viernes, 2 de septiembre de 2005


TRADICIÓN vs. ÉTICA

Llega septiembre, y regresa con él como cada año la polémica que rodea a la histórica ciudad de Tordesillas. La razón no es otra que la inclusión en el programa festivo del encierro y alanceamiento de un toro. La cosa no es broma: dirigen al desconcertado animal desde la villa hasta los márgenes del río, y allí le clavan lanzas hasta matarlo, circunstancia que no se produce de forma inmediata, como es lógico, sino después de una prolongada agonía de la víctima.

Pero, ¿en qué consiste exactamente la polémica? Tras qué argumentos se parapetan las –digámoslo de esta forma– las partes enfrentadas. Si tuviéramos que resumir en un solo término cada una de ellas, probablemente serían algo así como “la tradición” y “la ética”. Ello nos conduce a presuponer que ambos conceptos son en cierto modo incompatibles, cuando tal cosa no es cierta, como es fácil deducir. La mayor parte de las tradiciones son en general respetuosas, y no conllevan desde luego violencia gratuita. Ellas son el mejor ejemplo de que tradición y ética pueden ir de la mano sin mayores problemas. Otras, por el contrario, como las agresiones a las mujeres en el ámbito doméstico, la aplicación legal de la pena de muerte o ciertos festejos populares como el Toro de la Vega, implican grandes dosis de violencia, sea ésta ejercida con puños, mediante una soga o recurriendo a varas metálicas. El efecto viene a ser el mismo en todos los casos: el sufrimiento de la víctima, y casi siempre la muerte.
Es más que probable que en este punto algún lector o lectora se haya sentido indignada por la comparación que establezco entre algunos casos de sufrimiento humano y otro de padecimiento animal. He de decir que, más allá de establecer una simple comparación, lo que estoy haciendo en realidad es poner en práctica una equiparación en toda regla. Porque, mientras no se demuestre lo contrario -y tal cosa no ha sucedido aún, se lo aseguro-, el mismo grado de dolor y sufrimiento resulta igual de indeseable para cualquier víctima, por encima de cuestiones como su género, sus cuentas con la justicia y, naturalmente, su especie biológica. Si una mujer sufre innecesariamente, nada que no sea el más burdo egoísmo puede hacer que nos quedemos cruzados de brazos. Lo mismo debería suceder ante un reo condenado a la horca. Y cada vez más gente cree que esta consideración moral debiera traspasar la frontera de lo humano y aceptar a los demás animales (a los que bien podríamos etiquetar como animales no humanos, por cuestiones de sintaxis elemental). La historia de la humanidad es la historia del progreso, de avanzar por un determinado camino que va paulatinamente incorporando grupos de seres en su día condenados al ostracismo y a los que se han ido concediendo derechos básicos, en especial los referentes a la vida y a la integridad tanto física como emocional. Al principio, estas afortunadas incorporaciones al “club moral” estuvieron protagonizadas por los niños, luego por los negros, más tarde por las mujeres, y en uno de los últimos capítulos aparecen los homosexuales. Es de esperar que de hecho la serie no se cierre aquí, y que más pronto que tarde se incorporen los animales, aunque éstos no sean humanos.

Pero volvamos a la cuestión de fondo. ¿Se puede amparar un acontecimiento objetivamente criminal (véase diccionario en el caso de percibir el adjetivo como desproporcionado) en la pura y simple tradición? Tal presunción es, a lo que se ve, unánimemente rechazada en la mayoría de los casos, especialmente si afecta a seres humanos. Quiero pensar que muy pocos habitantes de la propia Tordesillas legitimarían hechos como la quema de herejes (tan popular en la villa no hace tantos siglos), la explotación laboral infantil o la mutilación genital femenina, a pesar de haber sido y seguir siendo en algunos casos tradiciones con solera y rancio abolengo, y pertenecer a lo más hondo de las raíces de las sociedades en las que estos hechos se producen. Entonces, ¿por qué toleramos y aún promocionamos actos tan groseros como el que se va a perpetrar el próximo día 13? Por la sencilla razón de que el condenado, sin juicio previo, no ha tenido la suerte de nacer con forma humana (o de lince ibérico, o de águila real, añadirían algunos con razón). Curiosamente, el mismo trivial motivo que demasiados siguen empleando para dar pábulo al linchamiento público y subvencionado de un inocente.

Si, a efectos del presente artículo, por ética se entiende “respeto y consideración hacia los demás” (a todos los demás, se entiende) y por tradición “transmisión de costumbres, creencias o elementos culturales hecha de generación en generación” (definición recogida del mismo diccionario que antes recomendaba), parece que en cuanto al Toro de la Vega, ambas cosas resultan del todo incompatibles. O es una o es otra, la cosa no da más de sí. Yo me quedo con la ética, qué quieren que les diga. No me parece ni medianamente racional defender algo por la elemental circunstancia de que haya formado parte de la cultura o de la tradición local durante no sé (ni me importa) cuántos siglos. Aunque debería resultar obvio, conviene recordar que algo no se convierte en moralmente lícito porque sea elevado a la categoría de espectáculo o se le coloque el label de tradición. No puede ser tan primario. Una injusticia es una injusticia siempre, independientemente de la parafernalia estética que la rodee.

