jueves, 24 de noviembre de 2011


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VIVISECCIÓN:

NO TAN EVIDENTE


Me permito en esta ocasión comenzar compartiendo con los lectores una confesión personal, pues creo que puede ser ilustrativa de ciertas percepciones quizá compartidas con más gente. Todavía recuerdo que aun muchos años después de que iniciase mi andadura en la defensa de los animales, percibía con verdadero desagrado y profunda incomodidad un área concreta de la explotación animal, por un motivo doble, además: el terrible sufrimiento que genera en las víctimas, de una parte, y la presunción de que resulta inevitable, de otra. Me refiero al uso de animales en experimentación.

Los científicos oficiales se sienten ofendidos cada vez que oyen el término vivisección, pues evoca en sus mentes tiempos tan oscuros como lejanos, de cuando Claude Bernard torturaba perros y gatos en el sótano de su casa de París sin demasiado remilgo y todavía menos metodología. El ambiente debió de acabar siendo tan insoportable (aullidos de dolor bajo el dormitorio marital y continuo trajín de animales, entraban estos aterrorizados y salían convertidos en guiñapos sanguinolentos), que hasta su propia familia se vio obligada a abandonar el domicilio familiar. Fundaron al poco un colectivo contra la vivisección. No me negarán que se trata de una bellísima historia (protagonizada por mujeres, se habrán percatado del detalle). La señora Bernard y sus hijas se dejaron llevar por su intuición ética, y acertaron. Porque lo bello es por defecto la cara opuesta de lo feo, y ciertamente horrendo es inducir a la depresión a monos de pocas semanas para [supuestamente] aprender los secretos de la mente humana (¿?), como espantoso es verter sustancias corrosivas en los ojos de conejos para garantizar nuestra seguridad a la hora de ducharnos (¡!), y aterrador resulta fracturar los huesos de perros para aplicar luego los resultados de la investigación en medicina deportiva (¡¿?!).

En un momento dado –vuelvo a mi experiencia personal– decidí tratar de superar mi natural reticencia, y ello supuso tener que abordar, con la mente abierta y armado de la mayor objetividad posible, tan traumática cuestión. Descubrí de sopetón que la primera gran mentira que uno se encuentra en el camino es que, por lo general, la opinión pública vincula la utilización de animales como útiles experimentales con la sagrada preservación de la salud humana, un deseo tan razonable como falsa es la presunción, por reduccionista. En efecto, una parte nada desdeñable de los ensayos se llevan a cabo en campos tan absurdos y perversos (reconozco mi incapacidad para evaluar qué en mayor medida) como el cosmético o el militar. En cuanto al primero, pensemos que no existen leyes que obliguen a las empresas al empleo de animales en su proceso de investigación, lo cual es muy significativo, a tal punto de que hoy son muchas las marcas que, bien por criterios éticos, comerciales, o ambos, no recurren a envenenar inocentes para colocar en el mercado sus productos. El segundo campo debería generar honda indignación incluso en quienes no se muestran especialmente considerados con los animales, pues nos ofrece una de las aristas más amargas del alma humana: torturamos y matamos animales inocentes para aprender cómo torturar y matar con mayor eficacia a humanos inocentes. Si acaso hay un “tocar fondo” en nuestra deplorable historia moral, sin duda debe de encontrarse muy cerca de la realidad mencionada. Pensemos que, aunque nos limitáramos a condenar estos exclusivos ámbitos, serían docenas de millones los animales que salvarían sus vidas o se ahorrarían sufrimientos inútiles, y conviene recordar en este punto que para caballos, macacos o cobayas su bienestar es tan importante como pueda serlo para nosotros el nuestro. Este aspecto del dilema se muestra esencial a la hora de abordar la segunda etapa.

Dirán nuestros críticos que lo hasta aquí expuesto no es sino una forma en cierto modo tramposa de abordar el fenómeno global, porque, salvado el doble escollo de lo militar y lo cosmético, ¿qué sucede con los en apariencia “imprescindibles” campos médico y farmacológico? Nos encontramos así con un escenario donde confluyen con absoluta y heladora naturalidad la ética y la ciencia. Veamos. Si nos adherimos a la primera –y no veo modo de sortearla desde nuestra calidad de seres racionales–, hemos de recordar la sólida premisa animalista de que todos los sufrimientos son idénticos, en cuanto que indeseables, para la víctima, sea esta humana o animal, tanto da. Así pues, en el hipotético caso de que, en efecto, se obtengan resultados positivos para nuestra salud de quitársela a otros, estaríamos ante una suerte de “trasvase” de bienestar, al que bien podría darse la vuelta sin que el resultado final variase (hablamos de someter a dolorosos experimentos a humanos para obtener resultados con los que aumentar la salud de los animales). ¿Estaríamos dispuestos a ser los usuarios de la mesa de operaciones? Llámenlo cobardía si les place, no me importa ya a estas alturas, pero tengo una familia que alimentar y un montón de proyectos pendientes, con lo que ya les digo desde ahora que no cuenten conmigo para la prueba.
Por lo que al factor científico respecta (sacan pecho aquí los investigadores, en orgullosa pose, entre probetas y complejas fórmulas químicas escritas en la pizarra, sabedores de que se mueven en campo abonado), diremos que es simplemente un desvarío extrapolar los resultados obtenidos de someter –en un entorno por completo artificializado– a cerdos o monos a situaciones donde la mayoría de los parámetros que intervienen son inducidos por intereses humanos: nada de verdadera relevancia puede cosecharse de obligar a un mandril a inhalar el humo de cincuenta cigarrillos diarios que no se obtenga de la información regalada por los miles de fumadores conscientes que cada día visitan la consulta de su médico. Y acabamos de aterrizar sin apenar darnos cuenta en uno de los espacios más reveladores del fenómeno, hablamos de que de buena parte de los males que nos acechan no cabe responsabilizar sino a sus protagonistas, nosotros mismos, quienes, a sabiendas de las consecuencias que acarrean consumir sustancias tóxicas, el sedentarismo, el estrés, la polución ambiental, a pesar de todo ello, decimos, aceptamos el martirio institucionalizado y letal de inocentes para, en el mejor de los casos y concediendo a quien proceda un beneficio de la duda que con toda probabilidad no merece, mejorar un poquito las nuestras. ¿Entienden ahora la completa pertinencia del uso, líneas atrás, de un vocablo tan rudo como el de “perverso”?

Como obligado resumen de un campo de reflexión tan complejo y al mismo tiempo tan luminoso, quepa decir que la utilización de animales en experimentación, eso que algunos siguen denominando vivisección, es, como mínimo, un fraude científico. Y, como máximo, una aberración ética.

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© noviembre de 2011

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[*] Escribí este artículo para la revista 4Patas, la revista de ANAA (Asociación Nacional Amigos de los Animales).
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viernes, 26 de agosto de 2011




IMVÉCILES

Como protocolo personal e intransferible, trato siempre de ponerme en carcasa ajena (la consabida y nunca bien ponderada empatía), especialmente en la de aquellos que se comportan de una manera para mí enigmática, intento comprenderlos, aprender que acaso haya razones más allá de la ética propia que doten de sentido a según qué comportamientos, por abyectos que parezcan prima facie. Quizá sea esta la mía una forma como otra cualquiera de tara mental, y yo un perfecto inconsciente, quién sabe. Es así que he llegado a “comprender” –el entrecomillado no es vano, entiéndase la afirmación en su contexto– al maltratador machista, al militante etarra, al vecino de Tordesillas mediado septiembre. Afronto ese esfuerzo empático, sobrehumano por momentos, para llegar en ocasiones a ver el mundo desde su óptica y poder por ello ejercer una objetiva crítica sobre todos, por cuanto promueven e incluso ejecutan actos en sí mismos injustos: atentar contra los intereses elementales de una mujer inocente, los de un policía, los de un toro. No alcanzo a percibir diferencia alguna –lo dije antes cientos de veces y queda aquí corroborado, firmo y rubrico– entre las realidades recién mencionadas. Lo dejo ahora claro si antes no lo hice, y establezco la oportuna precisión, que siempre fue hecha y con frecuencia no entendida, mucho me temo que con la también oportuna consciencia y hasta mala baba, pues es agosto mal mes para ciertas declaraciones a la prensa, por aquello del parón liguero y hasta político, que de lo que se cría se come. La precisión a que me refiero pasa por equiparar la terna de escenarios desde su carácter indeseable para la víctima, con independencia de su condición social, y por supuesto de su especie. Se muestran tales factores –vagina de serie, uniforme, cuernos– por completo irrelevantes a la hora de calibrar lo indeseable de una acción para quien soporta sus efectos. No procede por tanto hablar aquí de grado, sino de la etiqueta moral que se asigna a dicha acción. Así, a bote pronto y respecto a la calidad del acto, no se adivinan muchas posibilidades: o es bueno (deseable), o malo (indeseable), o neutro (indiferente, pues a nadie causa ni bien ni mal). No resulta deseable para ella recibir una tunda de golpes de su pareja, como no lo es para el agente saberse deseado como diana, un certero tiro en la nuca; tampoco para el toro que cada septiembre se ve acosado por una turbamulta borracha de tradición, me importa menos si también de alcohol, la locura medieval desatada en pleno siglo XXI en medio de una alameda polvorienta y tétrica, ellos y ellas enumerando entre balbuceos ante el micrófono la retahíla de argumentos que hacen dudar de su –nuestra– en principio ganada racionalidad. Nunca tuve duda, menos aún diccionario en mano, del carácter criminal del tan traído y llevado Toro de la Vega, orgullo patrio de la ciudadanía local, adscrita, levante el dedo quien se vea capaz de ofrecer una explicación lúcida al dilema, a la misma especie que Gandhi, Schindler, Ferrer.

