lunes, 3 de diciembre de 2012


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CLASE TURISTA, 
CLASE INFIERNO
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Les refresco la memoria. Poco después de tomar posesión de sus asientos para la presente legislatura, sus europarlamentarias señorías votaron de forma masiva –sabido es que la unión hace la fuerza; y la desfachatez, añado yo– contra la propuesta de congelarse el sueldo, de renunciar a suculentas dietas económicas… y de rebajar la categoría del viaje en avión hasta su lugar de trabajo. Quédense con este último detalle: dijeron que nanay de la China a la Clase Turista, habiendo como hay todavía aquí castas y calidades, y antes muertos que mezclados con la chusma, gracias a la cual, por cierto, ocupan sus poltronas y se fuman sus habanos entre sesión y sesión, nunca está de más recordarlo, pues una generosa mayoría de este sagrado clan parece afectada de una amnesia repentina así que ve asegurado su puesto.

Pero pongamos las cosas en su sitio en cuanto a qué supone de verdad el desplazamiento en la mencionada categoría y en una superior, aunque nada más sea que por abonarnos a la con frecuencia poco reconocida virtud del rigor. Vale que esto no es lo que era, y que por tal se añoran las condiciones en que se volaba hace apenas unos años… pero reconózcase igualmente que todavía la comodidad entre Bruselas y Madrid, dos horas escasas, permite echarse un reparador sueñecito tras ingerir el socorrido tándem bocadillo-refresco, a una temperatura más que agradable, y con el ambiente perfumado en su justa medida. Hablo de la Clase Turista, el escalafón más básico en cuanto a glamour pasajero. Aún así, dichas condiciones distan años luz de la forma en que viajan otros pasajeros, estos durante docenas de horas, a veces días, de pie, sin la posibilidad física de recostarse a descansar, entre heces y orines –propios unos, ajenos los más–, en constante roce con sus compañeros de viaje, algunos de los cuales protestan de la mejor forma que saben: muriéndose. Y no regresan nuestros protagonistas a casa tras una agotadora jornada de trabajo, a ese hogar dulce hogar donde alguien les habrá calentado las pantuflas y preparado un reparador plato de sopa como preludio al suculento asado. Van estos desdichados al matadero, donde les espera el matarife presto a colgarlos boca abajo sin la menor consideración, apenas un segundo después de la descarga eléctrica y del cuchillo en la garganta, forman así una siniestra cadena de montaje, o mejor diremos de “desmontaje”, pues en apenas unos minutos se convierten los hasta hace poco pasajeros en una fuente de sangre que mana de su cuello, en una canal de la que se desploma en golpe seco su humeante paquete visceral, en trozos de trozos de trozos, pulcramente empaquetados con destino a las estanterías del centro comercial o de la charcutería del barrio. Poco habrá de importarle tan nimio detalle a una ternera que ya no es ternera, sino solomillo; como dejó de ser cordero el cordero para convertirse en chuletillas; como mismamente mudó en un pis-pas el gruñón cerdo en jamón y codillo. Pues convengamos en que ni solomillo ni chuletillas ni jamón ni codillo pueden ya sufrir, en calidad de cuerpos inertes, simples trozos postcadáver. Quienes sí sufrieron lo indecible durante toda su vida (¿nos llegamos a hacer una ligerísima idea de lo que debe de suponer toda una existencia de privaciones y dolor?) fueron los animales cuando aún merecían ese nombre, en vida, desde su primer hálito hasta su último estertor. Suele ser ese viaje final “coherente” colofón a una trágica experiencia vital. Porque, como ya se ha comentado, nada que pueda identificarse con el concepto de bienestar –transparente y sin dobleces en su etimología: estar bien– acontece en este definitivo tránsito. Precisamente por eso, ni que decir tiene que acortar su duración supondría por parte de quien tiene potestad para decidirlo un elemental ejercicio de humanidad, de la misma forma que negarse a ello habría de significar, en lógica consecuencia, un lamentable acto de mezquindad.

Hará bien el lector –dense ellas también por aludidas– en preguntarse qué diablos tienen que ver sus señorías europarlamentarias, aquellas que abrieron el presente artículo, con el ganado que le tomó relevo, y hará mejor el autor si ofrece a la parroquia una respuesta concisa hasta lo telegráfico: ¡todo! Porque buena parte de quienes se negaron a viajar en Clase Turista durante un par de horas –con bocadillo, refresco y temperatura regulada, recuerden–, se negaron por igual a firmar la Declaración Escrita que instaba a Consejo y Comisión a iniciar los trámites legales para limitar a un máximo de ocho horas el trayecto final del ganado camino del matadero. (Hago aquí una pausa valorativa para que digieran la doble información, que también es doble infamia, se habrán dado cuenta del detalle, perspicaces como seguro son). Tienen dichas señorías nombre y apellidos, además de muy escasa vergüenza, y pueden ser identificadas sin error posible: solo hay que bucear en la red, el ojo que todo lo ve, el dedo que todo lo señala. Algo más de trescientos caballeros y damas, representantes legítimos de la ciudadanía europea toda, fueron simplemente incapaces de estampar una humilde firma, sabiendo como sabían que con ello harían desaparecer una cantidad ingente de padecimiento gratuito a seres inocentes y por completo desarmados ante sus verdugos (¿cómo habría de defenderse un níveo corderillo; a qué armas podría recurrir un rosado lechón?). Un ejército de señorías incapaces para la compasión hacia el prójimo –lo es también el colectivo animal–, pero que se aferran histéricos a la prebenda propia, negándose a dejar su asiento de lujo para ocupar otro sencillamente cómodo.

A pesar de la criminal inacción de estos más de trescientos cincuenta miserables, la propuesta salió adelante, y supuso un histórico éxito –uno más– del Movimiento Animalista, que sigue corajudo colocando baldosas en el camino, también este un viaje, lento pero firme, hacia un mundo sin viajes Clase Infierno, sin campos de concentración, sin separación de familias… ¡Sin mataderos! Y, puestos a pedir, sin políticos farsantes y egoístas.

[*] Escribí este artículo para la revista 4Patas, la revista de ANAA (Asociación Nacional Amigos de los Animales).


© diciembre 2012

jueves, 13 de septiembre de 2012



ARMADOS DE DAGA Y ESTILETE

“Si no les gusta el Toro de la Vega, que no vengan”. Con esta elaborada sentencia filosófica sacaba pecho ante los micrófonos el valiente que lanceó a Volante, un ser derrotado de antemano, que no pretendía con su alocada carrera sino encontrar la salida hacia la dehesa, su casa de toda la vida, y con toda probabilidad hasta pueda ser que soñara la noche anterior con reencontrar a amigos toros y a colegas humanos, pues desde siempre existieron casos de dramática complicidad entre víctimas y verdugos, ingenuos aquellos, perversos estos.

Pues eso, que dice el chavalote de La Seca que a quien no le guste, que no vaya. Sergio, querido… está claro que no has entendido nada, ni lo más elemental entre lo básico. En el caso que nos ocupa, y que no es otro que una ejecución sumaria y tumultuosa, hay que ir precisa y particularmente a Tordesillas porque no gusta. Hay que ir allí para deciros a un palmo de la cara lo que sois: unos desalmados, unos palurdos iletrados, unos criminales impúdicos. Pero sobre todo unos pobres infelices. Lo decía el corresponsal de un periódico extranjero –no recuerdo cuál ni de dónde– cuando le preguntaban sobre sus sensaciones durante la pasada edición, que se vio obligado a apreciar in situ por cuestiones de trabajo. “Gente triste –resumía–; me pareció una fiesta muy triste con gente aún más triste. No parecía una fiesta. La masa me transmitió una sensación desasosegante, parecía que todos estaban cabreados”. Bueno, supongo que es una forma de expresarlo: la suya, para más señas, personal e intransferible, como de hecho lo son todas. Pero digo yo que el más triste y perturbado entre todos sería Afligido –escrito con jota en el programa oficial de fiestas, no les miento– el reo precondenado de hace un año. A mí, que la gente esté apenada o exultante en semejante chacinería me la trae un poco al pairo, pues el resultado viene a ser el mismo: la agresión y muerte de un inocente. Pero quizá la cosa tenga su recorrido en el particular campo de la antropología social, y hasta de la psicopatología. Si uno asiste [forzado] a un festejo coral y se lleva la nítida sensación de que los participantes tenían cara de vinagre, algo no cuadra: o el observante percibió errada la realidad, o necesitan los lugareños tratamiento de choque urgente.

