miércoles, 5 de noviembre de 2003


CIUDADANO COPITO

Ha muerto Copito de Nieve, aunque no sin que los responsables de su custodia anunciaran a bombo y platillo el fatal e inminente desenlace, para que la ciudadanía le diese su último adiós previo paso por caja.

La historia de Copito entronca directamente con el dilema ético de la autoridad moral que tenemos para encerrar a seres inocentes de por vida entre cuatro paredes, sólo porque hay personas dispuestas a pagar por contemplarlos. El debate sobre los zoológicos se va incorporando de manera lenta pero firme al que existe sobre otras formas de sojuzgamiento a inocentes difícilmente justificables. Más pronto que tarde la historia recordará estos centros de reclusión forzosa como una más de las ignominias que la comunidad humana cometió con los demás animales.
Si con toda probabilidad existe un significativo porcentaje de reclusos humanos que son inocentes de los cargos que se les imputan, o que sufren una condena desproporcionada al delito que cometieron, en el caso de los animales la inocencia es absoluta tanto en un sentido numérico como de grado. Y nos topamos en este punto con uno de los argumentos más poderosos de las tesis animalistas, puesto que en la práctica totalidad de las situaciones en los que infligimos malos tratos a los animales, no lo hacemos para tratar de paliar otras peores, o en circunstancias que puedan identificarse con la autodefensa. Los masacramos en masa por la peregrina razón de que no pertenecen a nuestra especie biológica, lo que hace que no nos tomemos en serio sus intereses, aunque la realidad es que resultan tan cruciales para ellos como para nosotros.

El pequeño resquicio que ocupa la excepción, bien podemos reservarlo a Copito. Él tuvo una vida relativamente plena para el mundo que le tocó vivir, a miles de kilómetros de su selva, pero con los suyos. A años luz de una buena siesta entre tallos de bambú, pero protegido de los cazadores nativos que no vieron en él sino un suculento plato de carne o un valioso objeto de trueque. Así las cosas, hasta pudiera decirse que, a pesar de todo, Copito se realizó como persona entre cuatro paredes. Sí, como persona. Porque Copito lo era en el estricto sentido moral del término. Tal afirmación puede parecer más cercana a la astracanada que al rigor científico, pero lo cierto es que demasiados profesionales adscritos a la disciplina de la filosofía moral hace ya tiempo que establecieron la posibilidad de ser persona sin la necesidad de pertenecer a la comunidad humana. Efectivamente, ni todas las personas son humanos, ni todos los humanos somos personas. Según esta hipótesis, la calidad de tal sólo se adquiere si se responde adecuadamente a cuestiones como la autonomía emocional, la consciencia de sí mismo como ente individual, o sobre el entorno y la temporalidad. Hablamos de seres capaces de tener deseos futuros, de imaginar en abstracto, de establecer estrategias de acción, poseedores en definitiva de una cierta capacidad de colocarse mentalmente en el lugar de los demás. Todo esto era Copito y lo son sus compañeros cautivos, de la misma manera que lo son los simios adultos en general, sean o no humanos. Y probablemente también posean algunas de las capacidades mencionadas los seres cerdos, perros, ovejas o caballos a los que colgamos a diario de las cadenas de los mataderos o abandonamos a su suerte en una cuneta camino de la playa.

Todavía causar el mismo daño a diferentes personas (en el sentido aquí admitido) tiene hoy un tratamiento jurídico bien distinto, de tal manera que la misma sociedad que condena a alguien por matar a una persona humana deliberadamente, se otorga a sí misma la autoridad moral de elevar a la categoría de héroe a quien tortura en público a una persona toro, por ejemplo.

A pesar de que en el seno del llamado “movimiento animalista” no es difícil caer en el desánimo ante tanta miseria moral, la desaparición de Copito y la pena sincera que ha causado en amplios sectores sociales hace que debamos albergar ciertas esperanzas respecto al camino que ya se ha iniciado sin titubeos hacia el reconocimiento de derechos básicos más allá de la barrera humana. El ciudadano Copito habrá contribuido sin saberlo a allanar ese tortuoso camino.

© noviembre 2003
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sábado, 1 de noviembre de 2003


CONSIDERACIONES
ÉTICAS Y CIENTÍFICAS
SOBRE LA VIVISECCIÓN
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Visto desde el lado de quienes defendemos tesis animalistas (aquellas que basan sus argumentos en el carácter individual de la agresión a los animales), la práctica científica que usa a éstos como instrumentos de investigación no pasa de ser una más entre otras muchas formas del sojuzgamiento masivo que la sociedad humana ejerce hacia el resto de la comunidad zoológica.
Sin embargo, evaluado desde un punto didáctico-estratégico, la vivisección se nos presenta (al movimiento de defensa animal) claramente como el área de explotación más controvertida y ardua en cuanto a un posicionamiento condenatorio de cara a la sociedad. Pesa aquí como una losa el reduccionista pero eficaz discurso científico que nos coloca entre la tesitura de tener que elegir entre el ratón o nuestra salud.

Aproximarse al fenómeno de la vivisección requiere, a mi juicio, hacerlo desde dos flancos. Por un lado, deben examinarse con rigor las áreas en las que se llevan a cabo este tipo de prácticas. Por otro, cabe barajar la posibilidad de que el discurso oficial que da por sentado la necesidad del empleo de animales como modelo experimental esté basado más en el dogma que en un examen objetivo de los hechos. Es por ello por lo que hemos de analizar los hechos sin perder de vista una realidad en sí conflictiva: la eterna confrontación entre la ciencia y la ética.