Quienes organizan, promueven y ejecutan a un inocente son criminales por su propia acción, elegida con tanta libertad como ignominia, y no cabe achacar atisbo de mala fe al definidor, un servidor para el caso que nos ocupa, quien, lejos de insultar, se limita a algo mucho más escueto: emitir un sencillo diagnóstico. Cuando supe que para el crimen de este año han elegido a un reo de nombre Aflijido, y tras larga y profunda reflexión (me refiero a la mía, no a la de ellos), considero que además de criminales les es por igual justa la asignación de imvéciles, y ustedes se harán cargo de la uve si hicieron lo propio con la jota en el nombre del pobre animal, así escrito, con un par, en el programa oficial de fiestas, hecho que sin duda tendrá su docta explicación, porque en el mundo de la imvecilidad cualquier cosa la tiene. Porque se necesita ser muy, pero que muy tonto para decidir que precisamente ese, Aflijido, será quien corra despavorido para huir de los enfermos hasta alcanzar el campo abierto, esperando encontrar allí salida a la pesadilla, pobre ingenuo, se aboca el cuitado a su propia muerte. Los imvéciles de Tordesillas (con las luminosas excepciones que seguro merecen rescate en la siniestra localidad) ni se enteran de que eligiendo a un condenado con tal nombre se enfangan un poco más si cabe en su pozo séptico. Y encima se muestran al mundo ontológicamente incapaces de escribirlo con corrección; ni eso. La gente de Tordesillas se enroca en su propia demencia, abandonados ya por buena parte del país en su absurda cerrazón, dejan pasar cada septiembre el tren de la cordura, contemplan el convoy desde el andén con una sonrisa bobalicona pintada en el rostro, parecen abonarse al suicida “cuanto peor, mejor”. ¿De qué pasta está hecha esta gente? Me hago una y otra vez la misma pregunta y sufro el desconsuelo de no hallar respuesta lógica. Conozco a terroristas que lo fueron –pagaron ya su culpa– por motivos ideológicos, me cuentan en íntima tertulia que deseaban un mundo mejor, que se vieron impelidos a la bomba y a la metralleta por no encontrar otro camino mejor para luchar por algo que creían lícito, que asumieron el daño causado a inocentes como una suerte de “injusticia necesaria”, y a mí también me chirría la definición. Pero ¿qué buscan los tordesillanos cada septiembre? ¿Qué persiguen con su crimen, si no es meramente la burda, cansina repetición de la barbarie? Hoy debo rectificar en mi apreciación tantas veces emitida, y decir que esta gente se supera a sí misma, deja atrás la mera condición de terrorista, para alcanzar mayores niveles morales de perversión que por su propia complejidad fáctica espera diagnóstico y denominación médica. Y encima son imvéciles.
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© agosto de 2011
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miércoles, 3 de agosto de 2011




DON MARIANO


–Ministerio del Interior, dígame…
–Sí, hola, buenos días. Quisiera hablar con Mariano…
–¿Con quién?
–Con Mariano. Mariano Rajoy. No sé si me he equivocado de número…
–¡Ah! Don Mariano. No, no se ha equivocado. Esto es el Ministerio.
–Bueno, pues Don Mariano. Que se ponga, por favor.
–Bueno, Don Mariano no se puede poner. Ahora mismo se encuentra ocupado. ¿Qué desea usted?
–Sí, mire, le explico. Es que acabo de oírle en las noticias, creo que era una rueda de prensa. La cuestión es la siguiente: han detenido a unos chicos aquí, en el País Vasco; se les acusa de pertenecer a varias organizaciones del entorno violento, cosas de política. El caso es que una de esas organizaciones se llama Segi. Y Mariano, Don Mariano, no hace más que decir Seji, con jota. Entiéndame, a mí me da igual, pero es que sólo él lo pronuncia así. Las demás cadenas de radio lo dicen con ge suave. En euskera es con ge suave, es como lo dice todo el mundo. Si usted me lo pasa un momentito, yo le comento el tema para que lo tenga en cuenta.
–Ya… Bueno, como le he dicho, él no se puede poner, pero si quiere yo le paso el recado. Lo único, es que no le he entendido muy bien lo que me quiere decir. ¿Cómo dice usted que se pronuncia esa palabra?
–Segi, con ge suave, no Seji.
–Ajá…
–Mire, es como si alguien dijera de Mariano, Don Mariano, no sé… Mariano Ragoy.
–No, no es Ragoy, es Rajoy, con jota: Mariano Rajoy.
–Pues es ahí donde le voy. De la misma manera que su jefe es Rajoy, con jota, esta organización de la que le hablo es con ge suave: Segi. Ya le digo que es como lo pronuncia todo el mundo.



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ESTIGMA [autorrelatos]



© agosto 2011 .

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viernes, 22 de julio de 2011




DEL BIEN Y DEL MAL
Se atribuye al escritor y político irlandés Edmund Burke el sugerente aforismo según el cual “para que el mal triunfe sólo es necesario que los hombres buenos no hagan nada”. En principio, impecable en contenido y estética. Salvo quizá –y pienso ahora que no es poco– que no queda del todo claro en qué pueda consistir tanto el mal, como ser un hombre bueno.
Me dio por pensar, ejercicio ya de por sí gravoso en los tiempos que nos ha tocado vivir, y llegué a la particular e íntima conclusión de que hemos acabado por no reconocer la frontera que por fuerza supongo ha de dividir al bien del mal en cuanto que conceptos morales, lo que equivale a exhibir una manifiesta incapacidad para diferenciar lo deseable de lo perverso. ¡Casi nada! Y el mayor peligro de tan lúgubre escenario consiste, creo, en la seguridad que mostramos en cuanto al control que se supone ejercemos sobre nuestra ética básica, lo que quiera que ello sea. La cara más amarga del autoengaño colectivo radica en el hecho de verse y creerse intelectualmente autónomo desde nuestra ancestral prepotencia humana.

Recuerdo que hace ya unos cuantos años llegó a mí un cartel firmado por cierto grupo británico de defensa de los animales. En él aparecían dos imágenes, codo con codo, a las que acompañaban en su parte inferior sendas preguntas, tan escuetas como osadas. El flanco izquierdo del pasquín mostraba la patética fotografía de un perro con la cabeza cosida de arriba abajo mediante burda sutura, es de suponer que recién salido por enésima vez del laboratorio de experimentación. El animal dirigía su mirada entre lánguido y derrotado al objetivo de la cámara, en lo que bien podía ser una súplica, un mensaje implorante: “haced de mí lo que queráis, pero poned fin cuanto antes a este martirio”. Bajo la terrible imagen se exhibía un contundente ¿Está bien esto? El lado derecho del póster lo ocupaba otra imagen, protagonizada ésta por un chico encapuchado que sostenía en sus brazos, con evidentes muestras de afecto, a un perrillo atemorizado y jadeante, incapaz por su expresión de discernir entre conceptos antagónicos como amigo y verdugo, pasa mucho en los animales destinados a procrear sin descanso. Debajo de la fotografía se podía leer un ¿Está esto mal?
Ambas interpelaciones encerraban e ilustraban a un tiempo la que personalmente considero una de las asignaturas pendientes de nuestra alabada sociedad de la información, saturados todos por ella hasta el colapso mental. No me negarán que la cosa tiene su miga, pues se habrán percatado de que, de ser cierta la conjetura en algún grado, estaríamos siendo esclavizados por aquello que se supone nos regala la libertad. No se necesita subrayar que las antes referidas preguntas trataban de orientar sobre qué cosas hemos acabado por asumir como bueno o malo, sin que barajemos la posibilidad de que la parejita de epígrafes nos venga dada por determinado esquema mental, perfecta y conscientemente urdido a su vez por la maraña de lo que denominamos “esferas de poder”, o “poder” a secas. Deberíamos aceptar, aunque solo sea en calidad de mera hipótesis, la posibilidad de que uno de nuestros esenciales problemas como comunidad moral pase por que nos tragamos sumisos todo cuanto nos es ofrecido, sin siquiera plantearnos que ello pueda ser superficial, y como tal prescindible. Obviamos pasar por el tamiz de cada cual las verdades oficiales, para descubrir quizá que en efecto a veces lo son, y para hallar con inusitada frecuencia que lo cierto y lo oficial ocupan esferas separadas.

