martes, 15 de diciembre de 2009


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EL TRÁNSITO

El año que acaba estuvo protagonizado en lo personal por la pérdida de un familiar cercano. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no sufría de cerca una experiencia de este tipo. De pequeño yo me creía a pies juntillas eso de que la muerte es un esqueleto blandiendo una guadaña. Pasado el tiempo y alcanzada la etapa adulta, sigo pensando lo mismo. Recurro a la reflexión como alegoría, naturalmente, pero me parece del todo apropiada la imagen siniestra del saco de huesos sonriente frotándose los metacarpos ante un nuevo trofeo. Permítaseme la licencia humorística por esta vez, pero soy de los que opinan que eso de morirse es lo último.

¿Qué supone la muerte, la desaparición física de este valle de lágrimas? ¿Significa el final de una etapa, quizá la única que hay? ¿O es apenas el tránsito hacia nuevos trayectos de una experiencia eterna que nunca empezó y que jamás tendrá fin? Afirman algunos que la vida que conocemos supone solo un segmento del camino hacia mundos mejores, una prueba más o menos amarga con premio final, que nos resarcirá –según a quiénes, ojo, pues no a todos llega– de los sinsabores terrenales. Yo no creo demasiado en esas cosas, la verdad sea dicha, pero ello únicamente significa que no creo, no que acierte con mi descreimiento, por lo que tampoco me opongo de manera visceral a que otros lo vean así. Me consta que hacerlo da sentido a sus vidas y las llena en múltiples sentidos. Y algo así no tiene precio en un mundo donde la mezquindad es el pan de cada día.
Pero aquí no me interesa tanto la reflexión sobre la muerte como tema filosófico, sino como experiencia vital e íntima, el mazazo que para todos sin excepción supone la pérdida de un ser querido. Recibir la noticia por teléfono, oír que éste o aquél ha fallecido en un accidente de carretera en plena juventud, todos sus proyectos reventados como por un cartucho de dinamita. O ver cómo se apaga la vida en su mirada día tras día, hora tras hora, que aquí todos tenemos fecha de caducidad y nada es eterno, máxime si ya se han quemado ochenta y cinco largos años del préstamo vital. Porque la vida es a fin de cuentas eso, un préstamo que hay que devolver tarde o temprano. Por mucho que se espere y se asuma como inevitable, es la muerte algo que nunca viene bien. En un momento dado el enfermo deja de respirar. Se acabó. Comienza la liturgia lógica y terrible. Recoger sus pertenencias del hospital, depositarlas en una casa ya vacía. ¿Cómo podemos llenar tanto en los demás con un escaso metro cúbico de volumen, que, bien mirado, viene a ser poco más que un puzzle de vísceras, músculos y líquidos viscosos? Cuando un ser querido muere nos damos cuenta de la cantidad de cosas que nos vinculaban a él –o a ella– sin saberlo. Cientos de objetos, recuerdos, fotografías, grabaciones, frases, consejos, desavenencias temporales que una vez superadas hicieron más fuerte la unión. Durante meses, años, seguirán llegando al domicilio cartas a su nombre. Algunas ciertamente paradójicas, incluso de una inconsciencia cruel, como la que le recuerda que debe vacunarse contra la dichosa gripe, ahora que llega el mal tiempo, no vaya a ser que un simple catarro le complique la existencia pudiendo evitarlo con un pinchacito de nada. Llámenme tonto, pero a mí una de las escenas más heladoras de la pérdida de un ser querido es observar al perro entrar en la casa moviendo la cola, esperando encontrarle, encontrarla, en cualquier recodo. La dramática imposibilidad de explicarle al animal que ya no está, que no volverá a estar, y que por eso no le recibe con su nombre y a veces con una galleta.
La muerte convierte en sombría la jornada más luminosa. Pero por encima de tal obviedad, el día en que fallece nuestro amigo o familiar es un día extraño. La muerte es un hecho natural y como tal hay que aceptarlo. Pero ese día vemos a los demás de una forma diferente. Mascamos nuestra tragedia en la intimidad, observamos a la gente que ríe en la calle, que charla animadamente en los bares, que se despreocupa en un banco del parque. Nosotros mismos lo hacemos a diario sin pensar que en ese preciso momento ciertos convecinos lloran sus pérdidas humanas, y también animales.

Elucubremos ahora. ¿Qué día de la semana preferiríamos morir? ¿Durante un martes anodino, en una ciudad semivacía en plenas vacaciones de agosto? ¿O en una fecha señalada como Navidad o Año Nuevo, mientras medio país prepara con esmero las comidas familiares o se emborracha? ¿Tal vez en el día de nuestro cumpleaños, completando así no se sabe qué círculo espiritual? ¿Preferiríamos saber la fecha, por cierto? Intuyo que la mayoría no, pero por ello seguro que hay quien sí, aunque nada más sea que por apuntarlo en la agenda y no adquirir compromisos en tan señalada fecha. ¿Qué otras cosas pasan en el mundo mientras morimos? Millones de personas, seres humanos como nosotros mismos, se pelean en guerras absurdas, hacen el amor, pergeñan planes que nunca se cumplirán, celebran que otros se cumplieron, duermen, hacen deporte, comen, vomitan, se extasían ante excelsas obras de arte, se suicidan. ¿Qué haríamos cada vez que viéramos en el calendario un año más el día fatídico? (Aquello de que la vida es una permanente cuenta atrás hacia nuestro final físico será todo lo fatalista y hasta siniestro que ustedes quieran, pero verdad de la buena al mismo tiempo). ¿Celebraríamos de alguna manera esa suerte de “cumpleaños a la inversa”, asumiéndolo como un desafío chulesco al tipo de la guadaña? Según para qué, la dignidad se muestra como la mejor arma para combatir lo irremediable, por lo que una cierta dosis de insolencia quizá sea buena cosa para afrontar episodios tan desagradables como la muerte.
Si uno lo piensa, y aceptando que la vida no es sino un tránsito del antes al después, tal vez proceda asumir con la justa dosis de ironía aquello de que, al fin y al cabo, la mayor parte de nuestro tiempo la pasamos muertos.
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© diciembre 2009
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domingo, 1 de noviembre de 2009


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CIEN
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Cien ciudadanos y ciudadanas vascas, saltándose olímpicamente la sacrosanta paridad (cosas del azar), tuvieron días pasados la al parecer magnífica oportunidad de visitar Ajuria Enea de la mano de su inquilino. La excusa, una fecha marcada en el calendario de nuestra historia política reciente: 25 de octubre. La ilusión quedó en parte chafada por la lluvia, imagino que de corte nacionalista, pero al menos Patxi les prometió un cafelito en los jardines de palacio cuando el tiempo mejore. Que esperen sentados (por la dureza de la climatología vasca, digo, apenas iniciado el otoño).
En un alarde de acercamiento a la sociedad civil, no se les ocurre mejor idea que abrir las puertas de la residencia oficial al pueblo llano, quien lo único que tenía que hacer era llamar por teléfono y manifestar su deseo de participar en tan egregio evento. Y a cruzar los dedos para que salga el papelito con tu nombre. Bueno, cosas de los políticos –y de la dichosa imagen que ya no saben cómo enderezar–, podría pensarse. A mí la fórmula no me parece ni medio acertada, aunque bien es cierto que no soy yo precisamente un modelo de normalidad en cuanto a gustos. Creo saber en qué mundo vivo, y esto de las invitaciones públicas y de las cercanías corporales se lleva mucho, también eso lo sé. Pero lo que considero rayano lo palurdo es el sorteo en sí mismo; que se asuma un acto institucional con todo boato –se supone que pensado para la ciudadanía– como si de una lotería navideña se tratase. Si decides optar por la vía de la invitación, pues hazlo bien. Que vaya quien quiera, que se formen colas interminables al olor de los canapés y del vino español (porque aquí lo que sigue primando es el condumio a cargo del erario público, no seamos ingenuos), y que cuando llegue la hora la verja se cierre a cal y canto y hasta otro año. Pero lo de la tómbola queda pelín hortera, para qué les voy a decir otra cosa, y me atrevería a decir que atufa otro poco a clasismo rancio.
E invitan al acto de tan pulcro sorteo a un selecto elenco de personajes populares –en el sentido de públicos, no me malinterpreten– para que hagan las veces de notarios, a quienes imagino pagarían desplazamiento y estancia, porque si no va de vip esta gente no se mueve, ténganlo claro, sean transformistas, cocinitas o bicicleteros. Un dispendio en estos tiempos, ¿no les parece? El sorteo fue cubierto por numerosos medios de comunicación, cómo no, los mismos que dejaron ese mismo día plantados y sin rueda de prensa a un buen número de asociaciones civiles que pretendían contar cosas con bastante más enjundia que la rifa de marras. Nada nuevo bajo el sol.

Y luego está lo de los globitos. Y lo de los globazos. Los primeros soltados al cielo por no recuerdo qué formación política guay que aún no se ha enterado de que esto de arrojar basura al medio natural es una cochinada, por mucho que se revista de acto reivindicativo. Son los mismos que después nos dan lecciones sobre ecología. Los segundos, aerostáticos ellos, para entretener al pueblo, que, como es tonto, no se ha enterado de la dichosa celebración. Y como sabido es que atravesamos una época de bonanza económica y sobra dinero, pues se contrata una flotilla de globos de ésos y listo: a disfrutar, que son dos días. Son los mismos que te plantan en la cara lo de la crisis para justificar según qué suspensión de proyectos. Nos han tomado por imbéciles, y uno empieza a pensar que no sin cierta razón. A la que nos rascan el lomo comenzamos a ronronear cuales gatos agradecidos. Es lo que hay, y suponer que esto tiene solución a corto plazo se acerca por momentos al género de la ciencia ficción.