¿Qué se atenta contra la cultura local? Naturalmente, faltaría más. Pues sí, efectivamente mostrarse críticos con determinadas manifestaciones culturales o tradiciones es poner en tela de juicio la propia identidad de la sociedad en la que se producen tales hechos. Por supuesto que sí, así debe ser si nos consideramos de verdad racionales y queremos orientar nuestros pasos hacia una sociedad más justa para todos. Nos han hecho creer que determinados juicios condenatorios son afrentas a la cultura y que ello es malo en sí mismo. Realmente no lo es. Nos han engañado. Lo perverso es precisamente no hacerlo, apoltronarnos en nuestra comodidad cotidiana y hacer como si nada sucediese a nuestro alrededor. La crítica no tiene por qué ser necesariamente injuriosa. Muy al contrario, puede en determinadas ocasiones erigirse en un ejercicio moralmente obligatorio, en un auténtico acto de decencia ética.

Por otro lado, cabe recordar que la reglamentación del espectáculo no alivia en nada el padecimiento del animal, como podrá entender cualquiera dotado de una estructura neuronal mediana. Las veneradas normas que condicionan el espectáculo tienen por objeto garantizar que éste se desarrolle dentro de unos cánones consensuados, pero en ningún caso vela por la integridad del animal. De hecho, es la propia normativa la que prevé con absoluta frialdad que pueda taladrarse su cuerpo, la que permite que se le incrusten varios arpones metálicos de lado a lado, y la que mantiene en la más estricta legalidad a lo que no es sino un acto de impiedad impropio de una sociedad madura. La observancia minuciosa del tan traído y llevado reglamento se limita a regular la tortura. Ahí empieza y acaba todo. No necesitan inventarse todo ese cursi lenguaje eufemístico para dulcificar lo que no es sino una chacinería, una pringosa ejecución pública, sumaria y con agravante de ensañamiento. Cumpliendo con escrupulosidad la normativa establecida se preserva la “integridad y pureza” del espectáculo, no desde luego la integridad de la víctima, que acaba pareciéndose más a un guiñapo sanguinolento que a un brioso bóvido. Intentar crear confusión con una mezcolanza de conceptos tan grosera equivale a presuponer que la opinión pública en general y los defensores de los animales en particular padecen una suerte de estupidez congénita que les impide discernir entre unas cosas y otras.

El Toro de la Vega desaparecerá, como lo hará el fútbol o las carreras de motos. Nada dura eternamente. La tarea de los defensores de los animales consiste en acelerar al máximo ese final, del que sin duda también saldrán beneficiados los que actúan hoy de verdugos, y a los que la vergüenza les acompañará a su pesar muchos años después de la última edición.
.
© septiembre 2005
..

martes, 5 de julio de 2005


MANIFIESTO
POR LAS AVES

Las aves generan sentimientos contradictorios en los seres humanos. Por un lado, recurrimos a ellas a través de metáforas e incluso las convertimos en iconos a la hora de transmitir algunos de los valores que más apreciamos, como la libertad o la paz. Por otro, las aniquilamos en masa a través ciertas prácticas deportivas, o las sometemos a la más cruel de las esclavitudes para obtener algunos de sus “productos”. Ello no es sino una clara muestra de la esquizofrenia moral con la que la comunidad humana ve a los animales con los que comparte planeta. En efecto, mientras algunas especies gozan de la protección legal y la estima general de la sociedad, no mostramos hacia otras el más elemental respeto, por lo que las reducimos a simples objetos de consumo en multitud de campos. Por lo que a las aves respecta, un ejemplo que ilustra esta realidad lo encontramos en las rapaces, cuya seguridad está en teoría garantizada a través de férreas normativas de protección, al tiempo que la vida de otras muchas especies, como las cinegéticas, se pone a disposición de quien desee disparar sobre ellas como simple pasatiempo dominguero, con solo acreditar la posesión de una licencia de armas y una mínima pericia intelectual a la hora de pasar el examen preceptivo.


La caza deportiva,
una agresión injustificada

La caza deportiva suele ser justificada mediante argumentos tan peregrinos como la supuesta necesidad de mantener equilibrados los ecosistemas, como si antes de nuestra aparición en la Tierra reinara en ella un caos que únicamente terminó cuando los humanos la emprendimos a tiros contra los animales.

