lunes, 30 de diciembre de 2013



NO COMPRES AMIGOS EN NAVIDAD
  
Según cálculos de años precedentes, al menos un cuarto de millón de animales es regalado durante la época navideña. Es evidente que en su inmensa mayoría se trata de adquisiciones compulsivas, sin tener en cuenta las nefastas consecuencias que para muchos de ellos tendrá dicha decisión. Sobre todo en el caso de los llamados “animales exóticos”, bajo cuya denominación podemos descubrir prácticamente a cualquier especie susceptible de rentabilidad económica, sea reptil, roedor, anfibio o insecto. A partir del momento de la compra, la trayectoria de estos desdichados se repite dramáticamente en la mayoría de las ocasiones. La seducción inicial pronto se torna en pereza al comprobar que el animalito requiere en realidad más cuidados de los que nos anunciaron en la tienda. Con independencia de su especie, todos tienen importantes necesidades tanto biológicas como emocionales, que desde luego no podrán satisfacer ni de lejos en un ambiente tan restringido y pobre como una pecera o un terrario, donde apenas pueden guarecerse de la presencia humana, que, dicho sea de paso, ellos siempre advierten como un peligro potencial (¡no saben que se trata de un peligro real y en marcha!). El estrés y una alimentación defectuosa acaba por enfermarles, pero se trata de seres que por su propia naturaleza no consiguen transmitirnos sus estados de ánimo de manera tan eficaz como puedan hacerlo otros más familiares como los perros o los gatos. Se inicia así un proceso de agonía que en el caso de algunas especies de metabolismo lento puede durar meses, hasta que al final acaban en el cubo de la basura, regalados a terceros o soltados en un medio que no es el suyo. En el primero de los casos, con frecuencia permanecen aún vivos cuando son retirados al vertedero. El segundo no suele suponer una mejoría, pues se concibe más bien como una forma rápida de deshacerse de lo que ahora es ya un estorbo, con lo que el periplo no hace sino alargarse. Y el tercer supuesto supone uno de los mayores problemas que hoy existen para el equilibrio ecológico, además de convertir a sus infortunados protagonistas en “especies invasoras”, siniestra etiqueta que las distintas administraciones no tienen recato alguno en colocarles, a pesar de que buena parte de la responsabilidad recae precisamente en los ayuntamientos, quienes en muchos casos están obligados por normativa a exigir cada cierto tiempo a los establecimientos de venta de animales una lista completa de entradas, salidas y datos de los adquirientes. Puedo asegurarles que prácticamente ni uno solo de los ayuntamientos españoles cumple este apartado, a pesar de lo cual algunos emplean dinero público en organizar eventos precisamente sobre las especies invasoras, teniendo cuidado de ocultar una dejación propia tan inadmisible como la mencionada. Ni que decir tiene que las mismas entidades que desprecian la legislación vigente son las mismas que emplean a continuación expeditivos métodos para “controlar” las especies que ocupan diversos espacios naturales. Lo habitual es que la estrategia pase por la eliminación física (muchas veces empleando burdos métodos también ilegales), con lo que al final vemos cómo una injusticia se reproduce en repetidas ocasiones a lo largo de todo el proceso.

Por lo que hace referencia a los llamados “animales de compañía” (mejor los denominamos “animales de familia”), y como norma general, deberíamos negarnos a ofrecer dinero por cualquier animal. Ellos no deben ser considerados simple mercancía, sino seres sensibles similares a nosotros mismos, y por lo tanto merecedores de un mínimo respeto. La cuestión se agrava al comprobar que cada día en España deben ser sacrificados varios cientos de perros y gatos ante la ausencia de una alternativa mejor. Con una tragedia diaria como esta sobre nuestras conciencias, quien tenga la imperiosa necesidad de convivir con un animal de familia debería imponerse la obligación ética de rescatarlo de un refugio. Si la mayoría actuásemos así, tengan por seguro que el problema se vería reducido a la mínima expresión.

Se me ocurren algunos puntos básicos en cuanto a la convivencia con animales, que se pueden resumir en los siguientes:

UNO | Aceptar bajo el epígrafe de “ANIMALES DE COMPAÑÍA (FAMILIA)” tan solo aquellas especies que por su propia historia biográfica ya no tienen un sitio natural en el medio: PERROS Y GATOS.

DOS | NUNCA INTERCAMBIAR ANIMALES POR DINERO. Ello alimenta una concepción mercantilista de los mismos y los reduce a meros objetos de consumo. Además, hace que el montante de animales sin dueño se mantenga y se perpetúe la tragedia.

TRES | Si alguien decide convivir con un animal, debería ADOPTARLO SIEMPRE DE UN REFUGIO o RESCATARLO DE UNA SITUACIÓN TRAUMÁTICA.


Los animales no son objetos de compraventa, sino amigos: POR FAVOR, NO COMPRES AMIGOS EN NAVIDAD.

miércoles, 4 de diciembre de 2013




ARMAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA


Adquirió gran notoriedad hace unos años el término “armas de destrucción masiva”, referido al terrorífico arsenal que ciertos países almacenan para tan poco noble propósito como matar personal a mansalva. Creo que también se conoce el pavoroso resultado como “genocidio”, aunque la etiqueta suene algo más añeja. Por muy atroz que se nos presente, al menos no podremos decir los humanos que nos resulte novedoso, pues genocidios hubo desde siempre: el primero nada más comenzar nuestra historia, cuando Caín se cargó él solito… ¡a una cuarta parte de la población mundial, se dice pronto!

Es bien curioso que solamos asociar determinada terminología tétrica con algo lejano, o como mínimo propio de países de culturas muy diferentes a la local… y por supuesto con sociedades regidas manu militari y lideradas por mesiánicos líderes. No nos vemos a nosotros mismos como “armas de destrucción masiva”, cuando sobradas razones hay para ello, si nos atenemos a la devastación que sembramos allá donde plantamos nuestros reales. Hemos convertido el planeta en un inmenso estercolero, y acaso lo peor de todo sea ese suicidio colectivo –invisible pero cierto– que supone el cambio climático.

¿A qué viene todo esto? De momento, les confirmo que en Iraq SÍ había armas de destrucción masiva. ¿Cómo se les queda el cuerpo? Tranquilos, que no le voy a dar la razón a nuestro geyperman ibérico y al chulito tejano. Ellos aseguraron ufanos que en efecto encontrarían un arsenal terrorífico… pero cuando afirmaban eso no tenían en mente platos, cucharas, tenedores y cuchillos.

Si nos atenemos a un par de factores que enseguida comentaré, pueda que la captura, cría, explotación y sacrificio de animales como alimento sea la mayor y más devastadora forma de violencia que pueda achacarse a la comunidad humana. Los factores vienen a ser los siguientes: el número de individuos, por un lado; y su grado de sometimiento (agresión), por otro. En cuanto al primero, confieso que siempre me paralizó la cifra: ¡3000 cada segundo! Pero más paralizado me quedé al saber que el fatídico número refiere en exclusiva a los animales sacrificados en los mataderos, pues no entran ahí los peces, por ejemplo, ni por supuesto los invertebrados, pobrecitos míos. Incluidos todos, nos iríamos a dígitos mareantes… 30.000, 40.000, 50.000 vidas únicas e irrepetibles segadas cada segundo. Soy el primero en reconocer la severa dificultad de colocarme en la “piel” de una nécora o en la “mente” de un bogavante… pero no sé por qué me da que a tan particulares animalillos no les hace ni pizca de gracia que los arrojen a una perola con agua hirviendo. Y no sé por qué escribo que “no sé por qué”, cuando en realidad sí que lo sé. Las nécoras tienen la sana costumbre de huir en dirección contraria al agua hirviendo (¡no hagan esto en casa!), precisamente. Y este simple hecho debería darnos qué pensar. ¿No creen? Y hablo de crustáceos, insisto, de quienes nos separa un foso filogénico importante. Piensen ahora en un ave, y no digamos ya en un mamífero –un perro o un gato, sin ir más lejos–, ya me contarán qué diferencia hay entre nuestro querido periquito y un pollo de granja, entre Toby y un cordero, entre nuestro gato y el conejo que comparte paella cuando era de verdad conejo peludo y saltarín.

