miércoles, 8 de julio de 2015


CACAHUETE


Sus cuidadores no se devanaron los sesos a la hora de elegirle un nombre: Cacahuete, pues es la forma que recuerda su caparazón. En inglés, por supuesto, pues la tortuga es de Misuri (USA) de toda la vida. Hoy su mayor ocupación le viene dada como “voluntaria” ecologista. Y lo del entrecomillado tiene razón de ser, dado que, desde su calidad de Tortuguita de Florida, no se entera de tan particular detalle. Por contra, sí se enteró cuando por maldito azar introdujo su cuerpo en una de esas mallas que tan familiares nos resultan a los consumidores, de esas que mantienen juntas varias latas de bebida para mayor comodidad del cliente. Y no puede negarse que el invento cómodo es. Pero también tiene su lado criminal. Lo escribo con contundencia porque el consumo desaforado al que parecemos abonados deja rastros de sangre y muerte. Cacahuete se salvó por los pelos (¡y eso que los quelonios son lampiños como un huevo!), a diferencia de un sinfín de compañeros de toda especie y condición que se enredan las patas en hilos de coser hasta morir de gangrena, o que se tragan preservativos usados confundiéndolos con apetitosos gusanos, o que se atiborran a plásticos de todas formas y colores –auténticas chuches para ellos, imagino–, hasta que la bola obstruye sus sistemas digestivos y una mañana aparecen como cadáveres varados en la playa.
No somos inocentes. Tendemos a pensar que solo contamina quien con deliberación y alevosía arroja basura en un bello paraje; y que solo merece reproche el maleducado que no recicla, el que escupe en la calle o el que deja caer por su propio peso el envoltorio del caramelo. También esos contaminan, claro está, y acaso con el agravante de jeta grosera. Pero aquí quien más quien menos hacemos de las nuestras. Las en apariencia cándidas mallas, o en general cualquier tipo de recipiente abierto, se convierten en trampas mortales para los animales que viven ahí, más allá de nuestras inmediatas paredes. Cualquiera que conviva con gatos sabe bien lo fácil que les resulta meterse en líos monumentales: con las bolsas de plástico, con las cuerdas, con la caja de somníferos que olvidamos quitar de la mesilla… Recuerdo haber visto multitud de fotografías protagonizadas por animales enredados en los más variopintos objetos, y hasta haber liberado palomas, peces y anfibios de su martirio particular. Y tuvieron cierta suerte, pues tropezaron con alguien que se vio en ellos y ellas, e hizo sencillamente lo que a él le hubiera gustado que le hicieran otros ante similar encerrona. Sin embargo, son inmensa mayoría los animales que, sea por mera curiosidad o por desliz alimentario, acaban sus días agonizando en un ribazo, en un lago o en el patio interior de edificaciones urbanas abandonadas.
Cacahuete refleja con dramatismo lo que la basura causa no ya a la Naturaleza –entendida esta como una entelequia emocional–, sino a individuos concretos que ni saben en qué especie quedaron inscritos ni carajo que les importa. ¿Para qué, si el corte de la lata vacía duele por igual a la cigüeña que al camaleón?
Cacahuete es hoy un icono medioambientalista que cumplió de largo la veintena y vive razonablemente feliz en su espacioso acuario, pero que no salió indemne de su historia, claro está, porque tiene afectados de por vida órganos vitales, al ver comprimido en su momento, de tan horrorosa forma, su caparazón.
El avezado lector se habrá percatado de que, en efecto, la Tortuguita de Florida es esa que casi todos tuvimos en alguna ocasión cautiva en un cutrísimo terrario-isla, con su correspondiente palmera igual de cutre y una rampa cutre también. La misma cuya existencia en lo alto del frigorífico olvidábamos durante días, hasta apreciar que apenas conseguía abrir sus ojillos, afectados como estaban por las más variadas infecciones. Aquellas que siempre creímos que no crecían más que la palma de la mano, y que cuando lo hacían acababan en un balde jubilado en la oscuridad del cuarto de baño, hasta que la simple lástima conseguía que la liberáramos en la charca más cercana. Sí: las mismas que ahora son consideradas "especies invasoras" por la Administración, etiqueta que le da carta blanca para capturarlas y eliminarlas en masa con la ley en la mano. ¡Como si las pobres nos hubieran invadido de verdad lanzándose en paracaídas al amanecer para hacernos la puñeta, y esto no fuera sino el justo castigo a su osadía y maldad!
Recuerdo la imagen de Cacahuete en los noventa; una de tantas en aquella época de concienciación medioambiental. Pero desconocía por completo que aún viviera (y lo que le queda), ni que se hubiera convertido en militante verde sin siquiera saberlo. Imagino que tampoco tendrá repajolera idea de que ella fue quien me obligó desde entonces a dedicar el preceptivo tiempo tras cada compra para cortar todos y cada uno de los orificios de las mallas de refrescos.

