viernes, 24 de octubre de 2008


DE RATONES Y MUJERES

Tengo una amiga con un ratón en casa. No es que haya acudido a mí histérica y me lo haya confesado pidiéndome consejo por ser yo defensor de los animales, ni por tanto pretende con ello que le solucione el “problema”. Porque no hay tal. El roedor vive en su casa desde hace algo más de un año; emprende sus correrías cuando toca y se abastece de lo que pilla cuando procede. ¿Cómo consiguió el pequeño entrar en la vivienda de mi amiga?, se preguntarán ustedes. (Y si no lo hacen es lo mismo, porque lo voy a contar de igual manera). Pues por la puerta, el sitio más lógico incluso para un ratón. O no tanto. En realidad, nuestro amigo ingresó en su nuevo hogar en estado de semiinconsciencia, tendido cuan largo era sobre el fondo de una caja de zapatos, cubículo perfecto para su traslado desde la calle, donde no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir, menos si tenemos en cuenta que acababa de ser rescatado de las fauces de un gato callejero, quien, sin mala intención, dio rienda suelta por un momento a su ancestral instinto. (Nadie le culpa por ello).

Imagino que durante los primeros días le invadiría el desconcierto –al ratón, digo–, pero enseguida pareció amoldarse con pasmosa naturalidad a su nuevo hábitat. Bien es cierto que a ello ayudó el hecho de que mi amiga le procurase desde el inicio el condumio necesario en cantidad suficiente, y él lo agradece no dejando ni rastro de los presentes.
Mi amiga no lo ve con frecuencia, pues es sabido que los ratones son grandes amantes de la discreción, pero escucha a diario sus patitas cuando al anochecer él despierta y se dispone a iniciar su jornada. Sabe que le espera su platito de cereales –de los del desayuno de humanos, de marca, no de los crudos, que a lo bueno se acostumbra uno enseguida–, mas no es ésa su comida favorita, pues tal honor se lo lleva la harina integral: pasión es lo que tiene por ella. Porque en casa de mi amiga se hace pan a diario, con productos naturales y sin conservantes, con lo que es fácil adivinar de dónde le viene al muy pendenciero la salud de hierro de la que parece gozar hasta la fecha, pues conviene aportar como dato adicional que nuestro protagonista pasó en pocas semanas de esmirriado a rollizo.

Durante meses el ratoncito confió en sus anfitriones, dado que éstos nunca mostraron hacia él el menor atisbo de agresividad. Pero todo cambió el día en que trataron de capturarlo con el loable deseo de ofrecerle la libertad en el campo. El susto que se llevó el pequeñajo al verse acorralado en el pasillo por la pareja de grandullones hizo que a partir de entonces perdiera toda fe en los humanos, lo que en cierta forma refuerza la tesis de que los animales –ratones incluidos– poseen una inteligencia bastante mayor que la que nuestro antropocentrismo les atribuye.

No será la primera vez que una visita advierte de repente la presencia del enano y pega un brinco en la silla, situación que mi amiga trata de reconducir con un lacónico “no te preocupes, es de casa”. La visita despeja entonces las exiguas dudas que albergaba sobre el equilibrio emocional de la dueña. Piensa que está loca. Y algo de eso debe de haber, pues en una sociedad que masacra a inocentes animales en masa por los motivos más triviales, adoptar a un ratón como refugiado necesariamente tiene que suponer por fuerza algún tipo de síndrome ético no diagnosticado hasta la fecha.
A mi amiga le horroriza pensar que alguien pueda enterarse de su secreto fuera de su círculo más íntimo, y de hecho yo no creo estar desvelándolo si la mantengo a ella en el anonimato. A veces me cuenta entre cómplice y emocionada detalles de su convivencia diaria con un ser que tiene sus horarios, sus preferencias, e incluso sus manías. Me hace partícipe de su particular experiencia: compartir piso con un pequeño duende que con toda seguridad envejecerá con dignidad, a buen recaudo de los monstruos humanos que hemos endosado a los roedores la poco amigable etiqueta de “plaga a exterminar”, como si nosotros no fuéramos de hecho la peste más destructiva que el mundo haya conocido. Él acabará sus días sin haber sentido nunca los insoportables retortijones del veneno, sin haber sido perseguido por una horda de jovencitos con aviesas intenciones, sin haberse visto en la necesidad de vivir exiliado en el permanente destierro de las alcantarillas. Él es un ratón feliz, o al menos todo lo razonablemente feliz que pueda ser un ratón. Porque los ratones sienten, créanme. Eligen entre diferentes posibilidades si se les da la oportunidad. Y –¡oh, sorpresa!– optan por aquello que les ofrece sensaciones agradables, al tiempo que rechazan el dolor. Ser ratón no implica necesariamente ser imbécil, como ya habrán adivinado.

Apuesto a que pocos de ustedes conocen una historia como la de mi amiga y su ratón. Y de conocerla, hay muchos boletos para que esté protagonizada por una mujer. Porque es éste un apartado especialmente significativo para quienes hemos estudiado en algún grado el fenómeno de nuestro comportamiento con los animales. Tal vez sea una chaladura de las mías, pero me dio por pensar que las mujeres han acabado desarrollando una especial empatía hacia los más débiles: las víctimas humanas y animales. Si algo de eso hay, tengo pocas dudas de que tal virtud les viene dada por conocer bien lo que significa ser pateada, golpeada, expulsada de casa; conocer lo que es verte sin hijos y sin futuro, ser paria entre las parias. Son muchos siglos de estigma de mujer, y eso pesa como una cruz de cemento.
Recuerdo haber asistido como público a una conferencia del cineasta Juanma Bajo Ulloa en Barcelona, hará de esto como un par de años. Confesaba Juanma en un momento dado que en las fiestas brutas de los pueblos donde se martirizan animales él sólo veía hombres, que las gradas de las plazas de toros estaban ocupadas fundamentalmente por hombres, que quienes cazan animales por diversión son hombres en su práctica totalidad… y que en aquella sala veía sobre todo mujeres. Podría pensarse que el bueno de Juanma optaba por el discurso demagógico para cosechar el aplauso fácil de la audiencia. Apenas le conozco en lo personal, pero seguro estoy de que lo decía con absoluto convencimiento y de que era su corazón quien hablaba por él.
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© octubre 2008
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miércoles, 3 de septiembre de 2008


CRISIS? WHAT CRISIS?

Escribo desde una ciudad semidesierta –media agosto–. La gente se ha ido de vacaciones, ha huido a la playa, a la montaña, a recorrer lejanos países, regalándonos sin saberlo tres semanas de felicidad a quienes nos confesamos misántropos irrecuperables. Convecinos y convecinas ahogan sus penas en la Gran Manzana, en Praga, o en el más castizo chiringuito –cinco euracos el botellín de cerveza– mientras tratan de sacarle todo el partido al aifon, juguetito recién adquirido nada más llegar a destino, porque un capricho es un capricho (no tendría sentido lo de la tele de plasma y luego hacerle ascos al aifon famoso). Que rabien los compañeros de oficina, aunque por poco tiempo, pues para Navidad será una plaga.
Recuerdo que hace años Carrascal –él consiguió que superase mi complejo con el inglés– abría su informativo en plena Semana Santa con la noticia de que los españoles habían elegido más que nunca como destino turístico el Caribe, y nos regalaba la razón: escapaban de la crisis. Seguro que ustedes no lo necesitan, pero como yo soy un poco duro de mollera lo repito, por si no se ha entendido. Para olvidar la devastadora crisis, que imagino consiste en ver mermado tu poder adquisitivo, la gente se gasta un pastón en viajes de placer al otro lado del mundo. Vale.
Atravesamos una profunda crisis. Los informativos se encargan de recordárnoslo a todas horas. Una severa crisis económica afecta a nuestra sociedad y la recorre de punta a punta. El mensaje se nos lanza desde todos los ángulos posibles: crisis, crisis, crisis. Si uno lo piensa, es terrible que más de uno haya tenido que cambiar Punta Cana por Benidorm. Una tragedia familiar que sólo se supera consumiendo, aunque tengo entendido que consumir, ecológico, lo que se dice ecológico, no es mucho. Y como también nos dan lecciones con la cosa ésta del Medio Ambiente, pues me acabo haciendo un lío y prefiero no pensar, porque ya me contarán si no cómo conciliamos economía y ecología cuando el descenso brusco en las ventas del elemento más contaminante que existe –los coches particulares, que lo sepan– se asume como uno de los indicadores más preocupantes del escenario, llámese recesión, crisis o desaceleración, tanto da.