Vuelvo a la rifa. Lo suyo hubiera sido que el número de solicitantes ni siquiera habría llegado para cubrir las plazas ofertadas. (Por cierto, que tampoco anduvo la cosa tan lejos, porque ya me dirán ustedes si quinientas llamadas es como para tirar cohetes, conociendo lo que nos gustan los saraos gratis total, antes lo decía). En tal sentido, no sé cómo, pero ya se habrían encargado ellos solitos, los promotores de la idea, de hacer las cabriolas necesarias para maquillar el ridículo y trasladarnos el éxito envuelto en celofán. Medios no les faltan, tómese la expresión en su doble y literal sentido.
Ignoro quiénes fueron al final los agraciados con tan chusca lotería, pero, a fuerza de ser sincero, a mí me hubiera encantado que el grueso completo hubiera pertenecido al extremo rojo de eso que llaman izquierda radical. Imagínense a Patxi entrando en el recibidor, corbata impoluta y perfumado de arriba a abajo, encontrándose de sopetón con la muchachada, ataviados ellos y ellas con las consabidas camisetas a rayas, con sus piercing por doquier y sus botas de monte manchadas de barro cual si acabaran de hollar con éxito los Hiru Haundiak, informales a la par que elegantes en su estilo, todos y todas con cara de mala hostia. ¿Imaginación perversa? ¿Mala fe? No pierdan el tiempo elucubrando sobre esa posibilidad. Ya les digo yo que sí. La peor de todas.
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© noviembre 2009
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lunes, 5 de octubre de 2009


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UN TERRORISTA
EN LA PISCINA

Que era profesor de ética, rezaba el titular. ¿Y? Hablo de la operación antiterrorista que las policías francesa y española llevaron a cabo allá por el pasado mes de abril, gracias a la cual pudo desarticularse buena parte de la infraestructura que al parecer ETA había diseñado para actuar contra el nuevo gobierno en Euskadi. Hasta aquí el contexto.
Una vez identificados los malhechores, los medios informativos sin excepción resaltaron el hecho de que uno de los detenidos a este lado de la frontera impartía clases de ética en un instituto de Vitoria, y aportaban además como dato adicional el hecho de que en ocasiones el mismo individuo había llevado de excursión a sus alumnos para visitar ciertos parajes naturales, imagino que de alto valor ecológico, eso ya no lo sé. Pues a esto en particular me refiero con la breve interrogación del comienzo, que ahora amplio: ¿Y bien? ¿Qué tiene de especial que un terrorista dé clases de ética? Que alguien me lo explique, si no es mucha molestia, porque yo no le acabo de encontrar miga alguna a tan particular circunstancia. Sí, soy plenamente consciente de que los terroristas son muy malos y de que ocupan buena parte de su tiempo en preparar terribles atentados. Hasta ahí llego. Una actividad bien horrorosa, la terrorista. Pero no acabo de ver qué tiene de especial que uno de ellos se dedique a impartir clases de ética desde su actividad de docente. Porque no vaya a ser que estemos hablando de cosas distintas y todos llevemos razón. En cuanto a la ética, digo. Veamos. Si mis datos son correctos, la ética viene a ser la parte de la filosofía que estudia el comportamiento moral. ¿Es así, no? Y la moral, en cuanto que hecho fáctico, se nos presenta como un fenómeno en extremo variable por cuanto a resultados, hasta el punto de que lo moralmente aceptable para mí puede no serlo para otro. Y de ahí lo pertinente que resulta un estudio reglado del mismo: la ética.
No creo estar afirmando nada extraordinario si digo que la mente de un terrorista no contempla que matar seres humanos esté mal siempre, sino que lo está en determinadas circunstancias. Hay quien considera contrario a toda moral causar daño gratuito a los animales, mientras que a la mayoría esta realidad se la trae al pairo, o al menos coloca los intereses del cocinero muy por encima de los que pueda tener la langosta a no ser escaldada viva. Cuestión de dónde se colocan los límites y de cómo se adereza el contenido, lo dicho.

¿Qué ha pasado con la noble profesión de informar? ¿Qué ha sucedido para que, con independencia del matiz cromático del medio en cuestión, la práctica totalidad de los medios de comunicación caigan con tan preocupante frecuencia en reflexiones e interpretaciones reduccionistas que acaban moldeando la mentalidad social hasta convertirla en una masa gris indolente? (Quizá siempre fue así y el tonto es quien ve la película con otros ojos: yo mismo). ¿Qué se supone que es un terrorista en su vida cotidiana? ¿De verdad creemos que los abyectos terroristas se desayunan con sangre de vírgenes y cenan muslo de niño al horno? ¿Hasta dónde hemos simplificado nuestra percepción de las cosas? Recuerdo que no hace tanto el mismo periódico (se las lleva todas) presentaba en grandes titulares la frase de una señora de Logroño, quien todavía con la congoja en el gaznate relataba a la prensa que su hijo había compartido piscina con quien luego resultó ser un terrorista. Dicho sea con todos los respetos que merece la buena mujer (con los que merece, insisto, pero ni uno más), se necesita una generosa sobredosis de simpleza intelectual para declarar tamaña sandez así que el plumilla de turno se te acerca micrófono en ristre. Un terrorista es un peligro objetivo para todos en general y para algunos en particular. Por eso es lícita su detención, como es lícita la detención del policía que tortura en comisaría o la del político listillo que comete desfalco. Pero de ahí a que te coja un ataque de angustia al saber lo de la pileta compartida con el etarra, media un abismo. Los terroristas no suelen ir a hacerse unos largos en la piscina de la urbanización con la dinamita adosada a la cintura, señora mía, porque darían el cante y porque además chafarían el material, y ni una ni otra cosa les interesa a ellos, mas sí al grueso de la sociedad, y aquí retomo el tema de la moral, tan diferente para unos y para otros, según criterios y formas de ver el mundo. Que el terrorista más retorcido ejerza de profesor de ética no veo que aporte gran cosa a nuestra moral colectiva. Por perverso que pueda resultarnos el escenario, ambas cosas son perfectamente compatibles. Al menos mientras aceptemos con anodina inacción que puedan celebrarse corridas de toros asumiéndolas como eventos benéficos, entiéndanme.

Por momentos a uno le asalta la razonable duda de si acaso el mundo del periodismo no estará siendo víctima de un inadvertido proceso de esclerotización creativa –que en cualquier caso espero reversible–. Porque simplemente no se comprende que, con la que está cayendo, algunos se queden todavía mirando al dedo de quien señala las estrellas.
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© octubre 2009
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lunes, 14 de septiembre de 2009


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GAZAPOS
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Traigo esta vez a colación un programa sobre cine que emite semanalmente desde hace años el segundo canal de la televisión pública vasca. Seguro que algunos de ustedes lo siguen con fidelidad, porque las pelis que emiten suelen ser entretenidas, y además porque como previa nos regalan de paso una producción extra donde lo mismo hablan de la vida amorosa de actores y actrices que nos cuentan las increíbles vicisitudes por las que pasó el rodaje de tal o cual filme. Estamos ante el típico espacio para cinéfilos incondicionales que –opinión muy personal–, sin ser excelso, aprueba con holgura.
Pero hete aquí que hace algunos programas su presentador se adhirió a la siempre agradecida fórmula de los gazapos en el séptimo arte. Sí, me refiero a esas incomprensibles meteduras de pata que se dan hasta en las mejores familias, incluidas las superproducciones hollywoodienses, donde invierten sumas astronómicas en detalles de vestuario y luego se les escapa que el conductor de la cuadriga luce un mareante rolex en su muñeca izquierda. Y como complemento, nos ofreció el bueno de Félix otro subespacio, éste dedicado a las capitales vascas como escenario natural de películas extranjeras. (Ya llegamos al meollo del artículo, no se impacienten). Cuando le tocó el turno a Gasteiz (la tercera por orden de aparición, seguro que cosas del azar, ningún mal pensamiento), el presentador nos ilustró, encantado de la vida, sobre el lugar del rodaje, un céntrico punto de encuentro conocido por locales y foráneos: la Plaza de la Blanca. [¿¡!?] Y por si no había quedado claro –sabido es que en periodismo el subrayado resulta fundamental–, Félix lo afirma hasta en cuatro ocasiones, lo que como mínimo demuestra que quien hablaba no tenía ni repajolera idea de cuál era el verdadero nombre del citado lugar. Y no satisfechos, aparece sobreimpresionado en la pantalla coronando una postal ad hoc, para rematarlo. De hecho, la página web de la cadena lo tiene así colgado a la hora de escribir estas líneas. Siendo vitoriano de nacimiento y no habiendo residido jamás en otra ciudad que no sea ésta, confieso avergonzado desconocer a qué plaza se refería el presentador. Que yo sepa, ningún rincón urbano por estos lares tiene asignado tal nombre; no desde luego la explanada que aparecía en blanco y negro como fondo de las imágenes de la película en cuestión. Bien es cierto que pudiera tratarse de una cerrazón personal del presentador (en cuyo caso debería cesar en su función), que quizá no haya visitado nunca la ciudad y hasta es posible que no tenga interés alguno por abonarse al mínimo rigor que en teoría se supone ha de caracterizar a todo periodista, sea éste excelente o mediocre. Pero uno entiende que estos programas tienen un amplio equipo detrás, y que si no es uno será otro quien corrija los errores cuando se producen, porque humanos somos todos. ¿Nadie advirtió raro el nombre de la plaza donde se reúnen año tras año cincuenta mil almas para compartir el inicio de cierto evento festivo televisado en directo por la misma cadena de la que hablamos?

Cuando de despropósitos se trata, conviene encuadrar los hechos en su escenario. Porque no estamos hablando de remotas zonas del planeta, de una ciudad perdida en el medio oeste de Manchuria, o de cierto poblacho aborigen en la ya de por sí ignota Australia. No. Hablaban de la capital de un país pequeñito del sur de Europa, la misma capital y el mismo país que le paga al susodicho religiosamente a fin de mes su sueldazo con el dinero de todos y todas.
Tómese cada cual los hechos según le parezca, pues libres somos todos para que nos parezca bien, mal, o por el contrario nos deje indiferentes. Pero yo me niego a aceptar que la cosa se quede en mera anécdota. Son muchos años, uno se va haciendo –si no viejo– mayor, y aprecia que ciertas realidades no cambian demasiado con el paso del tiempo. Esto viene ya mascadito, pues no será la primera vez que a las cuadrillas de blusas las llaman “peñas” y que a nuestras fiestas patronales las rebautizan sin permiso de los interesados con el nombre de “Semana Grande”.
Es en ocasiones como ésta cuando me viene a la memoria un viejo amigo que dejó de serlo –por razones que no viene a cuento relatar–, quien a veces gritaba puño en alto un sonoro Gora Araba askatuta!, y al que yo no conseguía entender tan extraño comportamiento. El hecho es rigurosamente cierto, pero tómenlo como una broma a efectos del presente artículo.