Sergio se trasladó desde una vecina localidad para participar en el torneo, sobre el que me juego lo que quieran a que no sabe ni cuándo comenzó ni por qué, ni rábanos que le importa. Pero es lo mismo, porque sabido es que estas cosas vienen de muy antiguo, de cuando la Edad Media, y siendo así, no puede permitirse que tradiciones tan añejas se mustien y acaben por desaparecer. Lo del valor intrínseco de lo antiguo adquiere en ciertas mentes una consideración extraña, por cuanto selectiva. Son capaces estos personajes de echarse a llorar de emoción (“¡Es que no se puede expresar con palabras!”; ¿les suena de algo?) por lo antiquísimo del evento mientras encienden en su casa el aire acondicionado y se acercan en buga de última gama a comprar tabaco al estanco de la esquina, al tiempo que hablan por el aifon (sic) con Zutano y Menganito, ardientes defensores por igual estos de las más añosas costumbres, pero aferrados como lapas a la buena vida moderna. Nada nuevo bajo el sol. Muchachotes así se quedarían en simples caraduras si no fuera porque llegan a íntegros sinvergüenzas. “Al que no le guste, que no venga”. ¡Valiente sandez! Me la juego de nuevo, y advino esta vez a nuestro protagonista confesándose lector empedernido –del diario Marca–, y apuntando a un tal Ronaldo como su personaje histórico favorito. Le dan a uno entonces ganas de empezar con el rollo ese de que cuando hay víctimas inocentes que sufren la violencia gratuita y unilateral de agentes morales no cabe reducir el debate a una cuestión de gustos entre partidarios y detractores, como si la víctima principal no existiera, o fuese esta un mero elemento de atrezzo en el polvoriento pinar. Antes que a cualquier otro actor, habría que preguntarle a él, al torito aterrado, y fiarnos de sus ojazos de cristal, donde todavía se refleja su querida encina, a la que ya nunca volverá. Pero mucho me temo que con tales aguerridos lanceros no valen de mucho ni silogismos ni metáforas. Lo único que estos ciudadanos entienden es la hostia en la cara. Que se presenten en su domicilio un grupo de jovencitos con nocturnidad y alevosía, armados de daga y estilete, y que le hagan ver en rápida y práctica lección que no está ni medio bien andar por ahí acuchillando el costado de animales que no le han hecho a uno nada. Que le espeten los visitantes entonces bien clarito, para que lo entienda hasta él, que allí solo están quienes gustan de la didáctica domiciliaria, y que los demás se quedaron en casa. “Al que no le guste, que no venga”.

¿De dónde salen estos individuos? ¿De dónde demonios surgen semejantes seres, capaces lo mismo de atravesar el corazón de Volante que de abatir a tiros una alondra en pleno canto? ¿Qué estamos haciendo mal para que siga habiendo, en pleno siglo XXI y en la ínclita Europa, sujetos como Sergio? A veces me da por pensar que lo peor de nuestra culpa pasa por quedarnos en casa, en lugar de ir a Tordesillas cada septiembre. Me percibo ahora por completo fracasado desde mi humilde condición de escritor amateur al no saber contestar con una mínima solvencia estas y otras similares preguntas. Pero, créanme, la fórmula didáctica antes apuntada, por fea y desagradable que resulte, es la única que aprecio eficaz en estos momentos para meterles en el cerebro a estos gañanes la idea de la empatía, y evitarles así la azarosa tarea de consultar el diccionario.


[*] Sugiero una rápida visita a este mismo artículo en Allegramag, donde se exponen algunas imágenes más de tan aguerrido mozo castellano.


© septiembre 2012

viernes, 13 de julio de 2012




EL SÁNDWICH

[…]

–¿Y eso? –el joven señala un cubo de plástico que contiene algo de líquido, apenas un dedo de agua, donde luchan por respirar dos o tres pececillos. Arquean sus cuerpos, desesperados, y dan bocanadas aquí y allá sin entender qué sucede y por qué se les va la vida por momentos.
–¿Eso? Morralla. No hay más que morralla. Aquí he pescado yo barbos así –exagera con las manos, indicando el tamaño–. Ahora, esta mierda es lo que queda –indica con desprecio el contenido del cubo.
–Ya. Pero bueno, entonces ¿para qué los tiene usted ahí, agonizando? Estos yo creo que no son ni del tamaño mínimo ese que exigen, ¿no?
–Ah, ni idea si son del tamaño o no. Yo vengo a echar la mañana, a pasar un rato; no me voy a traer el metro para medirlos, como usted comprenderá. Pero vamos, que yo con esto no aparezco en casa. Para hacer el ridículo, para eso no madrugo yo…
–O sea, que ahora los devuelve al río… Se ve que están agobiados, los pobres, ahí casi sin agua… –el joven trata infructuosamente de hacer ver al pescador que no tiene demasiado sentido hacer pasar un mal rato a los peces si enseguida los va a liberar.
–Más agobiado estoy yo, que me voy de vacío… –el hombre se centra en su propia desgracia, y no confirma que los vaya a soltar.
–Entonces ahora los echa de nuevo al agua…
–¡Joder con que los eche al agua…! –eleva el tono de la voz y la hace más agria–. ¿Pero usted qué es, un ecologista de esos que van salvando animalitos por ahí, o qué…?
–No, no soy un ecologista de esos, pero es que me angustia un poco verlos ahí ahogándose, y como dice usted que no se los piensa llevar a casa, no sé… ¿Qué va a hacer con ellos?
–Pues sí que es usted sensible. A mí me preocupan más los problemas de las personas, qué quiere que le diga, eso es lo que tendría que angustiarnos –saca a colación sin venir a cuento lo del sufrimiento de las personas–. Pues ahora cuando me vaya los echo ahí en esos matojos y listo –explica en tono desafiante, como dejando caer un ¿piensa usted hacer algo para impedirlo?–. Si quiere les doy una tapita de jamón serrano, para que almuercen, ¡no te digo!… –se mofa ahora de la sensibilidad que muestra el joven hacia los peces. A éste no le gusta su actitud, pero no se lo expresa con gestos. Decide dejar a un lado su preocupación por los pececillos agonizantes.
–Hablando de almorzar, creo que ya es la hora. Venía por el camino pensando en los sándwiches, precisamente –el joven se descuelga la mochila que lleva a la espalda, la planta sobre el suelo con un ruido sordo y comienza a quitar las correas. La abre y extrae unos paquetitos cuadrados–. ¿Le apetece uno? Si no le molesta, almuerzo aquí, con usted…
–A mí qué me va a molestar, hombre, la compañía siempre es bienvenida. Y si te invitan, pues ya ni te cuento –el hombre ríe su propia gracia–. Mira, yo almuerzo hoy no me he traído, porque pensaba ir recogiendo ya, pero vamos, que me quedo un ratito más si es por eso.
–¿Le gusta este? –le muestra uno de los sándwiches, envuelto en un fino plástico transparente.
–A mí me da igual. Venga ese mismo. Encima de convidado, no voy a exigir. Le advierto que yo soy más de bocadillo de chorizo; esto de los sangüis, o como se llamen, es comida de chavales, así como usted; nosotros somos más de bocadillos, de “bocatas” –ríe de nuevo, queriendo demostrarle que conoce el lenguaje de los jóvenes, que es un tipo moderno a pesar de sus sesenta y uno y de llevar jubilado casi tres–. ¿De qué es?
–Vegetal.
–Ya… –el hombre deja escapar una mueca, si no de medio disgusto al menos de decepción–. ¿Usted qué es, herbívoro?
–¿Vegetariano? No, no soy vegetariano, pero me gustan éstos de lechuga, tomate, patata cocida y aguacate.
Al pescador le parece el sándwich más raro del mundo. Lo de la lechuga y el tomate le suena normal, compatible, pero en ensalada, no entre pan y pan. Y ya lo de la patata cocida como que le desubica por completo. Aguacate le suena a herramienta, no consigue vincularlo con nada comestible.
–Vegetariano, eso quería decir. Venga pacá ese sangüis, que me ha abierto el apetito la conversación. Yo no puedo ofrecerle nada, a no ser que quiera un trago de vino, aunque le advierto que está ya un poquito caliente. Lo he traído envuelto en una servilleta mojada, pero desde esta mañana, ya me contará…
–Sí, no se preocupe, se lo acepto. Gracias.
–¿Usted no pesca?

[…]



[*] Este texto es un extracto breve del relato que lleva por título EL SÁNDWICH, uno de los veinticinco que conforman ESTIGMA, mi segundo libro, a través del cual abordo –con una generosa dosis de humor– algunas de las cuestiones esenciales de la vida, cuales son el amor, el odio, la mentira, la solidaridad, la desgracia… ¡y, por supuesto, la defensa de los animales! Cada relato está presidido por un bello dibujo de mi amiga Carme Fitó, antropóloga catalana y animalista convencida.


© julio 2012

miércoles, 4 de julio de 2012




HIPÓTESIS

Habrá pocas dudas de que los Sanfermines encarnan, como pocas, la idea del jolgorio desatado y de fiesta popular. Llegado el momento –el ecuador de cada seis de julio, ni antes ni después–, la masa humana enloquece y comienza a pegar brincos en inequívoca muestra de disfrute colectivo. Cosa lógica –lo de la locura coral, digo–, si se piensa que para tal fin se inventó la fiesta, y que casi cincuenta y un semanas esperando son muchas semanas como para que, dada la hora, la gente se tome el chupinazo como una llamada a maitines.

Pero hete aquí que, conocido el caldo nutricio de la fiesta, a uno le da por pensar que a buen seguro la celebración no lo es para todos, al menos no para los animales obligados a correr por las calles empedradas, ni aún menos para esos mismos animales que, olvidada ya la absurda carrera a ninguna parte, serán ejecutados en pocas horas sin un mísero juicio sumario que maquille tan nauseabundo crimen.

Siempre consideré que, entre todas las formas de violencia que los seres humanos ejercemos sobre los demás animales, son las más perversas aquellas en que el maltrato se produce de forma pública; y con toda probabilidad, el hecho de que estén auspiciadas por la Administración, el poder político y hasta el mediático, agrava considerablemente el panorama. Por otro lado, atisbo que, mientras algunas de dichas agresiones son percibidas como tales por la opinión pública (las corridas de toros, por ejemplo), otras se digieren como tradiciones inocuas, por la trivial razón de que no se perfora el cuerpo de las víctimas con objetos metálicos. Me refiero con ello, naturalmente, a los encierros en todas sus versiones, presididos por los que tienen lugar durante los sacrosantos Sanfermines.

