viernes, 30 de noviembre de 2001


BARRY

Me viene a la cabeza una tira supuestamente cómica en la que puede observarse a un nuevo inquilino del infierno, recién llegado al eterno mundo del dolor. Escoltado por dos diablos que le conducen a sus aposentos, avanza compungido en un entorno dantesco. Llamas por doquier, seres encadenados y sufriendo las más terribles condenas. Pero al protagonista le llama la atención una especie de trampilla que parece conducir a un lúgubre sótano, y supone que debe tratarse de un apartado especial para individuos particularmente malvados. Perturbado y confuso, pregunta a sus acompañantes por el tipo de personas que acoge aquel horrendo agujero. En seguida obtiene una lacónica respuesta: “es el lugar destinado a los que maltrataron animales”. La escenificación ilustra un aspecto imprescindible a la hora de analizar el fenómeno de la violencia gratuita. Esta se hace aún más perversa cuando se ejerce sobre seres inocentes y vulnerables.

Por pura correspondencia, y si al final resulta que la absurda idea del cielo existe, Barry Horne debe tener reservado allí un rincón paradisíaco. Mientras medio país vibraba con el fútbol o pasaba indolente la tarde del domingo, Barry agonizaba en el hospital de Worcester, a donde fue conducido desde la prisión donde cumplía una condena de 18 años por atentar contra los intereses de diversas empresas explotadoras de seres inocentes. Barry simplemente actuó como debería hacerlo la propia policía si viviéramos en una sociedad éticamente decente. Pero la ideología dominante en la actualidad solo concede derechos elementales, al menos en teoría, a todo aquel que acredite pertenecer a la especie humana, relegando a la práctica totalidad del resto de seres sensibles al status de individuos-objeto, legitimando en consecuencia su explotación masiva, en lo que constituye un holocausto de proporciones gigantescas.

Lo repetiré una vez más. Ninguna otra actividad humana consciente genera tanto sufrimiento gratuito como la agresión organizada a ese grupo ficticio al que llamamos “animales”. Si la afirmación que acabo de hacer no responde de manera rigurosa a la verdad, los animalistas mereceríamos el escarnio público, perecer quemados como herejes en la plaza del pueblo. Pero si encierra algo, solo algo, de cierto, nos encontraríamos ante un escándalo moral sin precedentes. Y me temo que ambas cosas son incompatibles.

No conocía personalmente a Barry, pero intuyo que no podía ser muy diferente a tantos y tantos ciudadanos anónimos que luchan contra la esclavización de los cerdos en las granjas-factoría, contra la cadena perpetua de los elefantes en los circos, contra la pena de muerte de los toros en la plaza o contra la tortura de los cobayas en los laboratorios. Se trata de auténticos revolucionarios en la sombra, orgullosos de militar en el movimiento de reforma moral más importante que haya existido jamás. Yo los he visto pertrechados de armas letales para conciencias mezquinas: folletos, pegatinas y mesas informativas en la calle.
Desde mi más absoluta ingenuidad, deseo que el autosacrificio de Barry sirva para dignificar la ideología animalista. Él ya lo ha dado todo. Ahora nos toca a nosotros.
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© noviembre 2001
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lunes, 8 de octubre de 2001


UN CRIMEN INACEPTABLE
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Con toda probabilidad se ha idealizado en exceso el papel del cazador-pescador humano en épocas pasadas. Para nuestra mente fantasiosa, resulta más seductor imaginar a grupos de rudos varones persiguiendo y dando muerte a grandes animales que a apacibles familias recolectando bayas en los márgenes de un río o compartiendo cadáveres con otras especies carroñeras. Supongo que esta visión literaria de nuestro pasado es un tributo a nuestra prepotencia y al papel dominante que nos empeñamos en ejercer.
De cualquier forma, uno de los aspectos más ilustrativos y preocupantes de esta fase evolutiva es encontrar la razón por la que, cuando las comunidades humanas se hacen ganaderas y convierten en “almacenable” al ganado que les sustenta, siguen persiguiendo y matando animales. La respuesta, por fatalista que pueda parecer, hay que buscarla en esa ancestral y maldita tendencia de los seres humanos a agredir a los demás, incluso en situaciones objetivamente evitables. Porque ése es, a mi juicio, el punto crucial del debate teórico sobre la caza y la pesca deportiva. ¿Se trata realmente de actividades necesarias, tal y como argumentan sus partidarios? Por cierto, ¿qué entendemos por necesaria? En un plano ético, que es el terreno en el que los animalistas nos movemos, solo es estrictamente necesario aquello que responde a nuestras necesidades primarias básicas y que no puede obtenerse por otra vía. No es el caso de la caza y la pesca. Noventa y siete de cada cien vascos no matan animales por diversión, lo que induce a pensar que podemos sublimar ciertos tipos de violencia unilateral sin mayores problemas.