Si estoy equivocado en la apreciación, al menos podré decir que el error es mío y de nadie más, pero intuyo de manera nítida que los animalistas detenidos –y puestos en libertad con cargos, algunos tras pasar en la cárcel varias semanas– bajo diversas acusaciones, entre otras la de liberar animales encerrados en pavorosas condiciones por su piel y que por su piel iban a ser eliminados en masa. Lo que acaso de verdad menos importe en toda esta historia, digo, es que los imputados sean o no responsables directos de los hechos que encierra el sumario. Quizá lo grave del asunto, compartido tal vez con la tragedia personal que supone la privación de libertad o la amenaza de perderla, sea que continuamos sin saber a ciencia cierta en qué consiste en definitiva el mal y el bien.
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© julio de 2011

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miércoles, 22 de junio de 2011


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LEYES QUE NO HAS DE CUMPLIR
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El establecimiento de leyes (normas, conjunto de textos de obligado cumplimiento para una comunidad política dada) es tan viejo como la Humanidad, y responde precisamente a nuestra propia naturaleza ética. En calidad de seres morales, clasificamos nuestros actos en “buenos”, “malos” o “neutros”, lo que no es sino una forma de etiquetarlos como deseables, indeseables, o indiferentes. Por lo general –y salvo quizá algún caso extremo de anarquismo radical–, nadie cuestiona la necesidad de establecer normas que regulen la convivencia cotidiana, aun sabiendo que ello conlleva un recorte de libertades y de imposición por cuanto a nuestro comportamiento. (Procede recordar aquí aquello de que “la libertad de uno acaba donde empiezan los derechos de los otros”). Así las cosas, y mientras no devengemos en seres impolutos, abrazando el nivel máximo de virtuosismo moral, parece por completo razonable que organicemos nuestros actos, recortando lo que haya que recortar de unos para dar a otros lo que merecen: eso que llamamos “derechos”. Estamos en definitiva ante el juego de la justicia en su expresión más elemental y comprensible.
¿Quiénes establecen dichas normas? Un segmento de ciudadanos que por su especial cualificación tienen capacidad para hacerlo: técnicos, políticos, abogados… Y las pautas aprobadas han de verse cumplidas por la comunidad en pleno, o al menos por esa parte de la comunidad a la que podríamos calificar de “éticamente activa”, es decir, el conjunto de miembros a los que por su capacidad intelectiva cabe exigir tal cumplimiento. Pero, si bien este extremo no se presta a excepciones, estaremos de acuerdo en que determinadas entidades, asumido su propio rol en la aventura de la convivencia, deben observar especial celo en ese cumplimiento, fundamentalmente por dos razones: por un lado, constituyen el paradigma comunitario en su calidad de gestores, el espejo donde mirarnos el resto de miembros de la tribu; por otro, fueron ellas quienes diseñaron y aprobaron la norma. Por cualquiera de estas razones por separado, y por ellas como un corpus indivisible, el incumplimiento de la norma se torna [mucho] más grave si quien la degrada o incluso la desprecia es la misma Administración.

Estoy seguro de que una significativa mayoría entre quienes leen estas líneas han sufrido en sus propias carnes la desagradable sensación de comprobar cómo esa Administración (padre y madre de la Comunidad política, nunca está de más recordarlo) hace oídos sordos en concreto a la normativa de protección animal (de eso hablamos). Hechos tan elementales –pues ni siquiera se prestan a equívocos o interpretaciones subjetivas– como la donación en forma de premio animales vivos, proscrita por casi todos los textos en nuestro país, se ve con frecuencia incumplida incluso por los Ayuntamientos, y la parte animalista, siempre escasa de recursos, debe armarse de paciencia y envainarse la ira hasta hacer comprender al consistorio de turno que ha de obedecer la ley no ya como cualquier ciudadano o ciudadana, sino con mayor entusiasmo y celo que cualquier otro agente social.
En general, España se caracteriza por ser tierra abonada a las más abyectas barrabasadas en materia de crueldad animal, y, siendo así, no debería sorprendernos que la mera denuncia te convierte las más de las veces en elemento sospecho, cuando no directamente te coloca en el banquillo de los acusados (conozco casos muy cercanos). El mundo al revés (al menos el mundo decente). El escenario se nos vuelve perverso en el fondo y en la forma, pues hemos acabado por modelar una sociedad donde con mucho resulta más fácil rociar con gasolina a los gatos del barrio para prenderles fuego después y salir indemne, que conseguir un castigo ejemplar para los criminales.

Hay quien afirma que una ley que no se cumple es mejor que no exista, y yo discrepo de esta idea, por cuanto la norma que ya está puede ser restregada por los morros a la Administración que mira para otro lado, o que simplemente no mira, para afearle su conducta y ser señalada con el dedo acusador, recordándole, por qué no, que aquí o jugamos todos con las mismas cartas, o se rompe la baraja. Y “romper la baraja” puede tomarse aquí como simple metáfora, o como advertencia seria a quien corresponda de que la sociedad civil, ninguneada hasta lo humillante en tantas ocasiones, atesora una paciencia finita, y quién sabe si una rabia infinita, pudiendo ser que decida en un momento dado no cumplir su parte del contrato si el poder hace lo propio. Al fin y al cabo, romper la baraja apenas sería una respuesta proporcionada a tanta caradura administrativa.

Pero no quisiera terminar mi espacio sin abonarme a la elucubración gratuita. ¿Qué pasaría si varios miles de personas –hastiadas de que los animales en teoría protegidos por las leyes y despreciados por ayuntamientos, diputaciones y gobiernos autónomos– se negaran a pagar impuestos o hicieran caso omiso a las órdenes policiales? ¿Qué sucedería si, hartos de que los perros abandonados por un atajo de sinvergüenzas sean liquidados a golpe de inyección letal con la aquiescencia de otro atajo de sinvergüenzas, un grupo de ciudadanos dijera basta, hasta aquí hemos llegado, se acabó, rompo mi parte del contrato porque ustedes lo han venido haciendo un día sí y otro también? Imaginen por un momento el escenario.
La desobediencia civil ofreció y sigue ofreciendo luminosos resultados en otros campos, todos referidos a derechos humanos, y uno tiene la secreta esperanza –acaso no tan secreta tras este artículo– de que el Movimiento de Defensa Animal baraje al menos la posibilidad de acudir a ella como herramienta posible, pues que se sepa a nadie ha hecho ascos hasta la fecha.



© junio 2011.


[*] Escribí este artículo para la revista 4patas, de la Asociación Nacional Amigos de los Animales (ANAA).
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martes, 24 de mayo de 2011




La cuestión de los animales, una realidad transversal

Si nos acercamos con espíritu constructivo a la estrecha vinculación que existe entre el fenómeno del cambio climático y lo que se ha dado en llamar la cuestión de los animales, quizá lo más importante que descubramos sea que por separado ambas realidades se nos muestran cruciales tanto desde un punto de vista ético como de autodefensa de especie.
Por lo que a este último punto respecta, sabemos ya que con toda probabilidad el cambio climático supone la mayor amenaza real a medio plazo que acecha al equilibrio del planeta en general, y a la comunidad humana en particular (aunque quizá no sea ésta quien mayor autoridad moral tenga para quejarse, dada su condición de principal responsable). Por mucha credibilidad que concedamos a las teorías “negacionistas”, los hechos (datos) se muestran contundentes, hasta el punto de que algunas de las figuras científicas que abanderaron durante años tales hipótesis han acabado claudicando ante tamaño cúmulo de evidencias. Si no conseguimos contrarrestar –paliar, en definitiva, en el máximo grado posible– los efectos del cambio climático, la mayoría de las variables que hoy asociamos a nuestra cacareada “sociedad del bienestar” habrán cambiado hasta el punto de merecer por parte del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) el calificativo de “apocalíptico”. No es para menos. La temperatura media aumentará lo suficiente como para derretir parte del hielo de los casquetes polares, lo que hará que se eleve el nivel medio del mar, de tal manera que poblaciones enteras de personas se verán obligadas a iniciar emigraciones masivas, generando en sus destinos serios desequilibrios políticos y sociales. Enfermedades ahora endémicas de ciertas zonas se “deslocalizarán” y afectarán a sociedades humanas en la actualidad libres de ellas. Por su propia naturaleza, muchas especies animales no podrán emigrar a zonas más propicias y acabarán por desaparecer, con lo que la biodiversidad se verá seriamente afectada, y con ello el sensible equilibrio ecológico. Aparecerá con todo ello una “severidad” de los fenómenos meteorológicos: sequías, olas de calor, grandes nevadas, desprendimiento de tierras por lluvias torrenciales, huracanes… Desde luego, no resulta sencillo elegir una etiqueta rigurosa para el nuevo panorama, pero la calificación del IPCC no parece exagerada.