[*] Escribí este artículo para El caballo de Nietzsche, el flamante blog animalista de eldiario.es.


( julio 2015


viernes, 29 de mayo de 2015


SWAANTJE

 


El final trágico –hace apenas unas semanas– de Swaantje supuso un auténtico mazazo emocional para toda la comunidad animalista de Barcelona, la ciudad que la acogió hace ya algunos lustros. Se trata de una historia apenas recogida por la prensa generalista (salvo excepciones), pero que ofrece, más allá del dramático guión, la posibilidad de reflexionar sobre protocolos erróneos, sobre criminales desatenciones administrativas y hasta sobre comprensibles misantropías.

Swaantje cuidaba gatos desde siempre, actividad que alternaba con sus clases de alemán en un prestigioso centro formativo de la capital. Pasaba sus buenas horas en la ladera de Montjuic, en el barrrio de Poble Sec, donde desde luego no le faltaba trabajo, pues viven allí unos cuantos miles de almas sin más esperanza que la que le ofrecen personas como ella: asistencia veterinaria, alimento de calidad, afecto…  todo cuanto seres amistosos como los gatos desean, en definitiva.

Swaantje se hizo cada vez más gata y menos humana. Y un servidor, que no la conocía absolutamente de nada hasta que fue cadáver y su caso corrió como la pólvora en las redes sociales, comprende sin dificultad la progresiva mutación de especie. Porque casi todo lo humano me repele, como intuyo que le repelía a Swaantje, quien al parecer fue adquiriendo una condición de `huraña misántropa´ que a mí me resulta tan cálido y familiar. No manejo yo otros detalles, ni creo que sean necesarios para reflexionar en un artículo de opinión sobre según qué cosas.

Por ejemplo, sobre el protocolo de las administraciones de turno, que aprecian en buena medida a los animalistas como “seres extraños”, cuando no como “locos de atar”. Puede que en ciertas ciudades el escenario se dulcifique, mientras que en el medio rural se torne más agrio y desolador. Pero entiendo que, en mayor o menor medida, los gestores de lo público no hacen ni de lejos lo que debieran en el campo de la protección animal. En parte por mero desatino intelectual y en parte por mala fe, se acomodan en la inacción, cuando supone esta precisamente el mayor crimen contra los animales: inacción hacia el agresor, inacción contra la denuncia, inacción ante la corriente de cambio en valores morales… Quizá fue un terrible malentendido y en realidad el Ayuntamiento de Barcelona actuó como debía. Pero los animales sacrificados, sacrificados están.