El lenguaje pretendidamente culto y rebuscado al que se recurre para hacer referencia a las corridas de toros ayuda a enmascarar su verdadera naturaleza. Pero, a pesar de todo el perfume desplegado, la tauromaquia hiede. Porque al final, lo que queda, por encima de la mística palurda y de las posturitas sobreactuadas, no es más que un reguero de cuajarones humeantes y de bramidos de dolor. Resulta hastiante tener que recordar de nuevo que son toros y caballos (estos, los grandes olvidados de semejantes linchamientos públicos) sujetos sensibles al sufrimiento, de similar manera que pueda serlo usted mismo. Todos los mamíferos estamos dotados de un sistema nervioso y de una estructura emocional en lo esencial idénticos, por lo que agredir a un hombre o a una mujer no es necesariamente peor que hacer lo mismo con cualquier otro animal, sea toro o caballo. Y no está de más traer a colación la obviedad de que una sociedad que legitima realidades como la tauromaquia tendrá por fuerza serias dificultades argumentales para condenar otras variantes de violencia unilateral, como pudieran serlo las de carácter ideológico.

Vivimos tiempos de esperanza (que sea esta lo último, en el fatídico caso de perderla; lleva razón el refrán), con algunos logros palpables como el de Cataluña, a los que sin duda seguirán otros a corto y medio plazo, porque la ética, tozuda como es, solo tiene un camino. Pero ¿qué pasa con los encierros? No son pocos quienes muestran una siniestra doble cara al condenar sin paliativos la clásica corrida mientras prefiere pasar de puntillas por otras formas de diversión popular, o aun apoyarlas sin reservas. La fascinación estética (tonto eufemismo para “morbosa”) que la mayoría de la gente siente hacia los encierros impide una reflexión objetiva y rigurosa sobre las consecuencias que tienen estos para sus verdaderas víctimas: los toros. Si hiciéramos un esfuerzo mental para ponernos en su lugar, comprobaríamos que el auténtico sufrimiento comienza cuando son raptados de la dehesa, el único entorno que conocen. Allí dejan a sus compañeros de manada (en un ámbito humano los llamaríamos “amigos”, como si la amistad no existiera más allá de nuestra especie) y todo cuanto constituye toda su referencia biográfica. El traslado a cientos de kilómetros constituye siempre para ellos una experiencia traumática, por su incapacidad para comprender lo que sucede. El estrés severo que padecen les hace perder kilos de peso, y cada año se producen varios casos de muerte por colapso. Ya en el escenario del encierro, todo está concebido para que los animales corran, y que lo hagan además en el sentido que sus promotores desean. El asfalto constituye para ellos una auténtica tortura añadida, que les genera una constante desagradable sensación de inseguridad. Son frecuentes las caídas, así como los golpes contra las vallas en los bruscos cambios del recorrido. El hecho de no poder refugiarse de quienes les hostigan supone un elemento más de frustración para ellos. Digámoslo alto y claro: los encierros más famosos del mundo, los de Pamplona, son una burda agresión gratuita a seres por naturaleza pacíficos y huidizos, de tal forma que ni la tradición ni la aceptación secular pueden legitimar lo que no pasa de ser sino una burda canallada.

La [oscura, o mejor diremos “oscurecida”] realidad es que los pobres morlacos se muestran aterrorizados ante una multitud hostil, que les acosa con su sola presencia, más si esa horda vociferante está dispuesta a lo que sea para que el guión se cumpla. Es por ello que, en lugar de atacar a sus agresores, tratan de permanecen juntos con el único fin de encontrar así un contacto físico de efecto tranquilizante. Y aquí comienzan de súbito las hipótesis. ¿Nunca pensaron ustedes en por qué concreta razón no decide en cada encierro un toro “tomarse la justicia por su mano” y arremeter contra la masa? Serían suficientes un par de minutos de gestionada furia para ensartar a una docena de corredores y acabar con ellos. ¿Qué sucedería si durante cada encierro de Pamplona un toro diese muerte a ocho o diez participantes? ¿De qué se alimentan los encierros en general, sino de esa “desconcertante” bondad bovina?
Como tampoco nadie parece reflexionar sobre por qué corren los toros por las calles, cuando ninguno lo hace desbocado durante varios minutos en su medio natural… ¡salvo que este muerto de miedo! Puestos a establecer hipótesis, ahí va otra: ¿qué pasaría si la manada completa de toros y cabestros decidiera “plantarse”? Sí, imagínense la escena: lanzado el cohete, el portón se abre, y el grupo avanza pausado hacia la cuesta, para, apenas recorridos unos metros, tumbarse en comandita y sestear sin prisa, que la fiesta también es relajo y distracción… ¿Tienen ya fijado en la retina el espectáculo? ¿Cómo se convence a trece astados –en lotes individuales de seiscientos kilos– de que no responde eso al protocolo? Imposible denunciarles ante la Magistratura de Trabajo, pues no hay contrato firmado que valga. ¿Acabaría por intervenir la Guardia Civil para, tras ser convenientemente ametrallados los rebeldes astados, despejar la calle? ¿Y si al día siguiente sucediera otro tanto?

Yo sé que son días de juerga y diversión, acaso impropios como tales para la hipótesis filosófica… Pero lo que más angustia me produce es pensar que, cuando se dé cerrojazo a la fiesta, una dramática mayoría continuaremos en la más absoluta inopia moral. Hasta el ecuador justo del próximo seis de julio.




[*] Este texto tiene su origen en el que tuve ocasión de redactar para una campaña de concienciación, de la mano de la Asociación para un Trato Ético con los Animales (ATEA), hace de esto ya algunos años. Titulamos a la campaña POR UNOS SANFERMINES SIN VIOLENCIA HACIA LOS ANIMALES, y con toda probabilidad supuso el preludio de la peregrinación anual que distintos colectivos animalistas emprenden hacia la capital navarra iniciado julio, con la sana intención de denunciar ese “lado oscuro” de la mundialmente famosa fiesta, pues se nutre esta de sangre y dolor ajeno, con lo que no merece desde luego tan lúdico apelativo.




© julio 2012

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jueves, 7 de junio de 2012




QUE VEINTE AÑOS

NO ES NADA…

Afirma el popular tango que veinte años no es nada, y apunto yo que, según para qué, veinte años es toda una vida, o cientos, y seguro que miles en el caso que nos ocupa. Vayan pues por delante mis sinceras felicitaciones para el grupo humano que conforma ANAA (y aún mayores parabienes para sus representados peludos), algunos de cuyos miembros apenas conozco de un par de encuentros y el intercambio de unos pocos correos electrónicos, superficial relación, como se ve, consecuencia lógica, supongo, de mi timidez y de su discreción. Siendo veinte años una más que generosa mochila de vivencias para cualquiera que vea pasar la vida desde su espíritu anodino –una deprimente mayoría en esta sociedad, no nos llevemos a engaño–, imagino lo que supondrán si se emplea todo ese tiempo en ayudar a los demás, que “los demás” son sin duda perros, gatos, caballos, y otros amigos “menores” de la casta roedora, a quienes estos hombres y mujeres rescataron del infierno y les acabaron ofreciendo el paraíso, pues son por lo general chuchos y mininos tipos bien conformistas en dicho aspecto: no necesitan ellos sino un hogar confortable, una familia, y un hoy calcado del ayer que promete un idéntico mañana. Fiel ejemplo de que la felicidad anida tras cualquier esquina y que no necesita de sofisticadas recetas. Y, a pesar de la evidencia, nos permitimos el lujo los humanos de seguir sin aprender la lección…

Pero lleva por título esta sección un poco amistoso Denunciamos, y se me ocurre que, puestos a ello, podríamos reflexionar juntos sobre la imagen que se han labrado los defensores de los animales en esta sociedad marcada por el egoísmo y la banalidad moral, una comunidad atestada de gente y donde escasean sin embargo las personas, entiéndase la metáfora. Pesa como una losa a los desdichados animales la herencia milenaria que coloca a los humanos –como si acaso no tuviéramos nada que ver nosotros en el guión– en el centro del universo, ocupando ellos, sumisos, las zonas periféricas de la instantánea, reducidos a la categoría de mero atrezzo, los animales todos a nuestra entera disposición, que bien claro lo dejan ciertos sagrados textos, atribuidos por más señas al Altísimo, cuando toda la pinta tienen de haber sido pergeñados en pérfida comandita por los “bajísimos”. Están los animales colocados ahí para nuestro uso y disfrute desde que el tiempo es tiempo, como productos de saldo en una estantería, y el simple cuestionamiento de tal disposición se convierte en herejía, la misma que otrora se saldaba con la cremación pública del osado pecador. Algo hemos ganado con el paso del tiempo, no seré yo quien lo niegue, pero uno, descreído por naturaleza, sigue advirtiendo –en la sociedad en general y en las instituciones públicas en particular– una Inquisición encubierta, convenientemente maquillada –eso siempre– por expresiones edulcorantes como Democracia y Estado de derecho, lo que son las cosas y la ingeniería ideológica… Se abre camino el Animalismo a base de inusitado esfuerzo y todavía mayor coraje de sus miembros, verdaderos protagonistas de esta descomunal empresa, seres anónimos cuya máxima satisfacción supone ver cómo este o aquel animal, que llegó arrastrándose al refugio, sale de él apenas unos meses después dando saltos de alegría, acompañando a su nuevo y definitivo clan. No creo que haya atisbo de efectismo gratuito en la etiqueta elegida –“descomunal”– para calificar la tarea, por cuanto nos enfrentamos a un reto tan arduo como mutar la mentalidad social. ¡Casi nada! No conoce este humilde escritor mayor acto revolucionario.