En fin, y a eso voy, que aquí les dejo la reflexión, para que la tomen en serio o me pongan verde en el apartado “deja un comentario”, a gusto del consumidor, que para eso están ustedes ahí y yo aquí. Porque, al igual que genocidios, revoluciones hay muchas, y pudiera ser que las más eficaces fueran las cotidianas y personales, pues al menos estaremos de acuerdo en que no habría guerras si cada cual se comprometiera en firme a no participar en ellas, o que la fatídica cifra antes señalada se vería disminuida si de verdad nos planteásemos la real “necesidad” de comernos a nuestros semejantes (lo son las nécoras y los bogavantes en cuanto a que huyen del agua hirviendo, como mismamente huiríamos usted o yo), descubriendo que otra alimentación es posible. Por múltiples y variadas razones, además, entre las que solo una tiene que ver con el respeto hacia los animales. Otro día hablamos de ellas. Que aproveche.



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lunes, 25 de noviembre de 2013



JÚBILO POR EL LLANTO DE UN NIÑO


Hacía tiempo que quería contar esto en alguna parte visible, pues ya lo compartí en conversaciones íntimas con varias personas de mi entorno, y todas asintieron con una medio sonrisa cómplice antes de que acabara mi exposición, lo cual significa que sabían por dónde iba la misma, y que pensaban de hecho igual, pero que, como yo mismo, se habían guardado la sensación para sí, sabedoras de que una parte aún significativa de la sociedad no las comprendería, y aun malinterpretaría con generosa dosis de mala fe su relato.

Al grano. ¿Quién de ustedes no siente un sincero júbilo al percatarse de que es en realidad el llanto de un niño lo que creíamos lamentos de un animalito? ¿A que saben ahora a qué me refiero, sin necesidad de que continúe el artículo? (No obstante, y como quiera que tiene este una hechura formal algo más larga, me entretendré algo en la reflexión). Comprenderán también quienes se hallen conectados a la “empatía transespecífica” el motivo del gozo: un niño tiene por doquier prioridad absoluta, de tal forma que su desconsuelo será mitigado con relativa inmediatez. Incluso allí donde los Derechos Humanos son todavía apenas un raquítico embrión, siendo niño se goza de un estatuto moral muy superior al de cualquier animal, con lo que la dramática distancia se mantiene. Y ese es, creo, el objetivo último de la teoría animalista: equiparar sufrimientos idénticos desde su calidad de indeseables, igualar nuestro compromiso de no dañar a nadie si podemos evitarlo, con total independencia de que sea la víctima gato urbano, fontanero, paloma o reponedor de supermercado.

Por tanto –y si de ser consecuentes se trata–, deberíamos adoptar idéntica postura en caso de hallarnos en una sociedad donde fuesen los bebés los desfavorecidos. Quiero decir con ello que, desde la decencia que por defecto se nos supone, habríamos de sentir entonces un inmenso alivio al comprobar que el lamento proviene de un gatito abandonado, y no de un crío. No sé si ustedes me siguen. Porque reconozcan al menos que contar esto requiere un cierto cuajo, y pretender que encima se entienda a la primera resulta de una ingenuidad carmelita. Saltará una buena parte de quienes lo oyen –que no “escuchen”– con aquello de que “se prefiere a los animales que a los niños”, o al menos “que se prioriza el sufrimiento de aquellos sobre el de estos”. Y en cierta forma es esa la realidad. Mas requiere la sentencia de una cuidada gestión, aunque lo que todo esto necesita de verdad es una postura humanista y bienpensante de quien oye y escucha.

Desear por estos lares –sirve el adverbio para cualquier rincón del mundo– que sea un niño el que berrea no muestra sino un mero acto de buenos deseos, y lo contrario una demostración de inmensa mezquindad. No entenderlo a la primera, hasta comprensible. Soltar pestes a la mitad del relato, una mezcla de ignorancia y racanería moral. Eso es todo, amigos.



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lunes, 18 de noviembre de 2013


BLANCO


Me escribe una conocida mostrando su desazón. También su rabia contenida. Mataron a un zorro blanco. En un primero momento pensé que se trataba de un zorro ártico, y confieso no tener la menor idea de si allá en el norte del mundo está permitido tirotearlos. Pero la noticia proviene de Burgos, del mismo corazón de Castilla. Se trata de un zorro común (tan “común” como podamos serlo usted o yo en calidad de seres humanos, quede claro el apunte), mas con la particularidad de que era blanco. Cosas del albinismo. Dicha “particularidad” cromática resultó ser suficiente para que el tipo que acabó con su vida colgara ufano su foto –la de ambos, uno con sonrisa de oreja a oreja, el otro cadáver– en las redes, y todavía debe de estar contando la hazaña a los amigotes de comando.

Mi conocida me pregunta si no se puede hacer nada contra estos crímenes, y le contesto que mucha gente ya hace cada día lo que buenamente puede, desde el anonimato de su conciencia o desde una organización animalista, según toque y se prefiera. También le añado que, legalmente, poca cosa. En este santo país uno –o una– puede disparar a una bolita de nieve sin que le suceda nada, salvo que le llamen héroe o hijo de la gran puta en Internet. Y puse antes “tipo” por no poner José Antonio García, porque dice llamarse así, como un ejército de españolitos. Ya lo sabemos. Conocemos su jeta de machote ibérico, posando para la posteridad en ese paraje yermo, como mismamente yerma debe de ser la zona empática de su cerebro.

Cuentan que el señor García “se llevó el pasado domingo una de las mayores sorpresas cinegéticas de su vida, por no decir la mayor”. Puede ser. Porque no es cotidiano que te salga al encuentro en el páramo burgalés un zorrito níveo. Y más ahora, con uno menos en la lista.

¿Pero de qué pasta está hecha esta gente? Digo los cazadores, incapaces de desapuntar al objetivo aunque sea un zorrito blanco. Sí, ya sé que lo mismo da blanco que verde pistacho; que igual le duele a uno que a otro, sea zorro, perdiz o trucha arco iris. Pero me ha dado el punto ingenuo, y me pregunto ahora si acaso estos tipos, los José Antonio García de turno, no tienen un rinconcito dulce, aunque sea interino, en eso que llamamos corazón, para dejar marchar por donde vino a un zorro adolescente; que haga el muchacho sus correrías de zorro y que juegue con sus hermanos zorros al escondite, o a lo que les dé la real gana. Recuerdo a un joven De Niro bajando el rifle, “perdonando” al imponente ciervo, y quisiera imaginarme a un García en similar tesitura el próximo domingo. ¿Entienden ahora lo de “ingenuo”?

