domingo, 29 de agosto de 2004


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LA REALIDAD OCULTA
DE LOS ZOOLÓGICOS

Los centros en los que se mantienen animales con el objetivo de ser mostrados al público a cambio de dinero son muy populares en las grandes ciudades, y para sus gestores resulta relativamente sencillo transmitir una idea amable del negocio. Esto es fundamentalmente debido a que la sensación que se obtiene de una visita matinal a estos lugares es por lo general positiva. Se observan animales aparentemente felices, que evolucionan de una manera aparentemente natural, lo que no invita a pensar en los zoos como una actividad agresiva para sus inquilinos.

Pero un análisis más profundo del fenómeno tal vez nos permita tener una visión más global y ser algo más críticos. Una buena forma de establecer un análisis completo es pensar cuál es la vivencia cotidiana de los animales residentes. Por lo general, se trata de individuos que en su medio natural tienen vidas ricas, que ocupan buena parte de su tiempo en la búsqueda de comida o en organizar a la comunidad en la que se integran, que deben permanecer alerta ante la aparición de posibles peligros, o preparar la cacería. Animales gregarios que asumen el juego como una parte imprescindible de su bienestar, que toman decisiones en un sentido u otro. En definitiva, que experimentan sensaciones complejas un día tras otro.

Resulta obvio que nada de esto sucede en el entorno de los centros zoológicos que se asumen como negocios (en la práctica, la mayoría). Los animales residentes están allí contra su voluntad. Muchos son capturados de su medio natural, mediante técnicas que siempre resultan agresivas para ellos en algún grado, simplemente porque no son capaces de comprender determinadas situaciones. Y aquellos que nacen en cautividad son portadores de una memoria genética que les predispone hacia determinados comportamientos que no pueden desarrollar.

Uno de los aspectos más criticables del concepto de zoológico es que transmite y perpetúa la idea de los animales como objetos al servicio del hombre. De la misma manera que se utilizan para servirnos de alimento o para vestirnos, son literalmente “usados” para crear un escenario atractivo para los usuarios. Si los visitantes no tienen una visión crítica (en el sentido de analítica) de la utilización de animales, aceptará, estos centros como un aspecto más de nuestro entorno.

La cuestión educacional es uno de los pilares argumentales empleados por parte de quienes los legitiman. Pero aquí hay que decir que el mismo término “educación” encierra una pequeña trampa. Se asocia por defecto el vocablo con algo positivo, cuando en realidad la educación es el conjunto de valores en el que se educa, independientemente de que estos tengan consecuencias negativas o positivas. Transmitir la idea de que los animales merecen respeto es tan educacional como hacer ver que son simples recursos a nuestra disposición, y que no tenemos para con ellos mayores obligaciones morales que las que decidamos nosotros mismos.
En este sentido, desde un punto de vista didáctico, los centros zoológicos son nefastos. Primero, porque ofrecen una imagen caótica a sus visitantes, con especies “amontonadas” en apenas unas hectáreas, cuando la realidad es que en su hábitat natural pertenecen a entornos e incluso a continentes distintos. Así, una visita dominical al zoo implica enseñar a nuestros hijos la naturaleza como si fuera un álbum de cromos, donde grupos dispares comparten capítulos e incluso páginas. La existencia de los zoológicos contribuye a reforzar nuestra idea de los animales como “bloques impersonales”, donde lo importante es la especie a la que se pertenece, sin desarrollar el concepto de individuo.

En cuanto al bienestar de los animales en sí, cabe destacar que muchos de ellos están aquejados de una de las dolencias más extendidas entre los animales cautivos: el estrés, por una parte; y el aburrimiento, por otro. La mayoría de ellos pasan buena parte de su tiempo (cuando son libres) buscando comida para ellos y los suyos. Ello constituye su principal actividad cotidiana. Pero en el zoo todo está hecho. Solo cabe esperar a la hora de la comida, y todo el sustento viene en carretillas. Esto puede parecer a los ojos de muchos una ventaja, pero no es adecuado extrapolar a un león algo que muchos de nosotros elegiríamos con gusto. El aburrimiento trastorna y mata, literalmente. Provoca angustia, y aparecen con frecuencia cuadros patológicos como la agresión a los congéneres, la masturbación compulsiva, la coprofagia, o la apatía por las relaciones sexuales. Concebido como un negocio, los animales problemáticos o que ofrezcan una imagen no deseada a los visitantes suelen ser apartados de la vista. “Apartados” significa en este contexto traspasados a otro centro menos exigente (y por lo tanto que invierte menos en bienestar) o incluso a algún circo ambulante donde se convierten en caricaturas de sí mismos, cuando no directamente en esclavos.
El olor y la presencia visual entre especies que en la naturaleza son presa y predador ocasiona a veces una incomodidad adicional, puesto que ni unos ni otros tienen posibilidad alguna de actuar como lo haría en su medio.