Con cuantas luminosas excepciones procedan, continúa la Administración percibiendo en el Movimiento de Defensa Animal al enemigo, si no a abatir, al menos a combatir. (De similar forma se percibió en otra no tan lejana época al Movimiento Feminista o al Movimiento de Liberación Racial; cuestión de colores, cuestión de sexos, cuestión de derechos y de justas reivindicaciones, al fin y al cabo). Es así que la formulación de una “sencilla” denuncia puede convertirse y de hecho se convierte a menudo en auténtica pesadilla, a pesar de que los innumerables textos legales proteccionistas que inundan este bendito país debieran erigirse en santo y seña de la solidaridad bien entendida ante las autoridades, siendo como es la sociedad civil quien asume una labor que corresponde de facto al poder establecido, díganme si estoy diciendo algo extraño. Se comprueba con desolación que la misma entidad administrativa que se coloca medallas cuando aprueba un texto –siempre tras ímprobos esfuerzos de los diferentes colectivos sociales, subrayemos el detalle– se encarga luego de driblarla, y en cuanto puede hasta de ningunearla. Sin pretender que se regale nada a nadie, entiendo que en el ayuntamiento, en la diputación, en el gobierno autónomo de turno, deberían extender una alfombra roja y tener a punto una bandeja de humeantes canapés cada vez que aparece por la puerta un animalista, pues son ellos y ellas quienes se dejan la piel por un objetivo tan loable como cumplir la ley. Lejos de ser así, las más de las veces son percibidos como “sospechosos”, cuando no como “tocanarices”. Lo único que avala a la Administración en esta lid es el poder que ostenta, sabiéndose ella muy superior en recursos, y sucede que casi siempre la derrota animalista viene de la mano de la desazón y del hartazgo. ¿De verdad creemos que no es esto una forma de violencia soterrada? Resulta simplemente indignante constatar que habitamos en efecto un país donde a la Administración que todos financiamos le resulta con mucho más fácil ignorar la norma que a la sociedad hacer que se cumpla. ¡El mundo al revés!

Acude de nuevo a mi cabeza el estribillo del tango, repite como un soniquete que veinte años no es nada, y merece de nuevo ser contradicho cuando de practicar la solidaridad se trata, particular campo del ejercicio empático en el que hasta un segundo puede cambiar la vida de alguien para siempre, cuánto más han de aportar dos largas décadas, hagan cuentas. Aunque intuyo que –por fortuna– no necesitan estos amigos palabras de aliento, mucho ánimo en este comienzo de los siguientes veinte…






[*] Acaba de publicarse este artículo en el último número de la revista 4PATAS, que edita la Asociación Nacional Amigos de los Animales (ANAA). Pretendo con el texto, además de a ellas mismas (abrumadora mayoría femenina, es lo que hay) por su vigésimo cumpleaños como entidad, rendir un sincero homenaje a todas esas personas que sacrifican parte de su vida (familia, dinero, y en según qué casos hasta imagen social) por algo que seguro no tiene precio: la solidaridad hacia el desheredado. Y con ellas pretendo disfrutar de una jornada (domingo 17 de junio, XVI Concurso de Perros sin Raza) que, en mi caso particular, asumo como un chute de optimismo anual después de tanta mierda digerida a lo largo de la temporada. Siendo que las imágenes que ilustran este texto fueron tomadas durante la edición pasada, no hay excusa para perderse esta. ¡NOS VEMOS ALLÍ!






© junio de 2012



viernes, 11 de mayo de 2012



ZOOTERAPIA

La utilización de animales en determinados tipos de terapia asistida –conocida con el sobrenombre de zooterapia– es una técnica paliativa que ha experimentado un gran desarrollo en las últimas décadas, al constatarse que mejora de forma notable algunos parámetros de ciertos enfermos y discapacitados. Entre otros progresos, pueden citarse una reducción en la presión arterial de pacientes hipertensos, aumento de la autoestima en procesos depresivos, o un mayor deseo de comunicarse en casos de autismo. Y parece que fomenta asimismo el sentido de la responsabilidad en personas con problemas de relación. En general, se observan cambios emocionales importantes que ayudan al organismo a reforzar sus defensas y contribuyen de manera significativa a lograr un estado de bienestar general. Así relatado, parece poco procedente emitir un juicio crítico sobre tales prácticas.
Pero existen dudas razonables de que todo sea tan idílico, pues no parece tan probado que este tipo de técnicas sean del todo inocuas para sus protagonistas animales. Por lo general, el concepto del que se nutren las distintas terapias donde los animales juegan algún papel es el de ver al animal como una herramienta de trabajo: el medio para un fin, en definitiva. Es por ello que debe examinarse el fenómeno desde la piel de quienes no tienen opción de elegir.

Se hace participar a animales en programas de reinserción social dirigidos a reclusos. Para ello, se han empleado sobre todo cachorros de perro, pues se asume que su cuidado estimula el deseo de superación de los condenados, al tiempo que desarrolla en ellos valores como la capacidad de gestión, el sentido de la responsabilidad y la autodisciplina. No suele informarse, sin embargo, de los fracasos en las terapias. Y el “fracaso” en una de estas situaciones puede significar en la práctica algo tan brutal como que el joven paciente estampe al perrito contra la pared para mostrar su disconformidad a los promotores de la iniciativa. Ello no va a aumentar su condena, y se reflejará en el informe apenas con un breve comentario. Se procede al reemplazo del animal, y listo. Casos similares pueden suceder (y de hecho suceden) con cierta frecuencia, por lo que no se trata de incidentes ficticios inventados para la ocasión. Las publicaciones especializadas no hacen especial mención de los citados “fracasos”, primero porque los asumen como “parte de la casuística”, y segundo porque no contribuyen demasiado a fomentar esa imagen amable que desean sus responsables.
Pero incluso el animal puede verse claramente perjudicado aunque no sea víctima de la violencia directa de los pacientes. ¿Qué sucede con aquellos que se encuentran colaborando en el marco de un programa y que ofrecen problemas en un momento dado? Los animales no son autómatas, y el conejo o el perro más paciente puede en cierto momento expresar su disgusto por el agobio al que está siendo sometido, con un pequeño mordisco o un simple gruñido. Aunque la lesión no tenga especial importancia, la sobreprotección a los pacientes hará que el animal sea retirado de inmediato, y a partir de ese momento tendrá un futuro más que incierto. Los programas son muy costosos, y una parte significativa se va en la manutención y entrenamiento de sus protagonistas no humanos. Desde una perspectiva práctica, no tiene sentido mantener animales que se han mostrado problemáticos en algún grado, pues la propia Administración exige un trato exquisito a los enfermos.
En ciertas residencias para ancianos, o en hospitales, se mantienen animales de compañía como parte de terapias orientadas a combatir cuadros de soledad o depresión. Algunas sociedades protectoras han denunciado el deseo de los responsables del centro de deshacerse de ciertos animales que han crecido y envejecido en el centro, para al parecer evitar todos los inconvenientes que implica la última etapa de su vida. Visto desde un plano puramente médico –sin dejar que las emociones y la debida consideración interfieran–, puede ser contraproducente que residentes a los que se ofrece un perro joven para darles esperanzas constaten día a día el deterioro físico del animal al que tantas veces han acariciado, por lo que es fácil adivinar que la presencia de animales viejos en determinados entornos puede acabar consiguiendo el efecto contrario al pretendido. Ni que decir tiene que desprenderse de un animal justo en el momento en que necesita más ayuda de los humanos supone una canallada inaceptable.

Algunos de los animales usados en terapias de grupo, como es el caso de los centros de atención y recuperación de disminuidos físicos y psíquicos, son sacados del albergue para animales abandonados, con lo que en apariencia se está favoreciendo a unos y otros. El problema está en que los animales siguen sin tener un dueño, entre otras cosas porque muchas administraciones no permiten su adopción legal. Ello hace que estos se encuentren en un permanente estado de indefensión ante cualquier eventualidad, como pueda ser el cierre del centro, un cambio en la política sanitaria o el desencadenamiento de algún conflicto puntual. En tal caso, el perro de turno es de inmediato devuelto al albergue, con la mácula añadida de su paso por un programa donde no respondió a las expectativas depositadas en él. Toda esta realidad podría mejorar ostensiblemente si se llegara a acuerdos con los posibles adoptantes, incluyendo en la cláusula la obligación de participar en según qué programas, pero también el derecho del tutor o tutora del animal a retirarlo de la terapia si considera que el animal no está recibiendo el trato adecuado. Porque –digámoslo ya– la zooterapia puede de hecho ser beneficiosa para todas las partes, si se gestiona desde una concepción de respeto global. En realidad, la terapia con animales solo es defendible cuando queda completamente garantizada la seguridad y el futuro de estos, aun en el caso de que surjan problemas y el programa sufra variaciones.

Considero que un buen ejemplo de lo que acabo de mencionar es la iniciativa que la SOCIEDAD PROTECTORA DE ANIMALES Y PLANTAS DE ALCOY (Alicante) viene desarrollando en torno a este interesante campo. Me cuentan que en los talleres nadie “usa” a nadie –o pudiera decirse que todas las partes se “usan” entre sí, lo cual no resulta necesariamente gravoso para ninguna de ellas–, siendo así que, en el peor de los casos, no hay damnificados, y es muy probable que encuentren alivio a sus dolencias los unos, e incluso una familia definitiva los otros. ¿Hay quien dé más? Creo que l@s compañer@s de la SPAP de Alcoy han sabido comprender este particular escenario, y a partir de ahí han diseñado unos más que seductores cursos, el próximo de los cuales tendrá lugar durante los primeros días de junio, con el lustroso nombre de I FORO NACIONAL DE TERAPIA Y EDUCACIÓN ASISTIDA CON ANIMALES EN CONTEXTOS DE PROTECCIÓN ANIMAL. Es por ello que deseo trasladarles mi público reconocimiento por desarrollar una labor tan completa y gratificante. ¡ENHORABUENA!