¿Que cuál es el problema? Pues miren, a fuerza de ser sincero y tratándose como se trata de los hermanos del sur, al parecer ninguno. Porque –llámenme suspicaz– me niego a creer que la misma cadena y el mismo espacio se atrevan a hablar de la Calle Mayor refiriéndose a cierta arteria principal de la muy noble villa vizcaína, o de la Playa de Concha si de nominar el litoral donostiarra se trata. Porque aquí nos conocemos todos. Es lo que tiene vivir en un país tan pequeñito.
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© septiembre 2009
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sábado, 29 de agosto de 2009


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BOGSIDE 69

Quizá sea el del sesenta y nueve el verano más excitante en la memoria colectiva de la comunidad infantil de Bogside, el barrio católico extramuros de Derry, allá en la lejana Irlanda del Norte. En la mente de la chavalería, a la increíble llegada del hombre a la luna se unió semanas más tarde la revuelta de sus padres y sus hermanos mayores. Un largo y cálido verano para recordar el resto de la vida.

Muchos de los entonces niños de Bogside tuvieron que reunirse en casa de algún familiar más o menos solvente para presenciar en directo uno de los hitos de la humanidad, o al menos así vendían la hazaña los americanos: pisar la superficie lunar, algo que no pocos atribuyeron al típico montaje cinematográfico yanki en su obsesiva carrera espacial contra los rusos. En los barrios protestantes de Derry la realidad era sustancialmente distinta, pues el nivel económico de sus vecinos les permitía, entre otras cosas, tener televisor en la mayoría de los hogares. Nacer en una u otra comunidad marcaba en buena medida el estatus de sus miembros, como pasaba de hecho en muchas otras partes del mundo y aún hoy sigue aconteciendo en según qué rincones. Quienes permanecían hipnotizados ante la pantalla viendo a aquellos tipos enfundados en grotescos trajes de buzo ni sospechaban que apenas unas semanas después ellos mismos serían protagonistas de los noticiarios.
A mediados de agosto estalló la furia de la comunidad católica de Bogside, y la revuelta duró tres días. Los adolescentes recibieron un curso rápido sobre fabricación de cócteles molotov en las azoteas de los edificios, y desde allí mismo los lanzaban con sorprendente destreza a una policía atónita y semiderrotada. Había que ver a los agentes, sudosoros y humillados, sentados por grupos en las aceras recobrando el aliento. Los mismos agentes que minutos antes se enfrentaban a pedradas con la turbamulta civil, en ocasiones hasta que ésta les hacía retroceder y salir por pies, componiendo un escenario entre surrealista y cómico. A veces se reserva el calificativo de “románticos” a ciertos enfrentamientos físicos entre humanos. Hay quien afirma que acaso fue la Guerra Civil española la última lucha romántica del siglo XX. Supongo que se trata de una de esas reflexiones efectistas a las que tan aficionados son historiadores y analistas políticos. Quizá quepa incluir en la lista a Cuba, a Nicaragua, al mismo Ulster.
La que con el tiempo acabó siendo conocida como Batalla de Bogside supuso con toda seguridad el comienzo oficioso del terrible conflicto que enfrentó durante tres décadas a católicos y protestantes en Irlanda del Norte a través de un sinfín de grupos armados que decían defender los intereses legítimos de sus “representados”. (En inglés el conflicto se conoce como The Troubles, burlesco eufemismo para una locura que se cobró más de tres mil quinientas vidas). Con todo, y a pesar de su inusitada virulencia, la batalla no se saldó con muertos, aunque sobre el terreno fue de facto el preludio de un conflicto que despertó interés –cuando no abiertas simpatías hacia uno u otro bando– en medio mundo al principio, y que acabó derivando en lo más parecido a un chapucero ajuste de cuentas en los sórdidos arrabales de las ciudades. La refriega de Bogside nos regala imágenes impagables: ciudadanos de chaqueta y corbata apedreando a las fuerzas del orden, mujeres insultando a los agentes a apenas unos centímetros de su cara hasta obligarles a mirar hacia otro lado, los mismos policías saltando cuales ridículos guiñoles para evitar que los cantos les golpearan las piernas… Los niños que antes mencionaba encantados de la vida entre los cascotes y los camiones calcinados, convertidos éstos en improvisados toboganes. Una jovencísima Bernadette Devlin rodeada de micrófonos a la puerta de su apartamento ofrecía una espontánea rueda de prensa. El conjunto de todas esas imágenes constituyen –creo– todo un homenaje a la más absoluta irreverencia. Fue en Bogside donde el ejército británico intervino por primera vez durante el conflicto, y allí se cimentó de hecho una parte sustancial del sentimiento nacionalista católico, porque sabido es que hay ideologías que florecen a base de palos y botes de humo.

En los días posteriores, retiradas ya las “fuerzas del orden”, Bogside se convirtió en un feudo inexpugnable del IRA –como lo fueron durante años otros barrios de Belfast hasta que Londres puso en marcha la Operación Motorman–, cuyos miembros patrullaban las calles metralleta en ristre, anónimos tras las capuchas, parando a los automóviles en los check-point de ciertas calles para identificar a sus ocupantes. Era obvio que la población local se sentía más segura mostrando su carné al vecino armado que al policía de la RUC, cuerpo hacia el que a partir de los sucesos de agosto la comunidad católica norirlandesa forjó un odio perenne que solo se diluyó con su propia desaparición física, hace no tantos años. Las mujeres de aquel verano en Bogside dejaban por la noche las puertas de sus casas abiertas, por si las cosas se complicaban y los resistentes tenían que hacer uso de ellas para refugiarse. Incluso algunas tenían el detalle de dejar en la salita todo lo necesario para que los chicos se prepararan en un momento dado un reparador café, o un té. Luego, con el tiempo, todo derivó en carnicería, como suele acontecer casi sin excepción cuando intervienen seres humanos.

Siempre hubo quien se esforzó machaconamente en establecer paralelismos entre los conflictos norirlandés y vasco. Yo no soy experto en el tema, desde luego, pero los números a veces nos echan una mano en esto de evaluar realidades. También se conmemora este verano un aniversario redondo, en este caso el de cierto grupo terrorista sureuropeo que, viendo la luz diez años antes de Bogside, persiste en su carrera hacia la nada más de una década después de Stormont. Hagan cuentas.
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© agosto 2009
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lunes, 27 de julio de 2009



MARSALIS, LLACH

El músico de jazz Wynton Marsalis acaba de recibir con todo el boato que la ocasión requiere la medalla de oro de la ciudad de Vitoria. Yo ni entro ni salgo en el tema del merecimiento de tan ilustre galardón, pues es éste un terreno resbaladizo como pocos, de tal suerte que lo que para unos es de pura justicia para otros supone un completo despropósito. Se concede la medalla a Wynton por su al parecer “larga e intensa” relación con Gasteiz. Hasta donde yo sé –y puede que mi desinformación sea oceánica–, el artista nos ha visitado cada vez que se le contrató para participar en el festival de julio, cobrando una pasta, seguro que merecida, tampoco ahí entro. Y el premio se lo lleva particularmente por haber compuesto una obra dedicada a la ciudad, y que se supone hará las veces de embajadora local a lo largo y ancho del planeta. Dicen que de ilusiones vivimos, y quizá sea cierto.
Si acaso hasta este preciso punto todo viene a ser razonablemente correcto, reconozcamos que a partir de aquí la cosa empieza a atufar a corrección política aderezada con la consabida dosis de catetismo al que tan aficionados somos por ciertos lares. Porque convengamos que sin suite no hay medalla, al menos estaremos de acuerdo en eso. No exploraré demasiado el terreno íntimo de la composición en sí misma, pero sepan ustedes que tras ella anida una historia plagada de anécdotas, muchas de las cuales no merecerían desde luego el calificativo de “dignas”. (Los periodistas de investigación tienen ahí un magnífico terreno abonado, aunque bien es cierto que desde arriba harán todo lo posible por aferrarse al conocido aforismo que aconseja a los profesionales de la comunicación no dejarse seducir por la verdad si ello les chafa una buena noticia). Y mucho me temo que la noticia empieza y acaba en el protocolo desplegado para la entrega del premio, pues hasta el grupo oficial de maceros flanqueaba al trompetista en su paseo camino del altar. Añadamos a la escena el correspondiente baño de autoestima consistorial, y el reportaje está servido. Quizá nunca un premio tan gordo fue tan barato.

Apenas difundida la noticia con cuentagotas por un telediario entre sombrío y cutre, el también músico Lluís Llach se colocaba rabioso al piano para componer una de las obras más contundentes del último cuarto de siglo: Campanades a morts. Hablaba de tres jóvenes que acababan de ser ametrallados y muertos por la policía franquista en una ciudad de provincias donde nunca pasaba nada. La desaparición física del dictador apenas tres meses antes no había despejado las dudas sobre el futuro de todo un país tras décadas de férreo totalitarismo. Desde entonces, Llach siempre tuvo una estrecha vinculación emocional con Vitoria, en este caso natural y serena, sin encargos forzados ni interpretaciones extravagantes sobre qué se supone debería reflejar en su obra. El réquiem del compositor catalán sale del corazón y de la víscera, que acaso son la misma cosa cuando la cólera toma el sitio a la razón. Cada vez que Lluís visitó nuestra ciudad para ofrecer un concierto reservó un lugar especial a Campanades. No podía ser de otra forma. Recuerdo que hace muchos años, durante un recital en el viejo pabellón de Mendizorrotza, se fue la luz de repente, y los más agoreros afirmaban que era la policía –ya entonces Nacional– quien intentaba abortar el acto reivindicativo. La gente se puso nerviosa, y seguro que no exagero si digo que fue él quien más conservó la calma, curtido como estaba en mil batallas de escenario. Pasados treinta años desde los trágicos sucesos, Llach dio por concluida su etapa profesional pública, y con tal motivo se rodó un documental sobre su vida. Decide entonces vertebrarlo a través de los hechos que hicieron brotar aquella noche de principios de marzo su obra maestra. Todo un detalle hacia quienes aún esperan que se reconozcan los acontecimientos como lo que de verdad fueron: un crimen de Estado, como el mismo Lluís reconocía durante el inolvidable concierto del Buesa Arena. En realidad, él utilizaba el término terrorismo para etiquetar lo que sucedió entonces, y no seré yo quien le corrija una sola letra.