En cuanto al primer punto, el ciudadano medio desconoce por completo que una parte significativa de los experimentos dolorosos con animales se realiza en campos que poco o nada tiene que ver con necesidades humanas vitales. Me refiero a realidades tales como la experimentación con fines militares, estéticos, industriales o alimenticios.
Es algo cotidiano que se dispare sobre caballos para probar armas convencionales, o que se inoculen virus mortales a cabras para evaluar sus efectos en una posible guerra biológica, todo ello con el único objetivo de predecir los efectos en cuerpos humanos. Se impregnan los ojos de millones de conejos con cremas que les provocan un dolor insoportable hasta que mueren, en experimentos que tratan en teoría de garantizar la seguridad del producto cuando llegue a los hogares humanos. Se obliga a ingerir grandes cantidades de aceite para coche, barnices para suelos o pintura para paredes a miles de ratones, a los que se causa un daño irreversible y un sufrimiento extraordinario. Las cobayas también son víctimas de la obsesión de las empresas por comprobar la cantidad de aditivos alimenticios, edulcorantes o conservantes que se necesita ingerir para que acabe matándote, a pesar de que resulta materialmente imposible que tales cosas puedan sudecerle al ciudadano-consumidor medio.
Por lo general, a la gente no se le ocurre pensar que no nos asiste derecho alguno a la hora de involucrar a terceros en nuestras luchas fraticidas. O que abonarnos a los cánones de belleza imperantes no debiera ser incompatible con el respeto por el dolor ajeno, máxime cuando docenas de marcas ya han demostrado que se puede prescindir de la tortura sin renunciar a los beneficios empresariales. No deberíamos tener que emplear grandes esfuerzos intelectuales para llegar a la conclusión de que no hay nada tan eficaz como aplicar grandes dosis de sentido común a la hora de decidir tomar champán a los postres, en lugar de una copa de líquido desatascador. Tampoco parece que estemos dispuestos a asumir las consecuencias del modelo alimenticio que exige el estilo de vida que tanto apreciamos.
Pero probablemente la realidad más ilustrativa respecto a los motivos que siguen sustentando esta locura de violencia gratuita la encontramos en el hecho de que la comunidad científica jamás se ha posicionado de manera oficial e inequívoca contra estas prácticas, a todas luces prescindibles además de devastadoras para sus desgraciados protagonistas. He aquí uno de los pilares en los que se apoya la realidad de la experimentación con animales no humanos: el factor ideológico, que desprecia el dolor cuando se manifiesta en el cuerpo de un individuo que no pertenece a nuestra especie.
No hace falta decir que en una sociedad libre de prejuicios morales, valores como la solidaridad, la compasión o la empatía serían igualmente aplicados a los animales, y el especismo sería considerado una más entre las formas de discriminación arbitraria que ponemos en práctica a diario.

Pero cuando nos adentramos de lleno en el campo de la investigación médica o farmacolólogica, el panorama no se nos presenta mucho más clarificador. Algunas de las áreas de investigación, que implican a un número importante de seres sensibles, difícilmente pueden ser defendibles si no es desde la más absoluta sumisión a las normas establecidas. Las prácticas efectuadas en el terreno de las drogodependencias y de la psicología son un buen ejemplo, teniendo en cuenta que uno de los factores fundamentales a la hora de estudiar ambas realidades en humanos pasa por entender el entorno social en el que se desarrollan los enfermos. Pretender sacar datos concluyentes que puedan ayudar a seres humanos de experimentos que inducen a la depresión a monitos separándolos de sus madres, o convertir en drogadictos a animales que jamás probarían sustancias nocivas por iniciativa propia es, además de una perversión moral, un sinsentido. Sólo la ilimitada credibilidad moral de la comunidad científica ante la sociedad permite que determinados experimentos puedan seguir realizándose en la más absoluta impunidad.
Pero todavía queda el reducido sector de la investigación médica “pura”. Es en este campo donde el movimiento por los derechos de los animales encuentra mayores dificultades a la hora de transmitir su mensaje, dado que quienes abogan por esta metodología de trabajo se mueven en un terreno abonado por los medios de comunicación, de un lado, y de una severa falta de reflexión objetiva que afecta a la sociedad en general, por otro. Se crea así un escenario idóneo para el “discurso-balanza” antes mencionado, que condiciona el uso de animales de laboratorio a la salud de la población. Los evidentes avances que la sociedad ha experimentado en temas de salud pública se nos venden con la etiqueta de gracias a, cuando en realidad bien podría hablarse en términos de a pesar de. Vincular necesariamente la utilización de animales de laboratorio a determinados logros médicos sólo puede sustentarse en un silogismo absurdo. Las razones últimas que nos han llevado a “ganar” determinadas batallas patógenas hay que buscarlas en la adopción de una alimentación más racional y segura, a una mayor educación higiénica, o a la aplicación adecuada del bagaje de conocimientos que nos aporta la experiencia vital cotidiana.