Agotada la parte irónica –que no lo es tanto, si se fijan– paso a la seria, pues no es broma que nuestro poder adquisitivo –de eso se trata a fin de cuentas, valga la expresión– haya menguado hasta rayar con lo insostenible en ciertos casos. Seguro que son menos de los que nos indican los medios, pero suficientes como para abordar el problema con el fundamento que merece.
Sin embargo, y entre tanto mensaje apocalíptico, yo quiero dejar escritas aquí dos reflexiones personales y en consecuencia subjetivas. En primer lugar, les traslado mi duda sobre si de verdad la famosa crisis existe, y en tal caso si corresponde en gravedad a lo que se nos cuenta. Porque pudiera darse el caso de que, si no el fondo, las formas estuvieran más o menos dirigidas por sólo dios y los distintos poderes económicos saben qué oscuras manos, no siendo en consecuencia el panorama tan desesperado como nos lo pintan. Por otro lado, traigo a colación un hecho que particularmente me causa honda desazón, como es que una parte significativa del planeta no haya conocido jamás crisis alguna por no haber experimentado otra cosa que la miseria más absoluta. Estaremos de acuerdo en que el término crisis resulta bastante vago, y apenas designa una etapa con mayores dificultades que la precedente. Sin más. Siendo así, no hay crisis que valga si naces en la más atroz indigencia, y sin posibilidad real además de salir de ella. Mientras aquí nos preocupa el descenso de clientela en los restaurantes, cientos de millones de seres humanos con nuestras mismas, legítimas aspiraciones a una existencia digna, apenas saben qué comerán mañana o si acaso lo conseguirán; mientras nos ahoga la hipoteca de nuestra casa en el centro, un tercio de la población mundial vive en espacios que aquí apenas conseguirían el calificativo de “chabola inmunda”; mientras millones de africanos echan el día en busca de agua potable, aquí sembramos campos de golf por doquier y la piscina ha ido ganando terreno hasta convertirse en un icono del estatus social. Llámenme demagogo, es gratis: una simple carta al director basta. Pero salvo que haya poderosísimos motivos para lo contrario, a mí me parece que precisamente en tiempos de crisis –hablo de la que por lo visto padece el Primer Mundo– es cuando por pura decencia ética merece la pena detenerse por un momento y pensar en el ejército de desheredados cuyo objetivo más inmediato es alargar sus vidas unas semanas más, a quienes el Euribor y el Ibex-35 les importan lo mismo que a mí los viajes a Marte, igual. Habrá quien piense que mal consuelo es mirarse en espejos ajenos y sobre todo peores. Y creen otros que tal actitud debiera asumirse como un ejercicio moral de obligado cumplimiento. Escrito queda.

Recuerdo haber leído hace años un cuento breve que alguien dejó en forma de fotocopias sobre el mostrador de una tienda: la historia de un anciano que regentaba un puestecito de fruta al borde de la carretera. El hombre poseía una modesta huerta que le daba suficiente mercancía como para abastecer el tenderete. Al final de la jornada volvía satisfecho a casa, una humilde vivienda en las afueras de cierta macrourbe, pues casi siempre conseguía vender todas las piezas a los automovilistas que paraban. Comían un par de naranjas a la sombra de la improvisada tienda mientras establecían una conversación trivial con el viejo. Luego adquirían unas piezas más para el camino. Al hombre le iba razonablemente bien, o así se lo parecía. Hasta que llegó su nieto, a quien por circunstancias de la vida y de la policía había tenido que criar él mismo en el campo, y al que no sin esfuerzo había conseguido pagar sus estudios en la universidad. “¿Pero qué estás haciendo, abuelo, es que acaso no sabes que estamos en crisis?”. Realmente el viejo no lo sabía, pues llevaba una vida austera allá en el límite de la gran ciudad, desconectado del mundo. Él no necesitaba grandes cosas. Regar el huerto y pasear con su perro, casi tan anciano como él mismo, esperar a que el trabajo diera sus frutos y vender éstos en la carretera tras un breve viaje en la destartalada camioneta. El hombre se asustó al oír las palabras del nieto. Sin duda el joven sabía de qué hablaba, pues no en vano era universitario. “No puedes estar vendiendo la fruta como si tal cosa, la situación es muy mala”. Cuando el nieto regresó a la ciudad, el anciano continuó fiel a su puesto diario al borde de la carretera, pero llevó mucha menos fruta, dado que eran tiempos de crisis. Como de costumbre, la había vendido toda al final de la jornada. Pero, a diferencia de otras veces, en las que regresaba a casa cansado pero satisfecho por las ventas y las charlas con los clientes, ahora estaba de verdad preocupado: “Hoy apenas he conseguido vender la mitad que otras veces. Mi querido nieto tenía razón: estamos en crisis”, pensó.

Entiendo que el texto quedó digno. Si acaso, no me acaba de convencer el título, mas no por inapropiado cuanto por ser, como ustedes sabrán, un burdo plagio. Espero al menos no tener problemas con Mr. Davies por un quítame allá ese encabezamiento, pues todavía me veo yo ante los tribunales, y además de no cobrarlo me sale encima el artículo por un pico, agudizando así mi crisis personal. Un desastre.
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© septiembre 2008
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viernes, 1 de agosto de 2008


SI NACES TORO

Si naces toro y las conversaciones que oyes a tu alrededor se desarrollan en español, existen sobrados motivos para preocuparte. A partir de entonces tienes el dudoso honor de haberte convertido en el protagonista de una historia de pasión, de identidad cultural, de negocio y, lo que es peor para tus particulares intereses, de linchamiento público. Todo junto. Dicho así, hasta pudiera parecer sugerente, pero el hecho de que ninguna de las personas que leen estas líneas daría su consentimiento para cambiarse por ti da cuando menos que pensar.

Si naces toro vives con tu madre, y durante cierto tiempo te dejan más o menos en paz. Analizado en ese momento, ser toro hasta podría resultar una experiencia interesante. Apacibles jornadas de sol y moscas, una vivencia que no requiere mucho más que un cronograma rutinario. Despertarte, comer, acercarte con tus compañeros de manada hasta la charca, un relajado sesteo bajo tu encina favorita, y se te va la tarde sin darte cuenta. Hora de regresar. Mañana será otro día.

Si naces toro debe de resultarte muy desagradable que, apenas con unos meses de vida, te separen un día de tu familia y te lleven a un lugar donde hace un calor infernal (casi tanto como cuando acercaron a tu nalga aquel hierro candente, apenas venido al mundo), con un aspecto que en nada recuerda a tu paisaje cotidiano. Arena de color oscuro sobre el suelo, y una banda corrida de cemento y madera por todo horizonte inmediato mires donde mires.
Un tipo a caballo aparece en el extraño escenario y te provoca para que te acerques, en una situación novedosa y desconcertante para ti. Te defiendes, pero cuando lo haces sientes un agudo dolor detrás del cuello. Apenas unos segundos más tarde lo que percibes en un tufillo ferroso: parte de la sangre que hasta ese momento corría por el interior de tu cuerpo se abre ahora paso por la herida. Las provocaciones continúan. Tú respondes, a pesar de que comienza a invadirte una sensación de sofoco, fruto del calor y de la hemorragia. Por la noche, de vuelta con los tuyos, recuerdas la experiencia como algo inexplicable y traumático. Ni te imaginas que, mientras tú apenas puedes pegar ojo por el escozor del boquete abierto, los humanos ya te han catalogado como “toro para lidia” o “morralla para fiesta de pueblo”. Lo cierto es que, si pudieras evaluar las consecuencias de uno y otro destino, no te sería fácil elegir tu final en base a uno de los dos estatus.

Cuando una fresca mañana aparece en el horizonte un enorme cubo que se mueve, tienes bien olvidado aquel nefasto día. Han transcurrido por lo menos cuatro años, y eso es mucho tiempo para un toro. Ni sospechas entonces que ésa será la última vez que veas y huelas tu único mundo. Atrás quedará para siempre el paisaje de encinas y tomillo.
El constante traqueteo del vehículo acaba convirtiéndose en un tormento. Ni un instante de sosiego, sin siquiera poder darte la vuelta o echarte un rato a descansar. Tú eres toro, incapaz por lo tanto de medir el tiempo (¿para qué debería servirte tal habilidad?), pero han sido nueve horas de golpes en los costados, vómitos, mareos y angustia. No habías sentido nada tan desagradable desde la jornada de la tienta. Desciendes por la rampa, tambaleante y receloso, con veinte kilos menos. Desconoces por completo que uno de tus compañeros de manada murió hace dos semanas por colapso durante el traslado.
Un par de días más, y otra vez al horrendo chiquero, las varas que pinchan tu cuerpo y te dirigen para aquí y para allá… Otro pinchazo en el cuello como aquel ya casi olvidado, y la única salida hacia un entorno redondo, tumultuoso, asfixiante, vagamente familiar. De nuevo el tipo del caballo, esa figura siniestra que repite la operación, pero esta vez de una menar mucho más brutal, más prolongada. Si naces toro te introducen en la espalda una puya metálica del grosor de un brazo humano. Sacan y meten la vara para agrandar la herida. Una vez dentro, el diabólico instrumento gira sobre sí mismo como un taladro con el perverso fin de raspar la cara interna del boquete, para lo que resulta especialmente eficaz forrar el extremo del palo con maroma. Si naces toro eres lo suficientemente imbécil como para pensar que empujando al caballo te vas a zafar de la tortura. Desconoces que, a estas alturas, no tienes posibilidad alguna de escapar.
Apenas un respiro antes de que se acerque corriendo una absurda figura luminosa y te clave, en diferentes acometidas, hasta media docena de pinchos que te producen un dolor de fuego. Tratas de librare de ellos con bruscos movimientos de cabeza, pero no consigues otra cosa que desgarrarte los músculos con los arpones. La pérdida de sangre te nubla la vista, y ni el incesante jadeo consigue que recuperes tu ritmo cardíaco habitual. La sed te abrasa la garganta, y pensar en el agua de la charca bajo la encina no hace sino angustiarte aún más. No hay tregua. Definitivamente, esto es mucho peor que lo de la tiente. El incesante griterío te impide encontrar un segundo de consuelo.
Si naces toro se te planta enfrente el tipo brillante, se arranca a toda prisa con un sable en la mano y te atraviesa los pulmones. A veces también el corazón. Este pasaje resulta especialmente doloroso, porque te acaban de reventar tu bolsa de oxígeno y comienzas a ahogarte. Por la boca sale un caudal de sangre importante, que se une a las babas y al moco que te ha acompañado desde el principio de la lidia.
Si naces toro no tienes ni puta idea de lo ridículo que resulta pensar que, quizás como la otra vez, al final dejarán que vuelvas a tu encina, a tu charca, con los tuyos. Empiezas a sospechar lo peor cuando, ya inmóvil en el suelo, sientes como te rebanan las orejas hasta desprenderlas de la cabeza, donde siempre habían estado desde que recuerdas. A veces corre la misma suerte el rabo, el mismo que tan útil te había resultado a la hora de mantener a raya a los pesados tábanos. Llegados a este punto, sólo puedes desear morir antes de llegar al desolladero, pero en ocasiones tu destino es tan cruel que ni siquiera eso sucede.

