JODIDAS PREGUNTAS TRAS EXCÁLIBUR
Pasado el tsunami emocional, llega el momento de la reflexión; de separar el
grano de la paja respecto a lo que
podríamos denominar Caso Excálibur.
Apenas un mes después de la gran movilización contra el infame Torneo del Toro de la Vega, el mundo
vuelve a poner sus ojos en España por algo relacionado con el maltrato animal y
con la defensa de sus víctimas. Cientos de miles de ciudadanos han firmado para
que no se sacrifique a Excálibur, el
perro de la auxiliar de enfermería infectada por el maldito ébola. Responsables sanitarios de la
Comunidad decidieron, sin apenas consultas ni aun menor remordimiento de
conciencia, el sacrificio del animal, como primer paso de la desinfección de la
vivienda. No se sabe [con la necesaria
certeza científica] que los perros actúen de vectores biológicos para la
trasmisión de la enfermedad, pero ¿qué importa? A pesar de los avances en
sensibilidad animalista, los perros siguen teniendo en nuestra sociedad un muy
bajo estatuto moral, y es por ello que, desde una perspectiva de rédito
político, bien vale una eutanasia a tiempo –por muy arbitraria que sea– que la
pérdida de un puñado de votos.
Un nutrido grupo de personas se manifestaron frente al domicilio donde Excálibur llevaba encerrado un par de
días, tratando de aportarle un granito
de esperanza, y vomitando al tiempo su rabia contenida por tanto crimen impune.
Imagino a esa gente voluntaria de albergues para animales abandonados, donde
escasean los recursos y sobran los desheredados. Viven allí como un gran clan, conocen los nombres de cada uno de
los residentes, y estos lamen las manos a sus cuidadores como lo que son:
ángeles.
¿Van a ordenar el sacrificio de
todos los perros de Alcorcón?
Porque imagino que serán unos cuantos los que han tenido contacto más o menos
directo con los efluvios de Excálibur,
como de hecho unos cuantos serán los vecinos que coincidieron con él en el
ascensor, en el parque o por la acera. Pero bastante más preocupante que el
contacto con el perro es el contacto con su tutora, que al parecer pudo
infectarse con un leve roce del guante en la cara mientras se desenfundaba su
traje galáctico. ¿Van a sacrificar
también a Javier, adhiriéndose al sesudo protocolo del “por si acaso”? Puestos
a preguntarse, a uno le entra la desazón y acaba por dudar de si acaso no
sacrificaron de facto a los
religiosos fallecidos, y nos han colado una versión tan oficial como falsa…
Tocado el fango, pensemos que el perverso caso de Excálibur puede dejarnos ciertos “brotes verdes” en lo que a la
ética comunitaria concierne. No es mala cosa que España sea lo mismo ejemplo
sangrante de malos tratos a los animales en la misma o similar medida que lo es
en el apartado de compromiso y militancia. Por tanto, y siendo gratis, casi
mejor si optamos por ver la botella medio llena, reconociendo que hace apenas
una década hubiera sido impensable este pollo mediático “por un perro”.
Pongámonos en lo peor.
Supongamos que, en efecto, Excálibur
fuera no solo portador del virus, sino que su capacidad de transmisión fuera
similar a la que de hecho es entre humanos. ¿Cuál es la diferencia entre que te
contagie un perro, una salamandra o un cuñado? Desde un plano biológico,
ninguna. Desde uno moral, también está claro: que unos son humanos y otros no.
En realidad, la simpleza del panorama no ofrece algo distinto a la segregación
por causa de raza, sexo o nivel social. La arbitrariedad
es siembre arbitrariedad. Y el sufrimiento es siempre sufrimiento.
En mi opinión, no se trataría tanto de cuestiones sociosanitarias –que
también– sino más bien éticas. Cada uno tendrá sus razones para preferir la
muerte o la vida de Excálibur, y a su
vez, dentro de esta última, subsiguientes motivos, que pueden surgir de la mera
solidaridad ( sin matices de especie) o del más prosaico deseo de salvar tu
pellejo a costa de lo que sea, siempre que sea de los otros. Pero a mí, de momento, lo que más me indigna es que a
diario cientos de animales que sufrieron un abandono impune reciban una segunda
y definitiva condena: la inyección letal. Simplemente
no puede ser que ahora adornen la ejecución de Excálibur con la excusa de la salud pública, mientras un ejército
de inocentes pasa por la misma situación porque la Administración no quiere
gastarse los cuartos que supone aplicar una estricta justicia. ¡Si no somos
capaces de generar más empatía comunitaria, aquí la pensión de las víctimas la
pagamos todos a escote!
¿Cómo recibiría Excálibur a esos seres extraños
embutidos en ropa espacial?
Seguro que al oír los primeros ruidos en la puerta imaginó en su cabecita a
Teresa y a Javier con las llaves en la mano, disculpándose por haber tardado
tanto y prometiéndole un largo paseo por el parque como desagravio. Seguro que,
pasados los primeros segundos, incluso a esos extraños les movió amigablemente
la cola. Estaría bien que los operarios
nos relataran al detalle el encuentro con un perro potencialmente peligroso que lleva cagándose y meándose en la
terraza dos días. ¡Que nos lo cuenten!
¿Nos mirarán ahora de reojo los
miserables de turno cuando paseemos a nuestros perros, como si portáramos al
otro lado de la correa un saco infecto? ¿Saldrán ahora en el África
Subsahariana a la caza indiscriminada del perro sarnoso? ¿Entenderemos ahora por
fin que los perros son para muchos y muchas sus amigos, sus compañeros; en
definitiva: su familia? Se me ocurre un montón más de jodidas preguntas tras Excálibur… pero son políticamente
incorrectas.
[*] Escribí este artículo para el
magacín AllegraMag.
© octubre 2014
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