Con frecuencia tendemos a pensar que poco puede hacer el “humilde” ser humano para corregir situaciones a escala planetaria, pero la cruda realidad es que no solo podemos hacer algo, sino que somos los únicos capaces de llevarlo a cabo, por ser también quienes hemos generado el conflicto. Pensemos que, por pura responsabilidad cívica, estamos obligados a dar un volantazo y corregir nuestra dirección. La hoja de ruta se presenta bien sencilla. Si la causa principal del calentamiento global son las emisiones de los famosos Gases de Efecto Invernadero (GEI), parece lógico pensar en que una buena fórmula sea cortar esa fuente. ¿Y qué actividad humana encabeza tan fea lista? No es el transporte, como asume mucha gente. Tampoco la polución industrial. Ni te imaginas la respuesta correcta: ¡la actividad ganadera! Sí, es el modelo pecuario al que nos hemos abonado –y al que nos hemos esclavizado– el factor más lesivo de cara al nefasto cambio del clima. Se calcula que este apartado aporta un 18% de todos los GEI lanzados a la atmósfera. ¡Más de la quinta parte de todas las emisiones si añadimos la deforestación para pastos! ¿Creemos de verdad que resulta más fácil prescindir del coche que de la carne? El sentido común nos dice que no. “Por fortuna”, diría alguien con talante positivo. Y tendría razón, puesto que una parte sustancial de la solución está en nuestras manos, o mejor dicho, en nuestra cocina y en nuestro plato.
Sabíamos que un cambio de dieta –escorándola hacia opciones más vegetarianas, o incluso vegetarianas estrictas– resulta beneficioso para nuestra salud, al evitar con ello las innumerables sustancias nocivas que nos venden junto con el filete y el chorizo, al tiempo que incorporamos otras que por defecto incluyen los vegetales. ¿Qué, si no es nuestra propia salud, hará que tomemos decisiones importantes? ¿Quizá la salud también de otros, los más desheredados? Pues también aquí la solución, al menos parcial, está servida, dado que el reparto de alimentos en el planeta no es desde luego ni equitativo ni suficiente. Pero se nos abre un esperanzador panorama si pensamos en que podría destinarse la ingente producción actual de vegetales a los humanos en lugar de ofrecérselos a los animales para obtener de ellos una pírrica “cosecha” proteica, conformando una escena que resulta tan obscena como parece, por cuanto, para satisfacer no tanto nuestras necesidades nutricionales, sino más bien nuestros caprichos culinarios más superficiales, ofrecemos a vacas y pollos ocho kilos de proteínas… ¡para obtener uno solo! A la vista de los hechos, quizá el pomposo apellido de “racionales” nos venga un poquito grande.

Una parte sustancial de la opinión pública –con independencia de su posible actitud remolona ante la evidencia, es decir, su egoísmo– simplemente desconoce por completo el peso específico que tiene la dieta en el fenómeno del cambio climático, y ello mismo debería llamarnos poderosamente la atención, pues está claro que ni los medios de comunicación ni los propios organismos oficiales que sacan pecho como abanderados de la lucha parecen de momento interesados en darle al citado factor la dimensión que sí le conceden los datos.

Como se ha indicado, hay quien califica de “apocalíptico” el escenario al que nos enfrentamos si se cumplen no ya las expectativas más pesimistas, sino sólo una porción de ellas. Pero si los animales pudieran alzar la voz y verbalizar su tragedia es seguro que nos recordaría con cierta ironía que ellos viven de facto instalados en pleno apocalipsis desde hace mucho tiempo. En efecto, resulta difícil reservar un calificativo más amable al trato general que les ofrecemos en la actualidad, vistos y comprobados los efectos resultantes. Todavía demasiada gente vive en el convencimiento de que los malos tratos a los animales se limitan al abandono de perros en verano, a las corridas de toros, y tal vez a la caza de especies emblemáticas como las ballenas o las focas. Todas esas realidades generan desde luego un gran sufrimiento en las víctimas, y la muerte a la mayoría de ellas. Sin embargo, y abonándonos a la estadística con el siempre loable objetivo de ser rigurosos, los mencionados espacios de violencia apenas suponen un puñado de arena en el desierto. Si de sufrimiento tratamos, el gran montante se lo lleva la práctica de la ganadería, que además sufrió un drástico –y dramático– cambio a mediados del pasado siglo al popularizarse la estabulación de animales de abasto, quienes hasta entonces habían disfrutado al menos de libertad de movimientos durante casi todo su periodo vital, lo que les permitía establecer un vínculo emocional con el clan y disfrutar de su propia existencia. Pero todo se truncó para cientos de millones de individuos con la reclusión forzosa de un cada vez mayor porcentaje de los mismos, al punto que hoy la casi totalidad de ellos (hablamos de las sociedades industrializadas) pasan sus días imbuidos en estrechos cubículos, separados hijos y madres desde sus primeros días, despojados ellos y ellas de buena parte de sus necesidades físicas y emocionales, y trasladados al matadero en plena juventud para ser sacrificados en masa.
Hablábamos antes de porcentajes, y procede ahora recalcar que ocho de cada diez animales manipulados por el hombre se destina a comida: ¡el 80% del montante total! Y la escalofriante cifra se traduce en drama al percatarnos de que ese inmenso sacrificio no responde de ninguna forma a la categoría de “vital” o siquiera “necesario”. La aséptica expresión “cuatro quintas partes” conlleva en la práctica varios miles de millones de vacas, cerdos, pollos, ovejas, conejos, caballos, peces, y tantos otros colectivos zoológicos que acaban en nuestros platos, enteros o troceados, como comida, cuando ningún estudio científico ha sido capaz hasta nuestros días de demostrar la necesidad fisiológica de su consumo. Más bien al contrario, todo apunta a que, desde un punto de vista estrictamente empírico, el abandono de los animales como bien de consumo en nuestra gastronomía y su sustitución por la consiguiente dieta vegetal equilibrada supondría un extraordinario avance por lo que a nuestra salud colectiva concierne. Si lo analizamos desde una óptica positiva (¿cómo si no?), necesitamos muy poderosas razones para rechazar una fórmula que sin duda mejora la salud de todos los intervinientes, sean éstos víctimas o verdugos.

Aun en el caso de que la cruel y masiva explotación de inocentes –cualidad esta esencial a la hora de diagnosticar la situación desde una evaluación ética– no tuviera relación alguna con otras realidades en sí mismo destructivas como el cambio climático, tal circunstancia no restaría un ápice a la necesidad urgente de revisar nuestro comportamiento para con ellos, los animales. Pero el hecho de que exista una clara e innegable vinculación entre ambos fenómenos debería conducirnos sin atisbo de duda a una autoimposición colectiva en el sentido de efectuar un giro drástico en nuestra forma de manejarnos en el mundo, que es, recordémoslo, tan nuestro como suyo.

Así las cosas, y comprobadas las [obviamente] indeseables consecuencias que tiene la ancestral costumbre humana de recurrir a la carne y al pescado como elementos gastronómicos, parece claro que deberíamos reducir de forma significativa nuestro consumo de animales (¿hacernos vegetarianos?) por razones que responden no a una sola motivación, sino a un amplio abanico de hechos irrefutables: ética compasiva, medio ambiente, justicia social… Los devastadores efectos del cambio climático para la comunidad humana actual –pero sobre todo para las venideras– debería suponer suficiente aval para la acción, pues vemos que todos estos caminos constituyen en realidad uno solo, o como mínimo que confluyen en un mismo punto, pues cada realidad aconseja idéntico proceder incluso ignorando a sus compañeras de viaje.
Conocida la con frecuencia poco gratificante naturaleza humana, muchos y muchas de quienes acaban de leer este apartado habrán fruncido el ceño con disgusto, al verse a sí mismos en la “ardua” tarea de tener que corregir algunos de los hábitos más arraigados en su subconsciente. Sin embargo, pensemos que, precisamente, si de “corregir” se trata, es porque en la actualidad cometemos un error de bulto al empeñarnos en algo que atenta contra los derechos fundamentales de un ejército de inocentes (los animales), nos pone al borde del precipicio con el cambio climático, y hasta socava nuestra salud colectiva e individual, el tesoro más preciado por cualquier ser sensible. La propuesta de una profunda reforma en nuestra dieta supone a la vez una luminosa solución a la mayor catástrofe que nos amenaza como comunidad biológica y cultural, al tiempo que también lo es para finiquitar la más devastadora realidad de la que quepa responsabilizar a una especie de corte moral como la nuestra. Siendo así, y por encima de los esfuerzos que un cambio de mentalidad global puedan conllevar, deberíamos sentirnos inmensamente felices de haber descubierto la fórmula –no tan secreta esta vez– para atacar en un mismo empeño dos apocalipsis. O más. ¿Acaso no es ésta una excelente noticia?
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© mayo 2011.


[*] Este texto sirve de prólogo a la guía del proyecto Construyendo criterios para un consumo ético y responsable, llevado a cabo por la Asociación para la Defensa y Protección de los Animales (ADPA), en colaboración con la consultoría contra el cambio climático Factor CO2.

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jueves, 12 de mayo de 2011


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¡PUTOS MOROS!
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No era desde luego un domingo más de elecciones, sino un “trágico domingo de elecciones”, habida cuenta de la incalificable masacre acontecida apenas ochenta horas antes en Madrid. Imaginen una de las docenas de miles de mesas electorales distribuidas a lo largo y ancho del país, sin otro comentario entre sus comensales que el mayor atentado terrorista cometido en la historia de Europa, descartada ya por los unos la autoría de ETA, aferrados los otros todavía a la esperanza, es decir, al hecho de que en efecto hubiera estado la organización vasca detrás de tamaña locura. Porque aquí, no nos engañemos, cada cual hace sus cuentas, sean rojos, azules o fucsias, y aunque –quiero pensar– no jalean a los malos para que hagan según qué maldades, una vez hechas, tampoco pasa nada si recogemos los frutos sin siquiera esperar a que oscurezca, por aquello de la discreción. Volvemos a la mesa, si les parece. Compuesta por el grupo de ciudadanos a quienes ha tocado en suerte (¡menuda gracia!) constituirla con el consabido presidente y sus auxiliares. Unidos a ellos los representantes de los partidos que se presentan al reparto final del pastel, o al menos los emisarios de las formaciones con mayores recursos humanos. El Partido Popular, un poner. Javier Maroto, otro poner. Ambos, partido y aspirante a concejal, sin el menor atisbo de ficción por cuanto a este artículo respecta. ¡Putos moros!