Nunca sabrás que hasta es posible que tu tormento y el de otros cinco compañeros puede haber servido de excusa propagandística con el objetivo de recaudar fondos para luchar contra comportamientos humanos tan deleznables como el terrorismo, la violencia doméstica o la guerra.
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© agosto 2008
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jueves, 31 de julio de 2008


LA CELEDONA

Vaya por delante que las primeras líneas del presente artículo están especialmente pensadas para quienes no tienen relación alguna con la ciudad de Vitoria-Gasteiz, insigne capital de Euskadi, ni por lo tanto con sus costumbres más arraigadas, por lo que los locales de toda la vida pueden saltarse esta breve introducción y pasar sin remordimientos al siguiente párrafo.
Nos centramos. En Vitoria, cada cuatro de agosto, docenas de miles de personas se reúnen en la plaza central, y a la que dan las seis en punto de la tarde desciende un muñeco –el famoso Celedón, seguro que les suena– por una cuerda y cuando llega a su destino se reencarna en humano y la gente pega brincos de alegría no se sabe muy bien por qué pero los pega y todo es muy emocionante e inolvidable según los forasteros testigos del tumultuoso evento. (Si quieren más detalles, vienen y lo ven). Sigo. Como todo esto hay que mamarlo desde pequeñito, desde hace ya muchos años (veinticinco para más señas) existe la consabida versión infantil. El Celedón Txiki, que viene a desempeñar en una de las jornadas festivas el mismo papel que su hermano mayor el día del chupinazo. Bueno, un detalle para los chavales, sin más. Pero –se veía venir– hete aquí que en la presente edición quieren incorporar al muñequito la original presencia de una acompañante, muñequita ella en consecuencia, por aquello de que las niñas, las de carne y hueso, no se sientan discriminadas. No parece que la ausencia femenina haya causado estragos en las mentes infantiles a lo largo de las dos últimas décadas –al menos no se conocen estudios médicos al respecto–, pero precisamente doctores tiene la santa madre iglesia en cuestiones de discriminación, supongo.

Es evidente que utilizo la noticia como simple excusa para hablar de algo más profundo como es el tema de la discriminación (me refiero naturalmente a la mala, la arbitraria, porque esto viene a ser un poco como el colesterol, no nos engañemos). La discriminación constituye en sí misma un grosero ejercicio de injusticia, que se traduce en cosas tan abyectas como el racismo, la violencia doméstica o el terrorismo ideológico. Demasiado repugnante como para juguetear con ella y usarla a modo de arma arrojadiza contra el contrincante político o como muestra inequívoca de progresía de manual. Porque pudiéramos estar elevando a la categoría de “problema” cosas y situaciones que de hecho no lo son. Lo de la igualdad está muy bien, así, en abstracto. ¡A mí me lo van a contar! Pero convertirlo en una obsesión postural conduce las más de las veces al siempre indeseable terreno de lo absurdo. Piensen si no en el agravio comparativo que desde este año supone para la versión adulta –la más castiza por antigua, de hecho– del evento antes mencionado, y sobre el que al parecer no pende de momento la amenaza progreguay, de lo que tanto saben ellos y ellas, ediles y edilas, pues cuatro años se pasan volando y conviene dejar tu impronta como sea, en forma de polideportivo multiusos o de muñeca en resina poliéster. Ya me imagino a una Celedona bien plantada acompañando orgullosa a su partenaire en el trayecto a la balconada. Entiendo que sólo entonces habremos superado siglos de injusta discriminación en lo que al género se refiere. Y quien dice el género dice otras cosas. Yo ya voy dejando caer la sugerencia desde esta tribuna a las diferentes comunidades que forman hoy parte consustancial de la vida gasteiztarra para que acudan en masa al consistorio y exijan sus derechos. Muy bien, lo han pillado al vuelo: ¡un Celedón chino! Y otro argelino. También uno ecuatoriano, que no ocupa mucho, y otro más alemán, rubiote y con la cara colorada. ¡Que no discriminen a nadie! Yo propongo formalmente el recorrido en grupo, sin ausencia que evidencie discriminación alguna. Todos cogiditos de la mano bajo un inmenso ramillete de paraguas. Pelín incómodo, quizás, pero nadie dijo que superar etapas oscuras en lo moral fuese tarea fácil. En cualquier caso, y ya puestos, ¿a ustedes no les parece que aquí falta algo? Tranquilos, les dejo un segundito para que lo piensen. […] ¡Ahí estamos, están hechos unos linces, esto es coordinación mental! ¡Un Celedón gay! Pero gay de verdad de la buena, nada de escenificaciones edulcoradas. Fuera el casposo atuendo de aldeano alavés, bienvenida la camiseta de tirantes y el pantalón ceñido; a la basura las trasnochadas abarcas, vivan las zapatillas purpurina divinas de la muerte. (Si acaso les parece inadecuado el estereotipo de locaza que ofrezco para la propuesta, a mí no me lo cuenten; diríjanse a los responsables del desfile del Día del Orgullo). Y como la estupidez en su versión provinciana parece no conocer límites, tomen nota de lo que escribo: acabaremos viendo con estos ojitos que se ha de comer la tierra una parejita de monos –chimpancé él, orangutana ella, un poner– atravesar la plaza blandiendo orgullosos sus paraguas azulones. Porque el Proyecto Gran Simio tiene mucho recorrido, mal haríamos en subestimarlo.
Por cierto. ¿Me tendría que sentir yo discriminado como varón por tener como representante patronal a una mujer y sólo a ella? ¿Acaso no sería coherente, siguiendo la estela de la Celedona, nombrar a un patrón macho, para que ambos, ella y él, él y ella, con la paridad por principio irrenunciable, actúen en comandita como iconos de la feligresía local? Tengo que reflexionar sobre ello.

Yo entiendo que gestionar todo esto debe de resultar mareante. Mas cada problema tiene su solución si se busca con anhelo y buen criterio. De cara a próximas legislaturas podría crearse una concejalía expresa para tales menesteres, dirigida naturalmente por una mujer lesbiana negra, que sé yo, algo así. Miren, les dejo si les parece, porque la cabeza me da vueltas y hasta noto cierto zumbido en las meninges. Yo bastante hago con proponer gratis total iniciativas por las que otros y otras se llevan una pasta gansa. Y con todo este lío ni sé si me quedan aspirinas.
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© julio 2008
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domingo, 6 de julio de 2008


LA CAMISETA

Llegan de nuevo los Sanfermines, y con ellos la matraca diaria de todo medio que se precie, sea televisión internacional o periódico gratuito local. Para gustos, desde luego, pero a un servidor la información sobre eventos festivos le parece igual de ligera que una copita de lavavajillas como digestivo. Porque, reconozcámoslo, la cosa esta de los Sanfermines es pesada como ella sola. Que sí, que se trata de una fiesta superdivertida y que hay mogollón de gente en la ciudad. Una sociedad discreta, reservada y conservadora el resto del año, la pamplonica, bulle y se desmelena durante nueve días. Seguro que les suena de algo, aunque sólo sea por el elemental hecho de que, terciado junio, ya empiezan algunos con los dichosos Sanfermines para arriba y para abajo. Lo dicho, las fiestas más conocidas fuera de nuestro país, las más internacionales, sin parangón en lo pachanguero. Con su “lado oscuro”, añado yo. Y para tratar de explicarme tengo por delante el resto del artículo.