Siguen el relato de los hechos: El aficionado salió a recechar un corzo, y después de haber intentado dar con el ungulado –¿se puede ser más cursi?–, se encontró  con esta rara especie de zorro albino –¿se es especie por el mero hecho de ser albino, por cierto?– que nunca antes habían visto en la zona,  hasta precisamente la tarde del sábado, cuando atravesó la carretera de la localidad delante del vehículo de un hermano del afortunado cazador, que enseguida puso en conocimiento de su hermano este avistamiento”. ¡Vaya par de joyitas, los hermanos! Se creerán Stursky y Hutch a punto de atrapar al malo malísimo de la ciudad, sin haberse siquiera percatado de que los auténticos criminales son ellos mismos: José Antonio García & friend.

Y relatan igualmente que tras la fechoría llevaron el cuerpo al taxidermista, para que lo “naturalizase”, como si fuera normal matar a un ser pletórico de vida para luego pagar una pasta por conseguir que parezca lo más vivo posible, y supongo que colocar su figura rígida al lado del televisor (¡perdón… plasma!), y quién sabe si deleitarse en su acartonada presencia con documentales sobre naturaleza.

Yo no sé a ustedes, pero a mí lo que más me impresiona de las imágenes es precisamente lo que no aparece: sangre. Un solo disparo, mortal de necesidad, y el zorrito sigue blanco, inmaculado.


[*] Montse: vamos avanzando, de verdad. Mira si no los comentarios que dejan los lectores de esta revista cada vez que se habla de animales. Seguro que impensables hace no tanto. Sé que la paciencia a veces muerde las entrañas, pero es lo que toca si decides estar en la parte buena. 


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jueves, 24 de octubre de 2013


BLACKFISH


–Oficina del Sheriff, dígame…
–¡Necesitamos que venga alguien al parque acuático! ¡Una ballena se ha comido a la entrenadora!

“Impactante y mordaz”; “Fascinante”; “Obligatoria”. Son algunos de los calificativos que la prensa ha dedicado a este documental que en breve podrá verse en algunos de nuestros cines.

Trata de orcas en cautividad. Sí, las famosas “ballenas asesinas”, una triste etiqueta que solo la especie más asesina del planeta podría endosarles. Gabriela Cowperthwaite, la directora, reúne en la cinta imágenes sobrecogedoras y entrevistas con fuerte carga emotiva que exploran la extraordinaria naturaleza de estas criaturas y el trato que reciben en los parques acuáticos. También la poco conocida vida de sus adiestradores y las terribles presiones que ejerce sobre ellos la industria del entretenimiento. En definitiva, Blackfish nos invita a reflexionar sobre la relación que “perpetramos” con nuestro entorno, y de paso nos muestra lo poco que los humanos hemos aprendido de los animales en general. Quizá por ello los seguimos encarcelando para sacar de ellos apenas una patética foto que colocar en nuestro álbum.

–Tenían avionetas, lanchas rápidas… les lanzaban bombas… Pero no era la primera vez que las cazaban… ellas se acordaban… sabían que iban a por las crías.

Verano de 2010. Dawn Brancheau, una reconocida entrenadora del parque SeaWorld de Orlando (Florida, EEUU), muere atacada por la orca Tilikum. Millones de personas ven la luctuosa noticia en los informativos. También Gabriela, quien se pregunta por qué un animal tan inteligente ataca a su “amiga”, la mano que le da de comer. Se supone que eso es algo que no debería ocurrir jamás, pues en dichos lugares los animales viven felices y los adiestradores están seguros. Pero hay algo en toda esta lógica que no casa. La documentalista trató de entender esa historia no tanto como una activista, sino como una madre que lleva a sus hijos al SeaWorld, o incluso como una profesional que no puede dejar los hechos tal cual sin intentar ir más allá en lo ocurrido. Ella lo explica de la siguiente y gráfica manera: “Durante dos años fuimos bombardeados por hechos aterradores, informes de autopsias, declaraciones sollozantes y animales infelices. Pero según avanzaba el trabajo sabía que teníamos la oportunidad de desenredar algunas cosas que habían quedado por aclarar a lo largo del camino, y todo lo que tenía que hacer era contar la verdad”.   

–Si ustedes pasaran veinticinco años en una bañera, ¿no estarían enfadados, molestos… quizá “un poco” psicóticos?

La licitud moral del uso de animales en diversas formas de entretenimiento –confinadas las víctimas en los clásicos circos o en los parques acuáticos– está siendo seriamente cuestionado. A pesar de su rudo sobrenombre, las imponentes orcas son animales amistosos y pacientes. Pero la paciencia tiene un límite, y en ocasiones el esclavo estalla y se revela. ¿Tenemos entonces autoridad moral para “condenar” un comportamiento que bien podríamos calificar de “legítima defensa”? ¿Es de hecho moralmente defendible la captura y el cautiverio perpetuo de seres que necesitan grandes espacios, establecer lazos familiares, huir de sus perseguidores y perseguir a sus presas?

Califican a Blackfish como “uno de los mejores documentales del año”, y con toda probabilidad aciertan. Más si tenemos en cuenta su talante crítico y a la vez constructivo. Imprescindible para cualquier videoteca animalista y en general como material didáctico. Harás bien en verla.






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lunes, 14 de octubre de 2013


BROTES VERDES


Suelo pasar ocasionalmente algunos días en eso que se dio en llamar la “España profunda”. Con esta terminología etiquetadora hay que observar exquisito cuidado, no sea que estés adosando calificativos a diestro y siniestro con similar alegría que injusticia. De todo hay en la viña del señor, y uno se alegra bastante más de que ese crisol de mentalidades se dé en unas partes antes que en otras. Pues bien, les cuento que de mi penúltima visita a la zona vine con renovado espíritu, tras la anécdota a partir de la cual gira este artículo.

Mi pareja y un servidor sabemos que el viaje acarrea un cierto cambio de mentalidad, pues hay que tratar allí con gente “algo diferente” a nosotros. No entro en si mejores o peores, dada la relatividad de las cosas en general y de las cosas morales en particular. Pero somos muy conscientes de que, por el bien de todos, procede un severo cambio de chip, a menos que queramos acabar a las primeras de cambio a trompadas con todo lo [humano] que se mueve. Es por ello que nos conectamos al “modo diplomático” en cuanto pisamos aquella tierra.