Desde un punto de vista exclusivamente científico, hasta el más entusiasta vivisector aceptará como válido que el modelo experimental idóneo para obtener datos fiables sobre las dolencias humanas, es el propio ser humano. Pero incluso hablar genéricamente de seres humanos como si de un grupo biológico homogéneo se tratase, implica un grave error conceptual, puesto que en el terreno de la investigación el factor individual adquiere una importancia crucial. Ninguna sustancia o entorno afecta de igual manera a todos los individuos. El tabaco mata a personas en plena juventud, mientras no parece tener demasiada incidencia en algunos ancianos y/o grandes fumadores, de la misma manera que el mismo tipo de cáncer destruye con rapidez a determinadas personas, al tiempo que otras consiguen superarlo con admirable entereza. En todo caso, cabe recordar que los consumidores somos siempre el último eslabón en el proceso investigador, por lo que pecaríamos de ingenuidad si pensásemos que estamos libres de ser utilizados como modelos experimentales.
A todo lo apuntado, cabría añadir la autocomplacencia que siempre acompaña a los humanos a la hora de evaluar nuestros logros. He entrecomillado hace un par de párrafos el término ganar con el fin de recordar la falsa e interesada idea que desde diversos ámbitos se trata de transmitir a la opinión pública respecto a la sociedad que hemos construido. Una sociedad que ha ganado la batalla a determinados microorganismos, pero que ha creado otros al menos tan devastadores como los derrotados. Una sociedad a la que acechan de manera constante nuevas y destructivas epidemias, la mayoría de ellas fruto directo de nuestro estilo de vida y de nuestra naturaleza mezquina. Las dolencias cardíacas, el estrés, las enfermedades mentales o la obesidad nunca han estado tan extendidas como en la actualidad, a pesar de poseer toda la información teórica precisa para combatir estos males con eficacia. Tomando prestado el propio discurso médico, es obvio que la puesta en práctica de actitudes tan elementales y asumibles por todos como hacer un ejercicio moderado, no consumir deliberadamente sustancias nocivas, llevar una alimentación sana, combatir el estrés, o establecer un equitativo reparto de los alimentos disponibles, aportarían a la sociedad mundial un grado de salud y bienestar mucho mayor que el descubrimiento de las diez vacunas más deseadas por la comunidad científica.

La sociedad humana no se resentiría en absoluto si se abandonara de raíz la práctica de la vivisección. Quienes de verdad acusarían el cambio serían todas aquellas empresas que viven de crear infinitas variaciones de un mismo principio activo, que crían animales para que los investigadores les inoculen virus que luego tratarán de combatir, y que son las mismas que fabrican tanto el alimento para éstos como los compartimentos donde alojarlos. He aquí el otro pilar que nos faltaba: el componente económico que todo lo justifica, que todo lo maquilla.
Es por ello por lo que, desde las tesis animalistas, afirmamos que la utilización de animales en experimentos es hoy (y lo ha sido siempre) una aberración ética y un fraude científico.

© noviembre 2003
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(*) Este artículo fue incluido en el libro de ponencias que publicó la Sociedad Española para las Ciencias del Animal de Laboratorio (SECAL), con motivo de su VII Congreso Nacional celebrado en San Sebastián.
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viernes, 1 de agosto de 2003


UNA CRUEL IRONÍA

La normativa sobre perros que el Gobierno central ha sacado adelante ilustra hasta qué extremo puede llegar la mezquindad humana. Pero vamos por partes. Conviene precisar desde el principio que, objetivamente, los perros peligrosos no son deseables, como no lo son las mujeres, los niños o los ancianos si ofrecen el mismo peligro. Asimismo, parece razonable tratar de contrarrestar cualquier situación lesiva actuando sobre sus agentes. Sin embargo, el error argumental de fondo que subyace a la polémica creada artificialmente por la Administración (con los medios informativos como caja de resonancia), consiste en identificar a los perros como el principal elemento que genera y causa el conflicto. Así, el poder legislativo ha puesto en marcha su devastadora maquinaria, no tanto para paliar el problema desde su raíz, sino para dar una satisfacción fácil a la ciudadanía egoísta, de tal forma que cuando, a partir de ahora, se produzcan casos desgraciados, la responsabilidad del poder político quede en apariencia cubierta, vendiéndonos el eficaz mensaje del “nosotros ya hemos hecho lo que teníamos que hacer”.

Resulta obvio, por otra parte, que los seres humanos somos mucho más peligrosos para los perros de lo que ellos puedan serlo para nosotros. La estadística que aporta la Administración nos recuerda que cada día se producen siete agresiones de estos animales a personas. Pero silencia el hecho de que, en ese mismo espacio de tiempo, doscientos cincuenta miserables abandonan impunemente a su suerte a otros tantos inocentes perros, de los que la mayoría deberán ser sacrificados como única alternativa a una vida de sufrimiento y privaciones. Se esmeran asimismo en ocultarnos que cientos de miles de ciudadanos los mantienen permanentemente encadenados, con sus necesidades físicas y emocionales más básicas frustradas para siempre, en un régimen de confinamiento escandaloso. O vuelve la cabeza ante la mutilación ritual de seres indefensos, despreciando el clamor de la sociedad que reclama un endurecimiento de las penas para estos criminales. Los mismos que se cruzan de brazos ante este holocausto cotidiano quieren ahora obligar a los ciudadanos a llevar atado a su perro, por haber cometido el delito de superar los veinte kilos de peso. Tal vez interese conocer un par de datos muy significativos en el tema que nos ocupa: por una parte, las razas de "perros peligrosos" no coinciden (ni mucho menos) según los países que legislan al respecto, y esto tiene que ver con el número de individuos que responden a las preferencias de los ciudadanos (en EEUU el mayor número de problemas los ocasionan los Labradores, los Golden Retriever y los Cocker. Curioso. O tal vez no tanto). Al mismo tiempo, se da la circunstancia de que ningún país incluye en las listas a sus "perros nacionales". En Alemania considerarían una blasfemia incluir al famoso pastor, pero, curiosamente, sí está incluido... !el mastín español¡, que aquí nos hemos empeñado en elevar a la categoría de joya canina.