No debemos olvidar tampoco los problemas individuales que pueden surgir. No todos los miembros de una especie se comportan de la misma forma. Así, mientras algunos soportan bien la presencia humana (de cuidadores y visitantes), es posible que otros se muestren más asustadizos. Y un animal que se pasa el día metido en la madriguera no resulta rentable. Ni conviene para el negocio quien se revela contra en gentío que le tira chucherías. Tales comportamientos se suelen cortar de raíz, sin que el público se percate de la desaparición de aquel monito tan gracioso que hacía las delicias de los niños semanas atrás.

Por otra parte, hay que destacar que el trasfondo de estos lugares es una realidad desconocida para el gran público, que tan solo pasa unas horas en el recinto. Existe una importante transacción de animales entre distintos centros. Hay épocas en las que, por diferentes circunstancias, se da una sobreabundancia de determinadas especies, se traslada el stock sobrante a otros lugares que al final también quieren deshacerse de los individuos sobrantes.

Añadido a todo lo anterior, uno de los aspectos más crudos a la hora de analizar el fenómeno es la absoluta dependencia que se crea partir de ese momento condiciona a los animales. Concebidos como negocios, y desde un plano puramente mercantilista, el centro debe ofrecer la suficiente rentabilidad. Pero a veces esto no es así. No se consigue atraer al suficiente número de personas, y hay que cerrar. ¿Qué pasa entonces con los animales? No se les puede hacer desaparecer con una varita mágica. Es entonces cuando la vida de estos pobres seres se convierte en una tragedia mayor. La rapidez con la que se liquida el negocio es fundamental a la hora de que las pérdidas sean las menos posibles, por lo que el tiempo corre en contra de los animales. Serán vendidos a bajo precio al primero que pague por ellos una cantidad razonable. En la medida que vivimos en una sociedad para la que los animales son en su mayoría propiedades, se funciona con la lógica comercial de “a menos valor, menos aprecio”. Es muy normal que acaben sus días formando parte de algún espectáculo de segundo orden, o de otras colecciones menores donde sus necesidades físicas y emocionales se verán aún menos satisfechas que en su etapa anterior.


Planteamientos con los que.
se trata de legitimar los zoos

Los zoos son centros que permiten a la ciudadanía conocer de cerca el patrimonio natural de nuestro entorno.
La mayoría de los animales que se mantienen en los zoológicos provienen de un hábitat muy diferente al que existe en la sociedad donde se ubican. Esto tiene una lógica comercial aplastante, pues nadie pagaría por observar animales familiares para todos. Los ejemplares exóticos tienen en el mercado mayor valor, y son en consecuencia más apreciados por los zoológicos y por el público

Los animales de los zoos están muy bien cuidados, como lo demuestra su longevidad, notablemente superior a la que tienen en libertad.
Es cierto que, por lo general, los animales que viven En los parques zoológicos tienen una mayor esperanza de vida que los mismos en libertad. Pero nos encontramos ante un planteamiento simplista de la realidad, que se apoya más en el chantaje emocional que en argumentos de tipo moral. El razonamiento es poco sólido, aunque resulta fácil de vender a una opinión pública poco crítica.
El razonamiento presupone que la longevidad es sinónimo de bienestar, y que necesariamente vivir mucho es el resultado directo de haber llevado una existencia plena. Resulta cuando menos significativo que a nadie se le ocurriría defender el encarcelamiento injusto de seres humanos aunque las estadísticas mostrasen bien a las claras la mayor longevidad de los reclusos respecto al resto de ciudadanos libres.