La verdad es que no existe un solo argumento coherente entre los utilizados por quienes justifican ese crimen masivo al que eufemísticamente denominan arte cinegético. Expresiones como “gestión del medio natural” o “aprovechamiento de los recursos” apenas consiguen maquillar lo que en realidad no pasa de ser una masacre perpetrada por pistoleros con licencia para matar. El lenguaje tecnicista al que recurren sus ideólogos esconde en el fondo una actitud mezcla de arrogancia, de egoísmo y de desprecio hacia el sufrimiento ajeno. Sería más honesto por su parte legitimar estas agresiones desde una posición antropocéntrica que tratar de buscar argumentos propagandísticos con los que distraer la conciencia de la opinión pública.
La caza y la pesca deportiva violan los derechos más elementales de seres sensibles, en particular los que hacen referencia a la vida y a la integridad física y emocional. Así, en esta temporada que empieza cientos de miles de individuos inocentes (cifras para la CAV) serán perseguidos sin piedad, tiroteados, o muertos por asfixia en el caso de los peces. Seres cuyo único “error” ha sido nacer perdiz en lugar de águila imperial, conejo en vez de lince ibérico, o una mierda de trucha en lugar de un espléndido delfín. Se destruirán familias (muchas especies forman parejas estables de por vida y para ellos la pérdida de su pareja constituye una auténtica tragedia). Un buen número de individuos agonizará en los ribazos, desangrándose hasta que mueran por estrés, gangrena o inanición. Y todo debidamente autorizado por la Administración, con la inestimable cobertura propagandística de los medios informativos, y la trágica pasividad de buena parte de la opinión pública. En una sociedad éticamente decente, los responsables de esta matanza serían detenidos, llevados ante un juez, y condenados por agresión o por incitación a la violencia. Pero la comunidad humana actual ve a los animales como meros recursos lúdicos susceptibles de ser explotados por simple capricho.
También en el tema de la pesca y la caza hay efectos colaterales. Otros animales son utilizados como simples instrumentos (perros, hurones, aves rapaces, reclamos), o aquellos que, aún vivos, son ensartados en el anzuelo, mientras el que los manipula pone exquisito cuidado para no pincharse. Todos ellos son tratados con una brutalidad chapucera, intercambiados y sustituidos una vez tras otra cuando no responden a las expectativas creadas.
Quienes afirman que actividades como la caza y la pesca deportiva resultan imprescindibles para el equilibrio ecológico no han explicado todavía cómo se las arreglaba el planeta antes de aparecer sobre su faz los domingueros de la caña y la escopeta. Resulta sorprendente (o a lo mejor no tanto) que este argumento en extremo simplista siga siendo la piedra angular de su discurso. Al final, somos los animalistas los que tenemos que recordar que las Diputaciones crean y crían animales con el único objeto de soltarlos ante unos desalmados que la emprenden a tiros con ellos, en lo que constituye un crimen institucional vergonzante.

La verdad se muestra mucho más prosaica. Todo aquel que decide practicar estas actividades lo hace por que le gusta, por una cuestión de puro ocio. Tratar de buscar en ello razones conservacionistas o equilibradoras es tan patético como absurdo.
Los ciudadanos deberíamos oponernos a la caza y la pesca con la misma vehemencia con la que condenamos otros fenómenos de violencia gratuita como los de naturaleza política o doméstica. No podemos olvidar en ningún momento el espíritu que mueve a toda postura solidaria: la lucha por la justicia y contra el sufrimiento gratuito.

© octubre 2001
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lunes, 5 de marzo de 2001


ACTITUDES ÉTICAS
ANTE LA VIVISECCIÓN

La nuestra es una sociedad éticamente enferma, que considera mucho peor insultar a un ser humano que aniquilar a millones de seres animales inocentes, por motivos triviales, y en circunstancias que podríamos evitar sin que ello afectase en absoluto a nuestras necesidades primarias.