Los desdichados y por fortuna puntuales casos en los que perros han causado daño a personas derivan de una situación en la que coexisten (por simplificar) dos factores: el canino y el humano. Y no requiere un gran esfuerzo llegar a la conclusión de que la mayor parte de la responsabilidad recae sobre el segundo, el único capaz de hacer juicios de valor sobre sus actos. Si bien es cierto que determinados animales tienen una predisposición especial a crear situaciones conflictivas (exactamente igual que sucede en el ámbito humano), se trata de realidades que pueden ser la mayor parte de las veces fácilmente contrarrestadas si el tutor del animal pone el celo y el sentido común necesarios. Si, por el contrario, la parte humana actúa con la deshonestidad que le caracteriza, convertirá a cualquier animal de naturaleza dócil (independientemente de la raza) en un peligro para todos. El problema, en la práctica, radica en que nueve de cada diez ciudadanos que adquieren uno de estos animales “conflictivos” no los ven como compañeros, sino como armas intimidatorias, tal vez para contrarrestar determinadas carencias intelectuales propias. Estos macarras son capaces de convertir en seres sanguinarios al más dulce caniche. Los legisladores saben todo esto, pero prefieren desafiar a la evidencia y a la decencia ética, adoptando decisiones arbitrarias que atufan a burda corrección política, sabedores de que los perros no votan, de que no pueden organizarse para protestar, y de que los valedores de sus derechos apenas podemos hacer oír nuestra voz.

Se necesitan grandes dosis de ingenuidad para suponer que la nueva legislación va a evitar en algún grado los lamentables casos que, por otra parte han sucedido desde siempre como parte de la casuística que acompaña a cualquier sociedad organizada. Lo que sí parece claro es que hemos entrado en un delirante proceso de satanización canina, en una auténtica y vergonzosa caza de brujas cuyos desgraciados protagonistas, en una cruel ironía, ocupan el lugar preferente en el escalafón moral en el que colocamos a los animales no humanos.
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© agosto 2003
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viernes, 25 de julio de 2003


EL ÚLTIMO VIAJE
DE KIZKUR

El procedimiento es sencillo. Quienes lo llevan a cabo lo han hecho cientos de veces. Ésta es simplemente una más. Hoy no hay comida, no tiene sentido. Hoy se llevan a Kizkur a lo que él cree un pequeño paseo, pero hay algo diferente que no consigue descifrar. Acaba en la sala veterinaria. Lo suben a la mesa metálica y, sin demasiados preámbulos, le inyectan. A los pocos minutos, un rápido sopor se adueña del animal. Se acabó. Enseguida le suministrarán una segunda dosis que le paraliza el corazón. Kizkur se ha convertido en un cuerpo inerte. Tenía apenas dos años y todo el vigor del mundo. Un mundo al que nunca debió venir. Jamás conoció una familia estable a la que dar y de la que recibir afecto. Su vida placentera apenas duró tres meses, lo justo para que a quienes propiciaron el apareamiento de sus padres se les pasara el entusiasmo inicial, y el pis en la alfombra que tanta gracia hacia al principio acabó por hartarles hasta el punto de medio regalar al juguetón cachorro al primero que se interesó por él.

La mayoría de la gente sigue pensando que el acto del abandono de un animal de compañía se escenifica en la carretera, con un coche que repentinamente frena, abre la puerta y lanza al exterior al perro o gato de turno. Es posible que esta situación se produzca de manera ocasional, pero lo cierto es que una buena parte de los abandonos se producen hoy a las mismas puertas de los pulcramente llamados Centros de Protección Animal, que en la práctica se limitan a actuar como meros campos de concentración y exterminio. La Administración se ha encargado no tanto de liderar verdaderas campañas contra el abandono, sino de canalizar éste hacia las perreras (horrendo nombre que, sin embargo, hace justicia a lo que en realidad representan estos centros). Si los animales no vagan por la ciudad, no existen. Se facilita el abandono encubierto, y problema solucionado.
Pero lo cierto es que una buena parte de los casos en los que alguien se acaba desentiendo del animal tiene su origen en la procreación fortuita o deliberada. En cualquiera de los casos, se trata de un comportamiento claramente irresponsable. Hasta un 95% de los casos de abandono se produce bajo estas circunstancias. Son los terribles datos que manejan las sociedades protectoras y otros organismos que dedican su trabajo a estudiar tan repugnante práctica.

Lo más probable es que Kizkur fuera el fruto de una de estas situaciones. Que naciera de un capricho de sus dueños, a los que medio vecindario les pidió un cachorro cuando supieron que Linda estaba preñada. Los mismos vecinos y amigos que, una vez destetados los cachorros, no cumplieron su palabra y comenzaron a poner excusas. Empiezan los problemas. Los cachorros que quedan siguen creciendo y no encuentran un destino apropiado. La familia se ha encariñado demasiado con ellos como para tomar decisiones drásticas. Acaban regalándolos al amigo de un conocido que promete cuidarlos bien. Kizkur hará las labores de guardia en un terreno que tiene a las afueras de la ciudad. Un paraíso para un perro, según él. El animal, que sólo ha conocido un entorno de afecto y rico en estímulos, no acaba de entender por qué está todo el día atado a una cadena, ni las razones por las que le dejan solo a media tarde, en el más absoluto aislamiento durante toda la noche. No puede satisfacer sus necesidades emocionales más básicas, como el deseo de jugar o de formar parte de un grupo jerárquico. Todas estas carencias le convierten en un ser desequilibrado, con un desproporcionado ímpetu para las relaciones con los humanos. Tal vez un pequeño mordisco bienintencionado sea interpretado por el nuevo dueño como el síntoma inequívoco de que se trata de un animal agresivo. La misma persona que le ha condenado a un mundo de tres metros, a oler constantemente sus propias heces, a acabar con lesiones en el cuello provocadas por el roce de la cadena, a soportar el asfixiante calor del verano y las frías madrugadas del invierno, al más brutal e injusto de los aislamientos, es la misma persona que decide llevarlo a la perrera antes de que se convierta en un perro asesino de esos que matan niños y amputan ancianos cuando lo deciden los medios de comunicación. Con apenas un año, Kizkur está entre rejas, con escasas posibilidades de encontrar un hogar donde se le trate como a un ser sensible y necesitado de afecto. Unos meses más, y estará listo para el viaje a la fría mesa metálica del veterinario. Su último viaje.