El supuesto papel de “garantes del medio natural” que se atribuyen a sí mismos los cazadores no es sino un burdo disfraz con el que tratan de dulcificar su imagen ante la sociedad, y maquillar así una práctica sustentada en algo tan brutal como salir al campo y disparar contra conejos y perdices que no les han hecho nada. Hasta el argumento podría tener cierta credibilidad si la práctica de la caza deportiva se asumiera como “un deber desagradable”. Al fin y al cabo, disparar, herir, mutilar y matar son realidades objetivamente traumáticas, algo que incluso sus practicantes admiten. Pero lo habitual es que se cace por simple placer, y si puede ser acompañando la jornada con una buena comida fraternal en el bosque. Es aquí donde todo el planteamiento se desmorona como un castillo de naipes, y lo descubre como lo que es, una excusa grosera y no un argumento serio. La Naturaleza tiene sus propios mecanismos de regulación como para necesitar de nuestra intervención arrogante, que en realidad ha sido la responsable directa del desequilibrio que ahora tanto nos preocupa. Si la caza practicada como deporte se prohibiera, no se producirían mayores desastres ecológicos que los que ahora genera el propio ser humano, y al menos se ahorrarían grandes dosis de sufrimiento gratuito.

La caza deportiva acaba cada año con la vida de cientos de millones de individuos en el mundo, seres con intereses como nosotros, y que como nosotros tienen un sistema de percepción del dolor que les hace sufrir intensamente en determinadas circunstancias. Éste, su naturaleza sensible, es uno de los aspectos esenciales de los argumentos animalistas, que defienden la teoría de que todos los sufrimientos son iguales, al menos en cuanto a lo indeseables que resultan para quienes los padecen, con independencia de factores como la especie biológica de la víctima.

Hubo un tiempo en que cazar era imprescindible. Se trataba de simple supervivencia, y ante eso poco hay que decir. Pero hoy la mayoría de las sociedades se han industrializado hasta tal punto que actividades como la caza deportiva han sido relegadas a la categoría de “deporte”. Y parece evidente que la práctica de un deporte concreto siempre resulta prescindible. De hecho, la inmensa mayoría de los y las ciudadanas no disparan sobre animales por diversión y sobreviven diariamente. El argumento simplemente no se sostiene.

La caza deportiva no solo mata a millones de individuos inocentes, sino que hiere a otros muchos a los que condena a una vida en inferioridad de condiciones. Si la codorniz o la paloma de turno consigue sobrevivir, será después de indecibles sufrimientos, tras superar un dolor intenso, padecimiento emocional y, en definitiva, con una experiencia traumática a sus espaldas. Muchas aves abatidas acaban agonizando y muriendo después de varios días en un ribazo. El estrés, las infecciones y la inanición harán el resto. Además, se olvida uno de los aspectos más emotivos de toda esta tragedia, como es el hecho de que muchas aves son monógamas. Sí, se emparejan de por vida. Ello hace que la pérdida del compañero o compañera genere angustia y tristeza en el miembro superviviente. A quien no es capaz de admitir esta realidad podrá parecerle una cursilería, pero muchas especies animales conocen sensaciones como la amistad, la solidaridad o el afecto.

¿Y qué decir de la supuesta “lucha de igual a igual” con la que se tilda a veces a la caza? Es una ofensa presuponer igualitaria una agresión unilateral que además no ofrece el mismo premio al “vencedor” y el mismo castigo al “perdedor”. Si el que pierde es el pájaro, lo pierde todo: su vida. Si el derrotado es el humano, su pago consistirá en la pérdida de unos cartuchos y a lo sumo un buen enfado. La realidad es que una lucha solo puede ser de igual a igual si los trofeos y las condenas son idénticos para sus protagonistas. Con esta premisa, nadie sino una mente perversa puede defender la idea de que la caza es una lid equilibrada y justa.


El exterminio de palomas urbanas,
un crimen que no cesa

Cada año decenas de miles de palomas urbanas son capturadas y exterminadas por numerosos ayuntamientos en España. En realidad, y aunque la razón oficial sea la del “control poblacional”, todo apunta a que se trata de una medida irracional, que a medio plazo no soluciona nada, dado que a los pocos meses del descaste la densidad de aves recupera su nivel. Muchas de estas políticas parten de estudios obsoletos (a veces confeccionados décadas atrás), que no tienen en cuenta factores como el ratio entre hembras y machos, o el porcentaje de animales enfermos. La actuación municipal se limita a matar varios miles y punto, y lo hace capturando sin demasiados miramientos a las víctimas, para luego gasearlas por grupos en dependencias municipales.