Nunca hubo medalla de oro de la ciudad para Lluís Llach, ni se la espera. Es lo que tiene la cosa esta de los reconocimientos oficiales, que están diseñados y dirigidos con calibre de precisión para satisfacer algunas de las necesidades más mezquinas del alma humana. Uno no es precisamente entusiasta de condecoraciones, pero, ya que están, no sería mala cosa que se establecieran unos criterios mínimos para merecerlas, evitando así que se las lleven quienes apenas son capaces de señalar con el dedo en un mapamundi la posición exacta de la ciudad que besa sus pies.
Llámenme estúpido romántico, pues algo de ello hay, pero soy de los que piensan que solo cuando determinadas personas reciban lo que en justicia merecen –incluso uno de esos pomposos medallones–, habrá saldado cuentas pendientes con su propia historia reciente nuestra querida Gasteiz.
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© julio 2009
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sábado, 4 de julio de 2009



QUE SE JODAN

El mero hecho de que una parte significativa de los medios escritos que reciban este artículo decidan no publicarlo por el rudo título que lo encabeza es ya una muestra diáfana de que, o bien hemos perdido definitivamente la razón –en el más que improbable caso de que alguna vez la tuviéramos, pues hay vacas sagradas que cobran una pasta por taco escrito, ustedes lo saben tan bien como yo–, o de que hemos tocado techo, y esto último constituye en sí mismo un signo de esperanza. Pero a lo que vamos.
Quiero hacerles partícipes esta vez de la indignación que me corroe desde que hace unos días comprobé el pábulo que cierta televisión pública española daba a una de esas fiestas patrias en las que un animal tiene el dudoso honor de convertirse en protagonista sin que nadie le haya consultado. No me pregunten dónde era ni qué santo celebraban. Ni lo sé ni me importa. Hablo de uno de esos programas idiotas e idiotizantes, todo en uno, donde lo mismo te orientan sobre cómo hacer unas patatas bravas que te informan sobre violaciones múltiples (también todo en uno, parece que la fórmula funciona). La presentadora, maquillada hasta las cachas y con sonrisa superglú, animaba histérica a los telespectadores para que participasen en la fiesta, a pesar de lo arriesgado de la empresa, ojo, porque hay que ser muy, pero que muy aguerrido para ponerse delante de un morlaco de quinientos kilos psicológicamente derrotado, jadeante y ensogado de la testuz, un animal que no entiende nada de lo que sucede y que no alcanza a ver qué es lo que ha hecho mal para merecer tal castigo, tranquilo como él estaba hasta hace tres días en el campo, con sus compañeros. Solo un héroe es capaz de tal hazaña: acosar en masa a un reo condenado a muerte. Veintiún heridos, uno de ellos grave. Es lo que subrayaba la presentadora, sin que en la cifra incluyera por supuesto al pobre animal, ése no cuenta en el cómputo. Ignoro si es a eso a lo que se refieren con el tan traído y llevado “rigor informativo”.

Que se jodan. Con esta lapidaria expresión resumía su ánimo una amiga a la que le hacía partícipe de mi congoja. Que se jodan los veintiuno –incluido el grave– y cuantos con su pasividad permiten estos actos de terrorismo lúdico, sean concejales, fachas de bigotito o progres de vitrina, porque mi amiga hace ya mucho tiempo que no distingue unos de otros. Ella es una vieja militante por los derechos de los animales. Digo vieja en tanto que lleva media vida dejándosela por ellos, los más indefensos entre los indefensos, las víctimas con mayúsculas de este santo país. (Si usted cree que le ha tocado el peor boleto por ser mujer o cargo público amenazado, consuélese pensando en que al menos no es toro, o gallina, o galgo, o burro, o cerdo).
“Y que quede claro que aquí al toro no se le maltrata”, manifestaba ufana en rueda de prensa improvisada una doña que pasaba por allí y decidió erigirse en portavoz oficial del populacho. “Aquí, de maltrato, nada”. Usted es boba, señora, déjeme que se lo diga. Usted tiene que ser rematadamente tonta si llega a la conclusión de que un animal pacífico por naturaleza, sacado de su entorno, llevado ante la masa vociferante, amarrado por los cuernos –su defensa natural–, acosado hasta la extenuación y ejecutado finalmente a tiros, no supone un claro caso de maltrato. Usted ha de ser por fuerza imbécil si tras este cúmulo de hechos incontestables decide solita que no, por favor, qué cosas tiene la gente, que al toro no se le maltrata. ¿Qué nos está pasando? ¿Qué demonios nos está sucediendo a los humanos? Los mozos de las peñas, el alcalde, el comandante en jefe de la Guardia Civil y hasta la mujer mencionada, pobrecita mía, podrían al menos defender el linchamiento recurriendo a la tradición, al arte, a la cultura, todos unos clásicos de la estulticia intelectual en la que parecemos estar sumidos. Incluso podrían rescatar para la ocasión el impagable “más sufro yo cuando voy a trabajar”. Incluso ése valdría, abandonados al desvarío mental. Pero afirmar que no se le maltrata nos retrotrae al punto más nebuloso de nuestra historia evolutiva. ¿Por qué hay que pagarle a los agresores heridos un solo punto de sutura? ¿Por qué administrar a esa gente un solo centímetro cúbico de sangre ajena para compensar la pérdida de la propia? ¿Es que acaso se preocupan ellos por la que empapa el cuerpo de sus víctimas? Preguntas de este pelaje me regalaba mi amiga animalista cuando le contaba lo ocurrido, y créanme si les digo que no tengo claro si acabé por apoyarla en cuanto al contenido de su monólogo, mas sí en la esencia de su mensaje, que no era sino desesperanza. Que se jodan. Una vieja y correosa activista que en su día escribió cientos de meticulosos artículos tratando de diseccionar cada una de las razones aducidas por los contrarios para refutarlas, que arrebató perros a sus dueños legales para buscarles una vida mejor, que pasó sus horas en el calabozo por manifestarse ante una plaza redonda, ha acabado derrotada, igual que el toro ensogado que vi en la pantalla de la televisión, para terminar rubricando con un sonoro que se jodan, que a un servidor le sonó a epitafio ideológico.

Me ha cogido el arrebato. A cierta edad hay cosas que no se pueden evitar, supongo. En estos momentos sigo siendo incapaz de arrepentirme de nada de lo que acabo de escribir. Es lo que tiene la indignación. Pero, ¿saben ustedes lo malo, lo peor de todo esto? Lo malo es que se me acabará pasando. Eso es lo peor.
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© julio de 2009
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lunes, 29 de junio de 2009




UNA ENTREVISTA

KEPA TAMAMES: “El holocausto diario al que condenamos a una cantidad ingente de animales nos incapacita en buena medida para condenar otras formas de violencia de las que somos víctimas nosotros mismos”
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por Javier Montilla
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Apenas unas horas después de su nacimiento, Marilyn Monroe aparecía muerta en su apartamento de Los Angeles. Confiesa que durante años le torturó la idea de que ambos acontecimientos pudieran estar ligados en una suerte de “causa-efecto”. Pero Kepa Tamames es más que una causa-efecto. Es uno de los ensayistas más influyentes en nuestro país en cuanto a los derechos de los animales. Hace apenas unas décadas, éste era un tema marginal tratado sólo por algún filósofo solitario. Sin embargo, la llamada cuestión de los animales ocupa hoy un espacio cada vez mayor en los mass media. Realidades como la práctica de la caza deportiva, las corridas de toros, el empleo de animales para comida o su exhibición en circos y parques zoológicos han comenzado a generar un serio dilema moral difícil de ignorar. Algunos pensadores afirman que el siglo XXI será el de los animales, y es muy probable que este libro ocupe un lugar destacado en el debate. Y Kepa Tamames lo hace sin pelos en la lengua.

Activista por los derechos de los animales desde 1986, es autor de numerosos artículos de opinión sobre el binomio “ética y animales”. Ha dirigido varias campañas de concienciación social desde diferentes colectivos. Cofundó en 1993 la Asociación para un Trato Ético con los Animales (ATEA), de la que es en la actualidad presidente.

Forma parte del equipo consultivo del Gobierno Vasco en materia de protección animal, y ha dirigido diversos proyectos en este campo para la citada administración autonómica, como son la elaboración de contenidos de una página web temática, el diseño de una Guía de buenas prácticas dirigida a Ayuntamientos, Ertzaintza y EITB, la tutoría de una beca de temática proteccionista, o la coordinación de las I Jornadas Vascas de Protección Animal, cuya segunda edición prepara en estos momentos.

Ha publicado de la mano de Lucía Etxebarria Tú también eres un animal, un ambicioso proyecto editorial considerado la primera guía argumental para la defensa teórica de los animales.