La realidad cotidiana nos muestra que la mayoría de la gente sigue viendo al movimiento de defensa animal como un ideal caprichoso, integrado por personas ociosas sin nada mejor que hacer en su tiempo libre. Esta visión deriva del sistema de valores que se ha ido formando en nuestra cultura a través de los siglos. Hemos acabado aceptando de forma natural que los animales son, en su mayoría, individuos-cosas que podemos utilizar a nuestro antojo, de la manera que creamos conveniente, sin que ello deba crearnos ningún conflicto moral. Así, nos los comemos tras haberlos sometido a una vida de privaciones y malos tratos, disparamos sobre ellos en nuestros ratos de ocio, o los torturamos públicamente bajo la excusa de conceptos abstractos como tradición o cultura.

Paralelamente a esta cruda realidad, buena parte de la sociedad manifiesta hoy el mismo recelo y hostilidad hacia los animalistas que proyectaría un entorno racista sobre quienes luchasen por la abolición de la esclavitud.

Se acepta de manera irreflexiva que la “cuestión de los animales” es un tema menor, caprichoso, y en todo caso siempre supeditado a los intereses humanos. La realidad es, sin embargo, muy distinta. De hecho, ninguna otra actividad humana genera tanto sufrimiento gratuito como la explotación de los animales, de tal forma que, en el hipotético caso de que consiguiéramos acabar con fenómenos tan devastadores como la violencia doméstica (malos tratos en el hogar), política (terrorismo, conflictos bélicos), cultural (mutilación genital femenina, racismo, homofobia) o jurídica (ajusticiamientos extremos, pena de muerte, cadena perpetua), tan sólo habríamos puesto fin a una pequeña parte de la violencia global que los humanos ejercemos sobre los demás. Aún quedaría intacta la que infligimos a los animales no humanos.
Esta no es una afirmación peregrina o efectista, sino el resultado de una valoración objetiva de los hechos, teniendo en cuenta factores como el número de individuos implicados o el grado de sometimiento que se ejerce sobre las víctimas.

Las áreas en las que maltratamos a ese colectivo zoológico ficticio al que denominamos “animales” son innumerables, y la agresión se lleva a cabo en terrenos tan dispares como el ocio, la alimentación, la moda, los espectáculos, el deporte o la investigación. Probablemente es este último el que genera mas controversia, incluso dentro del propio movimiento animalista, al ser presentado por quienes lo justifican como “un mal necesario”, en la medida en que resulta supuestamente imprescindible para el avance del conocimiento médico, y por tanto para el bienestar humano.

Al abordar esta cuestión, no debemos olvidar, sin embargo, que las diferentes áreas de explotación antes señaladas no son fenómenos aislados, sino diferentes manifestaciones de un mismo fenómeno: la desconsideración casi absoluta que desde el ámbito humano se muestra hacia el dolor y el sufrimiento ajeno cuando éste se produce mas allá del límite de nuestra especie. En la práctica, discriminamos arbitrariamente a los individuos no humanos respecto a nosotros mismos (homocentrismo), y hacemos lo propio entre ellos (especismo). Por eso consideramos aceptable el sufrimiento y la muerte de miles de cerdos, y condenamos enérgicamente el abandono de un perro.

La verdad es que nos encontramos ante un holocausto de proporciones gigantescas. La lucha animalista pasa por ser el movimiento de reforma moral mas importante que existe en la actualidad (y muy probablemente el mas significativo a lo largo de la historia de la humanidad), en la medida en que la consecución de sus objetivos evitaría una cantidad de dolor mayor que cualquier otro logro de tipo solidario.

Centrándonos en el área de la experimentación con animales, lo cierto es que mucha gente, incluso ajena a la filosofía animalista, asumiría que la prohibición de los zoos, la industria peletera, las corridas de toros o las carreras de galgos no afectaría en gran medida a nuestro bienestar, y que por tanto podríamos prescindir de esas “ofertas”. Pero, ¿qué sucede con la vivisección? ¿Tenemos que aceptar el trabajo de los investigadores como un deber desagradable pero necesario para nuestra salud? Lo cierto es que podemos aceptar dócilmente los mensajes amenazantes y al misto tiempo esperanzadores de la industria de la investigación, o analizar el fenómeno de manera global y mas crítica.