Solo a través de los centros zoológicos se pueden llevar a cabo programas de reintroducción de especies.
Un centro de recuperación donde se lleven a cabo programas de reintroducción no debe estar ideado precisamente como un parque zoológico al uso. Pero nos topamos aquí con uno de los argumentos más burdos y al tiempo más eficaces de cara a la opinión pública. Los medios, a través de la presión ecologista, asumen algo como incuestionable si por medio están especies en peligro, de tal manera que cualquier programa o campaña que supuestamente contribuya a la recuperación, o a frenar la rarefacción de especies, es bienvenida.
Pero lo cierto es que la práctica totalidad de los animales recluidos en los zoológicos lo están por cuestiones puramente comerciales, y no forman parte de ningún programa serio de reproducción para reintroducir animales y recuperar especies. Además, este tipo de estudios suelen ser incompatibles con el concepto de parque zoológico tal y como lo entendemos, con visita constante de público y actividades comerciales paralelas.
Pero la mayor falacia que sustenta este argumento es la de que la solución para las especies en peligro es conseguir que se apareen en cautividad para luego soltarlas en su hábitat. El mayor peligro para las especies es precisamente la destrucción de su entorno natural, por lo que, con frecuencia, no hay un lugar adecuado donde poner en libertad a los individuos que se consiguen mediante estos programas. Y ello por no hablar de la magnificación que se hace a nivel mediático del fenómeno de la desaparición. Naturalmente, los seres humanos tenemos la obligación moral de respetar la casa de todos aquellos animales con los que compartimos el planeta, pero en ocasiones la degradación del medio es tal que emplear grandes recursos para programas y estudios no lleva sino a conseguir publicidad para determinados científicos y las marcas que los esponsorizan. La tragedia con la que a veces se viste la desaparición de una especie animal tiene más que ver con cuestiones emocionales humanas que con un verdadero problema. Parece claro que os esfuerzos deben estar dirigidos a preservar el entorno natural por respeto sobre todo a quienes allí viven, que a montar grandes infraestructuras publicitarias cuando ya no existe un sitio adecuado para el inquilino.

La labor didáctica de los zoológicos ayuda a los más pequeños a saber apreciar el medio natural y a respetar a los animales.
La cruda realidad cotidiana no parece dar la razón a esta hipótesis, a juzgar por la todavía escasa sensibilidad real que tiene la ciudadanía por los temas medioambientales, y por el escaso respeto que se sigue teniendo a los animales en general. Además, si algo se ha conseguido en ambos campos, resulta difícil achacárselo a los zoos, y sí a los colectivos ecologistas y animalistas que de forma desinteresada desempeñan una constante labor de concienciación.
Muy al contrario, y como ya se ha mencionado anteriormente, los zoológicos ayudan a reforzar la idea de dominio humano sobre la naturaleza (con todo lo que de ello se deriva en la práctica), creando una imagen distorsionada de la realidad.
Es posible que la visión de animales aburridos y derrotados anímicamente haga reflexionar a alguien que gire una visita a uno de estos centros, pero resulta difícil pensar que éste sea el objetivo de sus promotores, puesto que acaban de perder un cliente.
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© agosto 2004
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sábado, 17 de julio de 2004


VICENTA

Vicenta no es un nombre figurado, ni su historia una metáfora. Se trata de un ser de carne y hueso (en las propociones que corresponden a una ancianita de su edad).
Vicenta llegó a Vitoria hace unos días en un vuelo procedente de Sevilla. Allí ha pasado sus últimos tres años en uno de esos horrendos lugares conocidos popularmente como “perreras”, y que la Administración trata de dulcificar con el eufemístico nombre de “centro de protección animal”, cuando la realidad es que muchos de ellos no pasan de ser simples antesalas de la muerte, almacenes de animales para los que su mestizaje, tener parásitos o un rabo sin pelo significa una desventaja insalvable a la hora de que alguien los elija para rescatarlos del infierno. En este sentido, Vicenta es, sin duda, la excepción.

Fue abandonada a su suerte cuando ya se encontraba en esa fase vital que en el ámbito humano denominaríamos de manera un tanto cursi “tercera edad”. Con nueve años, deshacerse así de una compañera que ha compartido su vida contigo, es algo más que una burda canallada. Se trata directamente de un crimen imperdonable. Conociendo el desolador panorama de los animales sin dueño en este país, asestarle un certero martillazo en su cabecita hubiera sido hasta un comprensible acto de compasión. Pero seguramente a sus antiguos dueños les hubiera remordido la conciencia si hubieran actuado de tal forma. Preferían dejarla como una caja vacía e irse a su casa a cenar, ver su programa favorito de televisión y a dormir después. La pregunta que a uno le asalta ante escenarios como el descrito es cómo se pasa la primera noche, y la segunda, y si esta gente se acuerda de la Vicenta de turno un mes después de su hazaña.
Con las características de la abuela Vicenta, las posibilidades de encontrar una familia decente se reducen prácticamente a cero. Pero el caso que nos ocupa, convenientemente difundido por la red, ha encontrado una solución a cientos de kilómetros.