Rosa Montero afirma que un pensamiento independiente es un lugar desapacible y solitario. ¿Los activistas por los derechos de los animales podrían encuadrarse en esta opinión al ser una lucha entre David y Goliat?
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Obviamente nos enfrentamos a una lucha desigual en cuanto a recursos (aunque anima pensar que su resultado pueda ser el mismo que en el pasaje bíblico). La cuestión no es tanto que resulte desigual como que resulte justa. Y la causa animalista lo es más incluso que casi cualquier otra, por cuanto el estatuto moral de los animales aúna dos factores cruciales: son inocentes y están indefensos. Los activistas por los derechos de los animales no han elegido ni las condiciones ni el campo de juego. Digamos que el escenario les ha venido dado, y ciertamente no es una lucha fácil. Pero debemos afrontarla con el arma más poderosa que poseemos: la verdad.
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¿Los beneficios terapéuticos para el hombre justifican la utilización de animales para experimentación?
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No, a menos que queden por igual justificados si se recurre a modelos humanos. Entiendo que el ideario animalista se nutre de muy pocas ideas de partida, pero éstas se muestran muy vigorosas: una de ellas es la que afirma que todos los sufrimientos son iguales (en cuanto que indeseables para las víctimas), por encima de cuestiones como a qué especie se pertenece. Mientras alguien no consiga noquear con solvencia esta base argumental, colocar a los animales por debajo del hombre será injusto. El fenómeno de la experimentación con animales pivota sobre dos realidades que no podemos soslayar: la eficacia metodológica y la cuestión ética. La primera presenta importantes grietas en su estructura argumental, como ha quedado demostrado a lo largo de la historia y sobre todo dicta el sentido común. Además, es inopinable que usando seres humanos (incluso en las mismas atroces condiciones en que mantenemos hoy a los animales) obtendríamos datos más fidedignos y a mayor velocidad. ¿Qué nos lo impide?: la ética. Pero una ética homocéntrica, en sí misma no más plausible que otra de naturaleza “androcéntrica” o “blancocéntrica”, si se me permiten las expresiones. Esta vía nos lleva a la cuestión del dolor que mencionaba. Al final, la esencia de la vivisección como fenómeno es un estúpido intercambio de dolor por dolor, del que provocamos a la cobaya para –supuestamente– aliviar el del humano. Y luego queda pendiente el fleco de la responsabilidad que tenemos que asumir en nuestra calidad de ciudadanos. Pensemos que una parte sustancial de las dolencias que padecemos son fruto directo de la puesta en práctica de actitudes y comportamientos que sabemos nos enferman, como el estrés, una alimentación inadecuada o la ingestión de sustancias tóxicas. Ante un escenario tan grosero, ¿de verdad creemos que nos asiste el derecho de hacer pagar a otros nuestras irresponsabilidades?


Usted afirma que el altruismo no suele enriquecer al que lo practica. ¿Vivimos en una sociedad en que el altruismo es una utopía?

Por fortuna no se trata de una utopía, pues una parte significativa de la población lo practica en algún grado. Es un valor, como lo ha sido siempre. Y una esperanza ante tanta miseria. Hacer el bien por la propia satisfacción moral de hacerlo es de las pocas cosas que nos quedan a los humanos en nuestra condición de animales éticos. Por supuesto que actuar de manera justa no es rentable económicamente, pero ¿quién lo desea? En un mundo materialista hasta lo obsceno, deberíamos conceder mayor importancia a virtudes en crisis como la solidaridad, lo que de verdad supone irse a la cama con la conciencia tranquila. Supongo que eso no tiene precio.
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El trato a los animales es un buen indicador de la madurez moral y del desarrollo ético de una sociedad, decía Gandhi. ¿España está a años luz?

No somos precisamente el paradigma de la consideración hacia los animales, pero tampoco es cuestión de rasgarse las vestiduras, entre otras cosas porque los animales saldrían perjudicados. El trato a los animales constituye una asignatura pendiente en la sociedad humana en general, y no solo en la española. El holocausto diario al que condenamos a una cantidad ingente de animales nos incapacita en buena medida para condenar otras formas de violencia de las que somos víctimas nosotros mismos. Con frecuencia, ni los propios animalistas son conscientes de la verdadera dimensión que alcanza su lucha. Nada que la comunidad humana haya cometido en algún momento de su historia evolutiva resulta tan execrable como la violencia institucionalizada en que ha convertido su relación con los animales. Por eso la reflexión de Gandhi es tan pertinente. A mí también me cautivaron siempre las palabras de Kundera en su maravillosa obra La insoportable levedad del ser, donde piensa en voz alta sobre la verdadera esencia de la bondad humana, que él identifica en la relación con los que no representan fuerza alguna, con quienes no pueden defenderse, con aquellos que se encuentran a su merced: los animales. Creo que todo lo que cabe decir sobre nuestro comportamiento con ellos bien puede derivarse de este pensamiento.
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Usted se refiere a la situación actual de muchos animales como un holocausto del siglo XXI. ¿Resulta comparable en cierta medida al holocausto nazi?

Desafortunadamente para los animales, su holocausto es notablemente peor, y esto es así con independencia de que lo afirme yo o cualquier otra persona. Se calcula que un número no inferior a tres mil animales mueren cada segundo a manos del hombre por motivos triviales que tienen que ver con los espectáculos, con la experimentación, y sobre todo con la comida. A mí me resulta objetivamente imposible digerir esta cifra, y pienso en la irrepetibilidad de cada uno de esos seres, convertidos en simples números diluidos por la estadística. Asumo el descenso hasta el individuo como una obsesión. ¡Tres mil cada vez que pronunciamos tres mil! Mientras respondo a esta entrevista tengo a mi lado a Koska, la perra con la que convivo desde hace casi doce años, y me desazona pensar en su desaparición física. Pero al menos me consuela saber que su vida es digna, como supongo es la mía. Cuando ni ella ni yo estemos aquí, la gente podrá decir que nuestras vidas fueron en general experiencias agradables, donde el fiel de la balanza se inclinó hacia lo positivo. Nada de esto puede afirmarse de cada uno de los protagonistas que se ocultan discretos tras la demoledora cifra que mencionaba. Hablaba antes de Milan Kundera, y rescato ahora a Isaac Bashevis Singer, otro escritor centroeuropeo, quien afirmó por boca del protagonista de su cuento El escritor de cartas que, respecto a los animales, todos los humanos somos nazis, y que hemos acabado convirtiendo sus vidas en un eterno Treblinka. Singer sabía de qué hablaba.
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¿El toro de lidia es una raza o una aberración genética?

No tengo ni idea, y un más que discreto interés por saberlo. En cualquier caso, creo que ni siquiera se trata de una raza como tal. Determinados toros son “de lidia” porque los destinamos a ello. Así de simple. Pero en Coria son “toros diana”, por motivos que supongo no es necesario explicar. Y en caso de suponer una aberración genética, no lo serán en mayor grado que nuestros queridos perros. Ni a Koska ni a mí nos importa que ella sea una aberración de esas (quizá lo sea yo mismo), sino que podamos llevar unas vidas razonablemente satisfactorias. Imagino que los deseos de un toro no pueden ser muy distintos.


Algo no funciona en este país cuando sectores de la población reprenden más a los que defienden a los animales que a los maltratadores o matadores (en el caso de los toreros) que llenan páginas y cuñas de radio en los medios audiovisuales como héroes. ¿A qué lo atribuye?

A nuestro estrepitoso fracaso como especie. Suelo decir que una de nuestras características es que nos pasamos media vida recreándonos en la sacrosanta racionalidad, y la otra media demostrando lo contrario. La estupidez mental que nos caracteriza ha alcanzado cotas oceánicas. Hemos acabado actuando como guiñoles, sin percatarnos siquiera de que son nuestras propias manos las que manejan los hilos. Todo esto es tan absurdo como parece, y los ejemplos que usted expone lo atestiguan, en referencia a la actitud que adopta muchas veces la gente en ciertos temas. Parece claro que aquí lo que se premia es la inacción, la pasividad, o incluso la violencia hacia los más débiles, en lugar de señalar con el dedo al que actúa de forma incorrecta. Ni siquiera somos capaces de identificar el bien del mal, y eso nos coloca al borde del abismo. En cualquier caso, y por aportar unas gotas de optimismo, diré que es precisamente este panorama sombrío el que ha de servirnos de acicate. No hay otra. Quedarnos cruzados de brazos nos convierte en cómplices, y no debemos olvidar que ése es un rol necesario a la hora de perpetrar cualquier crimen.


El toreo es una tradición, dicen los taurinos. Pero la ablación del clítoris en determinados países de África o el circo romano también son o fueron tradiciones y no tienen justificación. ¿No le parece?

Claro que sí. La recurrente terna tradición-cultura-arte parece constituir una base sólida para la defensa de según qué realidades lesivas para los animales, y apenas pasa de ser un frágil castillo de arena. Nunca me he opuesto a que las tres cosas sean ciertas (lo que me ha granjeado ciertas antipatías que consigo sobrellevar, dicho sea de paso), incluida la cuestión del arte. Cualquiera de estas cuestiones no es ni buena ni mala. Alguien lo reduciría a un escueto “depende”, y me parece un buen resumen. Usted menciona con tino la mutilación genital femenina, pero la lista de ejemplos de tradiciones que son al mismo tiempo ignominias es deprimente. Yo creo que cuando se abrazan cosas tan gruesas –por minimalistas– como la justificación de algo por el mero hecho de ser tradicional, sus responsables exhiben un cierto de grado de maldad, pues me resulta difícil admitir que incluso los taurinos se crean razonamientos de este pelaje. Sucede que a veces, cuando todo lo demás falla, nos agarramos a un clavo ardiendo para seguir disfrutando de nuestras prebendas, y es entonces cuando el tejido argumental se resiente. Imagino que, en cualquier caso, supone una excelente señal. Soy de los que piensan que cualquier victoria ética ha de pasar indefectiblemente por dos fases: la teórica y la fáctica. En cuanto al tema que nos ocupa, la primera hace ya mucho que tiene un claro vencedor, y son los animalistas. La segunda será su consecuencia lógica, pero por desgracia no vendrá de manera inmediata.


Algunos intelectuales afirman que los animales no pueden tener derechos por cuanto no disponen de obligaciones.