Mi primer desembarco en los Sanfermines fue fugaz. Se produjo cumplidos los treinta y muchos, algo casi incomprensible teniendo en cuenta que he vivido siempre a no más de una hora por carretera de la vieja Iruña. En una rueda de prensa multitudinaria explicamos a periodistas de medio mundo el aspecto siniestro de la fiesta: las corridas de toros y los encierros. (Hasta donde yo sé, la primera vez que se cuestionaban a micrófono abierto estos últimos). Apenas una hora después del chupinazo yo cogía el autobús de vuelta a casa, no sin antes dar un pequeño paseo por el centro y detenerme en los puestecillos ambulantes cargados hasta los topes de algunos elementos textiles ineludibles para la juerga. Hablo de los consabidos sombreros de paja desilachada, de las fajas rojas, de camisetas de quita y pon con toda suerte de mensajes que, dicho sea de paso, no rebosaban precisamente enjundia intelectual. Han pasado casi diez años de aquello, y todavía es lo que acude a mi cabeza cada vez que veo en la televisión imágenes de la fiesta. Una de las camisetas más solicitadas por el público no contenía frase alguna; simplemente estaba repleta de agujeros y desgarros, tintada toda ella de manchurrones rojos. Sí, son ustedes unos linces: representaba la de alguien que acabara de ser corneado brutalmente por un toro durante el encierro. Sea por mi particular sentido del humor, sea porque yo allí estaba a lo que estaba, quedé impactado por la escena. Se frivolizaba con el terrible hecho de que un animal acosado por la turbamulta penetre tu torso por aquí y por allá, te perfore el estómago, los pulmones, te abra de par en par las axilas. Tal vez se trate de una cuestión de déficit personal en cuanto a un apartado tan particular como el humorístico, insisto, pero les confieso que aquella visión permanece entre las más obscenas que he presenciado en mi vida. Me pregunto a través de qué mecanismo mental puede aceptarse la banalización de la tragedia y elevarla luego a la categoría de drama social cuando de hecho ésta se produce. ¿Cómo es posible que la población en general asuma ese hecho con anodina complacencia –imagino que la prenda sigue dando buenos dividendos–, y luego se rasgue las vestiduras (la expresión ha surgido sola, lo siento) a la que un toro aterrado osa tocar con sus defensas al mozo de turno? Puestos a barrenar en lo morboso, imagino las portadas de los periódicos, la instantánea del corredor de turno con la vista perdida, llevado en volandas por los servicios de urgencias, enfundado en la camiseta, empapada ahora por su propia sangre y con orificios añadidos a los originales. Dado el severo estado de parestesia moral en que vivimos, hasta tengo dudas de que alguien se percatara del detalle.

¿En qué consiste la “fiesta”? ¿Acaso hemos reflexionado sobre si de verdad merece tal nombre una celebración nutrida de sangre inocente –me refiero a la de los toros, naturalmente–, y con frecuencia de la de sus agresores, los que corren a cientos delante, detrás, a los costados? ¿De verdad creen que se puede reservar el calificativo de “inocentes” a quienes con su sola presencia mantienen aterrorizados a los pobres bóvidos, que sólo muy de vez en cuando se defienden y le dan al valiente de turno su merecido? Sí, su merecido; a mí no me miren. Porque quienes se dedican en sus ratos de ocio a acosar a seres pacíficos por naturaleza deben asumir que la consecuencia razonable es que la víctima acorralada haga uso en un momento dado del único arma que posee. Según mi modesto entender, lo de verdad lógico sería dejar que los mozos corneados se desangraran en el asfalto. (Nunca he entendido que se deban utilizar recursos sanitarios sufragados por todos para curar a gente irresponsable). Que se levanten si tienen bemoles, que recojan sus vísceras humeantes y que se vayan a su casa a lamerse las heridas, como hacen los pocos toros indultados que sobreviven al linchamiento en sus dos etapas, matinal y vespertina. Gajes del oficio, chaval, nadie dijo que esto fuera un juego inocente: te la has jugado y has perdido. A estas alturas del texto no pocos lectores estarán horrorizados con lo que he escrito. Y muchos entre quienes maldicen al diario que osa publicarlo serán los mismos que ven con agrado los puestos de fruslerías festivas, con su producto estrella en primera línea: la camiseta.
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© julio 2008
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sábado, 7 de junio de 2008


LOBOS: EL FACTOR ÉTICO

Todo lo que rodea a una especie como la del lobo hace correr ríos de tinta desde tiempo inmemorial, convirtiéndose en un filón inagotable para los medios informativos en la actualidad. El conflicto suele presentarse de forma bipolar. De un lado, los ganaderos; de otra, los ecologistas. Pudiera decirse que la Administración desempeña un papel intermedio, de espectadora, aunque es ella quien al final determina las medidas que se ponen en marcha, y que, dicho sea de paso, no suelen dejar bien parados a los cánidos. Éste vendría a ser, grosso modo, el escenario.
Sin embargo, desde los postulados de una organización como ATEA el debate se queda por completo cojo si no se otorga su verdadero peso a determinadas cuestiones que suelen soslayar tanto las instituciones públicas como las tesis ecologistas. (Y no digamos ya los ganaderos). Nos referimos al que podríamos denominar “el factor ético”, y que entronca directamente con la cuestión de los derechos de los animales. Aproximarse al problema desde este prisma implica tener en cuenta no sólo al lobo, sino al ganado del que éste se alimenta, sin olvidar a los animales que como elementos periféricos forman parte del fenómeno y lo sufren como víctimas: los perros pastores.

En primer lugar, entendemos que conviene diferenciar con claridad la distinta sensibilidad que mueve a ecologistas y a animalistas, pues con demasiada frecuencia se nos suele meter en el mismo saco, cuando la realidad dicta que las diferencias son muchas y profundas. No se trata desde luego de posturas antagónicas o necesariamente irreconciliables. Lejos de ser así, unas y otras se complementan y dotan de la fuerza necesaria a una causa como la defensa de los animales. Pero a pesar de todo merecen ser abordadas por separado, pues ambas tienen entidad propia. Mientras el ecologismo clásico –al menos por lo que a las especies silvestres respecta– ve a los animales como conjuntos biológicos con un status determinado en el medio, la ideología animalista los percibe como seres particulares con intereses propios, dado que sólo los individuos como tales pueden sufrir. Porque es este aspecto, la capacidad para sentir dolor, el elemento clave del ideario animalista, sin el cual carecería por completo de identidad. Asumiendo este aspecto, incluso cabría añadir que muchos de los postulados ecologistas se encuentran justo enfrente de los derechos de los animales, teniendo en cuenta que, ante la tesitura individuo vs. especie, el ecologismo no duda en decantarse por la segunda, aun a costa del padecimiento y la muerte de millones de los primeros.

Pero centrémonos en el fenómeno del lobo. Tal vez el primer aspecto a tener en cuenta es la propia naturaleza del manejo de ganado en la actualidad. La inmensa mayoría de los animales a los que hoy se explota pasa sus días encerrada en barracones sombríos, por lo que ya en amplias zonas de la Península apenas puede hablarse ya con propiedad de “pastoreo”. Esta labor implica una dedicación exclusiva, y no parece que merezca tal nombre el hecho de dejar vacas y ovejas en el monte, a su libre albedrío, mientras sus dueños trabajan diariamente en una fábrica, subiendo a los pastos los fines de semana. A mí se me ocurre que, como mucho, esta variante no merece otro calificativo que el de “pastoreo de entretenimiento”. Así las cosas, no resulta extraño que la situación sea aprovechada por los depredadores de toda la vida –los lobos–, que además se han quedado sin parte de su “despensa” natural –corzos, ciervos–, a la que el hombre se ha encargado de diezmar en algunos casos hasta la práctica desaparición. Introduciendo la cuña ética que creemos merece este debate, parece claro que la licitud del lobo para atacar a las ovejas es con claridad superior a la de los propios ganaderos para lo mismo. Porque conviene dejar claro desde el principio que la práctica de la ganadería, incluida la extensiva, supone un ataque frontal a los derechos más elementales de los animales. Ya me dirán qué supone si no tratar a seres sensibles –las ovejas lo son, sin duda–– como simples mercancías, sin dedicar un mínimo esfuerzo a tratar de entenderles. A ellas les desagrada y apetece a grandes rasgos lo mismo que a usted o que a mí. ¿Por qué habría de ser diferente? Se necesitan grandes dosis de ingenuidad, o en su defecto de puro y simple egoísmo, para creer que el manejo de animales de abasto es hoy respetuoso con ellos. Los hechos están ahí para quien quiera aproximarse libre de prejuicios y con un mínimo rigor al fenómeno.