El primer error que suele cometer el gran público a la hora de abordar esta compleja realidad consiste en creer que la experimentación con animales tiene lugar única y exclusivamente en el área de la medicina y la farmacología. Pero la cruda realidad nos muestra que una parte significativa de los animales a los que se maltrata en pruebas de laboratorio se llevan a cabo en campos como el militar, el espacial, el de la cosmética o el industrial. Hacer sufrir y matar caballos para probar armas químicas y biológicas que posteriormente serán utilizadas para esos mismos fines en seres humanos resulta simplemente perverso. Someter a monos a crueles pruebas de descompresión para enviarlos al espacio, irritar deliberadamente los ojos de conejos con sustancias corrosivas, o envenenar ratas obli- gándolas a ingerir grandes dosis de aditivos alimenticios, son actos depravados difíciles de justificar, y tras los cuales se ocultan grandes intereses económicos. No es necesario poner demasiado énfasis para convencer a la gente de la inutilidad de estas prácticas.

Pero incluso cuando entramos en el terreno de la investigación médica, nos encontramos con numerosas situaciones tan absurdas como obscenas. Las pruebas sobre drogodependencias o las que se realizan en el campo de la psicología son tan sólo algunos de los ejemplos mas inmorales. ¿Qué información podemos obtener de convertir roedores sanos en alcohólicos, o de obligar a monos a inhalar humo hasta provocarles cáncer, que no obtengamos de la ingente cantidad de datos que nos ofrecen a diario los miles de personas aquejadas de estas dolencias en la consulta del doctor? ¿Qué nos puede enseñar el hecho de inducir conscientemente a la depresión a un bebé mandril al que se le arrebata de la madre? ¿Acaso no hay ya suficientes enfermos mentales humanos de los que obtener conocimientos realmente valiosos? Estas realidades son tan delirantes y obscenas como parecen.

Vemos, por lo tanto, que, en buena medida, las pruebas dolorosas con animales se llevan a cabo en campos que no aportan nada al bienestar humano. En realidad, tan solo una parte, y no la más importante, tiene lugar en campos que podrían estar en teoría justificadas éticamente. ¿Realmente lo están?

Como otros muchos fenómenos de violencia humana unilateral, este puede abordarse desde un prisma ético o científico-técnico. Si bien, en pura teoría, podemos hacerlo exclusivamente desde éste último, los animalistas creemos que tener en cuenta el primero es no solo imprescindible, sino prioritario.
Entre otras muchas, la ideología animalista se inspira en la idea de que no existe lo que podríamos llamar un sufrimiento “humano” y otro “animal”. Tan sólo existe el sufrimiento. La terrible experiencia del dolor. Y esta percepción resulta tan indeseable para unos como para otros. Aquí la especie poco tiene que ver. Aceptando este hecho incuestionable, debe entenderse que el mismo grado de padecimiento ajeno debería tener por nuestra parte la misma consideración teórica. Aceptar como mas deseable el dolor de un conejo que el de un ser humano, es tan injusto como aceptar lo mismo entre personas negras y blancas, niños y adultos, pobres y ricos, o mujeres y varones. Podemos poner en práctica la discriminación que deseemos, pero cualquiera de ellas será injusta. Por ello, entendemos que, analizado moralmente, la salud y el bienestar individual es tan importante para nosotros como pueda serlo para un perro, un pez, o una rana.
No debemos olvidar que aún en el hipotético caso de una cierta eficacia de la vivisección, estaríamos ante un mero intercambio de “dolor por dolor”.

Pasando al terreno de lo científico-técnico, y prescindiendo de cuestiones ético-morales, incluso el más entusiasta vivisector aceptará como válida la teoría de que, si queremos obtener datos realmente significativos sobre una enfermedad concreta, deberemos estudiar los modelos más próximos al hecho que nos interesa. Esperar obtener informaciones válidas de inocular artificialmente cáncer de próstata a mujeres esperando averiguar algo con lo que poder curar esta dolencia en los hombres, es tan absurdo como anticientífico.

Las variables que entran en juego en el desarrollo de una patología incluyen factores ambientales, sociales, y en gran medida individuales, de manera que ante una situación idéntica, los resultados son muy diferentes, cosa que ya sabíamos porque todos conocemos personas ancianas fumadoras que gozan de excelente salud, mientras otras fallecen de cáncer de pulmón en plena juventud.