Lo que entonces tenemos que concluir es que el propio término “intelectual” se encuentra severamente devaluado. La cuestión de los derechos es tan complicada como decidamos que sea. Un derecho es ante todo una herramienta moral y solo eso. Podemos conceder derechos a lo que nos venga en gana (aunque conviene que nuestra decisión esté apoyada por una mínima racionalidad). La vinculación entre derechos y deberes existe, naturalmente. Lo vemos cada día en multitud de ejemplos de los que somos protagonistas. Nos asiste el derecho a ver un concierto si hemos satisfecho la obligación previa de pasar por taquilla, o a votar en unas elecciones si pertenecemos formalmente a esa comunidad política. Estamos hablando entonces de los “derechos condicionados”, que existen, ya lo he dicho, pero que no son los únicos. No exigimos a los niños recién nacidos ninguna contraprestación para que les sean reconocidos derechos tan plausibles como el concerniente a la integridad física. A nadie se le ocurriría –espero– afirmar que los bebés humanos no tienen derechos porque son incapaces de satisfacer determinadas obligaciones (en realidad, ninguna). En tal sentido, los animales son sin duda bebés humanos. Empeñarse en vincular ambas cosas no pasa de ser un acto deshonesto con el poco virtuoso objetivo de hacer coincidir nuestros deseos con nuestros intereses más mundanos. Pero eso es algo que nos deja muy lejos de la racionalidad bien entendida. Al final, que concedamos derechos a quienes se beneficiarán de ellos es un simple ejercicio de generosidad moral. ¿No le parece?
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© junio 2009
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(*) Junto con los ornitorrincos –y por razones que no procede desvelar aquí–, los periodistas constituyen sin duda una de las comunidades zoológicas más extrañas que conozco. Sin embargo, fue un placer contestar a este cuestionario que me envió el periodista y escritor Javier Montilla, debido sobre todo a sus preguntas juiciosas y directas (me encantaría poder decir lo mismo de las respuestas). Generalmente las entrevistas sobre la llamada “cuestión de los animales” suelen estar plagadas de interpelaciones entre surrealistas y kafkianas. Hablo de mi experiencia personal, pues cada cual tendrá la suya. Pero puedo contar con los dedos de una mano las que a lo largo de casi veinticinco años me parecieron simplemente razonables. Ésta es una de ellas, y por ello la he elegido.
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viernes, 12 de junio de 2009


GENUINAMENTE FALSOS

Desconozco si los hechos han trascendido fuera del País Vasco, y en qué medida, pero diré para quienes no estén al tanto, y de forma telegráfica, que habrá transcurrido como medio año desde que algunos de los hallazgos más valiosos y espectaculares del a su vez mayor yacimiento romano de Euskadi fueran declarados “genuinamente falsos” –ustedes me permitirán el oxímoron–. Alguien manipuló a sabiendas cerámicas y litografías para que parecieran lo que no son: antiguas y euskaldunes. Las autoridades en particular y la sociedad civil en general apenas habíamos conseguido superar el sonrojo de Zubialde (la cueva alavesa plagada de supuestas pinturas rupestres prehistóricas que resultaron ser un burdo taller de manualidades), recién estrenados los noventa, cuando el cruel destino nos depara nuevos episodios fraudulentos de similar pelaje.
Pero llegados a este punto, y como quiera que el desaguisado parece no tener ya remedio, podemos sondear a mi juicio fundamentalmente dos vías: o nos quedamos en la pura descripción (a veces simple anécdota, chascarrillo menor), o lo aprovechamos y tiramos un poco más del hilo. Yo entiendo que son este tipo de experiencias las que precisamente nos colocan en nuestro sitio, las que nos orientan sobre el estatus moral que de verdad merecemos, muy alejado del que con tesón franciscano tratamos de urdir en beneficio exclusivo de nuestro insaciable ego. Es por ello que no creo que debamos abrirnos las carnes por haber sido de nuevo protagonistas de un comportamiento tan antiguo como la misma Humanidad. Hablo del engaño, de la estafa, del timo, elijan ustedes sustantivo, porque mucho me temo que optar por uno u otro no va a maquillar un ápice el despropósito. Y no me refiero ya al hecho en cuestión que ocupó hace no tanto portadas y reportajes en la prensa regional, sino al fraude que supone nuestra especie para el Planeta, una especie orgullosa de sí misma hasta lo ridículo, y que convencida de ello camina arrogante con su naturaleza tramposa cosida a la chepa. (Supongo que una excelente razón para no creer en Dios es que resulta materialmente imposible una peor gestión de sus representados).

La comunidad científica siempre puso especial empeño en reunir el mayor número posible de características que avalasen nuestra distancia abismal del resto de los animales, y apenas consiguió justo lo contrario. Se trata con frecuencia de los mismos científicos que reciben subvenciones mareantes para mandar cohetitos a remotos planetas donde ya sabemos que habita la nada, mientras en nuestra casa nos corroe la miseria y la muerte sin que ello consiga revolvernos el estómago. Los mismos que fotografían desde el aire comunidades humanas “salvajes” desconocidas hasta entonces, cuando el verdadero salvajismo –confieso que nunca me agradó el vocablo– consiste en visibilizarlas sin su permiso y hacerlas objeto de estudio, paso previo casi siempre al pillaje de las multinacionales. Aplicamos el marchamo de “falso” a todo tipo de objetos, e incluso a creaciones artísticas, sean pictóricas, musicales o literarias, sin darnos cuenta de que con toda probabilidad somos nosotros mismos la mayor falsificación que la historia evolutiva de la Tierra haya conocido. De momento, y hasta donde yo sé, somos la única especie que se pasa media vida jactándose de su racionalidad, y la otra media demostrando lo contrario con un patetismo deprimente.
Que son falsas, dicen ahora. Estupendo. Años y años de anuncios mediáticos pomposos, de golosas inyecciones económicas –exploren esta vía, interesante como pocas– para concluir que alguien (o álguienes) ha dedicado sus buenas horitas a pintarrajear mosaicos y a poner en práctica sus elementales conocimientos de euskaltegi con el siempre loable objetivo de aportar nuevos datos al estudio de la lengua más antigua del mundo.

Vivimos rodeados de falsedades. La comunidad política nos vende a diario su dosis de falsedad; los mass media falsifican sin cesar nuestras convicciones, haciéndonos creer una cosa por la mañana para desmentirla por la tarde, según intereses que no son en esencia distintos a los que empleaban los neandertales para despistar a la tribu vecina en las artes de caza; los analistas económicos se agolpan ahora ante los micrófonos para declarar que ellos ya veían venir la debacle desde hacía tiempo… ¡Qué poco hemos cambiado en los últimos milenios! Lo que son las cosas: precisamente quienes descubren la sacrosanta evolución biológica son al parecer los menos dispuestos a evolucionar en materia de autenticidad moral. ¿Cuántos imaginan que no se abonarían a la falsificación chapucera si tuvieran la certeza de no ser descubiertos? Hagan cuentas. Alguien acuñó en su día la ingeniosa reflexión de que bien pudiéramos ser nosotros mismos el misterioso eslabón perdido, el desde siempre añorado enlace entre nuestra etapa ancestral y el verdadero ser humano.

Soy usuario habitual del macizo del Gorbea, la mítica montaña vasca, y me hiela la sangre pensar que también ella pueda constituir un fraude de esos. ¿Se imaginan? De momento, he prohibido terminantemente a mi perra Koska escarbar en la zona durante nuestras próximas excursiones dominicales, no vaya a ser que en una de ésas aparezca la capa de cartón piedra con una inscripción del tipo Made in China. De pesadilla.
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© junio 2009
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sábado, 25 de abril de 2009


EL PERRO DE GAZA

Nunca he comulgado con las historias minimalistas de buenos y malos, donde los primeros despliegan su papel de ángeles melosos y a los segundos se les reserva el de villanos sanguinarios. Supongo que, al menos en el caso de los humanos, las cosas vienen a ser bastante más complejas de lo que ofrece un guión como el descrito. A poco que se observe con ojos críticos, la vida cotidiana nos ofrece ejemplos diáfanos de lo que digo, y creo sin atisbo de duda que uno de los más claros lo vimos a principios de año, cuando el ejército israelí tomó la decisión de atacar las ciudades de la franja de Gaza. El mundo comprobó indignado cómo la población civil sufría la ira de su poderoso vecino, cuyas bajas en la refriega se cifraron en un ratio tan exacto como grosero: uno a cien.

Asumiendo la trágica desproporción del ataque –y aquí comienza de sopetón mi incorrección política–, soy de los que prefieren evaluar las cosas desde una perspectiva más general, retroceder unos pasos, un par de kilómetros si es menester, alejarse del cuajarón y de la víscera hasta alcanzar a ver el panorama desde una óptica holística. No me consta que los palestinos, en su condición de tales, sean un ápice mejores que los israelíes. La fatalidad (y unos cuantos factores más, seguro que sí) les ha llevado a representar el papel de parias en esta historia, pero no manejo yo elemento sustancial alguno que me haga pensar en que el ahora sometido se comportara de manera muy diferente con todo a su favor, en una suerte de “intercambio experimental de papeles”. Por lo que al proceloso apartado de “la condición humana” concierne, hay pocas cosas nuevas bajo el sol. Es ciertamente raro el caso del que, siendo primero víctima, no se convierte en verdugo a la que se le presenta la ocasión. La lista de ejemplos se hace interminable. Los judíos, perseguidos hasta la casi exterminación hace apenas setenta años, se erigen ahora en despiadados perseguidores, desarrollando su trabajo con tal saña que han merecido el calificativo de nazis por parte de no pocos analistas políticos. Por su parte, los dirigentes mesiánicos de Hamas prometen el cielo para quien se calce un chaleco de explosivos y active el detonador dentro de un centro comercial, hora punta. Escuché a alguien una reflexión demoledora, según la cual el conflicto arabe-israelí comenzaría a vislumbrar una salida cuando el grado de amor de los palestinos hacia los suyos superara al odio que sienten hacia el enemigo. Yo no lo sé, ni sé si tal hipótesis es merecedora hasta de una cierta comprensión. De lo que no tengo duda es de que un pueblo que asume y ejecuta el degüello de miles de inocentes como una celebración tiene muy atenuada su autoridad moral para condenar los bombardeos, e idéntica reflexión me asalta para con los israelíes que ven amenazada su seguridad cuando un militante yihadista se inmola en el autobús, teniendo en cuenta que la religión judía preceptúa el estado de consciencia en los animales sacrificados para alimento. El holocausto se vive cada día tanto en Tel-Aviv como en Ramala, y los responsables son los ciudadanos israelíes, los palestinos, con sus respectivas clases políticas al frente. Unos y otros aceptan el dolor y la muerte masiva de inocentes para invocar a renglón seguido justicia a la que oyen sobrevolar los aviones sobre sus casas, a la atisban un tipo sospechoso subiendo al tranvía.