La autoría de ETA hubiera abonado el victimismo de quienes de él viven en buena medida desde hace décadas, encantados de la vida no pocos de llevar escolta, pues sabido es que eso te da un halo de importancia y hasta de glamour que el resto de los mortales no podemos siquiera imaginar. (Sé de lo que hablo, así que pueden ustedes pensar lo que le dé la real gana). Pero las cosas “se tuercen”, y las piezas no acaban de encajar ni forzándolas, lo que pone nerviosos a quienes en ese momento ostentan el poder, sabedores de que la mentira constituye apenas una herramienta más de su diaria gestión. Con lo que, si hay que forzarlas, las piezas se fuerzan. Y se descuelga el teléfono desde las más altas instancias para llamar a este y a aquel periodista, como si de un corpus indivisible se tratara: política y medios. Mas la verdad sólo tiene un camino, y cuando las cosas no pueden ser y además son imposibles, tarde o temprano las aguas van donde tienen que ir. Y la mentira pasa factura al partido en el poder, que, habiéndose visto un cuatrienio más en la poltrona, observa ahora atónito cómo unos putos moros hacen saltar por los aires, además de unos trenes atestados de gente, sus esperanzas más íntimas. ¡Nos han jodido bien estos cabrones!

Dicen que todos tenemos un pasado que ocultar. Y, siendo humanos, supongo que igualmente los políticos lo tienen. Pero no me refiero a sus cuitas íntimas (sexuales, vaya), apartado que a nadie importa y que a todo el mundo interesa, sino a cuestiones de mucho mayor calado, como los comentarios que sueltan por esa boquita quienes nos representan en las instituciones, sean éstas de alto copete o una pedanía perdida en la sierra. El Ayuntamiento de la capital de Euskadi, verde que te quiero verde, se prepara para ofrecer solemne su sillón al impoluto Maroto, repeinado hasta la náusea y apestando a colonia de alta gama. Maroto, que lamentaba entre dientes –o no tanto– la autoría fatal de los yihadistas, con lo bien que les hubiera venido la confirmación de la autoría etarra.

En fin, que aquí estamos de nuevo inmersos en plena campaña electoral, siempre idéntica y siempre distinta. Con sus mítines endogámicos y sus encuestas amañadas, sus conexiones televisivas en directo justo en el momento álgido del discurso del líder, que esta vez se descuidó y salió por un momento mirando de reojo a la cámara, presto a la señal convenida, cosas de la bisoñez politiquera que, como la misma juventud, se cura con el tiempo. En fin…



© mayo 2011

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lunes, 25 de abril de 2011


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SUBLIME ACTO DE AMOR EN LA BARRIGA
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No me agradan los tatuajes. Tampoco es aquello de presentar candidatura para liderar un movimiento que los condene y solicite mediante recogida urbana de firmas su prohibición. No es eso, desde luego. Pero para quien suscribe, y sin otras connotaciones periféricas, un tatuaje en el pellejo de una chica hace que su nivel de seducción descienda varios puntos. Siendo así, hace bien poco conocí la excepción a la regla, es decir, las mencionadas “connotaciones periféricas”. Una amiga me mostró parte de su anatomía íntima –su barriga, para más señas–, allí donde lleva tatuadas cual si de mural riveriano se tratara a sus tres amores: Rosi, Lupe y Maxi. Con tan castizos nombres, bien pudieran ser las componentes marujas de un grupo frikifolclórico madrileño. Pero se trata en esta ocasión de tres perrillas, y el diminutivo no es gratuito, pues apenas superan en conjunto los diez kilogramos de peso, rescatadas todas de la ignominia de la explotación y los malos tratos, si acaso ambas cosas no son la misma.

Rosi y Lupe son dos ejemplares de pura raza, que por ello formaron parte en su día del repugnante negocio de la cría comercial compulsiva, un submundo donde vales lo que pagan por ti, como si los amigos se pudieran fotocopiar y vender al mejor postor. La parejita tuvo que aprender que existe un universo más allá de la cocina y la sala de estar: el aire libre, los paseos, el campo y la hierba fresca. También los otros perros, algunos de los cuales portan cabezas bastante más pesadas que ellas dos juntas, lo que no les impide chulearles en comandita, sabedoras de que ante el menor conflicto serán convenientemente defendidas por su amiga humana.
La historia de Maxi es distinta y al mismo tiempo idéntica. Apareció atada a un banco en las calles de Barcelona. Sorda, ciega, y con una mandíbula inferior reducida a la mínima expresión, difícilmente podía sobrevivir no ya a la vorágine de la urbe, sino a la misma sociedad que considera a un animal con sus características burda “morralla canina”, material de desecho en el estricto significado del término. Apenas tuve ocasión de pasar unos minutos con Maxi, y puedo asegurarles que pocas veces he percibido el concepto de dignidad –en sí mismo difícil de definir, más aún en un can– con tamaña nitidez. Maxi ha encontrado su mundo, y un servidor, descreído por naturaleza, consigue medio reconciliarse con el ser humano cuando la observa jugar a pleno día en su eterna oscuridad, subirse al sofá salvando el desnivel gracias a una pequeña escalera que sus tutores –a punto estuve de cometer la imperdonable torpeza de escribir “dueños”– construyeron para facilitarle la labor, o imbuirse en su camita y lanzar suspiros de placer sabiéndose a salvo de todo lo malo que le tocó vivir ahí fuera. Nadie conoce qué miserias experimentó antes de esta su última etapa, ni el origen de sus múltiples “defectos”. Y, visto el escenario, a uno le da por pensar que quizá exista algo o alguien como un dios celestino que desde su modestia hace que unos y otras se perciban y encuentren en la maraña de la gran ciudad, aunque bien es cierto que tal sensación se diluye a la que te percatas de que la inmensa mayoría de las veces tales cosas no suceden, lo que hace que las maxis de turno acaben sus días en una fría mesa metálica de clínica veterinaria, en el mejor de los casos, u olvidadas en los arrabales de cualquier pueblo, amarradas a una cadena o encerradas en infectos barracones, en el peor. (Me contaba emocionada mi amiga que una de las sensaciones más gratificantes que nunca experimentó fue cuando su querida Maxi ganó cierto premio en un concurso canino de habilidades: imagino que la suya consistió en sobrevivir a la maldad humana).

Mi amiga se hizo tatuar el bajo vientre con sus tres niñas del alma, y eso la engrandece. Sin duda habrá quien crea que se trata de una exageración, cuando no de una mundana excentricidad. Puede que tengan razón quienes así lo perciben y en realidad sea yo el que concede al hecho una trascendencia que en realidad no tiene, pero creo sin atisbo de duda que, tratándose de una decisión dolorosa (me refiero al tatuaje en general, y no lo digo en un plano moral, sino físico), además de indeleble, constituye en sí misma un sublime acto de amor en la barriga. Hay quien se planta ahí el escudo del equipo de sus amores, o a su delantero favorito –ustedes me contarán qué mamarrachada, por muy campeonísimos que sean club y futbolista–, y el portador se convierte en objeto deseado de reportajes revisteros y hasta televisivos. Pero es seguro que la razón que impulsó a mi amiga a llevar para siempre a sus pequeñas incrustadas bajo la piel no despertará en los mismos medios un ápice de interés. Así va el mundo, que sigue sin saber discernir entre lo importante y lo esencial. Mientras tanto, Maxi se abandona a una plácida siesta en su camita cuadrada; sueña que caza mariposas…
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© abril 2011
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martes, 5 de abril de 2011

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TOROS SÍ, TOROS NO

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El taurino no sabe muy bien cómo actuar, ni sabe quién decía lo de “la cultura, la madre de todas las cosas”. Está seguro de que no lo decía nadie en particular, que se lo ha sacado ella de la manga, que a la presentadora le quedaba bien y lo ha soltado en plan cultureta. ¿Qué se supone que debe hacer? Imagina al resto de la Junta Directiva ante el televisor, en el local de la Federación, cubierta la mesa de platos de jamón serrano, olivas, y unas botellitas de Valdepeñas, maldiciendo entre loncha y loncha a la pendeja de la moderadora y recriminándole de paso a él su pasividad, su incapacidad para hacer un quite en el momento apropiado. Pero duda sobre qué se espera que haga. Meterse en medio de la conversación no procede, al menos al principio, daría mala imagen, pero es que la decantación de la presentadora es de juzgado de guardia. (Digo yo que tarde o temprano esta petarda me dará la palabra, que no van a estar ellas de cháchara con lo de la cultura y la concienciación, y yo aquí de figura de escayola…). Debe tomar una decisión. Para eso es el Presidente. Se mete en la conversación, decidido, es lo que están aconsejándole a gritos en el local, seguro. No puede defraudarles, se juegan mucho, para una vez que les invitan. A por ello. Suerte… y al toro.

La locutora se le adelanta.

–Y usted, Manuel, ¿qué tiene que decirnos? Supongo que no estará de acuerdo con lo que Nora nos ha explicado…

Manuel se siente mal. Mal tratado. Maltratado. Así es como se siente Manuel. La locutora dice “y usted Manuel, ¿qué tiene que decirnos?” como si de repente se hubiera percatado de que hay más gente invitada al programa (¡Hombre, pero si hay aquí un señor bajito y regordete! Ni me había fijado; pero vamos, que ya que está usted con nosotras, a ver, opine sobre el particular…). Le lanza un “y usted, Manuel…” como una amenaza, un auténtico reto que se completa con el “supongo que no estará de acuerdo con Nora”. El “supongo que” suena a intimidación, a un “¡anda, atrévete a contradecir a Nora, mi amiga Nora, la defensora de los animales maltratados; a que no tienes cojones de contradecirla!”. Manuel interviene, por fin.