Los ganaderos afirman que el lobo afecta de manera grave a sus intereses, y no les falta razón. Pero parecen obviar que los lobos también tienen intereses. ¿O acaso alguien piensa que un disparo en el costado o la pérdida de la compañera sentimental son hechos inocuos para ellos? Sin ningún género de dudas tales cosas suponen dolor físico y padecimiento emocional, y los lobos están tan interesados como nosotros mismos en evitarlas. ¿Es proporcionada la reacción de los ganaderos al matar y destruir familias ante una pérdida que no supone para ellos sino una parte ínfima de lo que poseen? A menos que nos abonemos a la discusión reduccionista entre ecologistas y ganaderos –con la Administración como árbitro, casero en este caso–, otras muchas reflexiones deben salir a la palestra en este debate, y la ética global ocupa aquí un lugar de preferencia. Precisamente su carácter global nos obliga a tener en cuenta a otros grandes olvidados: los perros. Se trata de animales usados –en su acepción más mecanicista– hasta que ya no sirven. ¿Alguien se ha parado a pensar qué sucede con estos trabajadores cuando cumplen cierta edad y ya no responden con la eficacia inicial a su triste papel de “matones”? ¿Cumplen las instituciones públicas la normativa proteccionista en estos casos? Los mastines destinados a disuadir con su presencia a los lobos apenas pasan de ser burdas herramientas de las que el dueño del rebaño se deshará a las primeras que no satisfaga sus expectativas. Un torpe disparo, una cuerda al cuello o lanzarlo vivo a una sima son demasiadas veces los expeditivos métodos empleados por los ganaderos para eliminar el “material viejo”.
Como ven, el tema da para mucho. A poco interés que tengamos en un análisis completo y honesto de la situación, aparecen efectos colaterales por doquier. Mención especial merece, por ejemplo, la execrable actitud de quienes no contentos con esclavizar animales y disparar sobre quienes no hacen sino tratar de conseguir su condumio diario, se valen de individuos muertos y heridos para llamar la atención de los medios en las protestas, en un comportamiento que raya con la perversión moral.

Por último, no estaría mal que las diferentes administraciones con competencias en la materia –suelen ser las diputaciones provinciales– nos explicaran con claridad diáfana en qué situaciones entienden ellas que está justificado agredir a los animales. Porque la legítima defensa bien puede ser una, pero cuesta colocar en el mismo epígrafe a la cría de faisanes con el único objetivo de que una horda de ociosos domingueros con licencia para matar la emprendan a tiros con ellos, en lo más parecido a un fusilamiento sumario.
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© junio 2008
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lunes, 2 de junio de 2008


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GUAYS

Yo suponía que el adjetivo no estaba oficialmente registrado por la Real Academia, que es quien se encarga de esta necesaria y sin embargo poco reconocida labor. Me equivocaba. Según la regia institución, lo guay es algo bueno, atractivo, sugerente, y se reserva a cosas o situaciones. Sin más. El diccionario no se ocupa sin embargo de la acepción aplicada a personas, y es éste el terreno que a mí me interesa. Seguro que ustedes ya intuyen por dónde voy. Tengo en la cabeza el vocablo asignado a una forma de ser, a una manera de ver el mundo, y sobre todo de que el mundo le vea a uno.

¿Qué son los guays? ¿Constituyen en sí mismos una tribu urbana? ¿Tal vez una clase social? No exactamente. Digamos que la comunidad guay no tiene una identidad común, no asume elementos estéticos distintivos visibles, no comparten sus miembros ideología ni expresiones artísticas, como en el caso de ciertas, ésas sí, tribus: góticos, skins, mods… Tanto da, la lista es infinita. Uno ve a un rocker y no hay duda de que es un rocker. Pero a un guay no se le cala así de fácil, a las primeras de cambio. A un guay hay que tratarlo de cerca para aventurarse en el diagnóstico con unas mínimas garantías. Porque se puede ser guay desde un prestigioso despacho de abogados del centro o desde la caja registradora de una gran superficie en el extrarradio. La condición de guay se la gestiona uno sin necesidad de apuntarse a asociación, club social o entidad alguna. De hecho, creo no equivocarme si digo que buena parte de quienes ostentan el citado título ni siquiera son conscientes de ello. Y dado que no existe de momento un perfil inequívoco, una suerte de “decálogo oficial” sobre la calidad de lo guay, debemos en consecuencia guiarnos por elementos de carácter intuitivo.
El guay –uso el género masculino por razones de simple practicidad, pero como ustedes comprenderán ellas no están vacunadas contra tan extendida plaga– acostumbra a mirar por encima del hombro a todo aquel que se halle más allá de su epidermis, siempre está firmemente convencido de la opinión propia y pone en duda la ajena, así se trate de la emitida por un reconocido etólogo especialista en invertebrados continentales disertando sobre la promiscuidad sexual del cangrejo de río. De hecho, un guay no se limita a emitir opiniones: sienta cátedra. Sobre esto, sobre aquello, o sobre lo de más allá, lo mismo da la colocación de parterres en plazas y jardines que el conflicto árabe-israelí. El guay asume sin pudor sus ventosidades como excelsas sinfonías musicales, al tiempo que la interpretación virtuosa de los otros apenas provoca en él una mueca acartonada. En efecto, el guay no suele apreciar la valía ajena, imagino que para mantener al nivel apetecido el pedestal propio. El guay estándar gusta de apuntarse a diversas ONG, y asiste al menos a una reunión de la que proceda (media horita, no más), lo que le dota –siempre bajo su particular visión, claro está– de autoridad moral suficiente como para presentarse en cualquier fiestuqui progre con la tarjeta de “veterano activista solidario”. Un guay, en público, va de austero –o pudiente, según se tercie y convenga–, aunque en su vida cotidiana hace ímprobos esfuerzos por llevar una existencia regalada –que es lo que se tercia y sobre todo conviene–. Un guay siempre está pendiente de expresiones técnicas que incorporar a su vocabulario personal, con el loable propósito de soltarlas después en el primer foro o convención a la que asista, esperando dejar boquiabierta a la audiencia, o al menos a parte de ella, pues hay que pensar que el porcentaje de nuestros protagonistas no es desdeñable (y sigue subiendo). En este preciso apartado, todo vocabulario básico que se precie debe incluir indefectiblemente ciertos términos ingleses. Los más socorridos, aunque no por ello menos útiles: brainstorming, lobbying y benchmarking (en general, todo lo que acabe en ing desempeña su función con brillantez). El guay se las arregla para no perderse nunca determinados actos sociales, particularmente los que tienen que ver con la cultura oficial. Y con la contraria, ésa que llaman “alternativa”, pues hay que tocar todos los palos para que hablen de uno, aunque sea bien. Se deja ver por acá y por acullá cual si de la Pasarela Cibeles se tratara. La única religión que profesa un guay –al menos a la que se dedica con mayor pasión– es la corrección política (eufemismo impagable que ahorra sustantivos siempre ásperos como hipocresía). Un guay no siempre conoce su condición, ya lo he dicho, circunstancia que convierte a cualquiera de nosotros en al menos firme candidato, cuando no en miembro honorario. El guay, en definitiva, se mueve como pez en el agua entre las siempre sutiles fronteras de la egolatría y el narcisismo. Un arte, no crean. Aunque, bien pensado, el guay merece en el fondo cierta compasión, pues hablamos de alguien que “sufre” en silencio –además de otros posibles males, de los que nadie está libre– una suerte de tragedia inconfesa. Por el éxito y la valía de los demás, sin ir más lejos. Todo lo que sea la dicha del otro al guay como mínimo le incomoda y como máximo le toca las narices.

Tentado estuve de titular al artículo “La increíble historia de los ciudadanos-celofán”, pero como uno no sabe a qué acabará dedicándose en esto de la creación, pensé que sería mejor reservarlo para mi primer corto de bajo presupuesto. No les entretengo más, que tendrán cosas que hacer. Si acaso disponen de unos minutos, hagan una lista personal e intransferible de guays en su entorno. Y sorpréndanse.
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© junio 2008
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martes, 20 de mayo de 2008


LA ARROLLADORA
FUERZA DEL AMOR

Hará como un par de meses que asistí a una boda, la primera en muchos años. Quienes me conocen saben bien que no soy precisamente forofo irredento de tales eventos sociales. Siempre me parecieron un tanto decadentes, dicho sea sin ánimo de ofender a nadie. El protocolo no escrito del corte de la corbata en trocitos que luego se venden a los comensales, lo del champán en el zapato de la novia, y, cómo no, la incombustible conga, que resiste al paso del tiempo con una entereza envidiable. Compruebo ilusionado que, salvo la serpiente humana sorteando mesas, lo demás ha pasado a mejor vida: motivo de satisfacción indisimulada, lo confieso.