La que acabo de relatar bien pudiera ser una de tantas historias a las que condenamos a ciertos animales, aquellos con los que más afinidad empática hemos desarrollado. Cruel paradoja.
Por aproximación estadística, en la ciudad donde se edita este diario se acaba con la vida de cuatro de estos animales cada día, sábados y domingos incluidos. Más de mil al año. Seis mil en todo Euskadi. O tal vez diez mil, porque muchos centros ni siquiera hacen públicas estas macabras cifras. Miles de seres en la plenitud de sus vidas, la mayoría jóvenes y sanos, pero sin nadie que quiera hacerse cargo de ellos. Mientras tanto, otros varios miles de ciudadanos orgullosos de su “amor a los animales” adquieren, a cambio de cifras astronómicas, animales a criaderos profesionales que asumen su actividad desde un prisma puramente comercial, donde el factor limitante siempre será el beneficio económico final, y no tanto el bienestar del “material” con el que trabajan.

A pesar del sombrío panorama, la Administración apenas hace nada para paliar esta terrible situación. Alguna tímida campaña que en ningún caso aborda el origen del problema con coraje, no vaya a ser que los ciudadanos se molesten y el voto en las próximas elecciones corra peligro. Así las cosas, se hace difícil no identificar tales iniciativas como una burda propaganda, que trata sobre todo de acallar conciencias (vivimos en una sociedad que tiende a suponer que todo lo regulado deja de ser un problema) y de lavarse las manos.
A todo esto hay que añadir el absoluto desinterés por las iniciativas emprendidas en otros países como Italia o Catalunya en el sentido de asumir el compromiso de no sacrificar animales abandonados. Esta realidad no parece suponer desafío moral alguno en nuestro entorno político. En el caso del país transalpino, fue el propio gobierno quien impulsó una ley en 1991 que prohibía la matanza sistemática de todos aquellos animales sin dueño que se desarrollan en el entorno humano, incluidas las palomas de las ciudades. Y el caso catalán sigue siendo noticia a nivel nacional, con la aprobación parlamentaria de una ley progresista donde las haya.

Mientras todo esto sucede a unos pocos cientos de kilómetros, por estos lares continuamos adoptando una decepcionante relajación en materia de protección animal, lo que condena a Kizkur a tener que seguir haciendo su constante y último viaje.
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© julio 2003
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sábado, 7 de junio de 2003


NIÑOS Y ANIMALES

Corren tiempos de grandes cambios en cuanto al concepto de familia se refiere. Salvo los sectores más conservadores de la sociedad, cada vez se acepta con mayor naturalidad el núcleo familiar como grupo “de facto”, y por lo tanto no tan sujeto a ideas preconcebidas y dogmáticas. La fórmula del matrimonio y tres hijos se nos vuelve arcaica por momentos.

Así las cosas, resulta cuando menos paradójico que, al tiempo que el progresismo ético va ganando terreno a modelos estancos, todavía demasiados ciudadanos siguen considerando cuasi ofensivo el hecho de que pueda aceptarse a un perro (o a un gato, hámster, pez, tortuga o periquito) como un miembro más de nuestro grupo afectivo. Pero tales posturas pertenecen al campo de las mezquindades humanas de las que, por lo que se ve, tanto nos cuesta zafarnos.
Para mucha gente, el grupo familiar incluye, desde un punto de vista emocional, a individuos que no pertenecen a nuestra especie biológica. No se trata de una actitud novedosa dentro de nuestro sistema moral. Esta predisposición afectiva nos acompaña desde siempre, y la sociedad del bienestar no ha hecho sino acentuarla y ponerla de manifiesto. Y, también en este campo, son los niños los que adoptan un comportamiento más natural, libres aún de clichés arbitrarios que, una vez asumidos, les acompañarán toda la vida.

Especialmente ilustrativa resulta la encuesta realizada hace algunos años a niños y niñas de entre 7 y 12 años pertenecientes a cinco países europeos, entre los que se encontraba el Estado español. La consulta reveló que aquellos incluían de manera natural a sus animales entre los miembros de la familia. Tan revelador dato puede ser un excelente punto de partida para una reflexión genérica sobre el papel que juega la presencia de animales en la educación, y en general en el desarrollo emocional, de cada uno de nosotros. En este sentido, parece claro que la convivencia diaria con animales aporta, cuando menos, elementos y valores deseables en cualquier sociedad organizada, como la responsabilidad, el respeto a los demás y la empatía, además de conseguir una familiarización del niño con realidades dolorosas pero inevitables, como la enfermedad, el deterioro físico y la muerte. Si se establece un contacto honesto, libre de actitudes egoístas o de supremacía, la relación con ellos es una fuente continua de estímulos positivos, que no hacen sino aportar un gran equilibrio emocional para todas las partes. Así las cosas, se hace difícil imaginar algunas de las trágicas situaciones de las que con tanto énfasis recogen los medios de comunicación, en las que determinados animales han causado daños irreparables a personas. La estadística se muestra tozuda en este aspecto, y nos aporta la evidencia de que el sentido común y una buena dosis de responsabilidad hacen más que cualquier educador profesional.

Los estudios realizados en torno a la experiencia de niños que conviven cotidianamente con animales muestran cómo los primeros desarrollan con el tiempo un sentido de la autoestima más acusado, una mayor responsabilidad en todos sus actos y, en general, suelen afrontar con mayores garantías de éxito situaciones personales conflictivas, como en el caso de episodios depresivos. El niño o niña crea con el animal, especialmente si se trata de seres con una gran capacidad de comunicación (perros, gatos, caballos), un mundo paralelo en el que se refugia cuando otras alternativas han fracasado. Se confiere así a los compañeros animales el papel de confidentes, con la seguridad añadida de que no nos van a contradecir.