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ESTIGMA [autorrelatos]

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.© abril 2011 .
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domingo, 27 de marzo de 2011



CADENA PERPETUA
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Recuerdo haber oído (quizá fue a mí mismo) aquello de que quien quiera mostrarse cruel con un perro acaso no necesite apalearlo, sino atarlo a perpetuidad. Y no me parece exagerada la reflexión, pues pocas cosas hay tan execrables como la extendida costumbre de amarrar a estos nobles seres y olvidarse de ellos, asumiendo un comportamiento que bien merece calificarse de “violencia por omisión”..

Se trata de una forma de agresión tan absurda como repugnante, por cuanto cercena algunas de las necesidades más básicas de la víctima, pues la perversión viene dada por su propia naturaleza. En efecto, sabido es que nuestros queridos perros son individuos eminentemente sociales, quienes en calidad de tales requieren el contacto con los demás (humanos o congéneres, o mejor ambos), formar parte de un clan, establecer roles y castas, mandar y ser mandado: una vida rica en estímulos, en definitiva. Pero la cadena destruye de raíz todo lo que ellos valoran, y de ahí la reflexión inicial. Desde su ingenuidad, uno tiende a pensar que determinadas realidades se dan sobre todo en sociedades pobres, cuyos habitantes se rigen por mentalidades obsoletas y prejuiciosas. Pero son multitud los casos espeluznantes que acontecen por igual en el mundo opulento. En la mentalidad de no pocos ciudadanos permanece intacta la costumbre de mantener lo que en algunos lugares denominan perros de puerta –espeluznante etiqueta, no me lo negarán–, en contraposición a otros animales de la misma casa, también perros en ocasiones, a los que se permite cierta libertad de movimientos por la estancia. Algunos de ellos incluso pernoctan en el interior, mientras sus desdichados compañeros sufren el calvario constante de la intemperie. Este escenario muestra como pocos la mentalidad esquizofrénica que observa a menudo el ser humano, y nos regala un dramático ejemplo no ya del famoso especismo, que también, sino de la discriminación arbitraria en su estrato más primario: el individuismo (ustedes disculparán el “palabro”)..

Es así que un sinnúmero de perros permanecen atados a una cadena durante largos períodos de tiempo, no pocos durante toda su vida. Es difícil imaginar una tortura más refinada, antes lo decía, teniendo en cuenta su naturaleza gregaria. Se trata, como conoce bien cualquiera que haya tenido la oportunidad de convivir con uno de ellos, de seres que requieren constante atención afectiva, que están “diseñados” para pertenecer a un clan estratificado y de participar de las actividades del grupo. Hablamos de tipos curiosos, amantes de las relaciones con sus iguales, también con otras especies además de la humana, y que agradecen entusiasmados algo tan simple como una caricia o unas palabras amables. Con estas premisas psicológicas, condenarles a permanecer siempre amarrados constituye un crimen execrable. En tal circunstancia, todos sus instintos y deseos quedan frustrados, con el componente de sufrimiento emocional que ello conlleva. Se supone que esta deleznable práctica tiene por objeto disuadir a hipotéticos malhechores de introducirse en la propiedad, pero con demasiada frecuencia responde a un comportamiento compulsivo e irracional por parte de los dueños (utilizado aquí el término en toda su crudeza posesiva), puesto que mantienen atados a animales en lugares donde no existe nada de valor, y que por lo tanto carecen de interés para los posibles ladrones. Por supuesto que el hecho de resultar eficaces en su “cometido” no justifica en el más mínimo grado tamaña agresión, pero aún resulta más despreciable en aquellos casos en los que ni siquiera existe una razón objetiva para ello. Simplemente se ata al animal a la cadena cuando es cachorro para que permanezca allí como un elemento decorativo más del entorno. Y si acaso se tratan de legitimar estos hechos aduciendo que “el ladrido ahuyenta visitas indeseables y alerta a los propietarios”, cabe recordar que hoy existen ya numerosos sistemas de alarma en el mercado como para seguir sometiendo a seres inocentes a esta tortura diaria. Todos estos desdichados acaban con manifiestos desequilibrios psíquicos, tras millones de ladridos, intentos inútiles de soltarse y tirones de la cadena. Al final, simplemente se abandonan a su sino. La mayoría no tiene más resguardo de las inclemencias meteorológicas que una triste y apestosa caseta que acumula la suciedad de años. Y la mala alimentación es un punto más que añadir a la lista. El final es una vejez de achaques y una psiquis derrotada, hasta que una fría mañana no queda más que su cuerpo rígido e inerte..

Por encima de cuestiones de tipo práctico, lo cierto es que hombres y mujeres no tenemos autoridad moral alguna para condenar a seres de naturaleza pacífica y sociable a la miseria de la soledad y al mundo que ofrecen los dos metros de una cadena mugrienta, tan sólo para paliar comportamientos (el robo y el asalto a la propiedad privada) propios y exclusivos de la condición humana, que no canina. Si no somos capaces de respetar a nuestros compañeros de especie y a sus posesiones, en absoluto nos asiste el derecho a utilizar otros para intentar evitar las consecuencias. Ninguna agresión gratuita a los animales –incluyo en el epígrafe por supuesto a los humanos– queda justificada, pero quizá menos aún si hacemos víctima de ella a un amigo. Y los perros son viejos amigos nuestros; no podría ser de otra forma tras quince mil años de aventuras compartidas. Ello convierte nuestro comportamiento en una infamante deshonestidad. A nadie le agradaría ser tratado de la forma en que lo son los animales de guarda, por lo que una dosis de empatía también nos viene muy bien en esta ocasión.

© marzo 2011.

[*] Escribí este artículo para la revista 4patas, de la Asociación Nacional Amigos de los Animales (ANAA).

