viernes, 4 de octubre de 2002



LOS ANIMALES PRIMERO
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Entre todos los argumentos que se vierten contra la idea de la concesión de derechos básicos a los animales, destaca probablemente aquella que podríamos etiquetar como la de “los humanos están primero”. Con esta manida sentencia parece condenarse a los animales a una especie de eterna sala de espera de donde no saldrán mientras existan hombres y mujeres con problemas.
En el Día Internacional de los Animales que hoy se celebra merece la pena detenerse por un momento en la afirmación antes citada, pues encierra toda una declaración de principios morales que bien podríamos obviar si no fuera por las devastadoras consecuencias que su puesta en práctica tiene para las víctimas.

En primer lugar cabe preguntarse por el tipo de situación en la que supuestamente deberíamos dar prioridad a los intereses humanos respecto a los de los demás animales. Quien recurre a tal sugerencia, ¿se refiere a circunstancias extremas que nos obliguen a optar por salvar a unos sacrificando a otros? ¿Tal vez piensa en un naufragio, un terremoto o en la ocupación de un refugio nuclear sin cabida para todos? Lo cierto es que, aunque éste fuera el caso, lo razonable sería salvar la vida de aquellos seres con los que uno tiene un vínculo emocional más acentuado, independientemente de cuestiones tales como el sexo, la edad o la especie biológica. Solo un degenerado abandonaría a su suerte al gato con el que lleva años conviviendo para socorrer a un niño al que ni siquiera conoce. Reprochar tal actitud a alguien sería tan injusto como hacer lo propio con la madre que, ante la tesitura de tener que optar por la vida de cien bebés desconocidos y el suyo propio, optase por esto último. El mundo de las emociones y del afecto nada tiene que ver ni con la ciencia ni con la clasificación taxonómica.
Y es aquí donde la argumentación se cae por su propio peso, puesto que el entorno en el que habitualmente infligimos malos tratos a los animales no responde a situaciones límite como las descritas, sino a otras que obedecen a cuestiones tan triviales como nuestras preferencias gastronómicas, culturales o de ocio. Agredimos a los animales porque no nos tomamos en serio sus intereses, como hacemos con los nuestros. Se trata en realidad de un acto de egoísmo extremo.

Un segundo área de reflexión nos llevaría a tener en cuenta elementos éticos como la inocencia de la víctima y la indefensión de la misma. Ambas situaciones son aplicables de lleno a los animales objeto de malos tratos. En tal sentido, mientras cualquier juez consideraría hechos agravantes tales circunstancias si tuvieran como protagonistas a seres humanos, simplemente no se tienen en cuenta cuando la víctima no es humana.

La cruda realidad es que defender la idea de que “los humanos están primero” equivale, en un plano moral, a hacer prevalecer los derechos del verdugo sobre los de la víctima. En consecuencia, y en el debate que nos ocupa, debemos afirmar sin ningún tipo de titubeo: los animales primero. Se trata de una cuestión de pura decencia moral.
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© octubre 2002
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sábado, 7 de septiembre de 2002


EL CRIMEN DE TORDESILLAS
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Puede que el título no sea demasiado original, pero al menos es deliberado, en un deseo consciente de recordar la famosa película (El Crimen de Cuenca) que relataba la tortura infligida a unos inocentes a manos de la Guardia Civil, el cuerpo policial del Estado por excelencia durante décadas. Seguramente debido a crueles paradojas que solo pueden darse en una sociedad intelectualmente narcotizada y éticamente en avanzado estado de descomposición, el mismo cuerpo que arrancaba las uñas a aquellos pobres analfabetos, se encarga hoy de salvaguardar el derecho de los ciudadanos de Tordesillas a clavar toda suerte de objetos punzantes en el cuerpo de un individuo (toro, en este caso) al menos tan inocente como los desgraciados del citado largometraje.