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jueves, 3 de mayo de 2012



CUÁNTOS

Con el siempre loable objetivo de que no se empañe la sana alegría deportiva y de que no torne el entusiasmo en disgusto, advierten las autoridades competentes a las fogosas aficiones que observen extremo cuidado con los perros de la calle. Cuentan las crónicas que hay más de cien mil deambulando por las calles de Bucarest en busca de alimento y refugio. Son cazados mediante métodos inmisericordes, como corresponde a la ética local, y los eliminan en masa, cual si fueran judíos y gitanos en época no tan lejana. De hecho –y en este punto la amargura se vuelve trágica–, hay entre los gestores que ordenan despejar las calles de morralla canina, hay, digo, judíos y gitanos, descendientes directos de aquellos que fueron gaseados en grupos de a veinte aún no hace ni un siglo. Es así que parece que no hayamos aprendido de los errores, y aún menos parecemos dispuestos a ceder un ápice en nuestro adobado egoísmo.
Reitero la impresionante cifra: cien mil. Cien mil almas en pena que no tendrán la menor oportunidad de conocer el calor de un hogar, la dulce sensación de pertenecer a un clan que vela por tus intereses, y a quien a tu vez cuidar. Cien mil fantasmas que enseñan los dientes al primer humano que se cruce en su camino, porque saben que nada sino sufrimiento y dolor puede venir de los monos bípedos, bien lo padecen a diario. Como a diario vienen al infierno –nacen– cientos de cachorros en las calles de la capital rumana, ángeles desvalidos que rápidamente se percatan de que, o muerdes, o vas al hoyo, y peor aún: de que irás al hoyo muerdas o no, porque eres perro callejero. Si basta con ser judío para que vean algunos francotiradores en ti perfecta diana, ¿no habrá de suceder otro tanto si eres chucho sarnoso?

Cuentan las crónicas que se gestó la actual plaga perruna allá por la pasada década de los ochenta, cuando el dictador Ceaucescu dictó la prohibición de animales de compañía en los hogares. ¿Oyeron ustedes algo al respecto entonces? ¿Tuvieron noticia de la situación durante estos últimos veinticinco años? Ha tenido que ser un evento deportivo el que destape la tragedia, y me refiero con ello naturalmente a la que padecen cien mil desgraciados vagabundos en su drama cotidiano, no al mal gesto que pudiera regalarle uno solo de ellos al aficionado, pertrechado este de bufanda y banderín, exclusivos ambos para tan magno acontecimiento.

Cien mil perros se buscan la vida a diario en las tristes calles de Bucarest, no hallando sino hambre, muerte y desprecio. Y me pregunto ahora sobre otra cifra, la de aficionados que se van a dejar una pasta en viaje, entrada y pernocta para ver al equipo de sus amores en tan histórica cita, todo muy lícito y comprensible, no seré yo quien me oponga a que cada cual se gaste los cuartos en lo que estime oportuno. Pero aparco la corrección política de golpe y porrazo, para interpelarme sobre cuántos de ellos –sigo con los hinchas y forofos– abonan una cuota a la organización solidaria de turno, oriente su labor a niños africanos o canes rumanos, qué más dará si de ayudar al paria se trata. Cuántos entre ellos y ellas están dispuestos a pasarse varios días acampados sobre el asfalto urbano por conseguir una entrada, cuántos se lanzan a la adquisición de la camiseta oficial (omito el precio), grabada esta con la histórica fecha. Porque sabido es que los desvelos de una generosa mayoría de aficionados empiezan y acaban donde lo hace su club del alma, pues supone para estos un gol a favor el mayor júbilo, como un penalti en contra la mayor desdicha. Quisiera conocer cuántos de entre quienes se desplazarán al otro extremo de Europa en avión, en coche, en tren –los habrá quienes optarán por el siempre ecológico monopatín, todo con tal de protagonizar una contraportada en el periódico local, lo más de lo más–, cuántos destinan siquiera una décima parte de ese tiempo y dinero a su cuota solidaria. Sería esta sin duda una buena excusa para la consabida y popular encuesta. Pero todo apunta a que tienen en cartera las empresas de opinión temas mucho más profundos y originales: intención de voto, valoración ciudadana de las distintas castas sociales, o mismamente quién se llevará las finales futboleras que nos regala cada florido y hermoso mayo. Consciente de que nadie osará publicar el presente artículo –se erige la opinión indebida en moderna herejía, y no escasean en tan siniestro escenario ciertos oscuros Torquemadas a sueldo, desde ampulosos responsables de sección a becarias de nuevo cuño–, me interpelo sobre esta íntima y dolorosa cuestión: ¿Cuántos? Dicho lo cual, que gane el mejor.


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jueves, 19 de abril de 2012




ESTIMADO SEÑOR

Att. Sr. D. Juan Carlos de Borbón
Palacio de La Zarzuela
28071 MADRID

Vitoria-Gasteiz, 18 de abril de 2012


Estimado Señor:

Me dirijo a usted en calidad de representante de la Asociación para un Trato Ético con los Animales (ATEA), entidad que, como su propio nombre indica, orienta su actividad a la lucha contra cualquier forma de violencia, abuso o explotación injustificada de la que puedan ser objeto los animales en nuestra sociedad.

En tal sentido, deseo hacerle llegar algunas reflexiones que a buen seguro serán de su interés, habida cuenta del cargo que ocupa en estos momentos. En concreto, quisiéramos trasladarle antes que nada nuestro disgusto –compartido al parecer por un significativo sector social– por el inequívoco apoyo que a través de su persona ofrece a la actividad taurómaca en su conjunto, lo que nos permitimos deducir de su habitual presencia en estos espectáculos, así como de alguna que otra declaración de claro corte apologista. Con independencia de que a la tauromaquia puedan serle aplicadas las etiquetas de arte, tradición y cultura (ciertamente difícil negar todo ello, si nos atenemos a sus oficiales definiciones), entendemos que ninguna entre las mencionadas –y cuantas otras resulten razonables– debería justificar una realidad que, obviando factores como la estética, la creatividad o la economía, genera un innegable y severo sufrimiento a seres que, como nosotros mismos, se muestran capaces de percibir tanto el sufrimiento como su contrario, el bienestar.
Sin entrar en detalles filosóficos –o quizá no sea posible prescindir de ellos–, nos gustaría sin embargo hacerle partícipe del que con toda probabilidad se constituye como eje teórico del ideario animalista, cual es que todo sufrimiento es idéntico para quien lo padece, al menos desde su perspectiva de indeseable. O, expresado de otro modo: el mismo grado de padecimiento debiera merecernos, dada nuestra calidad de animales éticos, similar consideración. Y nos lleva esto a un escenario bien interesante, según el cual no resultaría necesariamente peor causar el mismo daño a un humano que a cualquier otro animal.

Esta tanda de reflexiones nos invita, en buena lógica, a la obvia conclusión de que, cuando consideramos que ha de tratarse bien a los perros, y que al mismo tiempo podemos aplaudir y aun promocionar la tauromaquia, incurrimos en una esquizofrenia moral de todo punto inaceptable, al menos tanto como pueda sernos inaceptable la consideración hacia los humanos varones mientras justificamos la violencia hacia las mujeres, o la defensa de aquellos humanos adscritos a ideologías de izquierdas al tiempo que apoyamos las prácticas terroristas contra los políticos de derechas (o mismamente contra los representantes de altas instituciones impuestas por la historia, mas no elegidas por la ciudadanía). Y quizá hayamos llegado con este postrero apunte a uno de los campos más interesantes cuando de ética tratamos. Queremos decir con ello que, de aceptar con relajación y naturalidad que pueda definirse la violencia contra las mujeres como “terrorismo doméstico”, o el vertido deliberado de sustancias tóxicas en la naturaleza como “terrorismo ambiental”, o la irresponsabilidad de ciertos conductores como “terrorismo vial”, o el egoísmo de ciertos empresarios como “terrorismo patronal”, o la liberación solidaria de prisioneros animales como “ecoterrorismo”, acaso estemos –por pura y simple lógica deductiva– en disposición de llamar a las cosas por su verdadero nombre, y manifestar por tanto que la violencia gratuita ejercida sobre inocentes –los animales lo son en grado absoluto– merece por igual tan áspero epígrafe. Bien pudiéramos estar hablando entonces de “terrorismo taurómaco”, que como todas las demás formas de [supuesto] terrorismo tendría sus acólitos, se supone que tan despreciables desde una perspectiva solidaria como puedan serlo los machistas asesinos, los militantes de Al Qaeda o los pederastas. En tal caso –y solo en él–, la institución a la que representa y usted mismo a la cabeza serían auténticos y reales apologistas de la violencia taurómaca, una cara más de la realidad terrorista como concepto moral (de corte cultural en este particular caso), aunque no por ello menos lesiva para sus principales víctimas: toros y caballos. Resulta ontológicamente imposible no llegar a tal conclusión si nos abonamos a una concatenación lógica de los hechos, y visto que su persona, apoyándose en el peso público que ostenta, ha emitido público apoyo a la mal llamada Fiesta (pues no lo es desde luego para todos los que en ella participan).