Y no es mala oportunidad para reconocer que es esa reiterada mala praxis la que a menudo acaba generando el desencanto de quienes se dejan la vida en el intento de ofrecer una vida digna a los animales. Se abona así un escenario peligroso que muchas veces acaba de la peor manera. Al sufrir una vez tras otra el desinterés y la falta de eficacia de las distintas administraciones, las cuidadoras se echan a la espalda una labor que en realidad corresponde al ayuntamiento, pues los animales de cada localidad son en verdad “los otros ciudadanos”. Asumen así estas `heroínas anónimas´ responsabilidades propias y ajenas, macerando sin saberlo un serio riesgo para su salud. Un riesgo que pasa a ser evidencia cuando las cosas no tienen vuelta atrás, tras pelearse hasta con los bedeles de la casa consistorial por conseguir algo tan elemental como que se medio cumpla la normativa. Es desde luego el caso de Swaantje, quien, llegado un momento, renegó de su especie y se volcó en ayudar a otras. Swaantje era bastante más joven de lo que aparentaba, y hablo de su aspecto exterior, porque seguro que su corazón y su esencia superaban de largo la centuria. Cerrada en sí misma, autoexigente hasta lo extremo y perfeccionista –como buena alemana–, enviaba constantemente mininos a destinos centroeuropeos, allí donde pudieran encontrar la merecida felicidad que aquí se les negó. Esta gente acaba padeciendo lo que algún profesional ya etiqueta como Síndrome de Fatiga Compasional, y que por su contundente nombre no necesita definición médica adicional.

Un nutrido grupo de personas despidió a Swaantje en un íntimo acto en el hermoso Pati Llimona de Ciutat Vella. Algunos de los comentarios vertidos entre los asistentes se referían a que “Tenía demasiada humanidad”, a que “Hizo demasiado”.

 [*] Escribí este artículo para el magacín digital AllegraMag.

( mayo 2015

viernes, 17 de abril de 2015

 


¡BASTA YA DE MALOS TRUCOS!

  

La persona encargada de limpiar el descansillo de la escalera se afanaba en dejar todo como los chorros del oro, cuando oyó que algo se movía dentro de una de las cajas apiladas junto al ascensor. Se acercó entre asustada y curiosa… ¡Un conejo tricolor! Solo un milagro salvó al roedor de acabar en la basura.

¿Qué se esconde detrás de los números de magia con animales? “¡Quién puede saberlo, si es magia!”, respondería el gracioso de turno. Sucede a veces que un “desliz” destapa cierta realidad que jamás hubiéramos relacionado con el abuso hacia los animales. Hace no mucho, el mago más mediático de este país olvidó parte del atrezzo de su espectáculo: un conejo. El animalito fue hallado en el interior de una caja de cartón, tal y como lo dejó el artista cuando abandonó el teatro camino de otra ciudad. Al parecer, ni siquiera era la primera vez que tal cosa sucedía en Málaga.

Pensemos en el “todo”: en todos los conejos obligados a permanecer durante horas dentro de diminutos cubículos hasta que les toca entrar en escena: saliendo de una chistera o cayendo de una nube algodonosa; en todas las palomas estrujadas por chaqués imposibles hasta que… ¡Ale Hop!: una hermosa tórtola blanca irrumpe en el show para delirio de niños y grandes. En todos los leones, guacamayos y hasta flamencos que parecen salir de la nada, pero a los que las leyes naturales condicionan con las mismas y exactas reglas que a sus compañeros de especie; las mismas que nos condicionan, sin ir más lejos, a usted o a mí.

Uno se nutre de intuiciones y sospechas. Bañadas en sentido común, eso siempre. Y como no me muevo en el mundillo del ilusionismo, pensé que lo apropiado era contactar con un mago, animalista para más señas, y que él me contase. Y me cuenta Magic Néstor que no vamos tan desencaminados quienes fruncimos el ceño al ver números de magia donde aparecen bichillos, sean las clásicas palomitas o enormes serpientes. “En efecto, todo esto se nutre de la `ilusión´, como bien indica su nombre; pero lo cierto es que las tórtolas han de pasar necesariamente por situaciones muy incómodas para ellas. Aquí no hay truco que valga: si salen de ahí y no entraron durante el espectáculo, es que, en algunos casos, pueden llevar en el bolsillo interno un buen rato”. Así de simple. “Este elemental hecho hace que, objetivamente, tras ciertos trucos haya sufrimiento animal. Por eso yo los rechazo como imperativo ético personal”. Pero, por desgracia, Magic Néstor constituye una [honrosa] excepción entre sus compañeros, pues apenas pueden contarse con los dedos de una mano quienes siquiera se plantean que el uso de animales en la práctica del ilusionismo pueda ser contraproducente. “Me consta que la mayoría entre aquellos que incluyen animales en sus shows procuran darles un buen trato; pero ni en el mejor de los casos es un trato respetuoso”. Me cuenta de paso que no será la primera vez que un artista abre entusiasmado su frac para que salga revoloteando la tortolita de turno, y que de allí solo cae a plomo sobre la tarima un cadáver. Porque las colúmbidas tienen la ancestral costumbre de morir asfixiadas en según qué casos. ¡Y no hay magia que valga para traerlas de nuevo a la vida! O abrasadas en plena actuación con el fuego que también formaba parte del número. O ahorcadas con el arnés que rodea su cuerpo para una más sencilla manipulación. Estos `accidentes´ en directo suponen, sin duda, la mayor mácula publicitaria para un mago, pero cabe suponer que serán apenas una parte de los que ocurren durante los ensayos en privado.“Los ensayos son muy duros para los animales, pues se basan en repetir los mismos trucos una y otra vez. Estar acostumbrado no significa estar bien. Así, literalmente anulados, pasan de comportarse como seres autónomos a hacerlo como meros autómatas”.