Toda esta locura se pone en marcha por las denuncias de los vecinos (de unos muy concretos, que además son los mismos que se quejan por otras muchas situaciones), molestos por la suciedad que los animales generan -como si precisamente los humanos pudiéramos presumir de ser una especie pulcra-. Resulta difícil no ver en esta actuación municipal una especie de tributo político a ese pequeño sector ciudadano quisquilloso con casi todo. De esta forma, las administraciones locales se blindan ante la ciudadanía con el argumento simplista de “nosotros ya hemos hecho lo que estaba en nuestras manos, no nos exijan más”.

Algunas urbes ya han probado sistemas no traumáticos para el control de aves con suficiente éxito, mientras que en nuestro ámbito geográfico se siguen obviando éstas y otras iniciativas humanitarias. Todo ello convierte a la eliminación física de palomas en un crimen injustificado.

Mientras perseguimos con saña a las palomas, continuamos recurriendo a ellas como símbolo de concordia y de buenos deseos en actos reivindicativos, y las “liberamos” emocionados de las cajas donde han pasado horas apretujadas, sin siquiera pensar que ellas también podrían ser destinatarias de nuestra consideración, y que por lo tanto deberíamos dejarlas en paz y tratar de resolver los conflictos entre humanos por nuestra cuenta y riesgo, sin necesidad de involucrar a terceros.


La avicultura intensiva,
un infierno para los animales

Si pudiéramos cuantificar todo el sufrimiento que los humanos infligimos a los demás animales, observaríamos que la inmensa mayoría se lo lleva el área de los animales destinados a comida. Y dentro de ella, el apartado de la explotación avícola merece especial atención por su extrema crueldad.

Uno de los ejemplos más descarnados lo tenemos en las condiciones que la industria reserva a las gallinas ponedoras de huevos. Casi todas pasan sus cortas vidas en jaulas estrechas que deben compartir con otras compañeras de martirio. La falta de espacio es tal que sus cuerpos rozan constantemente contra el alambrado del suelo y las paredes, lo que les produce rápidamente lesiones en la piel, que a su vez derivan en llagas que no reciben el tratamiento adecuado. Ello genera en los animales una situación de estrés muy elevado, por lo que se hace frecuente la agresión entre las prisioneras de una misma jaula. Para evitar en parte los indeseables efectos económicos de este comportamiento, los granjeros someten a sus rehenes a una práctica traumática como el corte del pico cuando aún son jóvenes. No son raros los casos en los que se produce una infección que acaba matando al desdichado animal. Nadie se preocupará de prestar asistencia veterinaria a unos cuantos individuos, por la sencilla razón de que económicamente compensa más retirar un cierto porcentaje de cadáveres que tratarlos de sus dolencias cuando todavía están vivos.

En las explotaciones intensivas de aves las estructuras sociales propias de estos seres quedan cercenadas por completo, así como ciertas necesidades comportamentales, como escarbar el suelo, buscar comida o refugiarse ante situaciones de peligro. Todo ello produce un cuadro de ansiedad (sufrimiento, en definitiva) que acaba por enloquecerlas. No puede ser de otra forma. Esta locura solo acabará con su muerte, que será para ellas una auténtica liberación.
Únicamente verán la luz natural el día del sacrificio, cuando unas toscas manos las agarren y sin ningún miramiento sean apelotonadas en las jaulas del camión que las trasladará a una siniestra cadena mecánica, colgadas por las patas y pasadas por las cuchillas de corte. Los operarios realizan esta operación de manera rutinaria, de tal forma que la compasión no tiene cabida en un proceso tan deshumanizado. Por simple estadística, es normal que el corte no siempre sea certero, por lo que un número elevado de aves acabará en el caldero de agua hirviendo cuando son todavía perfectamente conscientes. Llegados a este punto, lo mejor que les puede pasar es que su infierno acabe cuanto antes. No habrán conocido sino el estruendo, el escozor de las heridas y la angustia. Sus vidas habrán sido una experiencia miserable que ninguno de nosotros quisiéramos experimentar.

La terrible realidad es que muchas otras aves –como los pavos, las ocas o las codornices– sufren la misma tortura, y la única razón por la que algunas como los avestruces todavía no han sido estabuladas es de tipo económico, no ético.


La “gripe aviar”, una muestra más
de la degradación moral humana

A lo largo de los últimos meses, los medios de comunicación nos han estado bombardeando constantemente con noticias sobre la que se ha dado en llamar gripe aviar, una patología mortal que afecta a diferentes especies de aves tanto silvestres como domésticas. Hemos visto cómo el más mínimo indicio de la enfermedad en una zona determinada hace que millones de aves sean eliminadas mediante los métodos más brutales que nuestra mente pueda imaginar. Introducidas por docenas en sacos o incineradas y enterradas vivas. No es difícil suponer la angustia y el padecimiento que todo ello provoca a los animales: alas rotas, hematomas, asfixia, terror en definitiva. Cualquier fórmula parece ser válida con tal de quitarse el “problema” de encima. A una vida plagada de carencias se suma este horrendo final.

