LA GALLINA DELATORA
Cuentan que la
neonata Inquisición se guiaba para descubrirlos por la llamativa blancura de su
piel, sabiendo que aquella gente tenía por costumbre evitar toda ingestión de
carne, pues tan “diabólica manía” se asociaba de manera automática a la
debilidad de cuerpo y a su consiguiente palidez. Si lo es para algunos aún hoy, ser vegetariano entonces era lo más
extraño del mundo, e inequívoca señal de que en aquellos cuerpos no podía
habitar sino el mismísimo Satanás. Pero en época reciente se ha barajado la
teoría de que su lividez dérmica se debiera más a la práctica de una regular
higiene antes que a la ausencia de chicha en
la dieta. Pinta lógico, pues para una amplísima mayoría lo habitual era, en
efecto, asear su cuerpo de mes en mes, cuando no se dejaba esta costumbre para
recibir los solsticios, o acaso el cambio de lustro. Es lo que tenía el siglo XIII.
Hablamos de cuando los papas gobernaban el mundo y
compraban –a veces literalmente– voluntades a diestro y siniestro, aunque
cierto es también que la voluntad se vende más barata si la única alternativa
es la amenaza del tormento, y no digamos ya el tormento en sí. Porque la famosa Inquisición que muchos creemos de cuño español se
creó ad hoc para acabar con la herejía cátara (de eso tratamos, por si andaban
despistados), y ya sabemos que en esto, como en tantas otras cosas, todo es
empezar.
Tipos curiosos, los cátaros.
Tanto lo eran que su doctrina incluía de hecho a los animales, me refiero al
respeto que se supone merecen, algo que todavía ocho siglos después bien
podríamos calificar de “asignatura pendiente”.
La Iglesia católica (aleccionada
por el papa Inocencio III, valga la ironía nominal), que aúlla quejica en
cuanto le rozan la cara y exhibe a conveniencia un victimismo provinciano, la emprendió entonces contra
quienes más sombra podían hacerle en su reparto del botín espiritual: la
comunidad cátara. En pocas décadas arrasó sus poblados, asaltó sus
castillos y abrasó en pública pira a sus dirigentes, los Perfectos. Es así
como se cortó de raíz una vía que solo el tiempo y las circunstancias hubieran
puesto en su sitio. Disculpen mi ingenuidad, pero me dio por pensar que, de haber triunfado el espíritu
cátaro, pueda que hoy los animales no tuvieran que soportar tamaño sufrimiento.
Hay numerosas anécdotas que nos muestran bien a las claras
un incipiente y sólido animalismo; a nosotros, que creemos haberlo inventado
todo. A modo de meros ejemplos, rescatemos para la ocasión un par de historias,
por poner luz al escenario. Digamos, verbi gratia, que, conocida su querencia hacia
solidaridades parahumanas,la misma Inquisición tenía en su protocolo obligar al
sospechoso a matar a una bestia, pues la simple reticencia constituía per se clara sospecha. Así
descubrieron en efecto la condición de cátaras de dos mujeres, a quienes la
posadera dejó encargada la preparación de una gallina mientras ella se
desplazaba a la ciudad para hacer unas compras. Cuando volvió, la gallina
seguía en el corral, escarbando entusiasta, más feliz que una lombriz. La
posadera, con la mosca detrás de la oreja desde que aparecieran por la fonda,
decidió delatarlas, la muy harpía, y les tendió aquella inocente trampa.
Interpeladas sobre por qué la gallina seguía viva, las cuitadas apenas pudieron
responderle: “Nos dio pena, y fuimos incapaces de cortarle el cuello”. La miserable posadera había regresado
de la ciudad con un par de agentes de la autoridad eclesial, y rápidamente las
cátaras fueron aprehendidas sin contemplaciones. Prefirieron ser quemadas a los
pocos días en la hoguera antes que cometer sacrilegio.
También cuentan que era costumbre cátara liberar a todo animal
hallado en trampas y cepos. Mas como esta gente procuraba impartir justicia,
comprendían que la liberación del bicho provocaría un serio perjuicio al
cazador, por lo cual dejaban en el cepo las monedas oportunas, de tal suerte
que el disgusto del trampero se compensaba con los inesperados cuartos, y todos
contentos.
Tómense estos detalles como lo que son: quizá engordadas leyendas de los trovadores occitanos, que por muy cantautores que fueran necesitarían manduca y cobijo, como todo quisque. Pero quedémonos con lo esencial: que los cátaros desarrollaron hace la tira de años una notable empatía. Medieval, pero empatía. Creían de hecho a pies juntillas en la metempsicosis, es decir, en el viaje del espíritu del cuerpo muerto a otro vivo, sin que el susodicho espíritu tuviera el menor prejuicio respecto a calidades o especies. Causar daño a un animal equivalía, por tanto, a causárselo a un humano.
La edad no perdona (hablo de mí), y por ello he de
apresurarme a hollar cumbre cualquier año de estos en las ruinas del castillo
de Montsegur, el último bastión cátaro, defendido a sangre y fuego por gente
con conciencia, algo que por momentos parece escasear en estos tiempos
inciertos.
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