Lejos de limitarse sus aficiones violentas a la tauromaquia como espectador “de calidad”, conocido es su gusto por la caza deportiva, en particular por algunas de las modalidades más elitistas, tal vez por ir acorde con su categoría social. Hace bien poco pudo vérsele ufano y orgulloso con un inmenso cadáver a sus espaldas, un elefante que, mientras alguien no ose negarlo, deseaba vivir su vida, como usted o yo mismo, como de hecho hacen todos los animales desde su naturaleza particular. Y, créame, no se zanja la cuestión aduciendo que “sobran elefantes”, que “constituyen estos una plaga que como tal debe ser controlada”. Piense que, si acaso invaden ahora el territorio humano, no responden con ello sino a una legítima defensa, por cuanto antes les fue robado su espacio natural, casi siempre mediante métodos tan crueles como la agresión a los miembros más vulnerables de la familia.
Y, hablando de familias, hemos tenido ocasión de oír y leer estos pasados días que no pocos entre los ciudadanos y ciudadanas de este país consideran una “auténtica plaga de efectos devastadores” a familias como la que usted encabeza, instituciones que dilapidan generosos presupuestos de las arcas públicas, a pesar de no estar ahí por elección popular, detalle esencial, creemos, en una comunidad democrática. Así las cosas, y en medio de una galopante crisis económica que ha dejado sin trabajo a millones de personas, usted tiene la “escandalosa” ocurrencia de gastarse una auténtica fortuna –por muy personal que sea su patrimonio– para acabar con la vida de animales que no nos consta que la merezcan un ápice menos que usted mismo. ¿Cree de verdad que está actuando de manera decente? Nosotros entendemos que no, que ni de lejos se comporta usted con la decencia que ha de esperarse de alguien que ostenta un cargo como el suyo en la Europa del siglo XXI. La caza que se practica con fines lúdicos constituye un crimen aberrante (crimen por el hecho mismo, aberrante por su naturaleza), pues no se entiende que, aun en los improbables casos en que pudiera quedar justificada, sus ejecutores se fotografíen sonrientes y henchidos de gozo ante los cuerpos inertes de sus inocentes víctimas. Mencionábamos líneas atrás el lenguaje y cómo sirve este para vestir conductas. ¿Es que no merecería ser calificada de “terrorismo cinegético” la caza lúdica? Dejamos ahí la pregunta para que usted mismo la conteste, si lo considera oportuno, pues nosotros ya lo hemos hecho.

Antes de terminar, le deseamos de todo corazón un pronto y completo restablecimiento de sus últimas dolencias, que, con independencia de las vergonzosas circunstancias en que acontecieron, imaginamos per se dolorosas. Y consideramos que es este un óptimo escenario para recordarle que la empatía importa, e importa mucho. Tanto que sin ella acaso hasta quepa dudar de nuestra humanidad bien entendida. Si nos mostramos incapaces de colocarnos desde nuestras emociones en el lugar del otro –no importa que ese “otro” sea humano o animal– y evitar así causarle lo que bajo ningún concepto quisiéramos para nosotros mismos, estamos, Majestad, éticamente muertos.

Es por todo lo aquí expresado que, a nuestro humilde entender, posee usted una autoridad moral ciertamente atenuada cuando exige a otros la condena de ciertas formas de violencia terrorista (en concreto, la ideológica), mientras incurre su persona en similar comportamiento ante otras manifestaciones de agresión unilateral igual de terrorista, o aun peor si se constata el agravante de responder a una naturaleza lúdica, como es el doble caso que nos ocupa.

Nos gustaría que leyese con atención el presente escrito –seguro que lo está haciendo si hasta aquí llegó–, y que nos haga llegar sus apreciaciones al respecto, seguro que muy ilustrativas y didácticas, pues no en vano ocupa un cargo de peso tanto en el fondo como en la forma.

Quedamos, pues, a la espera de sus reflexiones, tras ofrecerle nosotros las nuestras. Reciba, mientras tanto, un cordial saludo de,


Kepa Tamames
Portavoz de ATEA


[*] Carta enviada por correo postal certificado a La Zarzuela en la fecha indicada.



© abril 2012


jueves, 12 de abril de 2012




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ESE EJÉRCITO SILENTE
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Me cuentan que en breve cierta organización de defensa de los animales con la que tengo el gusto de colaborar iniciará una campaña de captación de socios –e imagino que asimismo socias–, y les pregunto si les mueve a ello alguna razón en concreto, si acaso la masa social se vio reducida por mor de la dichosa crisis. Me dicen que, por fortuna, la iniciativa no responde a una “imperiosa necesidad”, pero que se percataron de que una inmensa mayoría entre quienes se autoasignan la pomposa etiqueta de “animalistas” ni pagan ni pagaron nunca cuota alguna a la asociación de turno, defienda esta a gatos, caballos, carpines dorados, o al grupo zoológico al completo. ¿Cómo es eso posible?, se me ocurrió preguntar, de natural ingenuo como soy, y mis compañeros se encogieron de hombros, se cruzaron miradas, se rascaron el cuero cabelludo, carraspearon, para al final regalarme un escueto “Ya ves, la condición humana…”. Pobre eufemismo para lo que en realidad bebe de la vieja filosofía –tan antigua y arraigada como la propia “condición”, por cierto– del “que lo hagan otros”.

Pues así es, mis queridos amiguitos: nueve y pico de cada diez personas sensibilizadas con el drama que sufren a diario los animales no contribuyen a sufragar los gastos de ni una sola asociación. Y un servidor, que no se casa con nadie y al tiempo no tiene el menor empacho para acostarse con el mismísimo diablo si la causa lo merece, quiere hacerles partícipes de su perplejidad, cuando no de su directa desazón, en un intento vano de comprender la estructura mental de quien no se lo piensa dos veces a la hora de coger el teléfono y llamar a la organización de turno para que sus aguerridos miembros se pongan en marcha y rescaten a la treintena de perrillos que malvive en cierta alquería de la sierra; supongo que tales informantes esperan que despeguen raudos dos o tres helicópteros desde la sede central de ATEA para el rescate de los necesitados animales, con posterior e inmediato traslado al paraíso de los canes… tras regalar una buena somanta de hostias a los malvados responsables, por descontado. ¡Pero de hacerse soci@, nanai, eso ni mentarlo! Confieso especial interés personal por saber cómo creen est@s solidari@s de diseño que se paga teléfono y fax, de dónde suponen que sale el dinero para el ordenata, o quién leches sufraga los costes judiciales, caso de haberlos. Me muero por saber cómo diantres entiende esta gente que funcionan las cosas, sino aplicando la antiquísima fórmula de acoquinar entre tod@s para que un grupo de elegidos (en Asamblea General Ordinaria, nada de designios divinos) gestione como mejor sepa y pueda los recursos existentes, siempre guiado por la línea ideológica oficial del colectivo equis. A veces sueño que de mayor quiero ser como ell@s, hablo de quienes se van a la cama creyéndose doctos animalistas por una llamada telefónica. Mas aparece ipso facto el arrepentimiento, y casi prefiero manejarme con un perfil muy diferente, digamos normal, pensar que aquí nada se regala, y que solo una masa social fuerte hace fuertes tanto objetivos como logros.

Vuelvo al dramático panorama, el protagonizado por ese ejército silente de animalistas, que de verdad lo son, pero que aún no han dado el paso definitivo, que no ha de ser necesariamente quedarse en cueros en la Plaza Mayor, ni asaltar el ruedo, ni integrarse en un corajudo comando de encapuchados. Por supuesto que todas estas cosas, y otras muchas, son estupendas e importantes –diremos al respecto aquello de que si no existieran habría que inventarlas–, pero percibo que la fórmula más pragmática de activismo animalista pasa por hacerse miembro de una organización: así de simple. Cada cual elegirá la suya, siendo como es la oferta –por suerte o por desgracia– muy amplia. Si acaso parece que me dio la vena proselitista, parecerá bien: ¡bienvenido sea el proselitismo burdo si alimenta nobles causas! Y la que nos ocupa lo es con creces, vaya que sí.

Desde mi humilde condición de escritor amateur, estimad@s lector@s, poco más puedo hacer por salvar sus almas, como no sea ofrecerles la posibilidad de expiar culpas pasadas y presentes, para lo que apenas se necesita rellenar un sencillo formulario, y tendrán el cielo ganado en la tierra. No me negarán que la cosa pinta bien fácil para tan excelso premio. Lo dicho: háganme ustedes el favor de no ser míser@s, y apúntense hoy mejor que mañana a la mayor revolución moral de la historia de la humanidad. Verán con qué tranquilidad de conciencia duermen a partir de entonces. De nada.



[*] Escribí este artículo para el magazine on-line AllegraMag. Si deseas acceder a mis otros textos en el mismo sitio, pincha AQUÍ.


© abril 2012


miércoles, 28 de marzo de 2012





GOLIATH

Por puro y simple egoísmo emocional, prefiero imaginar que hubo un tiempo en que Beethoven jugó con niños vociferantes, que correteó a sus anchas por un prado, que se persiguió la cola, que voces amistosas pronunciaron su nombre, que se supo importante, que mordisqueó una pelota de goma, que concluyó feliz y agotado su jornada lúdica. Que acompañó a su familia a la casa común y que durmió de un tirón –o dos, con el interludio de una breve excursión al bebedero–, hasta sentir en el lomo un cálido rayo de sol, ya de amanecida. Por puro y simple egoísmo emocional deseo imaginar a Beethoven alguna vez así, aunque solo fuera durante un mes escaso, o durante una mísera semana, quién sabe si apenas un par de días… Me tortura hasta la más completa desesperación la mera posibilidad de que ni una fugaz caricia en la cabezota pueda rescatar Beethoven de su torturada mente.