Instalados en la casa familiar, tenemos por sana costumbre coger el coche cuando languidece la tarde, sin rumbo fijo, y lo mismo acabamos bordeando la aliseda de un río que subiendo a la iglesia de un pueblo perdido en el páramo. Este fue el caso. Aparcamos allí (Quintanilla de Urz, enigmático nombre) como podríamos haberlo hecho en cual otra localidad. Está presidida esta por una iglesia de piedra tosca, pero cuidada hasta el mimo, con un jardincillo en su fachada que la hace singular. Al poco apareció una mujer de complexión fuerte, acompañada de una cachorrita encantadora, cuyo rabo frenético anunciaba a los forasteros amistad perruna sin dobleces. Nosotros, huérfanos de Koska desde hacía apenas dos meses y medio, nos lanzamos a acariciar cualquier bicho de pelo o pluma, son las cosas del querer y de la ausencia. Nos preguntó la mujer si éramos turistas, y asentimos. Entró en escena entonces otra perrita, esta adulta, regordeta y por igual amistosa, acompañada de su madre (me refiero a la madre de la señora inicial, para que no nos liemos entre canes y humanos). La conversación fue la clásica en estos casos: que de dónde éramos, que si estábamos alojados en la zona y demás. Nos interrumpió una tercera pareja persona-perro. Y dieron comienzo al paseo cotidiano, al que fuimos amablemente invitados. Aceptamos, por ver qué se cocía allí. Porque allí se cocía algo de nuestro interés, o al menos del interés de mi pareja, nuestra parte perspicaz e inteligente (es lo que hay). Nos contó la portavoz que quedaban a diario “a pasear a las perras”, hecho ya curioso y hasta ilusionante en según qué sitios, o esa es la idea que manejamos algunos. Nos dijeron que para ellas sus animales eran muy queridos, tras señalar un lugar en el suelo, junto a una hilera de humildes arbolitos, donde al parecer reposaban los restos de la última integrante del grupo canino desaparecida. Evito relatarles lo que aquella confesión supuso para quienes llevamos defendiendo a los animales algo más de la mitad de nuestra vida. Ya de vuelta, tras confesar uno de los integrantes del grupo que era de Manganeses de la Polvorosa, se nos ocurrió preguntar, por cerciorarnos, si se trataba del famoso pueblo de cuyo campanario arrojaban una cabra los mozos durante las fiestas locales, allá por los años noventa, y que acabó por abolirse tras las protestas animalistas. Nos dijo que sí, que ese era el pueblo, y hubiéramos continuado con la banal conversación de no haber comentado uno de ellos algo que nos dejó helados: “Sí, una barbaridad; como lo del Toro de la Vega de Tordesillas”. Ambos nos miramos incrédulos y pasmados, pensando en si se trataría de un traicionero sueño o si el comentario era real como la vida misma. Aquella gente, que normalmente identificamos –por el mero hecho de formar parte de una determinada comunidad– desde la lejanía con la defensa acérrima de todo lo suyo, también de la tortura pública de animales, se mostraba inequívoca ante unos desconocidos contra el lanzamiento de una cabra desde un campanario y de la persecución y alanceo de un morlaco aterrado… ¡y hasta contra las tradicionales corridas de toros! Les trasladamos nuestra perplejidad, que aumentó si cabe al manifestarnos que allí había bastante gente que no comulgaba con dichas “barbaridades”. Apenas fueron veinte minutos de contacto, pero suficientes para que nos trajéramos esta vez la experiencia como un regalito extra, gratis total, porque la ética se vende hoy a precio de oro, y bastante más en unos sitios que en otros.

Quiero pensar en “brotes verdes”. Que quizá las cosas estén cambiando a un ritmo más ágil del que cree el segmento animalista más mustio, porque seguro que hay factores que se nos escapan en la evaluación global. Tras esta edición del linchamiento de Tordesillas se ha producido una especie de tsunami “anti Toro de la Vega”. Parece como si de repente (nada súbito ni espontáneo, en cualquier caso, pues hay detrás un arduo trabajo de décadas) hubiera triunfado –o como mínimo se hubiera abierto cierto paso– lo “políticamente correcto”; es decir, condenar ese esperpento medieval, convirtiendo en “fea” su defensa. Si acaso la cuestión va por ahí, no la considero mala noticia.


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viernes, 27 de septiembre de 2013


POLIS MALOS


No soy de los que cuentan sus batallitas a las primeras de cambio –ora durante el desayuno a comensales somnolientos, ora en la sobremesa a familiares desconocidos–, entre otras razones porque algunas de mis cuitas son públicas. Pero hoy toca.

Me recuerdo esposado dentro de un furgón policial (hace de esto la tira de años, de cuando ni tenía aún la barba semicana), tras negarme a la identificación requerida por los agentes, quienes desde la otra punta de la concentración hicieron el recorrido con el insano propósito de tocarme las narices. Vista su actitud provocadora y chulesca (llevaba desde el principio desplegada toda una dotación antidisturbios, armados sus ocupantes de fusiles lanzapelotas, ante una veintena de antitaurinos, equipados estos con “peligrosísimos” carteles reivindicativos y en el más absoluto silencio), mi conciencia me invitó a no colaborar, y les dije con toda la serenidad que pude que el menda no iba a facilitarles la labor. La labor consistió en llevarme hasta la furgoneta sí o sí: que el menda no anda, pues se le arrastra, que para eso los polis antidisturbios no se andan con remilgos, ya se lo digo yo. Convenientemente “acomodado” en mi asiento del coche oficial, comprobé enseguida que no iba a hacer el viaje en solitario –imagino que quisieron llenar el vehículo por motivos ecológicos, yo qué sé–. Al poco entró Iñigo en similar tesitura. Su acomodo no fue tan sencillo como el mío, pues era y es grande como un oso, y se veía que allí o sobraban piernas o faltaba coche. “Nos van a dar hostias por un tubo”, me espetó protocolario. Yo le miré con una expresión mitad sonrisa mitad mueca, y le dije que no exagerase, que estábamos en el mundo civilizado y no en un país dictatorial del África profunda. Entonces Iñigo soltó una carcajada mientras me miraba con aire paternalista: “Kepa… la policía es igual en todas partes”.

No se produjo la anunciada somanta. Quizá porque compartimos la zona de calabozos con Inestrillas y sus secuaces, que la habían hecho más gorda, y nosotros no pasábamos de ser al fin y al cabo un par de jovenzuelos idealistas. Unas pocas horas en aquel diáfano agujero, sórdido pero limpio, identificación, y a casita, que se enfría la sopa. La acusación policial aseguraba que había “intentado agredir a los agentes de todas las formas posibles”, y que de hecho había causado desperfectos en uno de los vehículos (adjuntaban la fotografía de una goma fuera de sitio). Diagnóstico: desobediencia grave a la autoridad. La jueza instructora no les debió de creer, dado que mutó el “grave” por un más cauteloso “leve”, haciendo caso omiso al “atentado a la autoridad en grado de tentativa” y al “deterioro del coche”. Y digo yo que si una juez no se cree ni de lejos la versión policial redactada en el atestado, por ende considera que sus responsables están mintiendo (¿es esto legal?), con lo que la famosa “presunción de veracidad” que por defecto se asigna a los agentes de la autoridad vale aquí tanto como un billete de tres euros. En el juicio no fue llamado a testificar ninguno de los polis que intervinieron en mi detención, y ni siquiera se me solicitó que ofreciera mi versión de los hechos. Me pregunté entonces –y me sigo preguntando ahora– para qué demonios me hicieron perder una mañana si estaba de antemano sentenciado. Simplemente se me condenó a pagar una multa, dos mil pelillas del ala, nada que te arruine, desde luego, pero llegaba entonces para algún que otro capricho gastronómico.

Lo que quiero transmitirles con esta historia es que a fuerza de hostias –también aquellas que no nos dieron– se aprende, y me refiero con ello a la ingenuidad de pensar que la Policía nos defiende, que vela por nuestros intereses tanto como por los de su propia familia, o que uno se mete por defecto a poli por querer servir a la sociedad y hacerla mejor. Hay casos en que así es, en efecto, y yo mismo conozco de cerca algunos, que antes que polis [buenos] son amiguetes, o precisamente por eso. Pero hace ya mucho que no me creo cuentos edulcorados, y vivo en el convencimiento de que buena parte de las fuerzas de seguridad se nutren de “polis malos”. Como creo que la mayoría de quienes dan sus primeros pasos en el correspondiente cuerpo lo hacen con relativa (o absoluta) buena fe; pero el ambiente les acaba malignizando más pronto que tarde. A mí, con los policías, sean nacionales, autonómicos o locales, siempre me asalta la duda de si acaso se metieron en eso por ser así, o si son así porque se metieron en eso.