Los informativos y documentales que tratan el tema centran su atención exclusivamente en el riesgo de que esta dolencia afecte a los seres humanos, como si los efectos de la enfermedad en nuestra especie fueran peores que en gallinas o patos. En este punto, cabe recordar una vez más que el dolor físico o el sufrimiento emocional tienen el mismo significado biológico y por lo tanto son tan indeseables para unos como para otros. Pero toda la atención mediática se centra en los efectos que esta “crisis” pueda tener en la comunidad humana, sobredimensionando nuestro papel de posibles víctimas e ignorando nuestra responsabilidad como verdugos. Así, se habla con absoluta tranquilidad de que tal o cual país “está sufriendo las consecuencias de la gripe aviar” mientras se condena a la invisibilidad el drama de los animales antes, durante y después de la crisis. No es fácil encontrar un ejemplo más gráfico del egoísmo que caracteriza a la especie humana, entre cuyas características está la de patrimonializar el sufrimiento.

Ya son muchos los informes que apuntan a las condiciones de hacinamiento extremo como uno de los principales factores de expansión no sólo de esta pandemia, sino de todas las que afectan hoy a los animales estabulados. Precisamente son estas enfermedades masivas y su protagonismo en los informativos las que sacan a la luz la verdadera dimensión de la violencia institucionalizada que ejercemos a diario sobre los animales, una agresión que por lo general suele permanecer oculta a los ojos de la opinión pública.

Creemos que los medios de comunicación están actuando de una forma irresponsable. Parecen haberse abonado de manera gratuita a la noticia catastrofista, a pesar de que muchos de los organismos profesionales competentes en la materia minimizan las posibilidades de que la enfermedad acabe afectando seriamente a los humanos. En este sentido, hay que decir que aunque este extremo se produjera, los efectos no serían ni de lejos de la misma entidad que los que sufren las aves en los distintos campos en las que son explotadas comercialmente, aun sin crisis de por medio.
La irresponsabilidad moral de los medios informativos es doble, en tanto que consiguen por un lado que la sociedad acabe satanizando a las aves, viendo a los hasta entonces apacibles patos del parque como seres maléficos con los que hay que acabar antes de que ellos lo hagan con nosotros. Por otra parte, estos mismos medios no tienen pudor alguno a la hora de trivializar el problema a través de innumerables viñetas, chistes y representaciones humorísticas de dudoso gusto. También ello es una buena muestra de hasta qué punto despreciamos el sufrimiento ajeno cuando éste no tiene forma humana, solo que aquí parece que nos encontramos en la antesala de una crisis sanitaria sin precedentes. No se comprende muy bien esta especie de demencia moral que informa sobre algo tan grave al tiempo que se ríe de ello. Queda por saber si en el caso de que al final la tragedia humana se produzca su sentido del humor seguirá intacto o entonces aplicarán algún protocolo deontológico para evitar una sátira que a lo mejor entonces sí les parecerá macabra.

La inmensa mayoría de las aves que han tenido la desgracia de caer en nuestras manos sufren una eterna pesadilla. Para ellas, su vida es una experiencia que lo único que les depara es dolor corporal y padecimiento psíquico. Amputadas algunas de sus partes más sensibles cuando son jóvenes, no conocerán otra cosa que el estrés y la angustia, para acabar aún más hacinadas en las jaulas del camión que les trasladará al matadero, en una amalgama de heces, miembros rotos y hematomas. Y si tienen la “osadía” de contraer una dolencia con posibilidades de ser transmitida a sus verdugos, la cosa puede todavía empeorar. Serán cogidas en racimos por toscos operarios e introducidas en grandes bolsas negras como si de remolacha se tratase. Para quien es capaz de ver con ojos sensibles, hay pocas escenas tan terribles como uno de estos sacos agitándose por el pataleo de las víctimas que tratan absurdamente de huir de una atmósfera irrespirable.
Si la situación lo requiere, intervendrá un camión específicamente diseñado para ello, pudiendo acabar con la vida de seis mil gallinas a la hora. Sólo tendrá que llenar el enorme depósito y abrir la espita para que el gas letal haga el resto. No resulta fácil imaginar la escena de cientos o miles de seres sensibles amontonados unos encima de otros en un tanque oscuro, aterrorizados, muchos con las alas y las patas fracturadas. Si se asigna con relativa naturalidad el término “terrorismo” a realidades como la violencia ejercida en el ámbito doméstico, laboral o medioambiental, no se adivina razón alguna para no aplicar el mismo epígrafe a la práctica de la ganadería intensiva, a la caza deportiva, o a la cobertura legal que proporciona la Administración a muchas de las atrocidades que se cometen de manera constante y premeditada con los animales en general y con las aves en particular.