Las imágenes captadas por los aguerridos reporteros que se recreaban en los escombros de Gaza City apenas se detuvieron unos segundos en la cabeza de un perro muerto entre los cascotes. Se veía su carita dulce, peluche por un momento, cubierta de polvo por el derrumbe del edificio. Con toda probabilidad se trataba de un perro abandonado a su suerte, o quizá fuera uno de esos desdichados a los que se amarra de cachorro y se le condena a una vida de sufrimiento perpetuo. Para mí, la imagen del perro de Gaza encierra todo lo que de perverso hay en el ser humano, palestino o israelí, americano o vietnamita, qué más dará. El perro de Gaza, apenas un elemento de atrezzo en el informativo, era tan inocente como pudieran serlo los niños aterrorizados que protagonizaban las portadas de los periódicos, quién sabe si los mismos que se olvidaron de él cuando acabaron por aburrirse de sus juegos.
Leía hace no demasiado que uno de los primeros objetivos militares del ejército israelí fue el zoológico de la capital, a cuyos inquilinos forzados mataron en su mayoría para evitar al parecer que la gente recurriera a ellos como alimento llegado el caso. Si el concepto de inocencia puede adquirir en determinados momentos diferentes niveles, sin duda la merecen en su grado máximo los leones y camellos allí encerrados primero por unos, bombardeados por otros después. También los monos y las llamas que compartían –convenientemente anestesiados– el siniestro viaje desde Egipto por los túneles de Rafah con sacos de maíz y palés de armas para una resistencia seguro que justa. Es así como surtían los palestinos de prisioneros el zoológico local, y es más que probable que vuelvan a hacerlo apenas superada la pesadilla.

Los bombardeos acabaron, la gente vuelve a sus casas, o a lo que queda de ellas en muchos casos. Las levantarán de nuevo, reharán sus vidas, llorarán a sus muertos, algunos de ellos apenas bebés, nacerán otros que atarán perros y los condenarán al confinamiento de dos metros de cadena, niños que chapotearán alegres sobre la sangre de los corderos degollados, aún vivos, jovencitos que visitarán de la mano de sus progenitores en una mañana luminosa de domingo el nuevo zoo, mejor incluso que el anterior (quién sabe si tal vez se destine a ello parte de la ayuda humanitaria que reciben desde Occidente). Al otro lado del muro los operarios del matadero, imbuidos en pulcras casacas blancas, preparan los cuchillos para asegurarse un corte limpio en la garganta de los terneros huérfanos, de tal suerte que los rabinos acepten la comida como verdaderamente kosher. La vida continúa…
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© abril 2009
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martes, 3 de marzo de 2009


EL DÍA EN QUE PERDÍ
LA INOCENCIA

Pueden creerme si les digo que el título queda muy lejos de la simple metáfora, al menos en lo que a mi biografía personal se refiere.
¿Cuándo pierde uno la inocencia? Supongo que a esta pregunta cada cual responderá de una manera. Habrá quien la pierda tras una experiencia decepcionante que le abre los ojos, o en medio de un viaje iniciático. Quizá en un burdel barato invitado por un tío legionario. Y habrá quien no la pierda nunca porque nunca le afectó tal cosa. Sobre la edad a la que pueda acontecer este particular hecho, aproximadamente lo mismo. Yo la perdí de golpe a los trece años y medio, en fecha y circunstancias que llevaré siempre en mi cerebro y en mi corazón, en una época en la que trece años y medio –y además para un chico– distaban bastante más que ahora de la época adulta. Fue un tres de marzo, el primero tras la muerte del dictador, aunque para un chaval que apenas se enfrentaba a la adolescencia estos epítetos tuvieran un significado más bien laxo. Recuerdo aquellas fechas con retazos de imágenes, todas en blanco y negro, como las fotografías que han quedado para la historia reciente de mi ciudad. Percibo ahora que de verdad eran tiempos marronáceos, de esperanzas pero también de incertidumbres. Al menos algo de eso transmitían aquellas hileras de mujeres de obreros en huelga que, pertrechadas tras recios abrigos de fieltro, desfilaban por las aceras con las bolsas de la compra vacías en busca de solidaridad. Yo nunca pregunté en casa adónde iban ni qué querían, pero oía a los compañeros de clase decir que sus padres no tenían trabajo, que estaban en huelga. Ahora me percato de que a mí esto de pensar me acompañó siempre, puesto que ya entonces elucubraba con la imagen de los miembros de aquellas familias llegando a casa y siendo recibidos por la amatxo con la bolsa vacía. Y me angustiaba especular con que algo así pudiera sucedernos a nosotros.
De aquellos lejanos días recuerdo con nitidez el ruido sórdido de los helicópteros sobrevolando la ciudad, ese sonido seco de las aspas que Coppola supo llevar a la pantalla con maestría inigualable. Los jeeps de la policía con las rejas metálicas subidas, de cuya existencia –hablo de las planchas enrejadas– yo ni siquiera me había percatado hasta entonces, acostumbrado como estaba a tomar el mosto con aceituna en el bar de la comisaría del Casco Viejo, hoy destinada a más nobles fines. Me negaba a admitir que quienes siempre tenían para mí una ocurrencia e incluso un juego de manos fueran los mismos que arremetían a porrazos contra la gente en las manifestaciones. Llámenme ingenuo, pero concluí que algo terrible les había sucedido a aquellas personas para experimentar un cambio tan brusco en su comportamiento.

Huelga general. Para quien nunca fue especialmente aficionado al estudio, un día de fiesta en el colegio, justo en medio de la semana, no era mala cosa, aunque nos tocara quedarnos en casa sin poder salir, orden tajante de la madre, que es quien toma tan sabias decisiones en casos así.
El único recuerdo que conservo de aquella fecha es el griterío de los vecinos asomados a las ventanas, arrojando a los policías toda suerte de objetos, algunos de considerable tamaño, dirigiéndose a ellos a voz en grito, con las palabras más soeces que yo había oído jamás. Vecinos a los que conocía de siempre, con los que intercambiaba saludos en el ascensor, apedreando a los jeeps con furia inusitada. Una escena onírica para un chaval de trece años y medio. Los mismos jeeps que embestían contra las jóvenes acacias que crecían tristes en mi calle hasta tumbarlas, la única manera de avanzar entre las barricadas de coches y farolas abatidas. Los vehículos de la policía por las aceras bajo una lluvia de piedras, eso es lo único que consigo rescatar de aquella jornada de ira. Sí, creo que fue entonces, durante aquella precisa escena, cuando perdí la inocencia, al confesar inconsciente a mi hermano, asomados ambos a la ventana, que en una refriega similar podía morir alguien. Ni se me había pasado por la cabeza –con el tiempo me di cuenta– de que hasta ese momento yo presuponía que la gente se moría o de vieja o de una enfermedad. En casa conocíamos bien ambas circunstancias. Pero ni había contemplado la posibilidad real de que a los diecisiete años te pueden atravesar la cabeza de un tiro mientras sales despavorido de una asamblea de trabajadores. Diecisiete años, toda la vida por delante, y desparramado en la acera como un guiñapo destartalado en medio de un charco de sangre. Se acabó. No hay más. Un cadáver adolescente. Eso es todo. “En una de éstas puede haber muertos”, repetía yo entre dientes. “Se oye que han matado a dos personas”, oí decir a mi padre al regresar él a casa. Sus palabras ya no me afectaron, porque acababa de perder la inocencia. Luego no recuerdo más que silencio. Silencio incluso durante el partido del Real Madrid, entonces mi equipo favorito, arrebatándole un punto de oro a cierto conjunto alemán de nombre impronunciable en su propio terreno, toda una hazaña. Pero aquella noche no hubo en casa celebración ni entusiasmo por la gesta deportiva. Ni el mismísimo Netzer, ídolo personal e intransferible, consiguió aquella precisa noche entusiasmarme. Yo no lo sabía, pero el silencio era ya miedo.

Al día siguiente volvimos a clase. Los compañeros se afanaban en contar sus batallitas, las de sus padres, quienes habían participado en la encarnizada lucha del día anterior. Apenas en una hora estábamos todos en la calle, de vuelta a casa, atravesando una ciudad incrédula y mortecina, la ciudad donde nunca pasaba nada y que despertó de sopetón de su sueño indolente. La misma que justo veinte años después elegiría en las urnas a quienes ordenaron aquellos oscuros días la masacre. Una ciudad que a mí me provoca ternura, emoción y náusea a partes iguales. Tengo grabados en la retina los convoyes de la policía durante los días posteriores, el siniestro cuadro de los jeeps tras la furgoneta, como una madre maliciosa indicando a sus pequeñuelos el gaznate de la presa. También el funeral, dos días más tarde, la marea humana interminable observada de nuevo desde la misma ventana, los signos de victoria de los trabajadores que a un niño de trece años y medio le provocaban todo el desconcierto del mundo, pues arropaban a tres féretros negro caoba ocupados por gente de su bando.

De toda la iconografía fotográfica de aquel tiempo gris, una colección de imágenes tan familiar para quienes vivimos los acontecimientos de una u otra forma, yo me quedo con cierta instantánea que no había visto hasta fechas recientes. Plasma las calles vacías frente a la Catedral Nueva de la ciudad, donde destaca un suelo regado de objetos redondos. A bote pronto, uno tiene la sensación –apenas un segundo– de que son cascotes, docenas de piedras testigos de la batalla. Sin embargo, enseguida se descubre con un nudo en la garganta que se trata de flores, capullos de claveles desprendidos de las coronas tras el multitudinario funeral.
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© marzo 2009
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martes, 24 de febrero de 2009


CARAMELOS

Conocidas son las encuestas que cíclicamente llevan a cabo distintas empresas especializadas –con frecuencia especializadas en que los resultados se ajusten a los gustos del cliente, dicho sea de paso–, respondiendo al noble fin de conocer los estamentos sociales más y menos valorados por la ciudadanía. Desde hace décadas los resultados se muestran muy similares. Las entidades con mejor imagen son por lo general las ONG, que sólo se resienten ante situaciones de mala gestión puntual, elevadas por los medios a la categoría de noticia nacional, y que no son sino afortunadas excepciones a la regla. El lado contrario, el de los peor considerados, tienen el dudoso honor de liderarlo los políticos (es de suponer que la gente piensa al contestar en la clase política, sin distinción de sexos, y no especialmente en “ellos”). Aquí no caben ni momentos ni circunstancias. Pareciera estar la cola de la lista reservada con carácter vitalicio para nuestros próceres electos. Y uno, que no se adhiere al pensamiento genérico y por tanto simplista del “todos son iguales”, cree comprender las razones por las que una vez sí y otra también la gente apunta con el dedo acusador a la baja credibilidad moral que al parecer nos merece nuestra clase política.
Aunque no desde luego el único, el escenario de una campaña electoral (apenas nos hemos repuesto de la anterior y en algunos sitios ya estamos inmersos en la siguiente) es casi perfecto para tratar de hacer un diagnóstico somero –y amateur– de cómo está el panorama, desde el lado de los gestores profesionales y también desde el nuestro, pues la sociedad civil adolece a mi juicio de responsabilidades no asumidas, sea por la condena a la invisibilidad a que está sometida tanto por los mass media como por la Administración, sea por simple desidia propia. Tema para la reflexión. Y apasionante, no lo duden.