Conviene recordar que la mayoría de las pruebas consisten en recrear situaciones. Efectivamente, las enfermedades que desarrollan los animales en los laboratorios son inoculadas por humanos deliberada y artificialmente a individuos en principio sanos, a pesar de que la dolencia original humana se desarrolló durante décadas en condiciones que nada tienen que ver con los modelos experimentales.

La diferencia interespecífica resulta casi siempre insalvable, de tal forma que una sustancia inocua para nosotros puede matar a los gatos y otras que utilizamos como tranquilizantes, a ellos les excitan.

Aunque, naturalmente, el fenómeno es mucho más complejo y en el intervienen factores económicos, culturales y políticos, se puede afirmar que la vivisección es hoy un fraude científico y una aberración ética inaceptable. Su justificación teórica se sustenta sobre la creencia de que sólo poniéndola en práctica mejoraremos nuestro grado de bienestar. Pero el secreto de la buena salud no está tanto en los asépticos laboratorios, sino en aplicar un elemental sentido común y utilizar de forma eficaz toda la información obtenida de la observación y la experiencia de siglos, que no requieren además el sufrimiento de seres inocentes.

Tan sólo una pequeña parte de los medicamentos comercializados (tras causar un gran daño a seres inocentes) son realmente importantes para nosotros. Y la realidad es tozuda respecto a las causas de la mayoría de nuestros problemas de salud: unos hábitos de vida incorrectos, que además sabemos como corregir. Una alimentación mas racional, hacer ejercicio, evitar el estrés, no ingerir sustancias nocivas conscientemente y otros pequeños secretos por todos conocidos, son más efectivos que cualquier otra cosa. Sirva como ejemplo especialmente revelador que el tabaquismo causa más sufrimiento y número de muertes que el SIDA o que algunos tipos de cáncer.

Tras conocer estas evidencias, resulta egoísta e injusto que queramos obtener lo mejor de nuestros vicios y actitudes irresponsables, mientras involucramos paralelamente a seres inocentes para tratar de contrarrestar los efectos nocivos de nuestra conducta.

La vivisección es hoy una manifestación mas, sólo una mas, de la situación del estado de sometimiento masivo a individuos indefensos (animales no humanos) que jamás haya existido.
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© marzo 2001
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lunes, 5 de febrero de 2001


MANIFIESTO
POR LAS VACAS

Un análisis objetivo e imparcial de la situación que padece en la actualidad el ganado vacuno explotado por la especie humana, nos lleva inevitablemente a la conclusión de que esta actividad causa enormes dosis de sufrimiento a un número ingente de seres inocentes, de forma gratuita y por motivos exclusivamente económicos, despreciando sus más elementales derechos, en especial los que conciernen tanto a la vida como a la integridad física y emocional.

En efecto, y al igual que en muchas otras situaciones de violencia hacia los animales, las vacas son mantenidas en un régimen de esclavitud donde todo está supeditado a la rentabilidad económica. Así, son tratadas como meros elementos de producción en lugar de ser consideradas como lo que en realidad son: seres sensibles, vertebrados y mamíferos como los humanos, y con un sistema nervioso en lo fundamental idéntico al nuestro.

Las hembras son inseminadas de forma constante, y a los pocos días de nacer se les arrebata a sus hijos, lo que ocasiona en ambos una terrible sensación de angustia, debido a los fuertes lazos afectivos que existen entre ellos. Los jóvenes terneros son entonces encerrados en minúsculos compartimentos donde frecuentemente ni siquiera pueden darse la vuelta. Quedan así frustrados de manera permanente todos sus instintos naturales, como correr, jugar, o buscar la referencia física y afectiva de su madre. Reciben una alimentación deficiente para que el aspecto de su carne satisfaga las preferencias estéticas de los consumidores. La realidad es que la industria ganadera convierte la vida de estos desdichados animales en una experiencia miserable.