Me incoan ahora un expediente sancionador por “intentar parar una carrera de burros, llamar `peleles´ a los agentes, arengar a los manifestantes a la rebelión, negarme repetidamente a ser identificado, y no sé cuántas cosas más”. Todo yo solito, que para eso soy vasco, ante varios miles de ciudadanos y con un amplio despliegue mediático tomando imágenes. Lo mismo que confesé al principio del artículo mis culpas –no las que me endosaron, sino las ciertas–, les digo que las acusaciones actuales pertenecen a la más burda fantasía, al género de la literatura delirante, y en buena medida a la mala leche. Nada de lo que ahí pone es ni medianamente cierto, pues los periodistas lo hubieran recogido con profusión al día siguiente en su crónica sobre la patética carrera, y nadie mencionó ni por asomo lo que los polis afirman en comandita. Lo que sí escribió algún medio local fueron los calificativos de parte del público hacia mi persona, el ya clásico y desgastado “¡hijo de puta!”, que lo mismo vale para un árbitro que para un animalista. Pero ellos, con el visor que les da su magnánima condición, solo constataron a un tipo desquiciado intentando abortar la carrera y formar la de Dios es Cristo. ¡La imaginación en el poder! 

Tampoco quisiera terminar este texto en plan abuelete contestatario (algo hay de cada cosa, también es cierto), ni con la consabida moraleja facilona. Pero déjenme que les traslade una sugerencia con toda seguridad innecesaria: no sean ingenuos, o al menos no lo sean desde la estupidez de creer lo primero que les cuentan sobre la bondad y la maldad del personal. Pues nada, queridos y queridas lectoras, que afrontaremos con la dignidad que el caso merece este nuevo desaguisado, ataviado en lo escénico con distintos uniformes y números de placa, pero con los mismos protagonistas en lo moral: polis malos.

P. D.: Cada vez que el tiempo refresca recuerdo aquel primer episodio con la policía, cuando cierto dolor sordo aparece en mi muñeca derecha al hacer un giro indebido. La colocación [también indebida] de las esposas me lesionó un tendón, y con ello bregaré para los restos. Poca cosa, no se preocupen. Imagino que algún graciosillo malicioso (¿poli malo?) estará pensando en estos momentos: “Pues no la gires”.


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viernes, 20 de septiembre de 2013


MUERTA


Pues lo más probable es que un muerto, Mariló. ¿Qué crees tú que puede haber dentro de un coche fúnebre? Tú habrás visto alguno de cerca, al menos los que llevaban a tu padre, a tu madre, o mismamente a tu hermano Ignacio o a tu amigo Eduardo. Los coches fúnebres orlados de coronas y escoltados por gente compungida suelen trasladar ataúdes, y allí dentro, a su vez, cadáveres. Es lo normal.

Afirma Mariló que el Toro de la Vega es “una fiesta maravillosa”. Entiendo que así lo creen también las docenas de miles de almas que asistieron el pasado martes a la ejecución sumaria de Vulcano, en un ambiente entre lo festivo y lo jaranero. Se da la circunstancia de que vivo desde pequeñito en un lugar donde no pocos brindaban con champán tras un tiro en la nuca o la explosión de un coche bomba, con lo que sé bien que determinadas personas están dispuestas a convertir en celebración los sucesos más sangrientos.

A mí me sigue provocando náuseas que miles de jóvenes con su título de periodista recién salido del horno estén en paro, y con toda probabilidad no vayan a encontrar curro de lo suyo jamás, mientras gentuza como Mariló se lleve un pastizal al mes de la caja común, por decir ayer una sandez, hoy una extravagancia y mañana una canallada. A lo mejor es que a esta muchacha el linchamiento de un inocente –con unas gotitas de tradición y una pizca de arrojo palurdo– le parece fantástico porque se crió a las puertas de un centro de exterminio, allí en su Estella natal, y tiene la sensibilidad abotargada. Mientras otros se conectan a la empatía tras ver a diario paquetes intestinales y oír mugidos de agonía, la chica se mantiene impertérrita en su esclerosis moral, y encima lo lleva a gala. Y no parece sentir tampoco especial devoción ni por la historia ni por las matemáticas, por cuanto lo mismo le da miles que cientos; salvo que le ingresen este mes en la cuenta mil eurillos escasos (como a un ejército de españoles), y ya me imagino que correría entonces histérica a su jefe para deshacer el entuerto.

“Ahora mismo, nadie ha agredido ni pegado al animal”, insistía Mariló en su defensa particular de la sangría. Sucede, querida, que cualquier acto violento suele venir precedido por un momento de “no agresión”. ¿Comprendes? Si acaso no, permíteme que te regale un ejemplo didáctico, por si te sirve de algo. Imagínate víctima de eso que llaman “violencia doméstica”, que tu pareja te zarandea y da un par de hostias en la cara por encontrar la cena fría, que las cámaras de seguridad graban la repugnante escena, que la presentas como prueba ante el juez, y que este te comunica que sobresee la denuncia, “porque hasta un momento dado no se produce agresión alguna, y que él solo ve un tipo que te acompaña a la mesa”. ¿Comprendes ahora a qué nivel ha llegado tu estulticia?

Estás muerta, Mariló. Muerta en vida. No importa que tu corazón lata y que tengas los colesteroles esos en su nivel óptimo. Son cuestiones fisiológicas, al fin y al cabo. Porque alguien puede parpadear, reír, sudar, decir chorradas… y estar muerto. Tú eres el mejor ejemplo de lo que digo. Y un corazón, además de cumplir con sístoles y diástoles, tiene que sentir en su interior algo más que un líquido viscoso entrando y saliendo protocolario.

En fin, Mariló, que en paz descanses. Yo, de momento, he dado expresa orden a mis médicos para que, llegado el caso, no me transplanten órganos tuyos, no vaya a ser que en ellos venga incorporada tu alma, y sería entonces peor el remedio que la enfermedad.


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viernes, 13 de septiembre de 2013


MUCHO IDIOTA


Ahora que lo pienso (fuera por simple desidia o por desobediencia inconsciente, eso ya no lo sé), nunca me reivindiqué como nada, ni me coloqué en el pecho, bien visibles, etiquetas clasificatorias. Y creo que ello me ofrece una cierta libertad para la opinión relajada. En eso invertiré este artículo.

No pude sino recordar la vieja canción de los ochenta (rock radical vasco), aquella letra contestataria que ponía a los “punkies de postal” en su sitio; y la interpretaban ellos, fieles sirvientes de la rama punkie más descastada. Berreaba Evaristo a los susodichos que no le contasen la batallita de ver quién era más punkie: “¡Mucho idiota!” Resonó en mi cabeza la letra tras escuchar la historia de una persona, animalista desde joven (aún es ambas cosas, quede claro), que rescató del infierno lo que pudo, fueran gatos o caballos, y trató de ofrecerles una nueva oportunidad, que los pobres agradecieron como mejor saben: siendo felices. Pues bien, y a lo que voy, que idiotas hay en todas partes, no librándose de la plaga ni las ideologías más virtuosas. Sí, mucho me temo que tampoco la animalista. Más de uno intuirá ya por dónde voy, pero seguiré contando, para ilustrar a ingenuos y compañía.