Se casaba Roberto, uno de esos tipos que se cruzan en tu vida por puro azar, de esos quienes a fuerza de roce se acaban convirtiendo en “amigos para siempre”, como dice la canción. A Roberto y a mí nos unió una extraña celestina: la militancia por los derechos de los animales. Fueron años de una intensidad extraordinaria. Éramos incapaces de establecer diferencias entre emociones puras como la amistad y el activismo, pues lo uno llevaba irremediablemente a lo otro. Pero tampoco procede ahora ponerse melancólico. Se trata de una etapa conclusa, que sin embargo dejó en nosotros posos muy sólidos. Conservo mil recuerdos de aquella época, de un tiempo en el que éramos jóvenes e indocumentados –admito que él en lo primero siempre me ganó por goleada–, de cuando cometíamos delitos imagino ya prescritos, convencidos hasta el tuétano de que en determinadas circunstancias lo éticamente decente es burlar la ley, romper candados y asaltar propiedades privadas con el loable objetivo de salvar inocentes. El día de nupcias pasaron por mi mente multitud de imágenes y anécdotas; también todos los perros y gatos que, ausentes en lo físico, forman ya parte de nuestras biografías por derecho propio.
La boda de Roberto y Yolanda fue un chute de optimismo. Lo afirmo yo, que soy más bien descreído con esto de las emociones y me abono más al fatalismo en lo que atañe a un tema tan particular como la esperanza en el ser humano. Por algún extraño motivo, al final de la larga jornada tenía la sensación de que tal vez haya, a pesar de todo, una posibilidad. Allí había parejas que llevan toda la vida juntas y a las que el afecto diario les ha acabado vacunando contra cualquier tipo de vicisitudes. Una abuela octogenaria aguantando estoica y encantada hasta el cierre de la discoteca. Viejos amigos a los que apenas veo y con los que sin embargo soy capaz de restablecer conversaciones en el punto exacto en que las dejamos la última vez. La audiencia en pleno emocionada con el bellísimo discurso que ofreció una amiga de la pareja durante la ceremonia. Gente de varias generaciones disfrutando con la proyección de imágenes que precedió a la comida, incluyendo a una joven ahogadita en lágrimas al aparecer en pantalla la fotografía de Saly. La pareja de recién casados posando para la posteridad en su inseparable moto de quinientos mientras sonaba a todo volumen la canción del viejo Pablo, un detallazo del chico, para que luego nos vengan con la monserga esa de la supuesta insensibilidad masculina, leyenda urbana donde las haya. Y como colofón, una soberbia lección práctica de txalaparta a los postres, dirigida a locales y foráneos, gente venida de medio país. Una lista de detalles emocionales que, lo confieso, hicieron mella en mí. Sin embargo, y a pesar de todo, tal vez lo que más me impactó fue el infinito cariño mutuo que ambos se profesaban. Nunca he visto a nadie quererse tanto. Esas cosas no se pueden disimular, supongo. Si acaso existiera algo así como una cantidad de cariño determinada para repartir entre los habitantes humanos del planeta, tengan por seguro que aquél sábado el resto del mundo fue un poquito más infeliz. Y como uno tiene la manía ésta de pensar, me dio por elucubrar, para concluir que, a fin de cuentas, tal vez nuestras vidas se rijan en mayor medida de lo que creemos por la arrolladora fuerza del amor. Es más que posible que esta gran bola azul no sea el mejor sitio para echar raíces, como posible es también que la amistad, el afecto, el amor en definitiva, constituyan poderosos antídotos contra toda la miseria moral que asola el mundo. Curiosa especie la humana, capaz de matar por un poco más de dinero y de amar sin él.

Yo ya concluyo. Tengo algo en la garganta y necesito ir al baño. Tal vez esté bajo de defensas, o sencillamente sean cosas de la edad, que no perdona.
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© mayo 2008
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VAGAR POR EL MUNDO

Bueno, pues ya está. Ya tenemos a un esperpento representando al país en el festival de festivales. Nos empeñamos en teñirlo todo de democracia pensando que es lo moderno y lo progre, y luego pasa lo que pasa, que la gente no tiene otra cosa que hacer, y pudiendo votar al Roberto Mascachicles ése –o como se llame–, para qué elegir a un chaval o chavala que se lo viene currando desde su más tierna infancia, pastón en academias incluido. No. Al del tupé con sobredosis de laca, guitarrín de Verjusa y chaquetilla carnavalera de todo a cien. Al final, los que menos culpa tienen en todo este despropósito son el propio actor y su jefe. Ellos hicieron lo que tenían que hacer: una caricaturización de algo que en sí mismo pudiera tener un punto de ridículo, un evento que tuvo su sitio en otra época y que ahora por momentos roza la categoría de mercadillo friki (¿se escribe así?). A cada cual con sus culpas, y ni a uno ni a otro cabe achacárselas en este caso, ténganlo claro. La acusación debe dirigirse a cierto sector de ciudadanía patria (sí, no mire usted para otro lado), una masa mentalmente ociosa que ni de lejos votaría con igual entusiasmo contra realidades como el hambre en el mundo, la esclavitud laboral infantil o la lapidación de adúlteras, paparruchas al fin y al cabo. Pero sale el tipo de La Seis haciendo el gamba, y aquí nos volvemos todos locos con los mensajes. Ni medio normal.

Comentaba alguien en su momento que todo esto es consecuencia directa de lo que se ha dado en llamar “la España de Zapatero”. Un poco exagerado, para mi gusto. Esto no lo trae ni Zapatero, ni Rajoy, ni Llamazares –bastante tiene con lo suyo, pobre–. Ojalá. Si así fuera, al menos podríamos reconducir la situación con un voto a fulano en lugar de a mengano, y listo. La cosa se presenta mucho más complicada. Está incrustada en nuestros cerebros, forma parte ya de nuestro carácter, de nuestra idiosincrasia, y eso no se corrige con unas elecciones generales. La banalidad se ha instalado entre nosotros y todo apunta a que tiene la firme intención de quedarse una larga temporada. La desidia moral nos ha atrapado definitivamente. Pero no nos asiste ya ni un gramo de autoridad para quejarnos y lloriquear, porque somos todos, en mayor o menor medida, quienes hemos dejado paso a lo cutre, a lo intelectualmente minimalista, y hay cosas que no salen gratis. Los programas de crónica rosa (o rojo sangre) son seguidos con fidelidad perruna por millones de venerables padres de familia, y no hay cadena que se precie sin su espacio de supervivencia donde gana quien pierde una porrada de kilos y de paso la razón, por aquello del aislamiento. Ustedes me contarán a dónde nos lleva todo esto. A nada bueno, desde luego. Yo a veces pienso en una hipotética visita extraterrestre –nada de invasión general, una visita discreta–, la llegada de un comando de animalitos verdes y bajitos que tras cuarenta y dos años de frenético viaje por las galaxias interestelares apenas tienen unos minutos para captar aleatoriamente algunas de las características de la comunidad humana antes de salir pitando de vuelta a casa: una obra escénica, un libro, una peli… Sí, una composición musical, me han leído el pensamiento. Lo mismo pulsan el rec, les sale el Opá, yo viacé un corrá –seguro que lo recuerdan–, y se llevan la idea de que “eso” es un ejemplo fiel de quinientos mil años de historia evolutiva. (Menos posibilidades hay de que toque la lotería y una porrada de gente compra el décimo cada día). A mí es que sólo de pensar en ello se me hiela la sangre. Toda una Grecia clásica, toda una Ilustración, ni se sabe cuántas personas quemadas en la hoguera por defender lo obvio ante la cerrazón y el dogma, para que en una visita fugaz los enanitos verdosos se lleven una joyita de esas como ejemplo de nuestra Civilización. Estas cosas pasan, no se lo tomen a chufla.

Yo imagino que lo de Eurovisión se reconducirá. Tiempo hay para ello. Si se arregló lo del himno con un golpe en la mesa y ya casi nadie se acuerda del bochorno, con esto otro tanto. Sea por una retirada de los protagonistas (a poca responsabilidad cívica que les asista), sea por una intervención gubernamental (para que nos saquen nuestros representantes políticos de estos casos límite les votamos, digo yo), la crisis pasará. Mas no las tengo yo todas conmigo, por lo que de momento he tomado la dolorosa decisión de exiliarme (justo he sacado un ratito para escribir el artículo entre maleta y maleta). De momento reniego de mi nacionalidad, aunque, en aras de la verdad, debo reconocer que antes del que ya puede asumirse como el mayor fenómeno musical desde Bowie no me corría a mí precisamente orgullo patrio por las venas. Porque si acaso existe eso de “la gota que colma el vaso”, sin duda debe de ser algo muy próximo a este desaguisado. Oficial, eso sí, pues a nadie se le escapa que el ridículo lo vamos a pagar con el erario público: entre todos, para que nos entendamos. No sé a dónde dirigiré mis pasos. Por geografía, lo que más cerca me pilla es Francia, pero tampoco es que allí estén para tirar cohetes. En fin, lo de vagar por el mundo siempre fue para mí una posibilidad sugerente.
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© mayo 2008
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miércoles, 2 de abril de 2008


LA NIÑA DE HUELVA

No tengo intención alguna –y aún menos interés– de hablar de la niña de Huelva, la pequeña asesinada que estos días ocupa portadas de periódicos. Se trata de un caso más entre los que por desgracia ha de soportar una sociedad marcada por el estigma de “la condición humana”. Muertos por doquier. Mujeres a manos de sus maridos, niños a manos de los adultos, adultos a manos de los niños, maridos a manos de sus mujeres, animales a manos de maridos, mujeres y niños. Pura y simple casuística, qué quieren que les diga, lo que no quita para que podamos descender al hecho concreto y percibir con nitidez la tragedia que supone la agresión física y moral en nuestra sociedad.
De cualquier forma, a mí el caso de Huelva me suscita varias reflexiones, y hasta bien pudiera tratarse de eso que ahora llaman “efectos colaterales”. No hablo de cuestiones reservadas a visionarios o superdotados –ya me contarán qué pinto yo en tales epígrafes–, sino de realidades que están ahí, adormiladas, pero que estallan con virulencia cuando determinados factores confluyen, reflotando aspectos de nuestra esencia que resultan ilustrativos como pocos. Seguro que hay más, pero me detendré en tres de ellos, que considero especialmente preocupantes.