Precisamente por todo ello, la utilización de los animales con fines terapéuticos por parte de determinadas disciplinas de la medicina es hoy algo asumido por buena parte de los profesionales de numerosos campos científicos. Sin embargo, en este punto conviene recordar, aplicando aquí el discurso animalista, que se corre el riesgo de acabar viendo a los animales como meros recursos, condicionando su bienestar a los beneficios que obtengamos de ellos. Debe quedar claro que los animales tienen sus propios intereses. Es lo que muchos filósofos denominan “valor inherente”, es decir, aquel que debe ser reconocido con independencia de la interacción que los humanos tengamos con ellos o la simpatía que despierten entre nosotros.

Respecto a la decisión de adoptar un animal, han de tenerse en cuenta numerosos factores que, en todo caso, bien pueden resumirse en dos apartados: responsabilidad (la que nosotros estamos dispuestos a invertir) y solidaridad (la que ellos merecen en su calidad de seres sensibles).
En primer lugar, debemos barajar seriamente la posibilidad de adoptar un individuo abandonado. Existen demasiados animales sin dueño (a los que les espera una muerte segura y en el peor de los casos una existencia miserable) como para decantarnos por acudir a un criadero profesional o a uno de los numerosos “establecimientos del ramo”. Con cariño y un poco de paciencia, conseguiremos un extraordinario compañero para toda la vida.
La elección de la especie no es menos importante. En realidad, desde los colectivos como ATEA creemos que sólo debe asumirse la tutela de aquellas especies animales cuya existencia no se conciba sino al lado del hombre, que históricamente les ha ido dejando sin un sitio en la naturaleza. Bajo ninguna circunstancia debemos colaborar con el tráfico de especies, sea éste legal o ilegal. En ambos casos, los animales provienen de un circuito comercial en el que son tratados como meros objetos, y cuyo bienestar no se tiene en cuenta si los resultados económicos finales son los previstos. Además, no resulta fácil ofrecer un entorno adecuado a determinados animales para con los que nuestra capacidad de empatía emocional se halla muy limitada. Es el caso de los peces o de la mayoría de los reptiles, que muchas veces languidecen durante largos periodos de tiempo en entornos absolutamente empobrecidos, y cuyas vidas convertimos, con toda seguridad sin mala intención, en una interminable agonía. Muchas veces, la compra de ciertos animales “exóticos” es fruto de un impulso momentáneo no controlado, creando falsas expectativas que los animales luego no satisfacen, y originándose, consecuentemente, una frustración de la que ellos siempre acaban como perdedores. El secreto no es tal: la relación debe ser positiva para ambas partes, humanos y animales, con lo que el margen de elección se limita a poco más que perros y gatos.

Por último, y en una reflexión pública como lo es el presente artículo, no debemos obviar la relación casuística existente entre la violencia hacia los animales y la violencia hacia humanos. No se trata de una cuestión menor. Numerosos trabajos de profesionales, en campos como la psicología, la psiquiatría o la estadística, corroboran con datos irrefutables la estrecha conexión entre ambos tipos de maltrato. Como resumen, podemos hacer referencia a una de las conclusiones principales a las que llegan los profesionales que han estudiado este campo, y que afirma que, aunque no todos los que maltratan animales acaban maltratando personas, todos los maltratadores de personas han agredido en alguna ocasión a animales. En cierto modo, este tipo de conductas obedecen a los esquemas de valores preponderantes en una sociedad dada, y en el que los animales siempre ocupan un status claramente inferior a la comunidad humana. Quien está condicionado por una predisposición a conductas violentas, agredirá primero a los más débiles e indefensos, aunque, por desgracia, muchas veces no se detienen ahí.
Aunque la defensa y protección de los animales tiene entidad propia, sin necesidad de estar condicionada por las repercusiones que pueda tener en la convivencia entre humanos, puede afirmarse sin ningún genero de duda que invertir en protección hacia los animales es también invertir en respeto y consideración hacia las personas. Es por ello por lo que, si desde pequeños conseguimos inculcar a los niños valores como la empatía o el comportamiento altruista, estaremos más cerca de conseguir una sociedad justa.
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© junio 2003
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miércoles, 19 de febrero de 2003


DE ABANDONOS
Y OTRAS CANALLADAS
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Incluso aquellas personas para quienes la sensibilidad hacia el sufrimiento animal no representa una cuestión prioritaria (tal vez ni siquiera importante), recordarán el cartel en el que un perrazo, en medio de una carretera, nos miraba acusador hace década y media, acompañado del lema “Él nunca lo haría”.
Aquella exitosa campaña publicitaria nos hizo albergar esperanzas respecto a uno de los comportamientos humanos más mezquinos y cobardes: el abandono de nuestros animales. Realmente parecía obvio que, a partir de entonces, la costumbre de dejar a su suerte al Toby de turno estaba condenada a desaparecer. Cometimos una dolorosa equivocación.

El pasado año la cifra de abandonos no fue significativamente distinta a la que se producía a comienzos de los ´80. Estableciendo una comparación con aquella época, la sensibilidad social hacia los animales que hemos elegido como compañeros (conocidos coloquialmente con la egoísta etiqueta de “animales de compañía”) ha aumentado. Los gatos y perros que tienen la suerte de tener un hogar y que ven cubiertas sus necesidades básicas, tanto físicas como emocionales, llevan sin duda una existencia plena. Y, sin embargo, paralela a esta prometedora realidad, convive en cruel armonía la estadística de los cuatro animales diarios que son sacrificados cada día en Gasteiz, por la sencilla razón de que nadie quiere hacerse cargo de ellos. Se trata de animales en muchos casos jóvenes, sanos, rebosantes de energía, dispuestos a compartir sus afectos y alegrías con el primero que pase a su lado, pero que sufrieron la fatalidad de vivir con un miserable que acabó entregándolos al Centro de Protección de Armentia (curioso eufemismo para un lugar que en la actualidad no pasa de ser un simple centro de exterminio).

