POLIS MALOS
No soy de los que cuentan sus batallitas a las
primeras de cambio –ora durante el desayuno a comensales somnolientos, ora en
la sobremesa a familiares desconocidos–, entre otras razones porque algunas de
mis cuitas son públicas. Pero hoy toca.
Me
recuerdo esposado dentro de un furgón policial (hace de esto la tira
de años, de cuando ni tenía aún la barba semicana), tras negarme a la identificación requerida por los agentes, quienes
desde la otra punta de la concentración hicieron el recorrido con el insano propósito
de tocarme las narices. Vista su actitud provocadora y chulesca (llevaba
desde el principio desplegada toda una dotación antidisturbios, armados sus
ocupantes de fusiles lanzapelotas, ante una veintena de antitaurinos, equipados
estos con “peligrosísimos” carteles reivindicativos y en el más absoluto
silencio), mi conciencia me invitó a no colaborar, y les dije con toda la
serenidad que pude que el menda no iba a facilitarles la labor. La labor consistió en llevarme hasta la
furgoneta sí o sí: que el menda no anda, pues se le arrastra, que para eso los
polis antidisturbios no se andan con remilgos, ya se lo digo yo.
Convenientemente “acomodado” en mi asiento del coche oficial, comprobé
enseguida que no iba a hacer el viaje en solitario –imagino que quisieron
llenar el vehículo por motivos ecológicos, yo qué sé–. Al poco entró Iñigo en
similar tesitura. Su acomodo no fue tan sencillo como el mío, pues era y es
grande como un oso, y se veía que allí o sobraban piernas o faltaba coche. “Nos
van a dar hostias por un tubo”, me espetó protocolario. Yo le miré con una expresión
mitad sonrisa mitad mueca, y le dije que no exagerase, que estábamos en el
mundo civilizado y no en un país dictatorial del África profunda. Entonces Iñigo
soltó una carcajada mientras me miraba con aire paternalista: “Kepa… la policía es igual en todas partes”.
No se produjo la anunciada somanta. Quizá porque
compartimos la zona de calabozos con Inestrillas y sus secuaces, que la habían
hecho más gorda, y nosotros no pasábamos de ser al fin y al cabo un par de
jovenzuelos idealistas. Unas pocas horas en aquel diáfano agujero, sórdido pero
limpio, identificación, y a casita, que se enfría la sopa. La acusación policial aseguraba que había “intentado agredir a los
agentes de todas las formas posibles”, y que de hecho había causado
desperfectos en uno de los vehículos (adjuntaban la fotografía de una goma
fuera de sitio). Diagnóstico: desobediencia grave a la autoridad. La jueza
instructora no les debió de creer, dado que mutó el “grave” por un más
cauteloso “leve”, haciendo caso omiso al “atentado a la autoridad en grado de
tentativa” y al “deterioro del coche”. Y digo yo que si una juez no se cree ni
de lejos la versión policial redactada en el atestado, por ende considera que
sus responsables están mintiendo (¿es esto legal?), con lo que la famosa
“presunción de veracidad” que por defecto se asigna a los agentes de la
autoridad vale aquí tanto como un billete de tres euros. En el juicio no fue llamado a testificar ninguno de los polis que
intervinieron en mi detención, y ni siquiera se me solicitó que ofreciera mi
versión de los hechos. Me pregunté entonces –y me sigo preguntando ahora– para
qué demonios me hicieron perder una mañana si estaba de antemano sentenciado.
Simplemente se me condenó a pagar una multa, dos mil pelillas del ala, nada que
te arruine, desde luego, pero llegaba entonces para algún que otro capricho
gastronómico.
Lo que quiero transmitirles con esta historia es
que a fuerza de hostias –también aquellas que no nos dieron– se aprende, y me
refiero con ello a la ingenuidad de pensar que la Policía nos defiende, que
vela por nuestros intereses tanto como por los de su propia familia, o que uno
se mete por defecto a poli por querer servir a la sociedad y hacerla mejor. Hay
casos en que así es, en efecto, y yo mismo conozco de cerca algunos, que antes
que polis [buenos] son amiguetes, o precisamente por eso. Pero hace ya mucho que no me creo cuentos
edulcorados, y vivo en el convencimiento de que buena parte de las fuerzas de
seguridad se nutren de “polis malos”. Como creo que la mayoría de quienes dan
sus primeros pasos en el correspondiente cuerpo lo hacen con relativa (o
absoluta) buena fe; pero el ambiente les acaba malignizando más pronto que
tarde. A mí, con los policías, sean nacionales, autonómicos o locales,
siempre me asalta la duda de si acaso se metieron en eso por ser así, o si son
así porque se metieron en eso.
Me incoan ahora
un expediente sancionador por “intentar parar una carrera de burros, llamar
`peleles´ a los agentes, arengar a los manifestantes a la rebelión, negarme
repetidamente a ser identificado, y no sé cuántas cosas más”. Todo yo solito, que
para eso soy vasco, ante varios miles de ciudadanos y con un amplio despliegue
mediático tomando imágenes. Lo mismo que confesé al principio del artículo mis
culpas –no las que me endosaron, sino las ciertas–, les digo que las
acusaciones actuales pertenecen a la más burda fantasía, al género de la literatura delirante, y en buena medida
a la mala leche. Nada de lo que ahí pone
es ni medianamente cierto, pues los periodistas lo hubieran recogido con
profusión al día siguiente en su crónica sobre la patética carrera, y nadie
mencionó ni por asomo lo que los polis afirman en comandita. Lo que sí escribió
algún medio local fueron los calificativos de parte del público hacia mi
persona, el ya clásico y desgastado “¡hijo
de puta!”, que lo mismo vale para un árbitro que para un animalista.
Pero ellos, con el visor que les da su magnánima condición, solo constataron a
un tipo desquiciado intentando abortar la carrera y formar la de Dios es
Cristo. ¡La imaginación en el poder!
Tampoco quisiera terminar este texto en plan
abuelete contestatario (algo hay de cada cosa, también es cierto), ni con la
consabida moraleja facilona. Pero déjenme que les traslade una sugerencia con
toda seguridad innecesaria: no sean
ingenuos, o al menos no lo sean desde la estupidez de creer lo primero que les
cuentan sobre la bondad y la maldad del personal. Pues nada, queridos y
queridas lectoras, que afrontaremos con
la dignidad que el caso merece este nuevo desaguisado, ataviado en lo escénico
con distintos uniformes y números de placa, pero con los mismos protagonistas
en lo moral: polis malos.
P. D.: Cada vez que el tiempo refresca recuerdo
aquel primer episodio con la policía, cuando cierto dolor sordo aparece en mi
muñeca derecha al hacer un giro indebido. La colocación [también indebida] de
las esposas me lesionó un tendón, y con ello bregaré para los restos. Poca
cosa, no se preocupen. Imagino que algún graciosillo malicioso (¿poli malo?) estará pensando en estos
momentos: “Pues no la gires”.
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