Acuden a mi retina en primer lugar imágenes de familiares de la desdichada criatura pidiendo a la Justicia que les ceda por unos instantes el protagonismo a ellos, pues se comprometen en apenas unos minutos a, digamos, resolver el caso. “Así, así le hacía yo”, manifestaba impertérrita ante la cámara una señora de cierta edad, con un lenguaje gestual que helaba el alma, emulando sin saberlo al mismísimo Norman Bates en una mala tarde. “Que nos lo dejen, que nos lo dejen a nosotros”. Pues no, señora mía, parece que usted no se ha enterado todavía de que éste es un país organizado, civilizado en el grado que corresponda, manifiestamente mejorable si se quiere, con todos los defectos que a uno se le ocurran y algunos más, pero –al menos de manera oficial– un Estado de Derecho. Muy poco edificante la escena de la abuela acuchillando el aire a falta de carne viva, máxime cuando se trata de una ciudadana con todos sus derechos civiles intactos –así debe ser, supongo–, incluido el sacrosanto derecho a voto. Como seres humanos en general y ciudadanos de esta comunidad política en particular, un peligro, se lo digo yo.

Voy ahora con lo de la “presunción de inocencia”. Yo es que no me acabo de aclarar qué implica en la práctica tal prebenda, pues hasta los niños conocen ya nombre, apellidos y rostro del detenido –de éste y de otros muchos–, sin haber sido aún juzgado y menos condenado en firme. Debe de ser que uno no ha comprendido el abecé del concepto de democracia, porque en una sociedad jurídicamente decente ésta es la hoja de ruta para que alguien sea culpable de algo, que se sepa. Entiendo que los medios de comunicación cometen un craso error reproduciendo las imágenes de un inocente, ofreciéndonos toda suerte de detalles sobre su filiación y una biografía pormenorizada, porque ese hecho constituye en sí mismo una condena que el escenario oficial de las leyes no contempla. Y adosar a la noticia el manido “presunto” apenas constituye una burda operación cosmética que no debiera admitir ningún código deontológico que se precie. A lo mejor se debe a mi naturaleza ingenua, pero soy de los que creen que la Justicia, al menos en lo que a nominalizaciones públicas de encausados concierne, tendría que ser un espacio por completo opaco para la sociedad civil.

Tercera cuestión, escurridiza como la que más: la ancestral búsqueda de la justa correspondencia entre crimen y castigo. La realidad punitiva se nos presenta como un área de reflexión apasionante. Lo es desde hace siglos y continúa siéndolo en la actualidad. Quiero pensar que cualquier debate de carácter moral, y siempre que se aborde desde su lado didáctico, refleja per se el grado de higiene democrática de la sociedad donde anida. Y como tampoco puedo extenderme mucho más, les lanzo una batería de preguntas, así, sin anestesia y con toda su carga genérica. ¿Qué hace un ciudadano en el pudridero que supone la cárcel cuando no supone para la colectividad un peligro mayor del que podamos suponer usted o yo mismo, libres e impolutos? ¿De verdad creemos que es algo intrínsecamente progresista la imposibilidad de que un menor de edad o un anciano vayan al trullo? ¿Por qué nos espanta la hipótesis de establecer algo así como los “comités revisionarios”, una suerte de grupos formados por profesionales y expertos que puedan reevaluar cada caso, individualmente, para cortar o alargar penas según realidades y circunstancias?

Me resisto a terminar sin dejar patente mi nausea ante el morbo que al parecer suscitan este tipo de situaciones –vuelvo a lo de la niña–, y que no nos deja precisamente bien parados en el plano de lo moral. La culpas se reparten por igual entre el propio protocolo de la policía, aparentemente incapaz de proceder con discreción en el traslado de “presuntos” delincuentes; de los medios, que no dudan en colocar en primera plana la cara desencajada de un familiar amenazando al “presunto”; y quienes componemos la sociedad civil, jugueteando a jueces con una frivolidad pasmosa mientras nos entretenemos observando la carga policial contra la masa que zarandea el coche blindado. Ya imagino que en todos los sitios cuecen habas, pero no es menos cierto que en este santo país conviven en turbadora, siniestra avenencia, la nanotecnología y el cuajarón de sangre.

© abril 2008
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miércoles, 26 de marzo de 2008


LA ÚLTIMA FIESTA
DE CHANTAL

A la señora Sébire le iba a estallar la cabeza. La afirmación no pretende ser una metáfora, sino describir la más truculenta realidad en la que se vio sumida Chantal, una de las pocas personas –dudoso honor– a las que cada año se les diagnostica estesioneuroblastoma, una de esas dolencias que confirman su horrendo nombre. Te sale un tumor en la cavidad nasal y comienza a crecer desmesuradamente. Como es lógico, acaba afectando a todo lo que encuentra a su paso, los ojos hasta derivar en ceguera, por ejemplo. Aquí lo de la empatía de poco sirve, porque a uno se le hace ejercicio imposible imaginar cómo debe de sentirse alguien a quien le crece un balón maligno dentro de la nariz. (Ni el guión más retorcido del cine de ciencia-ficción). Como para desear morirse. Tampoco esto tiene vocación de metáfora, y de hecho es lo que había solicitado la señora Sébire a la administración de su país: ayuda para morir. Se lo pidió a la misma administración que le cobraba con puntualidad británica sus impuestos y que le imponía una multa en caso de molestias a los vecinos a altas horas de la madrugada. Ayuda, socorro, algo tan humanamente comprensible como eso es todo lo que imploraba Chantal. En realidad, el Estado nunca se lo negó, poniendo a su disposición el pertinente tratamiento médico paliativo. Pero el diagnóstico era fulminante: el tumor seguiría creciendo hasta acabar con su vida en un plazo de tiempo muy corto. Y dolía. Dolía mucho, a juzgar por las manifestaciones de la propia enferma: “Es como si te introducen una cucharilla en la cuenca del ojo y comienzan a rebañar”, declaró. No hay razones para pensar que nos mintiera, que frivolizara con una cosa tan seria para ella y para muchos millones de personas más como el dolor severo y permanente. Una vida corta, dolorosa, y con la cabeza deformada hasta lo grotesco. Una vida que pierde así cualquier contacto con eso que llamamos dignidad y que se reduce en ocasiones a lo puramente biológico. Una vida que no merece la pena ser vivida, al menos desde el prisma de su protagonista y víctima. Chantal sólo pedía un final sereno y libre de padecimientos, un off rápido y feliz. Pero el papá Estado declinó la solicitud y le dijo que no. Es como si el cuerpo de bomberos te negase con el dedito desde la orilla el auxilio que solicitas mientras eres arrastrado por la corriente del río.

La muerte constituye a veces una auténtica liberación, la única posible en los casos más extremos, y así se reconoce a través de la sabia tradición oral: “por fin ha descansado” es al fin y al cabo una de las frases más recurrentes en los funerales. Cuando todos los factores que hacen de la vida una experiencia deseable se truncan, puede que haya llegado el momento de tomar decisiones, de admitir que el partido está perdido, de retirarse con la cabeza alta y el cuerpo magullado a los vestuarios en busca de una ducha caliente y una siesta eterna, reparadora. (Esto sí es una metáfora, y en cadena). Hemos acabado creando una sociedad esquizofrénica, una verdadera enferma moral. Algo que se percibe con nitidez a poco que nos fijemos en algunos de los comportamientos que tenemos para con los animales no humanos. Los aniquilamos en masa con el único objetivo de satisfacer nuestros caprichos más triviales como la gastronomía, el ocio o la vanidad estética, pero al mismo tiempo les facilitamos, si ello está en nuestras manos, un final plácido y exento de dolor. La eutanasia (“buena muerte”, conviene recordarlo) es una práctica habitual cuando de nuestros amigos perros, gatos o caballos se trata –el tiro de gracia al caballo malherido es un signo inequívoco de humanidad en la historia del cine–, pero sin embargo se la negamos con tozudez medieval a nuestros animales más cercanos: nosotros mismos. Y lo más dramático en este escenario ya de por sí sombrío es que tras él no se esconde una crueldad mal entendida (una suerte de “inconsciente negación de auxilio al necesitado”), sino la dichosa moral religiosa que todo lo emponzoña. Es Dios quien nos regala la vida y Él decide cuándo y cómo nos la arrebata, afirman algunos. Sin duda son estas las ocasiones en que se manifiesta en todo su esplendor la herética idea de que tal vez no fuera Dios quien nos creó a su imagen y semejanza, sino más bien nosotros quienes nos hemos sacado de la manga un Ente a imagen y semejanza de nuestros intereses más mundanos e inconfesables, una Herramienta con la que hacer y deshacer, con la que dominar mentes y tener atemorizada y compacta a la masa. Dios se convierte así en una especie de papelera expiatoria que regenera hasta el infinito nuestra ancestral pereza ética.