Resulta que en cierto momento nuestra protagonista descubre un potro (crecidito) en malas condiciones y con negro futuro, habida cuenta del triste final de sus compañeros de manada. Con un dueño mitad cretino mitad cerril, y con la administración bailándole el agua al cazurro, se consigue el milagro de convencer a las autoridades para que incauten a la víctima y se la cedan a una organización proteccionista para que esta le busque un destino digno y definitivo. Insisto en lo del “milagro”, porque puedo asegurarles que estas cosas no se logran con una simple llamada telefónica o una carta certificada. Por defecto, la administración se pone de parte del maltratador, y hay que hacer ingeniería diplomática para que la historia acabe bien para las víctimas que antes comentaba. La frustración y el desaliento acechan tras cada gestión, y no pocas veces resultan tristes vencedores. Aquí no hay más fórmula que armarse de paciencia y hacer un notable trabajo, sin prisa pero sin pausa, con la necesaria discreción pero al tiempo con la inevitable contundencia. Sin chulear a nadie, pues ellos ostentan el poder, pero sin dejar tampoco que te tomen el pelo, por aquello de la autoestima, que también los animalistas la tienen, solo faltaba. Estas operaciones requieren de lo preciso de cada cosa, y hasta de una pizquita de lameculismo, ustedes perdonarán la grosera expresión. Todo con tal de salvar al animal de la ruina, y de paso visibilizar el fenómeno –me refiero a la violencia institucionalizada hacia las pobres bestias–, esa que buena parte de la sociedad sigue desconociendo, casi siempre por pereza intelectual, y también por el consabido egoísmo (¿acaso no son ambas caras de la misma moneda?). Para que luego vengan los animalistas idiotas de turno a tocar las narices y sobre todo a dejar huella de un comportamiento injusto, lo último que uno esperaría de quien se supone destina sus recursos a delatar la mayor injusticia entre cuantas comete el humano; hablo de someter al débil, de sojuzgarlo a sabiendas de que no puede organizarse y señalar al agresor. Escribo “idiotas” por no escribir “miserables”, o incluso otros calificativos, que no por más ásperos serían menos pertinentes. Porque se necesita ser muy miserable para “acusar” en las redes sociales a quien, no contenta con descubrir el caso y hacer cumplido seguimiento del mismo (atroces muertes incluidas, otro día se lo cuento), paga de su bolsillo el traslado final del potro al paraíso, que allí acabó el mocetón. ¿Acusar de qué?, se preguntarán. De provenir de una familia de carniceros. Y harán bien en interpelarse conmigo qué demonios tiene eso que ver para la talla moral de cada cual, siendo como es que no elegimos familia, y que aunque no sea esta la más virtuosa del mundo sigue siendo nuestro clan, nuestra raíz, nuestra semilla. Benditos los que rectifican y optan por otras ideas y otras prácticas; y malditos los que no saben discernir entre el culo y las témporas, erigiéndose por derecho propio en ridículos idiotas. Animalistas de pro según versión libre y propia (la suya), y además idiotas (esta cosecha del autor), porque, que yo sepa, una y otra característica moral son del todo compatibles en un mismo sujeto. Abonada esa idiocia –eso siempre– por palmaditas complacientes de compis de grupo, o mejor diremos de secta, porque hora es de prender a cada cosa su pertinente apelativo.

Los mesías de nuevo cuño no contaron en el feisbuc ese que la chica ya desataba entre lágrimas los sacos trémulos y que sacaba de allí algún que otro conejo destinado al cachetazo. O que llegó a convencer a su padre, a fuerza de puro discurso, que destinara un rinconcito de la carnicería a hamburguesas vegetales (¡en el país del chuletón, superen eso!). Porque supongo que no es necesario apuntar que la muchacha se había hecho vegetariana en medio de una familia que vivía de los pollos rigor mortis y de las chuletillas de cordero. Nada de eso fue contado en las redes sociales. Es muy fácil ser animalista naciendo en un entorno ya “convertido”, pues se viene con la sensibilidad de serie, y hasta diríamos que uno no se ve a sí mismo como el rarito, sino que entiende que no comer animales es lo natural, lo razonable… lo justo, en definitiva. También conozco alguna de esas personas. Pero no me preocupan, como es lógico, pues poco lastre suponen para la desdicha animal. Los que sí me inquietan –sí, ese es el término– son los animalistas idiotas, legión aunque solo fuera uno, y mucho me temo que son bastantes más. Prueba de ello soy yo mismo, que pudiendo quedarme calladito y en casa, escribo esto y encima lo publico.

No soy ni de lejos partidario de reconocimientos exagerados, y menos de homenajes pomposos. Defiendo, empero, la justicia, término que debiéramos recordar de vez en cuando desde su límpida etimología: dar a cada cual lo que le corresponde; no más, pero sobre todo no menos. Y considero que la difamación constituye sin duda una de las injusticias más repugnantes. Por eso deseo reconocer desde aquí el esfuerzo, a veces heroico, de quienes han remado contra corriente para llegar a la tranquilidad de conciencia que su cuerpo les pedía. Y mi más sincera indiferencia a los y las idiotas que continúan sembrando acritud allí donde menos se necesita.


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miércoles, 11 de septiembre de 2013


LA GALLINA DELATORA


Cuentan que la neonata Inquisición se guiaba para descubrirlos por la llamativa blancura de su piel, sabiendo que aquella gente tenía por costumbre evitar toda ingestión de carne, pues tan “diabólica manía” se asociaba de manera automática a la debilidad de cuerpo y a su consiguiente palidez. Si lo es para algunos aún hoy, ser vegetariano entonces era lo más extraño del mundo, e inequívoca señal de que en aquellos cuerpos no podía habitar sino el mismísimo Satanás. Pero en época reciente se ha barajado la teoría de que su lividez dérmica se debiera más a la práctica de una regular higiene antes que a la ausencia de chicha en la dieta. Pinta lógico, pues para una amplísima mayoría lo habitual era, en efecto, asear su cuerpo de mes en mes, cuando no se dejaba esta costumbre para recibir los solsticios, o acaso el cambio de lustro. Es lo que tenía el siglo XIII.

Hablamos de cuando los papas gobernaban el mundo y compraban –a veces literalmente– voluntades a diestro y siniestro, aunque cierto es también que la voluntad se vende más barata si la única alternativa es la amenaza del tormento, y no digamos ya el tormento en sí.  Porque la famosa Inquisición que muchos creemos de cuño español se creó ad hoc para acabar con la herejía cátara (de eso tratamos, por si andaban despistados), y ya sabemos que en esto, como en tantas otras cosas, todo es empezar.

Tipos curiosos, los cátaros. Tanto lo eran que su doctrina incluía de hecho a los animales, me refiero al respeto que se supone merecen, algo que todavía ocho siglos después bien podríamos calificar de “asignatura pendiente”.

