MUCHO IDIOTA
Ahora que lo pienso (fuera por simple desidia o por
desobediencia inconsciente, eso ya no lo sé), nunca me reivindiqué como nada,
ni me coloqué en el pecho, bien visibles, etiquetas clasificatorias. Y creo que
ello me ofrece una cierta libertad para la opinión relajada. En eso invertiré
este artículo.
No pude sino recordar la vieja canción de los
ochenta (rock radical vasco), aquella
letra contestataria que ponía a los “punkies de postal” en su sitio; y la
interpretaban ellos, fieles sirvientes de
la rama punkie más descastada.
Berreaba Evaristo a los susodichos que no le contasen la batallita de ver quién
era más punkie: “¡Mucho idiota!” Resonó en mi cabeza la letra tras escuchar
la historia de una persona, animalista desde joven (aún es ambas cosas, quede
claro), que rescató del infierno lo que pudo, fueran gatos o caballos, y trató
de ofrecerles una nueva oportunidad, que los pobres agradecieron como mejor
saben: siendo felices. Pues bien, y a lo que voy, que idiotas hay en todas
partes, no librándose de la plaga ni las ideologías más virtuosas. Sí, mucho me
temo que tampoco la animalista. Más de uno intuirá ya por dónde voy, pero
seguiré contando, para ilustrar a ingenuos y compañía.
Resulta que en cierto momento nuestra protagonista
descubre un potro (crecidito) en malas condiciones y con negro futuro, habida
cuenta del triste final de sus compañeros de manada. Con un dueño mitad cretino mitad cerril, y con la administración
bailándole el agua al cazurro, se consigue el milagro de convencer a las
autoridades para que incauten a la víctima y se la cedan a una organización
proteccionista para que esta le busque un destino digno y definitivo.
Insisto en lo del “milagro”, porque puedo
asegurarles que estas cosas no se logran con una simple llamada telefónica o
una carta certificada. Por defecto, la administración se pone de parte del
maltratador, y hay que hacer ingeniería diplomática para que la historia acabe
bien para las víctimas que antes comentaba. La frustración y el desaliento acechan tras cada gestión, y no pocas
veces resultan tristes vencedores. Aquí no hay más fórmula que armarse de
paciencia y hacer un notable trabajo, sin prisa pero sin pausa, con la
necesaria discreción pero al tiempo con la inevitable contundencia. Sin chulear
a nadie, pues ellos ostentan el poder, pero sin dejar tampoco que te tomen el
pelo, por aquello de la autoestima, que también los animalistas la tienen, solo
faltaba. Estas operaciones requieren de lo preciso de cada cosa, y hasta de
una pizquita de lameculismo, ustedes
perdonarán la grosera expresión. Todo con tal de salvar al animal de la ruina,
y de paso visibilizar el fenómeno –me refiero a la violencia institucionalizada
hacia las pobres bestias–, esa que buena parte de la sociedad sigue
desconociendo, casi siempre por pereza intelectual, y también por el consabido
egoísmo (¿acaso no son ambas caras de la misma moneda?). Para que luego vengan los animalistas idiotas de turno a tocar las
narices y sobre todo a dejar huella de un comportamiento injusto, lo último que
uno esperaría de quien se supone destina sus recursos a delatar la mayor
injusticia entre cuantas comete el humano; hablo de someter al débil, de
sojuzgarlo a sabiendas de que no puede organizarse y señalar al agresor.
Escribo “idiotas” por no escribir “miserables”, o incluso otros calificativos,
que no por más ásperos serían menos pertinentes. Porque se necesita ser muy miserable para “acusar” en las redes sociales a
quien, no contenta con descubrir el caso y hacer cumplido seguimiento del mismo
(atroces muertes incluidas, otro día se lo cuento), paga de su bolsillo el
traslado final del potro al paraíso, que allí acabó el mocetón. ¿Acusar de
qué?, se preguntarán. De provenir de una familia de carniceros. Y harán bien en
interpelarse conmigo qué demonios tiene eso que ver para la talla moral de cada
cual, siendo como es que no elegimos familia, y que aunque no sea esta la más
virtuosa del mundo sigue siendo nuestro clan, nuestra raíz, nuestra semilla. Benditos los que rectifican y optan por
otras ideas y otras prácticas; y malditos los que no saben discernir entre el
culo y las témporas, erigiéndose por derecho propio en ridículos idiotas.
Animalistas de pro según versión libre y propia (la suya), y además idiotas (esta
cosecha del autor), porque, que yo sepa, una y otra característica moral son
del todo compatibles en un mismo sujeto. Abonada esa idiocia –eso siempre–
por palmaditas complacientes de compis de grupo, o mejor diremos de secta, porque hora es de prender a cada
cosa su pertinente apelativo.
Los mesías
de nuevo cuño no contaron en el feisbuc
ese que la chica ya desataba entre lágrimas los sacos trémulos y que sacaba de
allí algún que otro conejo destinado al cachetazo. O que llegó a convencer a su
padre, a fuerza de puro discurso, que destinara un rinconcito de la carnicería
a hamburguesas vegetales (¡en el país del chuletón, superen eso!). Porque supongo que no
es necesario apuntar que la muchacha se había hecho vegetariana en medio de una
familia que vivía de los pollos rigor
mortis y de las chuletillas de cordero. Nada de eso fue contado en las
redes sociales. Es muy fácil ser animalista
naciendo en un entorno ya “convertido”, pues se viene con la sensibilidad de
serie, y hasta diríamos que uno no se ve a sí mismo como el rarito, sino que entiende que no comer
animales es lo natural, lo razonable… lo justo,
en definitiva. También conozco alguna de esas personas. Pero no me preocupan,
como es lógico, pues poco lastre suponen para la desdicha animal. Los que sí me inquietan –sí, ese es el
término– son los animalistas idiotas,
legión aunque solo fuera uno, y mucho me temo que son bastantes más. Prueba de
ello soy yo mismo, que pudiendo quedarme calladito y en casa, escribo esto y
encima lo publico.
No soy ni de lejos partidario de reconocimientos
exagerados, y menos de homenajes pomposos. Defiendo, empero, la justicia, término que debiéramos
recordar de vez en cuando desde su límpida etimología: dar a cada cual lo que
le corresponde; no más, pero sobre todo no menos. Y considero que la difamación constituye sin duda una de las
injusticias más repugnantes. Por eso deseo reconocer desde aquí el esfuerzo, a
veces heroico, de quienes han remado contra corriente para llegar a la
tranquilidad de conciencia que su cuerpo les pedía. Y mi más sincera
indiferencia a los y las idiotas que
continúan sembrando acritud allí donde menos se necesita.
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