Sus madres no corren mejor suerte. La leche que por naturaleza estaba destinada a los terneros es succionada a la fuerza por diversos artilugios mecánicos que les provocan constantes irritaciones mamarias. La obsesión de la sociedad industrializada por los lácteos es tal, que la selección genética ha conseguido crear animales aberrantes con serias dificultades para caminar debido al tamaño de sus ubres.
Las vacas serán explotadas sin descanso mientras den los resultados económicos previstos por la empresa. Cuando no se cumplan la expectativas, simplemente las enviarán al matadero. Estos siniestros lugares son, en la práctica, auténticos centros de exterminio masivo donde las víctimas perciben el terror y la angustia de sus compañeras, siendo manipuladas sin la menor compasión. Las leyes de protección que teóricamente tratan de evitar su padecimiento final son, casi siempre, simples normativas propagandísticas destinadas a anestesiar la conciencia de los ciudadanos. El sentido común nos dicta que, sencillamente, resulta imposible dar muerte a cientos, y a veces miles de animales en una sola mañana sin causarles un indecible sufrimiento.

La situación del ganado vacuno explotado para carne y leche es en la actualidad un auténtico holocausto difícilmente justificable desde un punto de vista ético. Esta inmensa tragedia es, sin embargo, deliberada y constantemente silenciada por autoridades, empresas explotadoras, sindicatos y medios de comunicación, en un ejercicio de insensibilidad inaceptable. Por si esto no fuera suficiente, observamos cómo se frivoliza de forma constante con este drama. Las cadenas de televisión nos ofrecen imágenes de animales enfermos, moribundos o colgados de las cadenas de sacrificio, mientras litros de sangre aún caliente salen por el cuello recién seccionado. Especialmente revelador resulta ver a ganaderos y consumidores exigiendo vehementemente “sus derechos”, sin ni siquiera plantearse la legitimidad moral de su conducta.

¿Y qué decir de los veterinarios en toda esta historia?. Es incomprensible que los ciudadanos en general sigan asociando esta profesión con un sentimiento de “amor hacia los animales”, cuando la cruda realidad nos demuestra que la inmensa mayoría de estos profesionales son, en la práctica, elementos indispensables en procesos productivos de consecuencias devastadoras para sus víctimas.

La polémica suscitada gira únicamente en torno a los efectos que esta “crisis” pueda tener en el ámbito humano, en aspectos tales como la salud, la economía o la política, sobredimensionando de esta forma nuestro papel de víctimas y pasando de puntillas por el de verdugos. Así, el hecho de que, tras aceptar como algo natural y deseable este crimen masivo, sólo nos preocupemos de las posibles consecuencias que pueda tener para nosotros el consumo de sus restos, no demuestra otra cosa que un egoísmo colectivo insultante. El “mal” de las vacas ya existía mucho antes de la aparición de la encefalopatía espongiforme bovina. El autentico “mal” de las vacas es el ser humano, que las explota despiadadamente y que las usa de manera mercantilista.

Especial mención merece el tratamiento que dan al tema los medios de comunicación, y que pone de manifiesto en qué medida hemos llegado a despreciar el sufrimiento no humano. Constantes referencias a la polémica utilizando frases con doble sentido, comentarios jocosos y chistes fáciles. Realmente no resulta más ofensivo llamar loco a un ser humano aquejado de discapacidad mental severa que a un animal enfermo.

Por otra parte, la aparición de imágenes en prensa y televisión de vacas temblando, agonizantes e incapaces de mantener el equilibrio, o de terneros aterrorizados en medio de una sala de despiece, acompañadas de simples comentarios sobre perdidas económicas, resulta realmente obsceno. Huelga decir que la autoridad moral de quienes aceptan este tipo de situaciones para indignarse por otros fenómenos de violencia humana queda, cuando menos, seriamente atenuada.

A mi juicio, no se trata tanto de cuestionar qué tipo de alimentación se ofrece al ganado o la cantidad de antibióticos que le suministramos, sino de cuestionar la ganadería como fenómeno, dado que es claramente incompatible con el respeto a sus derechos básicos, y se sustenta además sobre la ancestral y arrogante idea de la superioridad humana.

Creo que éste es un buen momento para que, desde todos los ámbitos de la sociedad, empecemos a cuestionar seriamente la licitud moral del maltrato que infligimos en general a los animales no humanos, máxime cuando éste se produce, casi sin excepción, en circunstancias que fácilmente podríamos evitar si tuviéramos un honesto interés en ello, y sin que este cambio afectara a nuestros intereses vitales, en la medida en que el consumo de los “productos” resultantes de esta masacre (carne y leche) no responde a necesidades nutricionales, sino a una cuestión puramente cultural y de preferencias gastronómicas.
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© febrero 2001
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