En el caso de la gripe aviar, ni siquiera nos asiste una cierta autoridad moral para justificar esta eliminación masiva asumiéndola como “legítima defensa”, porque cuando pase esta tragedia para nosotros, la suya continuará como siempre, y su infierno dejará de ser noticia en los telediarios, pero seguirá siendo su infierno. A la luz de los hechos, la verdad es que somos nosotros mucho más peligrosos para las aves de lo que lo son ellas para la comunidad humana. Desde nuestra parte no necesitamos transmitirles ninguna enfermedad. Sólo tenemos que hacer lo que ya hacemos a diario: explotarlas de manera escandalosa por el simple hecho de que nos agrada el sabor de su carne o nos apetece relajarnos descargando nuestra escopeta sobre sus cuerpos.


El paradójico papel de los veterinarios

Como en los demás campos de la explotación animal, también aquí merece una reflexión el papel que cumplen los veterinarios en toda esta tragedia. La cruda realidad es que cualquiera de las situaciones que aquí se describen sólo es posible con el beneplácito de estos profesionales, a los que incomprensiblemente muchos siguen asociando con un sentimiento de amor hacia los animales. Un examen objetivo nos muestra, sin embargo, que hoy la mayoría de los veterinarios son elementos indispensables en todos estos procesos de producción y de eliminación masiva, y que sus intereses no están en absoluto orientados hacia el bienestar de sus “pacientes”, sino a conseguir la mayor rentabilidad económica posible, aun a costa del sufrimiento extremo de éstos, por lo que suponer por defecto que su actividad tiene una naturaleza altruista es un dramático ejercicio de ingenuidad.

Es de desear que la mentalidad que rige esta profesión vaya paulatinamente reconduciéndose hacia un talante de verdad proteccionista, tal y como ya sucede en muchos de quienes se ocupan de los animales de compañía.


Reflexión final

El trato que reciben en la actualidad la inmensa mayoría de los animales a nuestro cargo es simplemente obsceno, y todos los argumentos que se esgrimen para justificarlo no son sino burdas excusas para tranquilizar nuestras conciencias. Se impone por lo tanto una profunda y urgente reflexión en cuanto al derecho que nos asiste para someter cada día a las demás especies animales a una casi inabarcable gama de situaciones dolorosas.
Ante este truculento escenario, no vendría mal poner en práctica un ejercicio tan elemental y deseable como la empatía, esa capacidad para colocarnos emocionalmente en el lugar de los demás –de “todos los demás”, humanos o animales–y abordar una completa revisión de nuestro comportamiento con las demás especies. Huelga decir que mientras sigamos sometiendo a los animales en general y a las aves en particular a un sinfín de agresiones y torturas, la autoridad moral de quienes aceptan este tipo de situaciones para indignarse por otras formas de violencia entre humanos queda, cuando menos, seriamente atenuada.

© julio 2005
.

lunes, 7 de febrero de 2005


RAPTADOS DEL PARAÍSO

Tan sólo durante las últimas décadas (pongamos medio siglo) la movilidad de especies silvestres ha sido muy superior a la que ha tenido lugar en los anteriores dos millones de años. Animales que durante milenios han ocupado selvas, océanos y desiertos, viven hoy en salas de estar, cocinas, terrazas de apartamentos o discotecas. La razón es muy simple: la comunidad humana del mundo industrializado ha convertido la compraventa de animales exóticos en un negocio con extraordinarios beneficios, que tiene además el dudoso honor de encabezar la lista de las actividades delictivas más rentables, sólo superado por el comercio de armas, de drogas y de personas. En realidad, esta transacción zoológica a gran escala responde a la lógica consumista que todo lo condiciona en una sociedad mercantilista como la que hemos creado, unido al hecho de que hoy los animales no humanos siguen teniendo el status de propiedad, de simples objetos de intercambio. Las tiendas especializadas del mundo rico se han convertido en un inmenso bazar donde es posible adquirir casi cualquier tipo de animal. Existe un auténtico servicio a la carta, siendo también la oferta publicitaria la que crea tendencias y modas. Si bien es cierto que estamos ante el conocido fenómeno de la oferta y la demanda, debe hacerse la salvedad de que, en el caso que nos ocupa, no se trata de meros enseres inertes, sino de individuos sensibles al dolor físico y al padecimiento emocional.