¿Qué ha sucedido? ¿Cómo se puede conjugar esa mayor sensibilidad de la ciudadanía con los demoledores datos de abandonos y sacrificios? Parte de la respuesta podemos hallarla en la concepción mercantilista que todo lo impregna, y que ha alcanzado, como no, también a los animales. Nuestra idea del Estado del Bienestar nos induce a adquirir perros y gatos de raza, a pagar cifras astronómicas a profesionales cuyo único interés empieza y acaba donde lo hace la rentabilidad del negocio. Los consumidores que actúan de esta manera no pueden ser tildados de crueles, pero sí de poco reflexivos, cuando no directamente de egoístas. Cada vez que se paga dinero por un animal de compañía (aceptemos el término por cuestiones prácticas) se condena a otro a la miseria, al sufrimiento y, con toda probabilidad, a la muerte.
Un segundo factor que aporta luz al fenómeno del abandono lo encontramos en la frívola costumbre de hacer procrear a nuestros animales por simple capricho. A menos que obedezca a cuestiones terapéuticas, tal comportamiento constituye una grave irresponsabilidad moral, a tal punto que, si sumásemos los animales que cada año nacen como consecuencia de una adquisición comercial o de apareamientos inducidos, comprobaríamos que constituyen buena parte del problema. Si en lugar de decantarnos por una de estas dos opciones tomásemos la decisión de adoptar un animal necesitado, el fenómeno se vería reducido a la mínima expresión. La realidad se nos muestra tozuda en este aspecto, y comprobar que es así y no de otra forma produce una sensación intermedia entre la rabia y el desencanto, máxime si tenemos en cuenta que estamos hablando de nuestros animales favoritos, en el caso concreto de los perros, a los que incluso hemos otorgado el título oficioso de “mejor amigo del hombre”.

La lista de atrocidades a los que sometemos a los animales emocionalmente más cercanos es interminable. Un abanico de miserias que produce náuseas. Muchos galgos acaban colgados de un pino cuando ya no corren lo suficiente tras la liebre, o son vendidos a laboratorios que todavía les exprimirán su último aliento. Millones de perros permanecen atados de por vida, condenados a la eterna frustración de una cadena y de un entorno apestoso. Alguien dijo que si quisiéramos hacer algo especialmente perverso a un perro, no lo mataríamos a palos; lo mantendríamos atado a perpetuidad. Hasta los veterinarios utilizan una expresión mediante la que se refieren a ellos como “perros de puerta”. Ni siquiera la mutilación ritual de los del albergue de Reus fue motivo suficiente para que nuestros políticos se decantaran por un endurecimiento de las penas. Postura que sí adoptan ahora, unilateralmente, a pocos meses de las próximas elecciones, en una decisión que resulta muy difícil no identificar con la típica triquiñuela electoral. La Administración permite el abandono legal en los Centros de Acogida. Usted mismo tiene la posibilidad de dejar mañana al gato con el que ha compartido los últimos doce años, y nadie le preguntará nada. Se vuelve a su casa moralmente lleno de mierda, pero con la seguridad de que puede seguir con su vida como si nada hubiera sucedido.
Cada día surgen nuevas modalidades de las que, en algún grado, hacemos víctimas a nuestros animales de compañía. Las aparentemente inofensivas carreras de trineos exponen a sus protagonistas a un esfuerzo límite, dentro de un marco en el que la competición y la obsesión por ganar imponen sus propias reglas. Quien no rinde al máximo, es retirado del circuito. Lo que en este contexto significa “retirado”, es algo que dejo a la pericia intelectiva del lector. Conozco a uno de estos perros al que solo la paciencia infinita de su compañero humano ha devuelto, tras varios años, un mínimo equilibrio emocional y la consiguiente capacidad para disfrutar de la vida. Y qué decir de los gatos, quienes parece que jamás se van a liberar del estigma ancestral que les atribuye todo tipo de maldades. Una rápida visita a las páginas animalistas de la red se torna en un viaje al infierno: gatos escaldados, mutilados, asesinados, abandonados. Se trata de animales tan fieles a su entorno afectivo que difícilmente se adaptan a uno nuevo, por lo que el porcentaje de los que encuentran un nuevo hogar es mínimo.

Así las cosas, parecería que poco más se puede añadir a la colección de mezquindades que arrojamos sobre, por ejemplo, los perros. Nos equivocamos otra vez. Además de todo lo expuesto, aún se les puede satanizar, como han hecho los medios de comunicación a raíz de algunos lamentables sucesos en los que animales concretos han agredido a personas, en algunos casos con fatales consecuencias. Se trata, sin embargo, de circunstancias puntuales, en las que el comportamiento del animal está supeditado a un dueño irresponsable, que ve al perro no como su compañero, sino como un elemento intimidatorio.
Los medios informativos, condicionados tal vez por el techo que establece la competencia, se lanzaron a la busca y captura de cualquier noticia que tuviera como protagonistas un perro y una persona mordida, dando como resultado la creación de un estado de psicosis ficticio pero devastador. Cientos, probablemente miles de perros cuyo único delito era pertenecer a una raza determinada, fueron abandonados por sus dueños, convencidos de que tenían en casa un asesino en potencia que tarde o temprano acabaría con toda la familia. Como era de esperar, el gobierno aprobó raudo la normativa de turno, a modo de blindaje moral ante futuros reproches de los ciudadanos, de los que a partir de ahora se podrá zafar con un lacónico “nosotros ya hemos hecho lo que estaba en nuestras manos, el resto es casuística”.

