en volandas por
fornidos miembros de la benemérita para asestarle una patada en la espalda o un
puñetazo en la cara. ¡Muy valientes estos tipos mesetarios!
Como valientes eran los mastuerzos que arrojaban las orejas –imagino
que aún calientes– de los becerritos recién torturados sobre el albero por
vecinos sin la menor pericia profesional para la práctica del martirio. (Se las
arrojaban, en efecto, a los manifestantes que ocupaban la calle con las manos
desnudas). Distinto parece un torero con carnet y traje de luces, quien sabe
cómo clavar banderillas sobre la espalda del “enemigo”, marearle con la muleta
para que los hierros aumenten la hemorragia y se debilite así aún más, meterle hasta
los pulmones una espada que le provocará la muerte por pura y simple asfixia,
muchas veces ya en el desolladero, comenzado el protocolo de desguace por los
operarios. ¿Distinto?
Quizá me ciegue mi vena animalista, pero veo en estos escenarios algo intrínsecamente perverso. Y “perverso” en
varias capas que se superponen, como una suerte de “cebolla envenenada”. Porque
a la agresión urdida y letal se suma el desprecio grotesco hacia quienes
reivindican el respeto al prójimo, el cambio, la progresía moral. No siendo
yo habitual partícipe en dichas manifestaciones, he visto a taurinos bajándose
los pantalones ante el grupo de las pancartas, o exhibiendo una castiza “peineta”,
o regalando una sonrisa tétrica; eso sí: parapetados siempre por las fuerzas
del orden, no vaya a ser. ¿Pero qué problema tiene esta gente para aceptar el
escenario de la crítica, continuar su camino, entrar a la plaza y ocupar su
asiento; o bajar a la vega e imbuirse en la polvareda que impide ver y sentir, disfrutar
de “su” arte, de “su” cultura, de “su” sacrosanta tradición? Con toda probabilidad destapo
ahora el tarro de mi ingenuidad, pero pienso que deberían comprender al menos
que quienes protestan no lo hacen desde el antojo, sino desde una profunda
convicción de que eso está mal. ¿Qué
lleva a alguien –seguro que amorosa madre de familia y aún mejor convecina– a “celebrar” la muerte de
Vulcano? ¿Es que acaso no se percata de que ello la hace peor persona? Son estos comportamientos los que a mí me
causan desazón y una profunda tristeza: el lanzamiento de piedras y orejas
contra las manos desnudas; la celebración de la muerte de Vulcano.
No entraré en las [para mí] misteriosas razones que impulsan a alguien
a jugarse en una mañana lo que no se ha
jugado el resto del año, y encima pretendiendo repartir lecciones de activismo
a diestro y siniestro. Me quedo con el
compromiso ético desplegado esa mañana de septiembre en el páramo vallisoletano, o de madrugada ante las
puertas del vetusto coso de Algemesí.
Como era previsible, el escenario acabó estallando en graves desórdenes
públicos, recogidos con avidez morbosa por toda suerte de medios de
comunicación: rojos, azules, morados y verdes. Supongo que lo ideal para ellos hubiera
sido poder presentar un muerto sobre la mesa; y me
refiero a un muerto humano, pues bovino ya lo hubo: Elegido tomó el macabro relevo a Vulcano, como este lo hizo a Volante.
(Desconozco los nombres de los pobres cachorritos). Y he de confesar que, así, a
bote pronto, no me veo yo con autoridad moral alguna para afear la conducta a
este grupo de aguerridos animalistas, teniendo en cuenta la grosería del acto,
que se defiende desde la sociedad local con la
misma cantinela que oyen a sus dirigentes: la tradición. No es desde luego
el caso, pero tampoco me vería con dicha licencia si las mismas personas fueran
a Tordesillas con mochilas llenas de pedruscos, con la clara intención de lanzarlas contra los agresores
de Elegido y compañía. Llego a
comprender que supondría un comportamiento ilegal, como sé que estaríamos ante
un acto de pura justicia. Porque ambos
no siempre van de la mano. Si la policía puede usar material antidisturbios
para “poner las cosas en su sitio”, no alcanzo a entender por qué determinados ciudadanos no han de poder hacer
lo mismo para tratar de evitar el linchamiento de un inocente con diurnidad y
alevosía. ¿Acaso no estaríamos hablando de un diáfano caso de legítima [auto]defensa?
Ahí dejo la reflexión, que tiene un punto provocador; no lo duden. Pero siempre
creí en la “provocación didáctica” como herramienta imprescindible en cualquier
reflexión de naturaleza ética.
© octubre 2014
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