La vida ha cambiado radicalmente para ella, y será así para siempre. Imagino a Vicenta tumbada en un cojín limpio (o en el sofá, utensilio doméstico no menos apreciado por los perros que por nosotros mismos), echando una cabezadita tras el paseo matinal, despertándose apaciblemente al notar las pisadas de alguno de sus cuatro compañeros de piso (dos seres humanos y dos caninos), pasando la noche a los pies de la cama o donde le apetezca, comiendo y paseando a la misma hora, que no hay nada más placentero para un perro que la rutina diaria.

Sirva el caso de Vicenta para sacar a la luz por enésima vez la tragedia cotidiana de docenas de miles de perros y gatos que cada año tienen que ser sacrificados por abnegadas entidades protectoras ante la imposibilidad de poder garantizarles una existencia mínimamente digna, o directamente por el ayuntamiento de turno, que con frecuencia reduce el problema a frías estadísticas, gestionando siempre en clave de problema sanitario.

Resulta incomprensible que tras casi veinte años transcurridos desde la impactante campaña del “él nunca lo haría”, sigue codenándose a la miseria a una cifra de animales no muy distinta a la de entonces. Nuestra sociedad ha avanzado en muchos aspectos, estableciendo normas de protección para diferentes colectivos humanos desprotegidos, acompañados de severas penas. Pero parece que la cuestión de la defensa de los animales en general, y en particular la de aquellos a los que sentimos emocionalmente más cercanos, sigue siendo relegado a la categoría de “ideal caprichoso”. La compasión y puesta en práctica de un elemental ejercicio de justicia para ese colectivo zoológico al que denominamos animales continúa siendo la hermana pobre de la solidaridad. Pero se trata sin duda de una situación que cambiará más pronto que tarde, como han cambiado en las últimas décadas otras realidades. En medio de toda esta miseria moral, una inyección de optimismo nunca viene mal.
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© julio 2004
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(*) Vicenta vivió durante más de cuatro años con su nueva y definitiva familia. Fue todo lo feliz que puede serlo una venerable anciana tras los duros avatares de la vida, con sus manías y sus preferencias, como todo quisque. Conoció lo que es el cariño y el calor de un hogar (en el sentido figurado y en el físico, pues desde el principio se agenció un confortable cojín al lado del radiador más potente de la casa). La abuela Vicenta llegó a posar desnuda para un calendario reivindicativo, todo un lujo. (¡Había que verla desplegando su coquetería durante la sesión fotográfica!). Ella tuvo la suerte que a otros muchos se les resiste, y quizá en su cabecita acabó imaginando que su vida anterior simplemente no existió, que fue un mal sueño.
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martes, 2 de marzo de 2004


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TERAPIA CON ANIMALES

Se asume por defecto que, cuando hablamos de “medicinas alternativas”, nos referimos a aquellos métodos que se salen en alguna medida de las vías convencionales y aceptadas por la comunidad de expertos. Sin embargo, resulta revelador que bajo este epígrafe no suelan incluirse aquellas terapias basadas fundamentalmente en la utilización de las emociones. En este sentido, los entendidos en la materia se rindieron hace ya mucho tiempo a la evidencia de que un entorno afectivo adecuado aporta con frecuencia mucho más que toda la batería de fármacos a la que nos tienen acostumbrados.
Pues bien, si admitimos que el factor emocional resulta decisivo a la hora de superar con éxito determinadas dolencias, tal asunción incorpora automáticamente a los animales como parte de esta realidad.

En sí, el empleo consciente de animales como vectores terapéuticos es una especialidad relativamente reciente, pero que ha adquirido un importante auge en las últimas décadas dentro de diversas disciplinas científicas, especialmente en el caso de la psicología clínica.
Consecuencia de todo ello es que algunas instituciones han acabado orientando buena parte de su labor al desarrollo de programas cuya finalidad es la de contribuir a conseguir mejoras tanto físicas como psíquicas en pacientes aquejados de muy diferentes patologías, así como la de acelerar y favorecer su reinserción social.
Cada vez es más frecuente que lo que los entendidos denominan Terapia Asistida por Animales de Compañía (TAAC) forme parte de programas oficiales, y sea de gran ayuda en realidades como el Síndrome de Down, enfermedad Alzheimer, o cuadros de autismo. De la misma forma, parece que se han mostrado como elementos de apoyo importantes a la hora de paliar episodios de ansiedad en ancianos solitarios, reclusos, o menores en proceso de reeducación. En estos dos últimos casos, se trata de reforzar la autoestima y el sentido de la responsabilidad, constatándose una mejora en las relaciones entre internos y de éstos con los educadores.
La presencia de animales de compañía (generalmente perros, pero también gatos) en residencias de la tercera edad dota a la vida cotidiana de sus residentes de un mayor sentido, disminuye su estrés y alivia los procesos depresivos. Además, parece que los animales actúan como hilo conductor en las relaciones sociales, y constituyen un elemento clave a la hora de ampliar sus círculos de amistades.
La incorporación de determinados animales en programas para niños con problemas comportamentales es frecuente, actuando como catalizadores, y son de gran ayuda en cuanto a la realización de diagnosis.