Me declaro sencillamente incapaz, desde mi condición de chicarrón del norte y a mis casi cincuenta añazos, para ponerme en el lugar de cualquier perro –hablo de la empatía, ¿de qué si no?– en el justo y preciso momento de verse solo por primera vez, desaparecida ya en el horizonte la imagen de sus amigos (o los que desde su infinita ingenuidad perruna consideró amigos), amarrado de súbito a una mugrienta cadena y con una apestosa caseta por todo refugio, él que llegó a creer que familia y hogar tenían significados muy distintos a lo que ahora descubre de golpe. No pegará ojo Beethoven esperando la sorpresiva vuelta a media noche de sus compañeros de juegos, le explicarán que todo fue una broma, pesada, pero broma al fin y al cabo, cruel e incomprensible sentido del humor el humano, sabido es que jamás un perro hecho y derecho gastaría semejante broma a un niño, a una mujer, a un hombre. Nadie aparece; no hay broma. Regresan al día siguiente, pero el afónico Beethoven ve en ellos a personajes por completo distintos a los que marcharon, apenas le liberan un rato de la horrible cadena, para ser amarrado de nuevo. Persiguen los pequeños –sus antiguos colegas– el balón, cavan la huerta los adultos, y resulta aún peor el suplicio de observarlos y no poder participar de la fiesta, abalanzarse sobre la pelota, escarbar la tierra húmeda. Acaba el domingo, desaparecen de nuevo, sin hacerle caso esta vez. Es el dramático protocolo del desamor, es el desafecto hacia un perro que ya no es un perro, sino una burda alarma, un enorme peluche desesperado cuya función se limita a ladrar a todo el que ose acercarse por la zona, no importa si con buenas o malas intenciones. Tres largos meses después, casi cien días con sus interminables noches en la más absoluta soledad, con un huerto destartalado por todo universo, Beethoven, traspasado de parte a parte por una angustia punzante, ceja en su empeño por entender cuál fue el error cometido para merecer tan cruel castigo.

Nada son tres meses comparado con un año, nada este al lado de un lustro. Transcurrida una eterna década de cadena y aislamiento, constituiría un verdadero acto de compasión poder hacerle entender que tiene en su particular caso la inmensa fortuna de ser ya viejo, pues si fueran los perros tan longevos como los humanos, y ante tan sombría expectativa, más valdría acabar con el infierno cuanto antes. Habrán de pasar todavía tres años más, nos encontramos ya a un Beethoven derrotado física y mentalmente, un anciano reumático que a pesar de todo sigue meneando la cola –¡Dios mío, ¿por qué mueven los perros la cola cuando perciben la presencia de sus torturadores?!– así que vislumbra a otro anciano, este su dueño, ambos de similar edad desde sus respectivas naturalezas. El hombre le libera, y es llevado quizá por primera vez a la consulta de un médico para animales. Mas no está enfermo. El propietario solicita al señor de la bata blanca un servicio rápido, adopta un tono hosco y contundente: mátelo. No es desde luego la primera vez que aparece en la consulta alguien queriendo acabar con la vida de su animal, porque suelta pelo, porque se hizo mayor, porque hay que ahorrar en tiempo de crisis, porque le da la puta gana… Pero la ética profesional impide cumplir el mandato del viejo. Se lo lleva maldiciendo, suelta pestes de aquellos tipos remilgados. Parece que tendrá que hacerlo él mismo, como hizo anteriormente con otros, ni sabemos sus nombres, qué importa… De vuelta a la huerta, dispuestos para su tétrico cometido foso y cal viva, ata con fuerza y rabia las patas de Beethoven, y este entorna los ojos de terror, pero no ofrece especial resistencia, aprendió a no hacerlo durante sus últimos y únicos trece años. El hombre que acaso un día le regalase algo similar a una caricia la emprende ahora a golpes, procura acertar en la cabeza, uno, dos, tres, cuatro… el animal aúlla desesperado, no puede evitarlo, aúlla a cada garrotazo, patalea a cada incisión del hierro en su cuerpo. En plena bacanal de sangre y furia aparecen dos ángeles disfrazados de agentes de Policía Local, se llevan al criminal, mientras dan aviso para que recojan al animal malherido, convertido para entonces en un guiñapo sanguinolento. Beethoven murió.

Y nació Goliath, a sus trece achacosos años. Es el pomposo nombre con que le bautizaron de forma espontánea cientos, miles de amigos a los que nunca conocerá, ni falta que hace cuando de cariño se trata. Goliath por su fortaleza, por sus ganas de vivir, lo que le quede, mucho o poco, que nadie sabe cuánta guerra le queda por librar, o si le acecha la guadaña a la vuelta de la esquina. Goliath sabrá por fin lo que es una familia que merezca tal nombre, el calor del afecto y hasta de la calefacción en invierno. Moverá a partir de ahora la cola con causa justificada, las voces humanas serán ya de amor, precederán siempre a una suave caricia, con frecuencia a una rica galleta.

Y quien esto suscribe, ateo confeso desde que le alcanza la memoria, reza cada noche para que se haga realidad su perverso sueño: verle el rostro a Satanás, aguantarle la mirada al tipo que mató a Beethoven, al miserable criminal que le regaló sin saberlo una última y luminosa oportunidad a Goliath.


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© marzo 2012


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viernes, 2 de marzo de 2012




“MASCOTAS” NO, GRACIAS

Hace ya algunos meses que milito en esto de la defensa de los animales, más concretamente desde septiembre (se cuentan el número de meses por más de trescientos, y es septiembre el de 1986, por más señas), y entre las frustraciones que atesoro brilla con luz propia la de no haber conseguido hacer entender –a la gente en general e incluso a ciertos animalistas en particular– que el término “mascota” se muestra por completo inapropiado si lo que con él pretendemos es designar al conjunto de animales que conviven con nosotros, sean estos perros, gatos o lagartos del Alto Paraná. Entiendo, y es esta una apreciación personal e intransferible, que el vocablo “mascota” cosifica a los animales, acercándoles un poquito más si cabe a la categoría de objetos de consumo, condición necesaria para despojarlos de todo derecho, o para que los nuestros de tercer orden (a “consumir” seres vivos) prevalezcan siempre sobre los suyos de primero (a la vida, a un hábitat adecuado, a no ser torturados). Dices mascota y estás diciendo cosa, objeto, adorno, de tal forma y manera que parecen estos fichas intercambiables, perro por gato, tortuguita por hámster, loro por ardilla, lo importante es “tener una mascota en casa”, antes que considerar que cada uno de ellos y ellas son individuos únicos e irrepetibles, sujetos de una vida, y a ella se aferran como si fueran conscientes de que no habrá una segunda oportunidad. Realmente no la hay, que siendo esta nuestra única experiencia vital, más vale ser aquí felices que desdichados, pues ni una ni otra cosa podremos cambiar, a menos que creamos en algo parecido a la reencarnación, y desde luego no es el caso de quien suscribe.

¿Nos hemos parado a pensar siquiera durante un minuto en qué diantres es eso de “mascotas”, de dónde surge el nombre y todo eso? Deriva del francés mascotte –lo sospechaban, no me lo digan–, y su etimología no da mucho de sí: objeto o figura que proporciona suerte a su poseedor; amuleto. Habrá casos, quién soy yo para negarlo, pero, hasta donde me alcanza el entendimiento, no trae suerte el gato o el perro a su dueño –o mejor diremos tutor, puestos a–, sino más bien al contrario, en especial si se trata de animales abandonados, a los que se le apareció una virgen canina/felina y encontraron la felicidad de un hogar y una familia. De serlo para alguien, soy yo la mascota de Elliot, de Louise, de Koska, y no al contrario. ¿No les parece?

Ante similar tesitura nos encontramos si acudimos a la expresión “animales de compañía”, por cuanto parece que les asignamos con tan sospechoso epígrafe el banal papel de acompañarnos, de servirnos de entretenimiento, de sernos útiles, en la acepción más mercantilista del término “útil”. ¿Hay alternativas? Si hemos encontrado aproximada solución a problemas harto más arduos, ¿no habremos de hacerlo con unas simples palabras? Alguien –hasta pude ser yo mismo– propuso aquello de “animales bajo tutela”, sin duda más apropiado, aunque demasiado desconcertante, quizá. Y pasa con estas cosas como con otras muchas, que acaso la solución esté en la sencillez antes que en lo rebuscado, tan cerca que ni conseguimos enfocarla. Fue la antropóloga –y sin embargo amiga– Carme Fitó quien me habló de los “animales familia”. ¡Claro! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? ¿Qué son los Toby, las Carlota, los Kizkur de turno, sino familiares de afectos? Como lo son nuestros amigos humanos, de hecho. ¿Alguien alberga atisbo de duda respecto a que sentimos más aprecio por nuestro perro o gato que por ciertos familiares de sangre, que su pérdida supone para nosotros una mayor aflicción que la muerte de un “simple” vecino, o incluso la de un tío lejano con el que apenas tuvimos trato? ¿Es tan difícil comprender, y sobre todo aceptar, que el amor, el cariño, volvemos al afecto, qué palabra tan hermosa, no conoce fronteras, que no acaba de repente donde lo hace el límite humano?

He aquí un reto bien complejo al que sin embargo nos da pavor enfrentarnos: hablo de difuminar la [de facto] inexistente linde entre lo humano y lo animal hasta hacerla desaparecer de nuestras mentes, el único lugar donde habita.



[*] Escribí este artículo para el magazine on-line AllegraMag. Si deseas leer su versión íntegra, la encontrarás en: http://www.allegramag.com/mascotas-no-gracias-2/


© marzo 2012

jueves, 23 de febrero de 2012


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¿POR QUÉ CORREN LOS CABALLOS?
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Sucede con frecuencia que, con el siempre noble fin de obtener respuestas a nuestras más variadas inquietudes, nos valemos de preguntas en apariencia simples para abordar escenarios complejos. Quizá uno de esos escenarios sea el de las carreras de animales inducidas por los humanos. Y entiendo que las cuatro últimas palabras resultan claves a la hora de entender la esencia del presente artículo, por cuanto los hechos que aquí se denuncian escasa o nula relación tienen con la naturaleza real de los animales implicados, perros y caballos en su mayoría. Aducen sus defensores –me refiero naturalmente a los de las carreras organizadas, no a los de sus protagonistas animales– que unos y otros corren de natural, con lo que mal puede criticarse idéntico comportamiento si este tiene lugar sobre una pista de tierra y con público en las gradas. Creo que en efecto se puede, y con toda razón además. Veamos.