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sábado, 19 de marzo de 2011


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CONFESIONES DOMÉSTICAS

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Es el tomate origen indiscutible de buena parte de mis desdichas personales en lo que a cuestiones fóbicas concierne, y hasta el mero hecho de ver escrito su nombre –el vernáculo– me ocasiona serias disfunciones fisiológicas en el alto esófago. Odio insuperable al tomate es lo que yo tengo. Por no soportar, no soporto ni su presencia física cuando está cortado. Mis sentimientos hacia el tomate pasan indefectiblemente por un sincero asco, no exento de altas dosis de repugnancia. Dirán ustedes que una y otra cosa son la misma. Discrepo. Al menos en el apartado del tomate, asco y repugnancia constituyen espacios de repulsión diferentes, con entidad propia. Cierto es sin embargo que ambos se complementan hasta conseguir cierto efecto sinérgico. No me pidan que se lo explique; no sabría. Pero conozco bien mis sensaciones, sé de lo que hablo. Como admito mis contradicciones, porque debo confesar que en el tema que nos ocupa las hay. Sirva como ejemplo de lo que digo el hecho de que tolere el tomate en salsa, aunque bien es cierto que en muy estrictas condiciones: siempre y cuando no sea natural, y, ante todo –subráyese esta particularidad–, no contenga pepitas. Parece mentira que unas inocentes semillas puedan desencadenar en el animal humano semejante aversión. Doy fe de que lo hace, y cómo. Más de una vez me he quedado sin comer en un kebab tras insistir a los operarios que bajo ninguna circunstancia incluyeran en el bocadillo tomate natural o rastro de él. La visión de una pepita es suficiente para que acabe conformándome con un plato de correosas patatas fritas. El compromiso pactado de un nuevo bocata sin rastro del innombrable no hace mella alguna en mi decisión de cambiar por completo de menú. Y ya metidos en su disección, pocas cosas cabe añadir a las ya manifestadas sobre la babilla gelatinosa rosada que fluye de sus oquedades internas.
En la versión primitiva de este relato manifestaba mi sorpresa porque el género cinematográfico de las fobias no hubiera recurrido todavía al tomate. Al menos yo no tenía constancia de ello. Todos conocemos películas en las que ratas, arañas, serpientes, sapos, murciélagos, medusas, babosas y demás seres supuestamente malignos hacen de las suyas y convierten en pesadilla la vida de comunidades humanas enteras. ¿Cómo es que a nadie se le había ocurrido introducir el tomate en el guión? Un conocido se encargó de sacarme de mi ignorancia, y me aportó datos de un film americano de finales de los setenta protagonizado por las innombrables hortalizas, que se erigen además aquí en banda psicópata organizada: El ataque de los tomates asesinos. El título se las trae, y aporta ya elementos suficientes como para adivinar en la peli una, digámoslo así, exigua calidad, lo que no es óbice para que la cinta esté considerada a estas alturas como “obra de culto” (suele suceder que productos visuales objetivamente ínfimos ganan el corazón de no pocos aficionados, quienes más que cinéfilos merecerían por ello el calificativo de cinépatas, pero gustos hay para los colores).
Hablaba antes del trauma que en algunos dejan ciertos alimentos, y justo es reconocer que con frecuencia el daño psicológico ocasionado no se debe tanto al producto en cuestión cuanto a determinadas situaciones que poco tienen que ver con el azar y mucho con el empecinamiento absurdo de familiares, quienes sin venir a cuento asumen unilateralmente retos que nadie les ha pedido. Recuerdo con especial desazón cierta vez en que una tía carnal por parte de madre quiso experimentar conmigo (hoy por mucho menos que aquello se acaba ante el juez acusada de crueldad hacia menores, por muy tía carnal que se sea por parte de madre), como se hace con los pobres conejitos en los laboratorios farmacéuticos, y me forzó a tragar un trozo de tomate crudo, asegurando a la audiencia –concurrida comida familiar, el escenario idóneo– que lo mío entraba de lleno en el terreno de las manías, y que aquello se corregía con mano dura, que para eso ella era madre, y que su sobrino (yo) no volvía a ser objeto de burlas por parte de extraños, por el capricho consentido de que no me gusta el tomate y que no me gusta el tomate, con las propiedades que tiene. Lo mejor y más efectivo, un tratamiento de choque. Al niño se le obliga a tragar una buena rodaja de aquello que le repele hasta la náusea, y al instante le tenemos relamiéndose de placer y maldiciendo su estampa por no haber querido probar semejante manjar en sus últimos y únicos diez años de vida. Dejadme a mí, y observad atentos la operación –parecía decir con su gesto decidido–. A ver, Pedrito, cariño, abre la boquita. Pedrito no abre la boquita, ni mención, pero la tía aprovecha un resquicio bucal, descuido imperdonable, y mete sus dedazos por la comisura izquierda. Del descuido al embuchado tomatil no pasaría más de segundo y medio. La rodaja que me endosó la muy bruta bien podía corresponder a un cuarto de una pieza mediana. Después de manifestar a lo largo de casi tres páginas los detalles más descarnados de mi repulsión por el tomate, huelga decir que la sensación en el momento de verme y sentirme con aquel pedazo dentro de mí no fue lo que se dice agradable. Creí vivir una pesadilla, un mal sueño del que te despiertas mediante una incorporación violenta, empapadito de sudor y jadeante tras la angustia pasada, y durante el escasísimo lapso que el trozo permaneció en mi cavidad bucal sentí el frío del mareo y la calor del sofoco. La terapia de choque no salió según lo previsto –al menos según lo previsto por mi tía–. Lo que sí salió según lo previsto –al menos según lo previsto por mí– fue el grumo colorado. Salió de mi boca cual proyectil en una peli de terror de bajo presupuesto, yendo a parar a la pechera de mi tía, arbolaria en sus gestos de por sí, mucho más con un grumo de tomate baboso en su generoso canalillo. ¡Pero será asqueroso el niño éste! ¡Pues no me ha vomitado encima el tomate, el muy cochino! ¡Encima que lo hago por su bien! Déjalo, mujer, déjalo, que si al niño no le gusta, pues no le gusta –le apuntaban varios de los familiares presentes con muy buen criterio, incómodos ya por el empecinamiento de la mujer–, que tampoco es una tragedia. Que no le gusta el tomate, eso es todo. Tampoco se trata de una desdicha familiar ni algo que haya que ocultar en el barrio. ¡Raquítico! Así se nos va a quedar, raquítico, con esas manías de no comer esto y no comer lo otro –apuntaba ella mientras hacía esfuerzos por recuperar el trozo y evitar que éste se escurriera hacia partes más íntimas–. Yo raquítico no estaba; delgado pase, pero no raquítico. No sé de dónde se sacaba aquello mi tía; supongo que lo exageraba para desviar la atención de la escenita de la vomitona. La experiencia fue traumática, créanme, pero la doy por bien empleada, porque a partir de entonces ya nunca me volvieron a insistir sobre el particular. El tomate, a Pedrito, ni ofrecérselo, que lo sepa todo el mundo. Ni los familiares más lejanos –por sangre y por geografía– me insistieron más. Supongo que se correría la voz del incidente y ya todos se percataron de que aquello, lejos de ser una manía, constituía una fobia alimenticia de profundo calado –un síndrome o algo así– que yo simplemente no podía controlar. Han pasado la tira de años y mi tomatofobia sigue intacta, porque a mí, ponerme el camarero la ensalada mixta por error y darme la cena es todo uno. Si acaso hubo alguna vez cierta remota posibilidad de superar la repugnancia hacia el tomate y como mínimo reconducirla hasta una relación cordial, el suceso del que les acabo de hacer partícipes terminó por abortarla.
Pues bien, ya conocen ustedes casi tan bien como yo mismo la fuente de algunas de mis desdichas más tormentosas. Si me porto mal en esta vida y Dios decide por tal motivo aplicarme un severo y ejemplarizante castigo, tengan por seguro que no habrá de enviarme al infierno, como haría con cualquier otro mortal. Simplemente me desterrará a Buñol durante el mes agosto.
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[…]
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ESTIGMA [autorrelatos]
[Editorial Manuscritos]
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© marzo 2011
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sábado, 19 de febrero de 2011


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EL PARQUE
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[…]
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El hombre, que ya no vuelve a cumplir los cincuenta, es director de una sucursal de la Caja de Ahorros Municipal en un barrio nuevo de la periferia, un puesto que ni soñaba hace apenas diez años. Destina una ropa ajada para pasear a su perra, una pastora alemana “por decir algo”, como él mismo afirma y el propio can no desmiente, adoptada del albergue para animales abandonados siendo aún cachorra. No tiene raza, no al menos pura, pero se la ve lustrosa y feliz, siempre atenta a los gestos de su dueño. El señor llama a la indumentaria “la ropa del perro”, queriendo decir “la ropa mía para pasear al perro”: un pantalón de pana y unas botas gastadas, más un jersey informal, seguro que elegante y caro en su tiempo. Completa el equipo una riñonera para lo imprescindible: el teléfono móvil para él mismo y un ajuar básico para Gora, compuesto de correa, bolsas para recoger las deposiciones sólidas si se producen, y un peine de púas metálicas que no utiliza a diario. También un saquito de tela con galletas de varios colores que de vez en cuando le ofrece, y que comparte a menudo con los perros amigos. Gora y Boris se conocen, se ven y se saludan de madrugada como mínimo un par de veces a la semana, en ocasiones más, según se tercie. Se huelen el culo con interés comedido, sabiendo que es un culo olido cientos de veces, un culo familiar, un culo previsible. Existe una evidente desproporción de tamaño entre el pequinés que comparte cama con sus dueños y la medio pastora alemana rescatada de la perrera. Eso les hace más interesantes, sin duda. Hay una amistad entre los perros –hablo ahora en general–, qué demonios; si no, de qué mueven el rabo cuando se ven a lo lejos en la penumbra del parque. Saben quiénes son, se cuentan cosas, sobreviene una trifulca que luego olvidan, comparten conversaciones y hasta galletas, se embelesan observando cosas para nosotros imperceptibles. Tienen su propio mundo, y nosotros pertenecemos a él, nos comparten con realidades inalcanzables a nuestra capacidad. Tipos listos, los perros.
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ESTIGMA [autorrelatos]
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© febrero 2011
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martes, 8 de febrero de 2011

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LEYES
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Por encima de deseos bienintencionados, de propuestas ácratas o de la siempre plausible fraternidad global e ilimitada, lo cierto es que la poca virtuosa naturaleza humana nos obliga a establecer sin descanso normas que regulen nuestro devenir cotidiano, leyes todas que incluyen el consabido apartado punitivo, porque, no nos engañemos, aquí lo único que funciona es la vieja fórmula de imposición y castigo, sea éste menor (pecuniario) o más severo (privación de libertad). El funcionamiento normativizado de la sociedad es tan antiguo e inevitable como ella misma. Es lo que hay, y no parece que las cosas, si no lo han hecho en los últimos milenios, vayan a cambiar en lo sustancial durante los próximos meses. Pero no es menos cierto que teoría y práctica discurren con demasiada frecuencia por caminos separados, y que a veces incluso ni saben la una de la otra.

¿Por qué el cumplimiento de unas leyes goza del beneplácito y apoyo incondicional del grueso de la comunidad (incluidos los todopoderosos medios de comunicación, la clase política y la red administrativa) mientras otras parecen relegadas a la categoría del eterno olvido? Sabido es que en una sociedad democrática –eso que se ha dado en llamar no sin cierta pomposidad estado de derecho– todas las normas, con independencia de su naturaleza, ámbito de aplicación o grado de importancia han de cumplirse con celo y escrupulosidad, de manera especialísima por parte de las instituciones de las que emanan, pues de lo contrario se rompe la esencia misma de su objetivo.
Traigamos a colación el ejemplo de una y otra, por ilustrar hasta qué punto esto de la cacareada democracia se queda a veces en mera retórica de cartón-piedra, y otras apenas pasa de ser una pildorita para alargar un poco más el estado de indolencia en que parecemos sumidos. Me refiero a la ya famosa ley del tabaco, que prohíbe echarse un pito incluso en los baretos de mala muerte –escrita sea la expresión no ya sólo con respeto, sino aun con sincero cariño–, míticos lugares donde porretas y filósofos urbanos han arreglado el mundo desde tiempo inmemorial, deportados ambos ahora a la puta calle, ateridos de frío pero sobre todo de humillación, convertidos de la noche a la mañana en los nuevos apestados, esta vez con un único bubón en el cuerpo: el paquete de rubio americano.
Desde el minuto uno, y salvo heroicas excepciones, millones de conciudadanos se echaron sumisos al helador invierno con toda su santa resignación, pues bien nos habían dado la matraca en sesiones de mañana, tarde y noche, durante semanas, radios y televisiones, en un alarde envidiable de publicidad gratuita que ya quisiéramos otros. La ley se cumplió esta vez, por la cuenta que nos tiene, y me refiero con esto tanto a las multas como al sunami de salud que al parecer nos va a coger a todos y todas de pleno. Porque así, según las previsiones oficiales, se calcula que al menos un millón de personas acabarán por dejar el vicio por mor de la normativa. Obviando el hecho de que estos estudios y sus resultados se lo sacan los expertos del mismísimo paquete –permítaseme la grosería por el tema tratado–, mucho me temo que en los mismos no se tienen en cuenta otros factores que engrosarían la lista del debe, a saber: pérdida de clientela (entiéndase ingresos, con la que está cayendo), mayor afectación por tabaquismo pasivo en lugares privados, incremento en las emisiones de dióxido de carbono por las dichosas estufitas, y en general aumento de la mala hostia. Todo ello hace que, cuando menos, vaya lo uno por lo otro y nos quedemos como estábamos si hacemos una cuenta general, y cuando más, que no compense tanto altruismo sanitario para tan pírrica cosecha.