Bajo el grosero pretexto de la tradición y la cultura (como si ambas fueran en sí mismas legitimadoras de la violencia gratuita), la localidad vallisoletana se dispone, doce meses después, a llevar a cabo lo que, en realidad, no es más que el linchamiento público de un ser indefenso. Morenito sufrirá el acoso de docenas, cientos de personas enardecidas por hacer cumplir la sacrosanta tradición. Respetables padres de familia que educan a sus hijos en valores como la solidaridad y el respeto al semejante, mujeres que vinculan su igualdad social a la participación en la fiesta, y candorosos niños que dibujan animales sonrientes en el colegio. Los mismos padres y madres que ponen exquisito cuidado en no taladrarse la mano mientras hacen sus pinitos con el bricolaje casero, las mismas mujeres y hombres que usan el preceptivo dedal para no pincharse mientras bordan el anagrama de la Peña de turno, los mismos niños que lloran desconsolados cuando, por descuido, se grapan un dedo en clase. En muchos casos, se trata de las mismas personas que se reúnen en la plaza del pueblo para condenar otras variantes de la violencia unilateral humana, canalladas como el terrorismo político o doméstico. Ellos y ellas, que se espantan ante el sufrimiento propio, ejercen impasibles el papel de verdugos en una escandalosa ejecución sumaria.

Hastiado estoy (aunque todavía no lo suficiente) de repetir que no existe un sufrimiento “animal” y otro “humano”. Que solo existe el sufrimiento, la terrible experiencia del dolor. Y que tan indeseable resulta ésta para unos como para otros, sin que cuestiones como la especie biológica a la que pertenece la víctima aporte al debate nada importante.
En una sociedad éticamente decente, los ciudadanos y ciudadanas de Tordesillas serían detenidos por las mismas fuerzas del orden que ahora garantizan el buen discurrir del festejo, conducidos ante el juez, y condenados a penas severas por crueldad con agravantes. Pero éste es un país donde determinadas versiones del crimen organizado han sido elevadas al rango de Cultura, en el que la Administración se erige en garante de la tortura pública. El mismo país donde muchos políticos actúan como valedores de la agresión institucionalizada, y los medios de comunicación sirven de pilares para la propaganda y la loa.
Solo un ingenuo radical puede creer a estas alturas que el Estado español ha abolido en la práctica la pena de muerte, por el mero hecho de que esté penado por la Ley la ejecución de seres humanos.

Mientras Tordesillas mancha un año más su cerebro y su corazón de sangre inocente, desde el movimiento animalista seguiremos denunciando estos crímenes execrables, con la esperanza de que, tal vez en un futuro no muy lejano, alguien decida rodar una película cuyo título ya pueden imaginar, y que nos avergüence a todos de un pasado plagado de miserias morales.
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© septiembre 2002
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viernes, 5 de julio de 2002