La Iglesia católica (aleccionada por el papa Inocencio III, valga la ironía nominal), que aúlla quejica en cuanto le rozan la cara y exhibe a conveniencia un victimismo provinciano, la emprendió entonces contra quienes más sombra podían hacerle en su reparto del botín espiritual: la comunidad cátara. En pocas décadas arrasó sus poblados, asaltó sus castillos y abrasó en pública pira a sus dirigentes, los Perfectos. Es así como se cortó de raíz una vía que solo el tiempo y las circunstancias hubieran puesto en su sitio. Disculpen mi ingenuidad, pero me dio por pensar que, de haber triunfado el espíritu cátaro, pueda que hoy los animales no tuvieran que soportar tamaño sufrimiento.
Hay numerosas anécdotas que nos muestran bien a las claras un incipiente y sólido animalismo; a nosotros, que creemos haberlo inventado todo. A modo de meros ejemplos, rescatemos para la ocasión un par de historias, por poner luz al escenario. Digamos, verbi gratia, que, conocida su querencia hacia solidaridades parahumanas,la misma Inquisición tenía en su protocolo obligar al sospechoso a matar a una bestia, pues la simple reticencia constituía per se clara sospecha. Así descubrieron en efecto la condición de cátaras de dos mujeres, a quienes la posadera dejó encargada la preparación de una gallina mientras ella se desplazaba a la ciudad para hacer unas compras. Cuando volvió, la gallina seguía en el corral, escarbando entusiasta, más feliz que una lombriz. La posadera, con la mosca detrás de la oreja desde que aparecieran por la fonda, decidió delatarlas, la muy harpía, y les tendió aquella inocente trampa. Interpeladas sobre por qué la gallina seguía viva, las cuitadas apenas pudieron responderle: “Nos dio pena, y fuimos incapaces de cortarle el cuello”. La miserable posadera había regresado de la ciudad con un par de agentes de la autoridad eclesial, y rápidamente las cátaras fueron aprehendidas sin contemplaciones. Prefirieron ser quemadas a los pocos días en la hoguera antes que cometer sacrilegio.
También cuentan que era costumbre cátara liberar a todo animal hallado en trampas y cepos. Mas como esta gente procuraba impartir justicia, comprendían que la liberación del bicho provocaría un serio perjuicio al cazador, por lo cual dejaban en el cepo las monedas oportunas, de tal suerte que el disgusto del trampero se compensaba con los inesperados cuartos, y todos contentos.
           
Tómense estos detalles como lo que son: quizá engordadas leyendas de los trovadores occitanos, que por muy cantautores que fueran necesitarían manduca y cobijo, como todo quisque. Pero quedémonos con lo esencial: que los cátaros desarrollaron hace la tira de años una notable empatía. Medieval, pero empatía. Creían de hecho a pies juntillas en la metempsicosis, es decir, en el viaje del espíritu del cuerpo muerto a otro vivo, sin que el susodicho espíritu tuviera el menor prejuicio respecto a calidades o especies. Causar daño a un animal equivalía, por tanto, a causárselo a un humano.

La edad no perdona (hablo de mí), y por ello he de apresurarme a hollar cumbre cualquier año de estos en las ruinas del castillo de Montsegur, el último bastión cátaro, defendido a sangre y fuego por gente con conciencia, algo que por momentos parece escasear en estos tiempos inciertos.

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jueves, 29 de agosto de 2013



MARY ELLEN

Evoca el nombre a una de esas niñas repipis de serie de televisión setentera. Pero Mary Ellen (nacida Wilson) no tuvo ocasión precisamente para ser repipi, ni se conocía entonces tan grimoso epíteto. Y seguro que sus progenitores no eran versados en literatura clásica griega; lo digo porque hasta pudieran así haber apelado a la sentencia aristotélica, esa según la cual “siendo un hijo propiedad de los padres, nada de lo que se hace con una propiedad es injusto”. (En efecto, hablamos del mismo personaje que justificaba entonces la esclavitud con similar naturalidad y desparpajo que hoy se decora el dormitorio principal de color verde pistacho).

La familia Wilson malvivía en el barrio neoyorquino de Hell´s Kitchen (ya el nombrecito no auguraba nada bueno: La Cocina del Infierno), y fue entregada a la beneficencia por su propia madre tras enviudar. Cedida en adopción a los McCormack, Mary volvió a quedarse huérfana de padre al poco tiempo. Imagino que la niña comenzaría a intuir para entonces el pleno significado de la metáfora esa del “valle de lágrimas”. Pero las peores desgracias para la pequeña aún estaban por llegar. Su madrastra contrajo nuevas nupcias, y los vecinos acabaron alertando al Servicio Municipal de Caridad por sospechas de maltrato. Los hechos quedaron comprobados tras una mera inspección, al descubrirse a la pequeña encerrada en un cuarto oscuro, atada a la cama, con claros síntomas de desnutrición y marcada con numerosos cortes de tijera por todo el cuerpo (véase a la pobre posando sumisa en la fotografía, magullada de arriba abajo, con el arma a sus pies). La indignada ciudadana –voluntaria y de religión metodista– recorrió todas las comisarias de la zona con el firme deseo de interponer una denuncia formal, pero se topó con un muy serio problema: no existía ley alguna que protegiera a los niños de los malos tratos. Asumió el reto como algo personal, y se empeñó en llevar hasta el final toda defensa posible de la cría. La mujer demostró una habilidad jurídica notable, al sugerir al magistrado que aplicase la única normativa proteccionista que de verdad podía ayudar a la víctima: la que defendía a los animales desde algunos años antes. ¿O es que acaso Mary Ellen no era un animal, y además indefenso? El juez Lawrence no supo negarse a tan contundente argumentación zoológica (¿qué hubiera dicho Aristóteles en semejante tesitura?), y ordenó retirar la custodia de la niña, al tiempo que condenó a la madre a un año de cárcel. Y lo mejor de todo: concedió la tutela de la pequeña a Etta Angell Wheeler, su orgullosa rescatadora. (¡No me negarán ahora que los nombres tienen su peso en nuestras vidas!). Mary Ellen experimentó a partir de ese momento el verdadero afecto de una familia (en el campo, además, lejos de la vorágine urbana), e incluso fallecida la madre de Etta –fue dicha señora quien en realidad se ocupó de la niña– fue tutelada por su otra hija hasta que Mary Ellen se casó y formó su propia prole. Felicísimo feliz, ya lo creo.

[Como simple inciso, se me ocurre que solo Dios sabe qué pasa por la mente de un ser apaleado y encerrado durante toda su vida (se trate de un cachorro humano en un cuarto oscuro o de un perro en su fétida caseta) cuando se le ofrece de repente el abrazo diario, comida de verdad y un catre caliente para que sueñe con un mañana parecido. En fin…] 

Pues sí, se constata con esta terrible y al tiempo bella historia que nos equivocamos al pensar que siempre precedieron las leyes humanitarias a las animalistas. La condena de la madrastra tuvo lugar en 1874, y tan solo un año después se fundaba la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad con los Niños, pionera en su género.

Toca reflexionar al respecto. Así, a bote pronto, se me ocurre que el juez mencionado (¡mediada la segunda mitad del siglo XIX!) no fue capaz de negar su condición animal a Mary Ellen, mientras en pleno siglo XXI, y claudicando con mal gesto a la evidencia, todavía seguimos alimentando el lánguido y hasta patético “Vale, de acuerdo, usted gana: somos animales… ¡pero animales racionales, que conste!”. A uno le asalta en ocasiones como esta la dolorosa duda de si en realidad hemos avanzado algo. Y la incertidumbre se despeja de súbito: ¡claro que hemos avanzado! Se avanzó de hecho hace siglo y medio al promulgar leyes animalistas antes que humanitarias, pues de acontecer al contrario jamás hubiera logrado nadie el éxito que cosechó Etta. Quien, por cierto, acudió para su particular cruzada a los servicios del abogado Bergh. Pero esa es otra historia que merece su propio artículo. Todo en su momento.

viernes, 7 de junio de 2013


DOCE BUENAS RAZONES

PARA "NO" TENER PERRO

1 | BUSCAS UN PERRO PARA QUE VIVA EN EL EXTERIOR. ¿Por qué no pruebas tú, a ver si te gusta? ¡Ya te vale! Una de las principales características de los perros es su talante afectuoso hacia las personas y otros animales. Es por ello que serán MUY desdichados si se les coarta dicho deseo. Un perro condenado al jardín o a una terraza  es un perro frustrado, y acabará por generar problemas de comportamiento. ¿Sabes quién pagará tu falta de consideración? Efectivamente: él. Los perros son muy buena gente, y solo pretenden ser razonablemente felices junto a sus amigos. Como ves, compartimos preferencias comunes.