Aunque la gente asocia el acto de abandonar animales con aquellos a los que emocionalmente estamos más unidos, la visita a un centro de acogida nos mostrará que casi cualquier especie es susceptible de ser víctima de la crueldad humana: burros, cabras, caballos... Cualquier ente zoológico que sobreviva bajo la tutela humana puede pasar a engrosar esta macabra lista. Por eso, no sería justo terminar esta exposición sin mencionar los que podríamos llamar “abandonos olvidados”, y cuyos protagonistas vienen de otra situación en la que también son tratados como meras mercancías. Se trata de los animales considerados “exóticos”. Adquiridos en un acto irreflexivo y muchas veces extravagante, serpientes, ratones, aves de todo tipo, tortugas, arañas, ranas y un sinfín de seres cuyo principal atractivo radica en no pertenecer a especies comunes, acaban sus días en el cubo de la basura tras sufrir una lenta agonía, en el retrete (no hay nada como tirar de la cadena para hacer desaparecer el problema), o abandonados en el medio natural, donde con toda probabilidad se creará un desequilibrio ecológico del que se responsabilizará después a esos mismos animales, y a los que la administración mandará eliminar tras colocarles la etiqueta de “especies invasoras” y presentarlos en sociedad como auténticos monstruos.

En nuestras manos está que el holocausto diario que sufren millones de animales acabe convirtiéndose en una vergüenza del pasado.
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© febrero 2003
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martes, 28 de enero de 2003


POR LOS CERDOS

Con frecuencia se nos pregunta el motivo por el cual los humanos admitimos que deben tratarse con respeto a unos animales, mientras no sentimos la más elemental compasión por otros. Parece claro que tal actitud obedece a la “categoría” que les hemos asignado a lo largo de nuestra historia ética, el status moral del que gozan, o habría que decir en este caso que sufren. Así, pocos de nuestros conciudadanos justifican los malos tratos a los perros o a las aves rapaces. Los primeros llevan desde tiempo inmemorial la etiqueta de “amigos”, y las segundas han pasado de ser alimañas (por cuya muerte la administración pagaba dinero hasta no hace muchos lustros) a animales con valor ecológico a los que no se puede molestar bajo ningún concepto. Vemos como, en consecuencia, algunos siempre han sido dignos de un cierto respeto, y otros lo han conseguido tras una ardua tarea educacional.
Lamentablemente, la mayoría de los animales no humanos a los que obligamos a convivir cerca de nosotros no pertenecen a ninguna de estas dos categorías, y, en consecuencia, siguen cargando con el estigma de “animales-recurso”, negándoseles cualquier tipo de derecho básico, como los concernientes a la vida y a la integridad tanto física como emocional. Y, en este plano, los cerdos desempeñan el citado papel como pocos.

Estamos, en efecto, ante un ser que no despierta simpatía afectiva alguna, una y mil veces satanizado, ridiculizado hasta el hastío, a tal punto que su defensa provoca desconcierto, mofa y hasta indignación, por este orden. Sin embargo, cualquiera de las docenas de miles de cerdos que electrocutamos cada día tras haberles condenado a una vida miserable, podría haber sido un perfecto compañero de juego si se le hubiera dado esa oportunidad, tal y como hacemos con nuestros perros y gatos. Aunque a muchas de las personas que leen esto tal cosa pueda parecerles extravagante, a los cochinos les gusta que les rasquen la panza como a cualquier hijo de vecino, corretear por un prado persiguiendo olores, o tumbarse a descansar a la sombra, al sol, o básicamente donde les salga del hocico, que para eso tienen la misma capacidad de elegir entre diferentes opciones, igual que usted y que yo. Pues sí, resulta que los despreciados cerdos son tan animales, tan vertebrados y tan mamíferos como cualquiera de nosotros, con las mismas terminaciones nerviosas y el mismo interés en no ser agredidos. Sorprendente, ¿verdad? En realidad, no debería serlo tanto, a no ser que, por el peregrino hecho de ser cerdo en lugar de político (les aseguro que no he querido hacer con ello ningún chiste fácil), nos creamos legitimados para considerarlos enseres insensibles en lugar de individuos con intereses propios. Si alguien sufre de manera gratuita, no hay excusa para volver la cara y dejarlo en manos de su verdugo, independientemente de la especie biológica a la que pertenezca la víctima.
Lo que hacemos a diario con los cerdos, encerrándolos de por vida en pocilgas infectas, no permitiendo siquiera que se relacionen entre ellos, frustrando a perpetuidad todas sus necesidades físicas y afectivas, o tratándolos como simples masas de carne sin ningún valor que no sea el económico, constituye uno más de los crímenes abyectos que la sociedad humana comete a diario con los demás animales. Es, digámoslo claramente, un acto de agresión institucionalizada en el que la mayoría de la sociedad participa en algún grado.
En esta línea, resulta patética (y al mismo tiempo ilustrativa) la autocomplacencia de mucha gente, satisfecha consigo misma por condenar la violencia doméstica (malos tratos en el entorno afectivo), política (terrorismo) o cultural (racismo, homofobia), mientras admiten impasibles la más atroz de las violencias que existe en nuestra sociedad: la que ejercemos sobre los animales.

Cuando estos días se exhiben y hasta se descuartizan en público individuos cuyo único delito ha sido nacer cerdo en lugar de lince ibérico, no hacemos otra cosa que poner en práctica la forma de discriminación más devastadora que hemos inventado: el especismo.
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© enero 2003
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