En su sentido más estricto, difícilmente merece ser calificado de “correr” a lo que hacen galgos y pura sangres durante sus actuaciones. Suponer que ello es equiparable a una carrera lúdica en la campiña o en un parque urbano implica manejar una muy exigua información sobre el tipo de vida que son obligados a llevar dichos animales durante su etapa activa. Porque conviene recordar que estos pasan la mayor parte del tiempo recluidos en reducidos espacios, cercenada así su necesidad de ejercicio. Jugar y correr con sus compañeros es algo que les está vedado por completo. Pero esta realidad no deriva de una suerte de crueldad de sus cuidadores (es el maquillado nombre que reciben las personas que se ocupan de ellos, no el que merecen, por descontado), sino de la necesidad de mantenerlos en un permanente estado de ansiedad física y mental, pues solo de esta forma puede producirse en ellos una “explosión” tanto muscular como emocional cuando de repente se abren las puertas de los boxes, haciendo que inicien una desaforada carrera.

A pesar del reiterado –y por ende patético– exhibicionismo de nuestra sacrosanta racionalidad, los humanos no solemos plantearnos preguntas de verdad importantes, una tan elemental como concisa en el caso que nos ocupa: ¿por qué corren los caballos y galgos en las carreras? A bote pronto, puede parecernos una interpelación estúpida, pero no lo es si pensamos que su comportamiento en un estado “normal” paseando por el campo (sin presiones externas, pongamos por caso) no se asemeja en nada al que observan en la pista. Por supuesto que es natural que perros y caballos corran, pero no largas distancias ni a una gran velocidad. Si lo hacen en el hipódromo o en el canódromo es porque sus responsables han diseñado sus vidas para que en el momento apropiado salgan disparados hacia la nada, espoleados por la fusta en un caso, y por un absurdo muñeco guía en el otro. Cualquiera puede hacer la prueba con su perro o caballo, siempre que estos lleven una vida equilibrada y satisfactoria. Colóquese al protagonista en el interior de un recinto cerrado similar a los boxes, en medio de una pradera, y ábrase de repente la puerta. Uno y otro se le quedarán mirando con cara de no saber qué se espera de ellos, y lo más probable es que salgan al poco tiempo con absoluta parsimonia y continúen con la actividad interrumpida minutos antes para ser convertidos en protagonistas de un experimento tan estúpido como incomprensible.
La verdad es que el comportamiento de galgos y caballos en los circuitos de apuestas está en las antípodas de algo que merezca el nombre de “natural”. Pero lo peor es que se trata de una explotación tan cruel como desconocida para el gran público. Los caballos cuestan auténticas fortunas, siempre en estricta proporcionalidad a las ganancias que se espera generen. Son “mimados” mientras rentabilizan su inversión, y sacrificados cuando sufren lesiones graves que les impiden competir y por tanto hacer caja. Muchas de esas lesiones, aunque incompatibles con la alta competición, les permitirían llevar una apacible vida de jubilados. Sin embargo, nadie invierte en un minusválido, por muy cotizado que fuese en su día. El business tiene sus reglas y no entiende de sentimentalismos.

Como todo negocio, los espectáculos que se nutren de animales están siempre supeditados al férreo protocolo del mercado. Pueden quebrar en un momento dado, como de hecho sucede, lo que coloca a aquellos en una situación de incertidumbre que casi siempre acaba en tragedia. Una sociedad que permite indolente el sacrificio masivo de animales de compañía abandonados tampoco tendrá conflicto moral alguno para deshacerse de unos cientos de galgos y de algún que otro caballo que ya no sirven para su cometido. Vemos así que la explotación pende siempre sobre estos desdichados seres: si la empresa funciona, no conocerán sino la reclusión y el sometimiento; si el negocio fracasa, sus vidas se verán truncadas para siempre.
Este tipo de escenarios –las carreras– resultan muy atractivos para mucha gente, que ve en ellos una forma de entretenimiento y de posibilidades financieras al mismo tiempo. Y muchos se dejan ver en los hipódromos en una suerte de exhibición social que desprende cierto tufillo a clasismo rancio. Pero la cruda realidad es que las carreras inducidas por interés humano esconden bajo el glamour de las pamelas y los prismáticos una cruel esclavitud y una vida de carencias y sufrimiento.

En realidad, la estrategia que se sigue en el entrenamiento de galgos y caballos no es en el fondo muy distinta a la empleada para las peleas organizadas de perros. Salvando sus diferentes estatutos jurídicos –mientras estas están prohibidas por ley, aquellas son toleradas y aun fomentadas por determinados poderes públicos– ambas realidades se fundamentan en doblegar la voluntad de los protagonistas como método práctico para orientar su conducta hacia los intereses humanos. Nuestra capacidad intelectiva es utilizada con demasiada frecuencia para obligarles a actuar contra natura, haciendo que se comporten de una manera que nunca se daría en condiciones de autonomía individual. Los humanos somos lo suficientemente perversos como para conseguir de ellos casi cualquier cosa que nos propongamos, y las carreras organizadas constituyen en este sentido un fiel paradigma.

[*] Escribí este artículo para la revista 4Patas, la revista de ANAA (Asociación Nacional Amigos de los Animales).


© febrero de 2012
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lunes, 23 de enero de 2012




AUTOPISTA AL INFIERNO


No ha de verse en el título atisbo alguno de homenaje al heavy metal, género musical al que no profeso especial afecto, sino simple aunque contundente metáfora que su mismo protagonista labró en agria y privada discusión con otro dictador –este de caribeña estirpe–, y ahí cuentan que acabó tan extraña amistad.

Acapara Don Manuel estos días reportajes y columnas de opinión, ponen algunos los puntos sobre las íes todavía con el cadáver caliente, se deshacen en halagos los más (incluso algunos entre quienes chuparon calabozo y cárcel con su aquiescencia), por esto y por aquello, sea su trayectoria política o su arrolladora personalidad. Dicen que supo adaptarse a la democracia –acaso no tuvo más remedio y lo que aprendió fue a no desentonar demasiado con los nuevos tiempos, pues se encontraba sin duda entre sus virtudes el camaleonismo–, que fue un visionario del cambio que se avecinaba, y que incluso prevaleció en su biografía pública una praxis conciliadora y hasta entrañable. Nada como morirse para recibir halagos a granel y sin medida, que acuden raudos los estómagos agradecidos y la loa inflada así que el finado estrena estatuto. Considero que es buena ocasión el deceso de un miserable, que lo fue por tantas razones, para reflexionar sobre la condición humana toda, sobre los que se van y los que se quedan, estos de regia estirpe y fácil genuflexión, pues nunca fue tarea sencilla pillar tanto a cambio de tan poco, calentar un escaño y llenar cada día tu cuota de periódico. Es así que lo que en el vecino resulta miseria moral se torna en Don Manuel “temperamento recio”, y lo que al frutero le convertiría en un perfecto hijoputa supone en Don Manuel “personalidad controvertida”, presentada encima como virtud polifacética, lo que son las cosas –y las personas–, o mejor diremos lo que acaban siendo por mandato oficial.

A uno, desde su humilde calidad de opinador eventual y oficioso, le resulta harto difícil aceptar que si en un platillo de la balanza anidan en su salsa la homofobia (“Una anomalía”), la veneración fascista (“Es Franco un gran hombre, el mayor y más representativo de los españoles del siglo XX”) indisimulada pasadas tres décadas (“El franquismo asentó las bases para una España con más orden”), un escaso afecto autonómico (“Antes de legalizar la ikurriña tendrán que pasar por encima de mi cadáver”), incluidas sus lenguas vernáculas (“Por fortuna mi madre nos enseño francés en lugar de euskera, una lengua muerta”), o un orgullo en consonancia con su verdadero talante moral (“Yo solo pido perdón ante Dios y mi confesor”), con tamañas perlas haciendo peso en el platillo opuesto, digo, ya me contarán ustedes qué material humano habría que aportar a este para que el fiel siquiera quedara equilibrado.

Se nos fue el viejo quelonio bamboleante, intactas todas sus costras, lo que eran y serán para siempre sus debes, como los tenemos todos, naturalmente, aunque mucho me temo que algunos bastantes más que otros, habida cuenta además del plus que por fuerza debe suponer el ejercicio de un cargo público.
Dice el protagonista de la canción –vuelvo al título– que ha decidido ir directo al infierno acompañado de sus amigos, habla de una autopista sin señales de tráfico ni límite de velocidad. Quizá Don Manuel, vista y comprobada su autoestima (también esta ilimitada), no tuviera previsto acabar en el averno, pero son cosas que no dependen de uno, o tal vez sí, pues cada cual se labra el informe final que habrá de entregar pasado el lúgubre túnel, no hay que presentar en recepción sino el currículum ético –le bastará a Don Manuel su vida laboral–, que apenas son burda excusa las circunstancias. Afirmó entre ufano y amenazante que la calle era suya, y lo más que puede reivindicar ahora son las tinieblas allá abajo.

Si hay justicia divina, a Don Manuel le queda aún un largo trecho por recorrer, que apenas comenzó su tránsito, formarán el jurado popular Julián, Enrique, Francisco, Romualdo, Pedro María, José, Bienvenido, Vicente, Aniano, Ricardo… Pasé por casualidad apenas unas horas después del deceso por el monolito plantado frente a la iglesia de San Francisco, en Vitoria, a escasa distancia de mi propia casa familiar. Rodeaban la base varios ramos de flores…



© enero de 2012

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