Lo único que deseaba Chantal era acabar su pesadilla con una fiesta, rodeada de confeti y con una copa de champán en la mano, entre las risas sinceras de sus seres queridos, y no como un guiñapo destartalado en medio de la vía.
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© marzo 2008
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viernes, 1 de febrero de 2008




PERSONAS COMO WASHOE

Hace ya algunos meses que murió Washoe, una persona por completo desconocida para la mayoría de nosotros, a quienes nada especial nos dice su nombre. Ante la desaparición de tan insigne residente, responsables de la Universidad de Ellensburg (Estado norteamericano de Washington) manifestaron entonces su intención de rendirle un tributo fúnebre, añadiendo que “en el momento del deceso Washoe estaba rodeada de su familia y sus más estrechos amigos”. ¿Qué hizo en vida Washoe para merecer tal reconocimiento? En realidad, nada. La comunidad científica obtuvo logros que a buen seguro no eran para ella sino algo natural. Nunca sabremos si Washoe en realidad se mofaba de los sesudos catedráticos de bata blanca cuando éstos se congratulaban de poder establecer con ella conversaciones de cierta complejidad. Hablo de “ella” porque Washoe era una chica, una venerable anciana de 42 años –lo son al parecer las chimpancés a esa edad–.
En efecto, Washoe fue objeto de una amplia atención mediática en los años ochenta, cuando, integrada en una familia humana como un miembro más, fue objeto de meticulosos estudios sobre la capacidad de los miembros de su especie para desarrollar y usar el lenguaje de signos hasta entonces privativo de los sordos humanos. Los resultados fueron sorprendentes. Se llegó a la conclusión de que los chimpancés son capaces de transmitir ideas estructuradas, deseos abstractos, de establecer planes de futuro, de “engañar” para conseguir prebendas, de burlarse por puro placer, de exteriorizar conscientemente sentimientos y emociones, de compartir penas y alegrías con los demás y recibir así el apoyo necesario para superar determinados traumas. Esta realidad no demuestra tanto que “se parecen a nosotros”, como gusta afirmar a los etólogos, sino más bien que “se parecen a ellos mismos”. Cabría en consecuencia deducir que, por encima de la autocomplacencia de la comunidad científica (otro día hablamos de ello), los chimpancés son verdaderas personas.
Imagino que muchos de quienes leen este artículo se habrán percatado ya de que he calificado de “persona” desde el mismo título a un mono, un atrevimiento que casi todo el mundo colocaría entre la ofensa y la herejía. Pues sí, Washoe era una persona, tanto como pueda serlo usted o yo, dado que no existe nadie que pueda ser persona “en cierto modo” o “a tiempo parcial”. Lo de ser persona es como aquello de estar embarazada, para que nos entendamos. O se es o no se es. Pero vamos al meollo de la cuestión. ¿A qué viene esto de que los monos sean personas? Pues a que el concepto de persona da más juego del que parece, y sobre todo del que nuestro ego está dispuesto a permitirnos. No hay problema –al menos yo no lo tengo– en aceptar la completa equivalencia etimológica entre persona y ser humano en nuestro lenguaje cotidiano, sobre todo por cuestiones de estricto carácter práctico. Pero si nos adentramos un poco en el terreno de la filosofía moral, tal equivalencia salta hecha añicos, por cuanto una persona sería un individuo con unas determinadas características, y no tanto por la mera pertenencia a una determinada especie biológica. (Conviene recordar aquí que con el término “persona” se designaba en las obras teatrales de la Roma clásica a la careta que dotaba de diferentes “personalidades” a los actores). Siendo así, no es difícil concluir algo que resulta turbador para cualquier especie de naturaleza engreída, un descubrimiento que socava lo más profundo de nuestro carácter autorreferencial: ni todos los seres humanos son, sensu stricto, personas, ni todas las personas han de ser necesariamente humanas. (Aclaro que se trata de algo que no depende de mí, ni tengo yo interés especial alguno en ello. Mi papel aquí se limita al de mero informador).

La historia de Washoe debería servir al menos para revisar nuestra habitual mueca cuando oímos a alguien aquella supuesta redundancia de “las personas humanas”, endosándole por defecto una escasa formación académica. Vale que quienes recurren a la castiza expresión lo hacen –imagino– desde un completo desconocimiento de todo el rollo éste de la filosofía moral, lo que no es óbice para que, una vez constatados los hechos, la comunidad humana deba hacer examen de conciencia sobre el trato que da a muchos de sus semejantes, personas no humanas en este caso, a quienes encierra de por vida tras unos barrotes con el único propósito de hacer negocio, somete a dolorosos experimentos pagados por empresas de cosméticos, o convierte en un guiñapo sanguinolento en verdaderos linchamientos públicos. Son ya muchos los científicos que desde muy diversos campos del conocimiento abogan por reconocer derechos jurídicos garantistas “para todas las personas”, con independencia de la especie a la que pertenezcan. Se trata de una meta que en nada nos perjudica a nosotros y en mucho les beneficia a ellos, los animales parahumanos. Un estricto ejercicio de decencia y generosidad moral.
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© febrero 2008
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jueves, 3 de enero de 2008


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KEN

Ya está en los comercios del ramo la nueva y exitosa novela de Ken Follett. Nueva porque acaba de publicarse en español, y exitosa porque al parecer así lo han decidido los diversos medios informativos –todos sin excepción–, que le están haciendo una impresionante campaña publicitaria gratis total, cual si de película de la Disney en plenas navidades se tratara. No le vendrá nada mal a las arcas de Ken, aunque leo que no se encuentran precisamente vacías.
Le llamo Ken porque al parecer el tipo es lo más parecido a “un vecino más de Gasteiz”, uno más de la gran familia vitoriana. De convencernos de este último aspecto también se han encargado los medios, uniéndose en este caso las administraciones locales, que hasta han costeado estatua hiperrealista y todo al ladito mismo de la catedral que al parecer ha servido de inspiración a su última obra. (Voy primero con lo de la estatua y paso luego a lo de la inspiración, para que nos situemos, o al menos para que lo haga yo). Decía Ken en su discurso de agradecimiento que es “la única estatua dedicada a su persona que existe en el mundo”. Imagino que el dato en cuestión lo aportaba a mero título informativo, aunque a uno le cuesta no entrever en sus palabras un críptico “ya era hora”. Hombre, Ken, mira (me permito el tuteo por lo del paisanaje sobrevenido), que a mí como si le cambian el nombre a la ciudad y le ponen Follett City, pero vamos, que lo de las estatuas y reconocimientos similares creo yo que se quedan para obras mayores, y no para un especialista en best-seller, por muchos seguidores que arrastre. (Ojo. Yo, envidia cochina es lo que le tengo, con la mano en el corazón me confieso, lo que no quita para tratar de poner las cosas en su sitio). Por aportar tan solo un par de ejemplos, imagínense ustedes la carita que se les quedaría a nuestros paisanos Unamuno y Aldecoa (éstos naturales) si levantaran la cabeza. Décadas tuvieron que pasar en uno y otro caso para que las respectivas ciudades que les vieron nacer se animaran a incorporar a sus paisajes urbanos estatuas –o estatuillas, según casos– honoríficas. Pero a Ken se le ocurre decir que se ha inspirado en la catedral de Vitoria para su nueva novela-filón, y nos falta tiempo para buscar presupuesto con el que sufragar los gastos de la broncínea figura –muy atractiva, por cierto, tendrá que ver una cosa con la otra–. No me negarán que la cosa tiene su aquél. Porque es que el escritor tiene la misma vinculación con Vitoria que la que tengo yo con Navalmoral de la Mata. Que el tipo fue invitado en su día por la Fundación que se encarga de la restauración del templo por razones estrictamente publicitarias, un gancho mediático como otro cualquiera. Mister Follett era hace tres años incapaz de señalar en el mapa la ubicación aproximada de nuestra ciudad, y hoy tiene su réplica metálica en pleno Casco Medieval. Todo un carrerón, al menos estarán conmigo en eso.
Y lo de la inspiración es otra. El bueno –y multimillonario– de Ken se descolgó con eso como podía haber dicho que la visita a la ciudad había cambiado su concepción del mundo. (No se engañen, esta gente farfulla lo primero que le viene a la cabeza y al día siguiente ocupa titulares en todos los periódicos, que el mundo está así montado). A Ken le abrieron de par en par las puertas de la obra, los archivos, los estudios y no sé cuántas cosas más, y claro, ante tamaño bagaje, quién lo desprecia. Lo de la “inspiración” es lo único a lo que podía recurrir Ken para dejarse querer, porque la presencia de Vitoria en la novela es más bien escasa. Tan escasa que se reduce a cero. En realidad, ¿qué razón habría para que fuera de otra forma? Que se sepa, en el siglo XIV no había puente aéreo entre Kingsbridge y la Llanada alavesa.
Y todavía alguien que esperaba turno para la firma del libro confesaba emocionado a las cámaras su ilusión porque “un nuevo Hemingway se hubiera dejado caer por estos lares”, manifestando al mismo tiempo su esperanza de que la vieja Gasteiz se convirtiera en lugar de peregrinación mundial, como lo es Iruña en fechas señaladas. Impagable.
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© enero 2008
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