A mí lo que me quita el sueño es la pasmosa naturalidad con que la misma opinión pública que relega al farolillo rojo a diputadas y concejales sea la misma que participa sumisa cada vez que se convocan elecciones. Tal vez la respuesta esté en ese tercio escaso de abstencionistas que rechazan amablemente la invitación, aunque ni así salen las cuentas. Llámenme fantasioso, pero se me ha metido en la cabeza que tiene que haber algún elemento desconocido que nos controla las mentes y hace que en algún grado se nos dirija en nuestros actos, al menos en lo que concierne a eso que llaman “deber democrático”. Tal vez se trate de mensajes subliminales intercalados en los anuncios de la tele –yo eso lo he visto en algunas películas de misterio–, u ondas electromagnéticas a través de los teléfonos móviles, ahora que ya forman parte irrenunciable de nuestra vida. Bien fácil sería una u otra fórmula, dados los recursos de que siempre ha dispuesto el poder. Pero, de ser cierta la hipótesis del control mental, tal vez no se produzca mediante la alta tecnología, sino a través de métodos más prosaicos y convencionales: los “caramelos”. Sí, los caramelos, no pongan esa cara; en sentido literal y figurado. Todos esos cachivaches que nos ofrecen los partidos, hasta los más modestos que se saben sin posibilidad alguna de ocupar escaño o sillón municipal. Caramelos de todos los sabores con el anagrama bien visible en el envoltorio, globos multicolores que venerables padres y madres de familia atan en racimos a la sillita del bebé y que amenazan con elevarlo a las ignotas alturas, hacerlo desaparecer para siempre, pobrecito mío. Los incombustibles mecheros, que acompañan a toda campaña electoral que se precie desde aquel lejanísimo quince de junio. Los tiempos modernos y chics traen también perfumes en cuidados envases de diseño, para ellas, claro, porque sabido es que nosotros los machos somos por naturaleza guarretes y nos encanta oler a choto. Con todo, yo quiero detenerme en el mismo hecho de que pudiera existir una posibilidad, por ínfima y remota que sea, de que uno de los citados regalitos hiciera orientar nuestro voto en uno u otro sentido. Porque supongo que cuando los partidos deciden invertir una parte de su presupuesto en tal apartado –vale que no se trate de un gran montante, mas si lo hicieran público a lo mejor nos daba un pasmo, ojo–, será por un convencimiento íntimo de que en la gente pueda hacer mella la piruleta de fresa en cuestión y aumenten así las posibilidades de ser los elegidos. En cuanto a la verosimilitud de la conjetura, no veo yo más que dos posibilidades: que sí o que no. Si en efecto se demostrase que los “caramelos” cumplen con su teórica función y decantan al votante indeciso, no creo estar faltando a nadie si advierto cierta necedad para dejarse guiar por un abanico cañí made in taiguán en el que a duras penas cabe la sigla de la formación. Si es que no, la estulticia caería del lado de los partidos, por fundirse una pasta en algo que a la postre no repercute en réditos. Sea una cosa o sea la otra, estarán de acuerdo conmigo en que el panorama es cuando menos preocupante, muy preocupante. Lo de los caramelos como tales, sin metáfora que valga, ya me turba más. En una bolita de esas te meten sabe dios qué sustancia y ni te enteras. ¿Se han hecho estudios al respecto? No que se sepa. Lo mismo te tragas unos polvitos que un chip microscópico, y a partir de entonces ya ni eres tú, sino todo lo más un simple autómata a merced de una ideología que no has elegido. Piénsenlo.
Bueno, yo les tengo que ir dejando. Lo dicho, que ustedes lo voten bien –o no–. Pero vamos, que el menda no se lleva a la boca uno de esos chuches ni por asomo. Caca.
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© febrero 2009
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miércoles, 7 de enero de 2009


EL CAFÉ PENDIENTE
DE MARÍA


María se erige estos días en protagonista de la noticia, y al verla revolotear cual ninfa entre cámaras y abrazos de acólitos me viene a la cabeza que no la conozco personalmente; y debería. Les cuento. En cierta ocasión me llamó por teléfono y estuvimos charlando durante cincuenta minutos largos, una pasta para el ayuntamiento. Desempeñaba entonces su cargo como concejala en Donostia, hace de esto algunos años. Como quiera que no nos poníamos de acuerdo –enseguida aclaro sobre qué–, me invitó a tomar un café en su despacho, por ver si frente a frente avanzábamos algo en lo que a acercar posturas y a entender al otro se refería. El encuentro-tertulia nunca se llegó a producir. Lo impidió un malhadado cólico nefrítico del que suscribe, el mismito día anterior al acordado para la cita. Después, simplemente olvidamos el asunto. Me acordé de ello también cuando anunció ante los medios lo de su cáncer. En mi fuero interno le deseé lo mejor (no especialmente a ella, pero también a ella) e incluso pensé que era un momento idóneo para retomar lo del café fallido, por la elemental razón de que nuestra charleta telefónica –y se supone que su posterior prórroga cara a cara– versaba sobre el sufrimiento. Sí, sobre el sufrimiento en general, el que yo considero igual de indeseable para cualquiera que lo experimente, sea político-diana o terrorista, toro en el ruedo o perro abandonado en la cuneta de una carretera secundaria. Sobre el apasionante tema del dolor, el que ella clasificaba entonces en “buenos y malos”, condenables y “ningunizables”, permítaseme el palabro. De eso charlamos el día de autos, y vamos ya entrando en el tema.
Se le había enviado –a ella y a los restantes concejales de las capitales vascas, un total de casi ochenta personas– una carta desde cierta organización de defensa de los animales. Así se hacía desde años atrás y de hecho se sigue haciendo como parte de la actividad pública de la referida asociación. El objetivo de la misiva era doble: por un lado, invitar a los cargos electos de las corporaciones municipales a reflexionar sobre la licitud moral que nos asiste para agredir a animales inocentes en aras de valores tan etéreos como la cultura, el arte o la tradición; por otro, se les lanzaba una invitación expresa a que no apoyaran con su presencia aquellos espectáculos de los que formaran parte la violencia física o emocional hacia animales. Nos referíamos naturalmente a las corridas de toros, pero también a realidades como el tradicional circo, que incomprensiblemente la gente no suele asociar con realidades agresivas hacia sus protagonistas. El documento lo firmaba un servidor en calidad del cargo que entonces ocupaba. Nada personal por parte de María, quede claro. Por una simple cuestión de formas, siempre invitamos a los destinatarios a establecer un diálogo, caso de estimarlo oportuno, y es lo que hizo ella con muy buen criterio. Debería confesar apesadumbrado en este punto que sólo una exigua minoría responde a este tipo de invitaciones, con lo que por una cuestión de pura justicia hay que reconocerle a María no sé si tanto como coraje, pero es claro que sí una elemental decencia democrática y hasta moral. Cada cual en su sitio y la verdad en el de todos. Si la memoria no me falla, lo que más irritó a María fue una frase en la que afirmábamos algo así como que quien legitima e incluso apoya de manera explícita actos de violencia unilateral –salvo que se aporten poderosos argumentos en contra, al menos estaremos de acuerdo en que la tauromaquia supone eso en la práctica, con independencia de que pueda ser considerado un arte sublime– tiene a su vez una autoridad moral muy atenuada para quejarse por la violencia de la que uno mismo pueda ser objeto. No que no le asista autoridad alguna para protestar, ojo, sino que ésta se encuentra cierta y severamente atenuada en su caso, entiéndase la reflexión en todo su rigor. María se sintió herida por la reflexión, y ni corta ni perezosa cogió el teléfono y marco el número que aparecía a pie de folio. Muy lícito, lo acabo de decir. Yo traté de explicarle una y otra vez la idea ya expuesta en la carta. Me refiero a lo de que todos los padecimientos son iguales, al menos igual de indeseables para quien los experimenta, y que ser responsable en alguna medida del dolor infligido a inocentes no es desde luego virtuoso. En su calidad de amenazada, y asumiendo mi interpelación como simple herramienta didáctica, le pregunté cuál era la razón exacta por la que ella consideraba intrínsecamente malo que alguien le disparase. (Equivocado o no, siempre he creído que las cosas hay que tratarlas de frente y con toda la naturalidad posible). Tal vez sí lo hizo, pero no recuerdo que me contestase con claridad a un planteamiento tan contundente. Tengo nítida sin embargo cuál fue mi propia respuesta: es malo porque duele. Te duele a ti o les duele a los tuyos, que podemos ser todos en este caso. Sólo por eso –y nada menos que por eso– está mal tirotear a la gente por la calle, torturar en comisaría, torear, ver la faena desde el tendido. Me quedé con el convencimiento personal de que María comprendió perfectamente la esencia de lo que le decía, mas evitó reconocerlo, como buena política, aunque no me atrevería a decir que como buena ciudadana.

Hubiera sido un encuentro como mínimo enriquecedor para ambos, estoy seguro de ello al menos por lo que a mí respecta. Digo esto porque soy el primer interesado en sondear las razones que llevan a alguien a rechazar la violencia unas veces y darle pábulo, servir de cómplice y aun de correa de transmisión en otras. Hombre, yo no digo que retomemos lo del café, que se ha puesto por las nubes con lo del dichoso euro y que por cierto aceptaría encantado, pero sí me permito la libertad de invitarle desde este artículo, ahora a título puramente personal, a que recapacite sobre las responsabilidades que cada cual tenemos en nuestra vida diaria. Y asistir divertida a ciertos espectáculos no es, créanme, éticamente neutro. Que todo te vaya de cine, María. Te lo deseo de corazón. No necesito hacer ningún esfuerzo especial para ponerme en tu lugar –ya sabes, lo de la empatía que comentábamos en aquella conversación– y en el de los tuyos. Si nos falla lo de la empatía, estamos acabados.
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© enero 2009
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