2 | NO TE GUSTAN LOS PELOS. ¡Entonces, depílate de arriba abajo! (Es broma). Los perros no pueden evitarlo: tiran pelo constantemente, y les trae al pairo dónde. Verás al pasar la escoba que ahí va “parte de tu amigo”. Es lo que hay. Piensa que, en realidad, recoger cada día esa mata es una excelente noticia, pues confirma su buena salud. Cierto es que siempre compartirás lindos cabellos con la ropa –el mercado ofrece aparatitos bastante eficaces–, pero, por otro lado, cuentan que el género “animales de compañía” es una fuente inagotable de ligoteo (hablo de oídas). Además, recuerda que los perros necesitan ser cepillados regularmente para mantener su pelaje limpio y en óptimas condiciones. Si tienes manía compulsiva a los pelos, descarta vivir con animales.

3 | NO TIENES SENTIDO DEL HUMOR. Mala carencia en general, que se convierte en verdadero problema si convives con perros. Como seres sociables y amistosos que son, manifiestan una notable predisposición a hacer travesuras. Si de verdad no le acabas de ver la gracia a despertarte con una pelota de tenis baboseada compartiendo almohada, o a que el cachorrito decida que las 3:45 (a. m.) es una hora tan apropiada como cualquier otra para jugar… mejor de olvidas, ¿ok?

4 | ERES UN MANIÁTICO DE LA LIMPIEZA. Prepárate para meter ocasionalmente en casa –que también es la suya, por cierto– a una enorme masa de barro (y quién sabe si de otras materias igual de naturales), o tener marcas de nariz en cada uno de los cristales del coche… o hasta algún que otro escape gaseoso justo en plena reunión familiar. Si no te ves relajándote y poniendo una [medio] sonrisa a estas y similares situaciones, todo apunta a que TÚ y PERRO sois por completo INCOMPATIBLES.

5 | ERES POR NATURALEZA SEDENTARIO, Y PRETENDES QUE TU PERRO TE IMITE. Los perros son animales de por sí activos, y necesitan estímulos como ejercicio regular y socializarse a través del juego y de la relación, o por lo contrario los convertiremos en seres frustrados e infelices. Si te place, tú puedes optar por quedarte apoltronado en el sofá, pero mejor si no condenas a nadie a algo tan aburrido.

6 | TE GUSTA QUE TODO ESTÉ SIEMPRE EN SU SITIO. Los perros no tienen manos (te habrás percatado), con lo que su boca se convierte en un instrumento esencial de interacción. Por tanto, deberás asumir con cierta filosofía que tu amigo decida convertir en juguete tus prendas íntimas, que al fin y al cabo huelen a ti (quizá deberían visitar con más frecuencia la lavadora, por cierto).

7 | TIENES LA INTENCIÓN DE TENER UN PERRO DE FORMA TEMPORAL. ¿Pero tú de qué vas? ¿Crees que un perro es un reproductor de música? Sucede que los perros son amigos –verdaderos colegas, para que nos entendamos–, y tienen la “mala costumbre” de pretender vivir durante mucho tiempo contigo: toda la vida, si puede ser. Repite conmigo: perro=compromiso vitalicio. Si contemplas la mera posibilidad de deshacerte de él cuando tus hijos crezcan y comiencen su etapa escolar, has de saber que no es una opción ni medio aceptable. El mundo rebosa de animales abandonados que claman por una familia decente. ¡Y el tuyo ya la tiene! No aumentes la dramática lista de seres que perdieron su hogar por culpa de decisiones impulsivas y poco meditadas. La mayoría de estos desgraciados acaban muriendo de pena y soledad. Si decides tener un perro, repasa estos puntos tantas veces como sea necesario, por favor.

8 | NO TE GUSTA CONOCER GENTE NUEVA. El animal necesitará ciertas pautas educativas que le ayuden a convertirse en un “ciudadano canino ejemplar”. Está científicamente demostrado que el binomio humano-perro es uno de los más eficaces para la relación social. Los perros son “imanes” para la gente (¡es materialmente imposible caminar al lado de un perro y no ser parado por extraños!). Si te reconoces como “misántropo irreversible”, deshecha la opción de tener un perro.

9 | QUIERES GANAR UN POCO DE DINERO HACIENDO CRIAR A TU PERRA. Hay mil posibilidades de invertir esperando una lícita rentabilidad. ¡Pero los amigos no son acciones de bolsa! Cada año, miles de inocentes mueren por culpa de los “buenos sentimientos”, como hacer caso al vecino que te pidió que le reservaras un cachorrito del perro de tu amiga. ¡No pretendas hacer negocio con tu colega peludo, so caradura! Haz caso omiso al enterado de turno que va por ahí alabando la “bondad de la cría”. No te engañes: ellos y ellas no lo echan de menos, y traer más perros al mundo es un criminal acto de irresponsabilidad. Además, si lo piensas, la cría doméstica nunca puede ser rentable, pues requiere desde el principio una considerable inversión: atención veterinaria, medicinas, y un sinfín de “complementos”. Pero con independencia de esto, recuerda que los amigos son para disfrutarlos, no para explotarlos.

10 | BUSCAS UN PERRO DE GUARDA. Seguramente has oído hablar de las “alarmas”. Son unos aparatitos que, llegado el momento, generan un sonido tan desagradable como necesario. Bueno, pues es eso lo que necesitas; no un perro guardián. Porque los perros son camaradas, no sirenas de la policía. Si de verdad necesitas protegerte, incluye dentro de esa protección a los tuyos –¡también a los animales!–, e instala el correspondiente sistema de seguridad, como todo hijo de vecino.

11 | ¿DARÍAS LO QUE FUERA PARA QUE ESA BOLITA DE PELO NO CRECIESE? Algunos perros –sean de raza o mestizos– llegan a alcanzar un tamaño considerable, pudiendo superar los 50 kilos. ¡Eso es mucho perro! Puede que acabes con un oso peludo e hiperactivo que derribe sin querer con su rabo todo cuanto se interponga en su camino. No hay que ser diplomado en veterinaria para saber que “ese chucho no crecerá demasiado”.

12 | PIENSAS EN UN PERRO COMO UN ELEMENTO TERAPÉUTICO PARA TUS HIJOS PEQUEÑOS Y UNA RESPONSABILIDAD PARA LOS MAYORES. Ambas cosas son en parte ciertas. Entre perros y niños deberían establecerse siempre vínculos amistosos y hasta cómplices –es de hecho lo que suele acontecer–. Sin embargo, la responsabilidad máxima de un perro debe recaer siempre sobre un adulto. Los niños pueden ser unos maravillosos amigos y compañeros, pero necesitan ser guiados y adoctrinados por sus referentes pedagógicos: los mayores.

RECUERDA: Solo si no te ves reflejado en ninguno de estos puntos puedes considerar que quizá –y solo quizá– estés preparado para convivir con un perro. Es de suponer que habrás captado que JAMÁS DEBES COMPRARLO, SINO ADOPTARLO.

[*] Escribí este artículo para AllegraMag.