En realidad, la en apariencia inocente compra de un animal en uno de esos establecimientos conocidos popularmente con el horrendo nombre de “pajarerías” es el desencadenante de todo un engranaje que enriquece a unos y somete a otros a un régimen de esclavitud perpetua, afortunadamente abolido en todo el planeta para la especie humana.
Una buena fórmula para advertir todo el dolor que implica el comercio de animales silvestres consiste en realizar un seguimiento de los protagonistas desde que viven libres en su entorno natural hasta que son adquiridos en el lugar de destino, a miles de kilómetros de distancia. Por lo general, los países de procedencia suelen tener un nivel de riqueza bajo, con lo que resulta sencillo convencer a ciertos ciudadanos para que esquilmen el medio natural en busca de lagartos, aves, ranas, o cualquier animal que pueda ofrecer ganancias económicas. A sabiendas de que todo el proceso implica un fuerte shock que acabará en la práctica con buena parte de las capturas, éstas suelen ser masivas, sin que además se tenga especial cuidado en el manejo de los animales. Muchos de ellos apenas sobreviven a los primeros días de cautiverio, y otros se vuelven inapetentes, por lo que es habitual la alimentación forzada basada en papillas. Lo grosero de la operación hace que a algunos la comida les encharque los pulmones, provocándoles una angustiosa muerte. Las condiciones en las que viajan los supervivientes son simplemente atroces. Hacinados en jaulas, envueltos en papel de periódico o instalados en los más diversos recipientes para sortear las aduanas, no es extraño que el número de ejemplares que llega con vida a su destino sea muy reducido. Dependiendo de la especie de que se trate, el porcentaje de mortalidad llega a afectar a ocho de cada diez animales. Y a los que superan esta etapa les espera una costosa recuperación. En el mejor de los casos, serán adquiridos por personas que, en la medida de sus posibilidades, tratarán de ofrecerles un entorno rico y satisfacer sus necesidades primarias. Sin embargo, todos estos esfuerzos bienintencionados no conseguirán sino una burda caricatura del entorno natural de donde nunca debieron haber salido.

Hasta aquí algunos apuntes, por otra parte bien conocidos, de las implicaciones que para los animales tiene el que podríamos calificar de “tráfico ilegal”. Porque es éste uno de los puntos de inflexión del debate sobre el comercio de especies, la distinción interesada de dos actividades que desde el punto de vista de los intereses y de los derechos de sus desdichados protagonistas tienen consecuencias similares. En tal sentido, los medios de comunicación e incluso las diferentes administraciones se han encargado de hacernos creer que es el tráfico ilegal el que debe combatirse, el único negocio perverso, concediendo una licitud moral así al grueso de todo el montante regulado y legal, que crea en la práctica tanto o más sufrimiento que el primero.
Independientemente de que el animal haya sido capturado en su medio o nacido en cautividad, el resultado de una adquisición caprichosa o poco reflexionada es fácil de adivinar. La ilusión inicial se torna más pronto que tarde en falta de interés, desaparece el encanto de las primeras semanas, y la serpiente, ardilla o sapo se acaba convirtiendo en un estorbo del que tratamos de deshacernos a la primera oportunidad que se nos presenta. Para ello, fundamentalmente se utilizan tres vías: depositarlo en uno de los centros de acogida que existen, regalarlo o malvenderlo a terceros o, por último, liberarlo en la naturaleza. La segunda opción no hace la mayoría de las veces sino alargar el periplo del animal. En cuanto a la primera vía, quienes desarrollan su labor en uno de los centros de acogida mencionados conocen muy bien la dimensión del problema, por ser receptores de cientos de estos animales cada año, a los que buscarle una solución satisfactoria para ellos se convierte en un reto imposible. Con frecuencia, la solución más práctica es el sacrificio sistemático. Pero es la tercera opción la que más preocupa a las diferentes administraciones, paradójicamente las mismas que asumen una incomprensible relajación en las etapas previas a la suelta de ejemplares en el medio. Efectivamente, estamos ante un problema cuyas consecuencias finales son ya identificables por los expertos en la materia: hibridación con especies genéticamente similares, competencia por la comida con ejemplares autóctonos, agresividad directa. Lo cierto es que los diversos poderes públicos con competencias en el tema suelen aplicar en este tipo de situaciones protocolos de actuación tan contundentes como la persecución y muerte de los animales, a los que se reserva la poca amistosa etiqueta de especies invasoras, como si, por su parte, se tratase de una estrategia de conquista consciente y malévola. He aquí uno de los elementos de reflexión más sugerentes en este campo, la legitimidad moral que nos asiste para poner en marcha una política de eliminación dolorosa de animales inocentes, sin que previamente hayamos establecido fórmulas básicas para evitar estos dramáticos resultados finales.
Aunque con toda seguridad ejemplos similares proliferan por doquier, aporto aquí un par de ejemplos aislados pero significativos que han tenido y siguen teniendo lugar en la Comunidad Autónoma del País Vasco. El primero hace referencia a la captura y eliminación traumática de ejemplares de visón americano, originariamente huidos de granjas peleteras, que han estado siendo capturados en las riberas de los ríos mediante jaulas, y sacrificados mediante el expeditivo método de la inmersión en el agua que hasta entonces había constituido parte de su espacio natural. No es difícil imaginar la innecesaria crueldad de esta técnica, teniendo en cuenta además que la visita a las jaulas se retrasaba en ocasiones durante varios días, con toda la carga de angustia que ello suponía para el animal encarcelado. Sólo la presión animalista hizo que se sustituyera esta brutal operación por otra más humanitaria, además de conseguir la denegación por ley de nuevas licencias de apertura de instalaciones de granjas peleteras de la especie referida, debido a la competencia desigual que mantiene en el medio con el visón europeo.
La segunda realidad nos remite de nuevo a la legislación vigente, que, en el caso vasco, pasa por la escasamente conocida LEY 6/1993, de 29 de octubre, que en su artículo 21.1. asume que “Los establecimientos dedicados a la cría o venta de animales deberán hacer constar en el libro de registro a que se refiere el artículo 18 las entradas y salidas de animales. Igualmente, deberán entregar trimestralmente una relación de los animales vendidos, procedencia, especie, raza y adquirientes a los respectivos Ayuntamientos.” Pues bien, ni uno sólo de los ayuntamientos vascos (incluyendo las capitales) se ocupa de que estos establecimientos cumplan con la entrega trimestral que señala la normativa, once años después de que ésta entrara en vigor. Así las cosas, la situación no merece otro calificativo que de absoluto descontrol, ante una circunstancia (la recogida de los informes de las tiendas) que no requiere en sí misma un gran despliegue organizativo ni gestor. El simple cumplimiento del punto mencionado y un tratamiento estadístico básico permitiría conocer a la administración el estado de las cosas y su evolución, pudiendo de esta forma aplicar medidas de corrección para evitar la proliferación de especies no deseadas en el medio. Y, como elemento agravante, no podemos olvidar el hecho de que esos mismos ayuntamientos que hacen caso omiso de la ley son los mismos que organizan paralelamente jornadas y exposiciones sobre las famosas especies invasoras, repartiendo coloristas folletos donde se explican los efectos, pero se guarda silencio sobre la responsabilidad propia.