Como en casi todo lo que tiene que ver con el uso de animales que no conlleva `agresión pública´, su presencia en el mundo de la magia debe analizarse –acaso de manera prioritaria– desde una perspectiva de la educación, dado que hablamos de una actividad especialmente diseñada y dirigida al sector infantil. “Quizá lo que más me irrita es que se ha acabado dando a entender a los niños que, sin animales, el espectáculo decae. Lo primero que nos preguntan los chavales es si vamos a sacar animales. Yo les digo que no, y aprecio en sus caras una mueca de decepción. Luego les explico el porqué, y algunos lo dan por bueno. Eso me reconforta”. Magic Néstor tiene toda la razón, pues hay magos que se rodean de casi cualquier especie que pueda dar juego ante la mencionada audiencia. Incluso muchos de dichos animalitos (siempre de aquí para allá, manoseados, teniendo que soportar viajes, ruido ensordecedor, flashes de cámaras, y que pasan la mayor parte de sus vidas en oscuros camarotes) ni siquiera participan en el show, limitando su papel al de simples acompañantes para fotografías con telón de fondo. ¡Qué cutre! Hay quien publicita sin rubor a través de su página web las características y pautas del espectáculo, basado en la presencia de animales, a través de los cuales los críos “interactuarán” durante el show. ¿Exageraba al calificarlos deatrezzo?

“Los animales son un gancho fácil para los niños, quienes, al fin y al cabo, están en plena construcción de sus valores. Pero es ahí donde radica el mal, pues acaban percibiéndolos como meros elementos ornamentales de un escenario, similares en importancia estética a la varita o a la chistera. Ello alimenta sin duda la idea de `cosificación´ de los mismos. Tras conformar su universo ético, no es fácil la reeducación”, se lamenta Magic.

El reclamo animal se ha convertido para algunos magos en su verdadero leitmotiv, cuando no en una obsesión. Es famoso el caso de la pareja de ilusionistas de Las Vegas Siegfried & Roy, especializados en grandes felinos. El segundo fue atacado hace algo más de una década por Montecore (1997-2014), uno de sus tigres albinos, durante una actuación, tras lo que quedó afectado para siempre, a tal punto que este hecho puso punto y final a la exitosa carrera del dúo.

“Creo sinceramente que la magia se desvirtúa usando animales. Como estoy convencido de que su uso trata en muchos casos de maquillar una pobre técnica. Un mal mago lo disimula mejor si distrae a su público con trucos de palomas y conejos. Cualquiera triunfa como mago ante un público infantil y con animales”, se atreve a rematar Magic Néstor, consciente de que estas declaraciones no le granjearán demasiados amigos en su ámbito artístico.

Por supuesto que hay una magia digna y luminosa, como mismamente sucede con el circo. Pero con toda probabilidad está lejos de la que usa [y abusa de los] animales. ¡Hasta existen trucos (inocentes y bienintencionados) dirigidos a un público animal!