COREA SOMOS TODOS

Muchos amantes de los animales pasan tranquilamente la tarde en el zoo o van al circo. Otros amantes de los animales exóticos encierran en vitrinas a serpientes, iguanas etc. Los hay que dicen adorar a los toros y observan como se les tortura sin piedad hasta la muerte. La última de las extravagancias y contradicciones derivadas del especismo más absoluto es pasar una jornada con nuestro "amigo" el caballo y terminar la jornada… ¡comiendo carne de caballo!. Eso si que es adoración y respeto. Acaba de ocurrir en la pequeña localidad alavesa de Ondategi el domingo pasado, en la VII cita dedicada al caballo. Sería deseable que, a partir de ahora, los concursos y exhibiciones de perros terminaran también saboreando la deliciosa y baja en colesterol carne de can. Al fin y al cabo, Corea somos todos.
Así, el pasado domingo, los caballos se convirtieron en el centro -léase víctimas- de una jornada en que hubo de todo: exposición ganadera, prueba de salto de obstáculos, exhibición de volteo, ramaleo destinado a niños... y degustación de 1.200 raciones de carne de potro.
La parafernalia y el folklore que rodea a este tipo de espectáculos, así como el posible negocio, pasan a ser el elemento más importante de la cuestión, dejando en un segundo plano a los verdaderos protagonistas de las pruebas hípicas y ecuestres. Nos referimos a los caballos, que son, además de protagonistas, las víctimas en que se basa todo el espectáculo. La explotación a que se somete a los caballos es una manifestación más de la violencia que el ser humano ejerce de forma sistemática y arbitraria sobre el resto de especies animales, en lo que constituye un especismo brutal de terribles consecuencias para las víctimas. Aunque en el mundo de la hípica el escaparate puede parecer muy vistoso y atractivo, la trastienda esconde otra realidad.
¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué corren los caballos de carreras?. La pregunta puede resultar estúpida, pero no lo es. No es natural que los caballos corran largas distancias a toda velocidad. Para comprender la conducta de los caballos de carreras hay que tener en cuenta cómo viven. Quienes sólo los ven en el hipódromo no tienen ni idea de la vida tan espartana que son obligados a llevar. Cuando no están corriendo, pasan la mayor parte del tiempo encerrados en cuadras individuales. Esto les produce una intensa sensación de frustración. Los caballos no disfrutan en absoluto corriendo a velocidades extremas, saltando obstáculos o dando vueltas y vueltas en un circuito. Es una obligación impuesta por el hombre con fines recreativos y económicos de forma contraria a la naturaleza de estos animales; además, esa utilización abusiva entraña para ellos graves riesgos y, en muchos casos, un gran dolor y sufrimiento. Una cosa es que a estos animales les guste correr, y otra muy distinta es someterles a pruebas de resistencia y velocidad.
Todo ello se presenta como una actividad bonita y atractiva donde los caballos van a ser los protagonistas, pero solemos olvidar que este tipo de espectáculos, en realidad, son una moneda de dos caras. En las pruebas hípicas, tras un riguroso entrenamiento, se busca el máximo rendimiento del animal para conseguir el preciado trofeo y, por supuesto, el importe del premio, olvidando que, a causa del terrible esfuerzo al que se les somete, los caballos terminan muchas veces extenuados, con colapsos, golpeados por las caídas o con alguna extremidad rota. Gran cantidad de caballos dedicados a la competición deben ser sacrificados en plena juventud o terminan sus días de forma terrible en un matadero para carne. Además, el uso habitual –y tantas veces incorrecto y abusivo– de ciertos complementos necesarios para estas actividades (freno, espuelas, fusta, correas, silla de montar...) pueden provocarles golpes, heridas, roces o peladuras.
El freno es un objeto extraño que se introduce a la fuerza en la boca del animal y es tensado por las riendas. El freno árabe y español, de hierro, tiene un espigón que golpea contra el paladar hasta que se entierra en él. Las espuelas tienen como única finalidad azuzar al caballo haciéndole daño... En cuanto a la silla de montar, si no tiene una forma y consistencia adecuadas a la espalda del animal, le puede ocasionar heridas o peladuras. Por otra parte, la silla se mantiene en su lugar con una correa que, con frecuencia, se aprieta tanto que dificulta la respiración del animal. Y del uso de la fusta o el látigo –bastante habituales, por cierto–, creemos que no hace falta hacer comentarios.
Unidas al uso incorrecto de estos complementos, hay en la equitación una serie de prácticas que también hacen sufrir a los caballos: Teniendo en cuenta que en los picaderos y centros hípicos, como en todo negocio, la búsqueda del beneficio económico es fundamental, los animales se encuentran en muchos casos expuestos a jornadas de trabajo excesivamente largas o se les deja poco sitio para descansar, con el fin de aprovechar mejor el espacio disponible.
El caballo es, posiblemente, el animal que más ayuda ha prestado para el progreso del hombre: lo hemos utilizado como medio de transporte de personas y mercancías durante siglos y siglos, ha sido un arma importante en las guerras y su carne ha constituido un alimento más. Pero, precisamente por eso, su historia es, seguramente, la de uno de los animales más explotados de todos. En mi opinión, fomentar la equitación, la hípica y el turismo ecuestre supone un negocio en auge que puede contribuir a perpetuar esa explotación.
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© julio 2002
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