Parece claro que, desde tesis puramente animalistas, la solución pasa por un cambio de mentalidad profunda que convierta el hecho de adquirir animales en una opción mal vista, pero mientras llega ese momento debe ejercerse sobre los propietarios un control exhaustivo, que pasa inevitablemente por la identificación de un sector de animales lo más amplio posible. Detrás de cada uno de ellos debe existir un responsable con nombre, apellidos y domicilio. Y es este ciudadano o ciudadana quien debe trasladar al organismo que corresponda cualquier circunstancia relevante, como pueden ser la adquisición, pérdida, fallecimiento o extravío. Una situación como la sugerida puede parecer hoy ciertamente quimérica, pero existen no pocas realidades que han variado de forma radical en apenas unos años, cuando en un principio tal cambio parecía imposible. Nos topamos otra vez con la falta de interés y de voluntad de las instituciones que, como mínimo, deberían cumplir escrupulosamente la normativa que ellas mismas propugnan.

En el terreno de las reflexiones más genéricas, cabe destacar que uno de los problemas clave que se derivan del cautiverio de animales silvestres en nuestro entorno es que aquellos se hallan en un estado de dependencia absoluta. Nada de lo que hagan les reportará grandes beneficios. En su medio natural, pueden cambiar de lugar con facilidad, evitar con rapidez un buen número de situaciones inconvenientes para ellos, establecer las relaciones sociales que les son propias. Nada de esto es posible en un acuario instalado junto al televisor, o en la jaula que no deja ver más paisaje que una cocina. Para los peces, la temperatura del agua resulta fundamental, y la cautividad no les permite desplazarse ni siquiera un metro. Un medio en pésimas condiciones puede ser el resultado de algo aparentemente tan trivial como que al cuidador humano le dé pereza cambiar el agua de la pecera u olvide oxigenarla adecuadamente.

Los animales silvestres no pueden desarrollarse adecuadamente en nuestro entorno. Toda su potencialidad biológica y de comportamiento se encuentra cercenada de por vida. Son víctimas de un “contrato” unilateral en el que siempre salen perdiendo, y se acaban convirtiendo en esclavos de nuestro egoísmo y de nuestra vanidad. Sus vidas en cautividad no son sino una burda imitación de la libertad y de todas las posibilidades que ésta ofrece.

Como en tantos otros escenarios, se da la aparente paradoja de que quienes crean el problema tienen en sus manos la solución. Si el detonante de toda esta locura es la demanda, el factor de corrección debe ser lo contrario. Efectivamente, nuestra responsabilidad ética como consumidores debería orientarnos hacia la solución: no participar en un negocio sucio, y el adjetivo es aplicable independientemente de que le asignemos la etiqueta de “ilegal” o “lícito”. El dolor y el sufrimiento no entiende de acuerdos jurídicos, de tal forma que un periquito con los papeles en regla pero enjaulado tiene las misma carencias emocionales que la tortuga importada legalmente.

.
© febrero 2005
.