Pero, a pesar de todo, e independientemente de los beneficios (evidentes, a lo que parece) que reporte la utilización de determinados animales en situaciones como las aquí descritas, para una ideología como la animalista, se trata de una situación que, cuando menos, plantea una serie de dilemas éticos que deben ser abordados con objetividad y al mismo tiempo con grandes dosis de mesura.
Parece claro que, en el contexto en el que nos movemos, los animales son empleados como meros recursos a nuestra disposición, lo que, como en tantas otras situaciones, los reduce a simples objetos que los humanos (por razones que tienen que ver más con nuestra naturaleza egoísta que con argumentos sólidos) creemos tener a nuestra disposición en todo momento. Por otra parte, no debería resultarnos difícil llegar a la conclusión de que, en determinadas ocasiones, ambas partes (animal y humana) pueden verse beneficiadas de estas realidades. En tales casos, ¿cómo criticarlo? De hecho, desde ATEA creemos que, aportando la honestidad adecuada por nuestra parte, determinadas iniciativas no merecen otra cosa que el elogio. Si todos ganan, se trata sin duda de una situación cuasi idílica.

Pero la realidad se nos muestra algo menos glamurosa que la que se nos quiere vender desde los sectores interesados económica y publicitariamente en la existencia de la zooterapia. Así, leer con cierto espíritu crítico algunos artículos sobre la utilización de animales en centros penitenciarios puede constituir un buen ejemplo. No conseguir “el éxito deseado” puede querer decir algo tan sencillo como que los reclusos consideraron el programa una cursilería, y estamparon a los cachorros contar la pared para hacérselo saber a los monitores. Todos los logros conseguidos con un niño autista pueden quedar truncados cuando, en una inocente expresión de cariño hacia su nuevo amigo, acabe partiéndole la columna al conejo con el que tan estrecha relación mantenía, y que será sustituido rápidamente por otro, para no echar por tierra los buenos resultados del programa. Los rimbombantes reportajes sobre la materia que nos regalan las revistas dominicales no suelen aportar datos sobre qué sucede con los animales “adoptados” por una comunidad de ancianos cuando la residencia se cierra por motivos económicos, o en qué situación quedan si se traslada a un lugar mejor, en el caso de las familias de gatos a los que alimentan. En la tradicional visita al zoológico o al circo, a los niños con problemas no se les explica que, en realidad, se trata de prisioneros que están encerrados sin tener culpa de nada, a los que inflige castigos físicos dolorosos para conseguir que se comporten de la manera en que lo hacen sobre la pista. Educativamente, ofrecer una versión edulcorada de esta brutal realidad constituye un verdadero fraude didáctico. Estoy convencido de que pocas de las personas que lean este artículo han pensado alguna vez en qué futuro les aguarda a los perros lazarillo que, por su edad, ya no pueden aportar a su tutor las prestaciones para las que le fue cedido, tras pasar por diferentes etapas “formativas”, y después de toda una vida de frustraciones y aburrimiento.
¿Y qué decir de algunos intentos (afortunadamente residuales) de convertir los centros de recuperación de animales silvestres en burdos zoos para el esparcimiento? Esta realidad se nos muestra como una de las más grotescas en cuanto al uso de animales como objetos, al despreciar descaradamente sus intereses más básicos.

Pero retomemos de nuevo la cara amable del tema (que la tiene), y reconozcamos todas aquellas situaciones de las que las partes implicadas puedan salir beneficiadas. Per se, recurrir a los animales como agentes terapéuticos no debe merecer ataque alguno, sino todo lo contrario. En cualquier caso, estamos aún muy lejos de esas sociedades en las que se permiten fugaces visitas de nuestro compañero perro a la habitación del hospital, o de otras en las que los programas para la adopción de animales por parte de personas mayores incluye la garantía de que nuestro compañero gato será a su vez adoptado por otro tutor si desaparecemos antes que él.

Por otra parte, no debemos olvidar que nosotros somos también elementos terapéuticos para los animales: paliamos su angustia, les rescatamos del corredor de la muerte para ofrecerles una vida plena, o los incluimos en nuestros planes de vacaciones como lo que realmente son: uno más de la familia.
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© marzo 2004
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