El caso opuesto que antes anunciaba es la Ley Vasca de Protección Animal, que atesora a la hora de escribir estas líneas más de diecisiete añazos, y que no se cumplió nunca ni en sus más elementales aspectos. Miles de desdichados siguen amarrados de por vida a cadenas de metro y medio, con una caseta mugrienta e inhóspita por todo hogar, abandonados a la más terrible de las soledades. Nuestros mercados callejeros continúan nutriéndose de seres aterrorizados por la marabunta humana que saca pecho tras haber echado una monedita en la hucha solidaria correspondiente. Como siguen los abnegados animalistas dejándose la vida un día sí y otro también por algo tan elemental como que se cumpla la normativa, y que, si puede ser, asuman dicho cumplimiento las propias instituciones que en su día la promovieron, no se sabe todavía por qué. Hasta recuerdo a un exalcalde afirmando ufano ante los micrófonos que él seguiría permitiendo la rifa del cerdo en su ciudad “porque era costumbre local desde tiempos pretéritos”, y que estaba dispuesto a que el consistorio recibiese la multa correspondiente, sanción que, hasta donde yo sé, nunca se hizo efectiva. Hablo del mismo tipo que se deja ver tras su jefe político cuando éste toma la palabra en el hemiciclo, repeinadito aquél hasta la nausea, convenientemente guardadas sus espaldas para que nadie ose cruzarle la cara.

Ésta es la sociedad que hemos acabado creando unos y permitiendo otros, porque aquí nadie se escapa en cuanto a responsabilidades concierne. La ignominia institucional necesita para completarse y hacerse fuerte de la pasividad civil. La vieja teoría del yin y el yang, que, aunque diagnosticada hace la tira de años en el lejano oriente, brota altiva así que se le dé la menor oportunidad en cualquier rincón infectado por la huella humana. Nada nuevo bajo el sol.
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© febrero 2011
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miércoles, 12 de enero de 2011



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¡ANIMALITOS!
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¿Cómo consiguieron sus antiguos habitantes erguir aquellos mastodónticos bustos en las laderas de la Isla de Pascua? ¿Adónde van a parar las aeronaves y los barcos que desaparecen desde hace décadas en el famoso Triángulo de las Bermudas? ¿Existe vida inteligente en otros planetas? Es más: ¿acaso existe aquí, en el nuestro? ¿A qué destinan su tiempo los y las estudiantes de Ciencias de la Información, vulgo Periodismo, durante su paso por las aulas? He aquí un escueto listado de enigmas a los que el Hombre, animal racional por excelencia, aún no ha sabido ofrecer respuestas satisfactorias. Por supuesto que se barajan hipótesis más o menos plausibles para explicar lo de los cabezones de piedra: pudiera haber sido un ingenioso sistema de transporte a base de rodillos de madera estratégicamente colocados en el suelo, conjetura cargada de lógica. Y lo del misterioso triángulo, quién sabe si un remolino ocasional deglute en un santiamén todo cachivache habitado que ose surcar la zona. A lo mejor se trata de un gigantesco desagüe y sencillamente nadie ha conseguido hasta la fecha plasmar en imágenes el trágico momento de la succión. En cuanto a lo de la inteligencia en las galaxias interestelares, al menos estaremos de acuerdo en que primero habrá que consensuar una definición inequívoca sobre el propio concepto de “inteligencia”, para evaluar después dónde la hay y cuánta. Todos temas de máximo interés, no seré yo quien lo niegue, pero cuestiones menores a fin de cuentas. Menores desde luego si las comparamos con el último de los ejemplos expuestos, la indescifrable incógnita de en qué emplean varios años de su vida los jóvenes que un día, por sólo sabe dios qué motivos, decidieron dedicar parte de su existencia a formarse en el ínclito oficio de periodista.
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ESTIGMA [autorrelatos]
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© enero 2011
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lunes, 3 de enero de 2011


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ESTIGMA
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–¡Entre ellos que se solucionen sus problemas! –corta la gallina haciendo un gesto despectivo con el ala–. ¡A ver si ahora vamos a tener que lamentarnos también nosotros por sus desdichas! Ellos son los agresores, que hasta los humanos víctimas de sus congéneres nos tienen por objetos, como dice Rita. Llevamos el estigma de “animales” aquí en la cocorota –se da golpecitos en la cabeza–, marcado a fuego. Si eres animal en la Comunidad humana estás perdido, no eres nadie. Basura. Tal vez tengas suerte si eres un perro de raza, pero se trata de excepciones contadas si nos atenemos a las cifras. En cuanto a la consideración que les merecemos, un animal es una mierda en la Comunidad humana. El estigma nos acompaña siempre, desde nuestro nacimiento perfectamente controlado, hasta nuestra muerte perfectamente mecanizada. Toda nuestra vida, la única que tenemos, “perfectamente” explotados día a día, hasta el final. ¿Queréis que os dé cifras de cuántas de mis compañeras perecen desangradas en una sola mañana, colgadas de las patas como si fueran (fuéramos) racimos de uvas, pasadas a cuchillo por operarios que luego van a la huelga para exigir sus derechos sindicales? ¡Hace falta tener poca vergüenza! Ellos tienen potentes organizaciones que defienden sus intereses, sus derechos, hasta los más nimios. Derecho a esto: ¡claro!; derecho a lo de más allá: ¡estupendo!; derecho a tal y cual: ¡cómo no, sólo faltaba! Y eso está bien, conste, yo haría lo mismo, pero… ¿cómo puedes pedir para ti un aumento de sueldo mientras colocas las cuchillas nuevas que rebanarán el gaznate a diez mil seres inocentes? –la gallina pone tal énfasis y pasión en sus palabras que nadie osa interrumpirla–. Yo misma estaba destinada a la cadena, y allí hubiera acabado de no ser porque el camión volcó en una zona solitaria… Tampoco es cuestión de soltaros aquí la chapa, que cada cual tiene su historia y su drama particular. ¡Pero no seré yo quien derrame una sola lágrima por los humanos, pobrecitos, los asesinos! Además, tienen suficientes organizaciones como para defender sus intereses, vuelvo a lo mismo. Que los colectivos que defienden a los animales apenas tienen recursos económicos, casi ni se les da cancha en los medios, y encima tienen que aguantar la matraca de “primero están los humanos”, que a mí eso me enerva si cabe más todavía. O sea, que defienden la idea de que deben prevalecer los derechos del torturador sobre los del torturado, porque es exactamente eso lo que encierra la afirmación. Yo te encierro a ti y a otros diez mil en naves infectas para quedarme con tus músculos y hacer un guiso, yo te torturo en las fiestas del pueblo y convierto el espectáculo en arte subvencionado, yo te fusilo y me las doy de guardián del medio natural, yo introduzco espuma de afeitar en tus ojos mientras te mantengo amarrado para que no escapes y voy de salvador de los enfermos, yo te despellejo vivo para robarte tu piel y dejo que mueras en la más terrible de las agonías… Pero cuando , animal ultrajado, secuestrado, apaleado hasta la muerte por el capricho más grosero, cuando , animal marcado con el estigma de “animal” te quejas por tu condición de ser inferior, por tu papel de paria entre los parias, y me pides responsabilidades a mí, al agresor, al que empuña el arma ante el desarmado, al único responsable de tu inmensa desgracia, entonces sales con lo de que estás primero. ¡Claro, muy normal! ¡Toda esta puta historia es muy normal, amigos! O sea, primero –señala con el dedo a un imaginario ser humano que tuviera enfrente– y después yo. O mejor dicho, siempre y nunca yo –la gallina, que había ido elevando su discurso a medida que avanzaba, calla de manera brusca, sabiendo que no necesitará hacer ningún esfuerzo para proseguir. Acierta–. Más o menos es así, ¿no, compañeros? ¿He exagerado? ¿La gallina loca ha exagerado? ¿Se le ha ido la olla a la gallina, pobre, todo el día con los focos encendidos encima, que han acabado afectándole el cerebro? –el ave se señala la sien con la punta del ala y describe círculos con ella. El discurso ha finalizado, todos lo perciben así.
Los aplausos son unánimes, y se acompañan de gritos de ánimo. Algunas caras conjugan emoción y rabia, ciertos ojillos se empapan.
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ESTIGMA [autorrelatos]
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© enero 2011
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