Por suerte, el conejito olvidado por el mago en Málaga no volvió con él, sino que fue a partir de entonces tutelado por la Sociedad Protectora local, que tratará de buscarle un mejor compañero. No será difícil. Juan, cariño… por lo que a mí respecta, podrías desaparecer de la faz de la tierra durante un largo periodo de tiempo. Muchos no te echaríamos de menos. Tú, mejor que nadie, sabes cómo hacerlo: ¡Ale Hop!


[*] Escribí este artículo para la sección El caballo de Nietzsche, un blog animalista dentro de eldiario.es.



( abril 2015


viernes, 20 de marzo de 2015

C

LOS DOSCIENTOS DE CERVELLÓ

 



El Santuario de Cervelló (BCN) vive una situación de extrema necesidad. Sí, ya sé que es el caso de muchas iniciativas similares en todo el Estado. Pero la urgencia general no aliviará a sus inquilinos.

Desde el pasado 1 de diciembre, la Fundación Altarriba (propietaria de las instalaciones) cedió su gestión a la asociación DAYA, que se ocupa desde entonces de los animales residentes: más de doscientos entre perros y gatos. Muchos de ellos padecen dolencias crónicas, con lo que esto supone de gastos veterinarios. Y otros son ya viejecitos, razón de más Para que sus cuidadoras deseen ofrecerles la mayor calidad de vida en su última etapa vital. ¡Se lo merecen!

La cuestión es que, con motivo del traspaso, una parte significativa de la masa social, cuyas aportaciones sustentaban el proyecto, se esfumó, quizá creyendo –erróneamente– que, como tal, tocaba a su fin. Pero, por fortuna, el proyecto continúa adelante. Allí se siguen moviendo colas y permanece intacta la ansiedad por una caricia en el lomo. Porque sus peludos residentes, como buenos perros y gatos, apenas requieren para ser felices la compañía y amistad de las personas que desde hace años les atienden.

Quienes llevamos en el ajo alguna que otra década sabemos bien que el manejo de este tipo de “familias numerosas” no siempre se hace desde el deseado equilibrio entre racionalidad y corazón. Me consta que no es el caso. Estoy seguro de que la defensa de los animales con los pies en el suelo es algo cada vez más común, por suerte para los defendidos. Y creo que un buen ejemplo es DAYA y sus responsables.

Pues sí, en efecto… Si acaso no ha quedado claro en lo que va de artículo, lo que necesitan es apoyo económico. ¿Qué si no? Porque aquí no hay truco que valga: por mucho empeño que se ponga, poco puede hacerse sin fondos en la cartilla.

Ustedes perdonarán la cursilería, pero justo ahora que llega la primavera, quizás sea un buen momento para rascarnos el bolsillo y encima dormir con la conciencia [aún más] tranquila. Echemos a esta gente una mano. ¡O dos!



 [*] Escribí este artículo para el magacín digital AllegraMag.


( marzo 2015


viernes, 13 de marzo de 2015


SOBRE EL SUFRIMIENTO

 


Me cuenta una amiga que hay “lágrimas gustosas”, tras confesarle yo que lloré como una madalena durante la lectura de un artículo de opinión que tuvo a bien compartir. Porque no puedo evitar emocionarme ante un perro anciano; sobre todo si tiene un pasado biográfico oscuro y encontró en un momento dado lo que todo el mundo anhela: una vida digna y razonablemente feliz. Sé que debiera alegrarme por el cambio, y de hecho lo hago, cómo no; mas no puedo evitar que me torture la idea de lo irrecuperable de aquella otra vida de miseria que le tocó al pobre animal, sin culpa alguna, solo por haber sido designado “perro de guardia”. Creo que el artículo referido lo refleja a la perfección.

Y me surgen con ello ciertas reflexiones sobre el sufrimiento en tanto que experiencia humana: por ejemplo, que, en su propia esencia, no es ni bueno ni malo, que es tanto como decir que puede ser ambas cosas, según cuánto y cómo. Le comentaba a mi amiga en rápida respuesta de correo que el sufrimiento viene a ser como el colesterol: ángel o demonio. Nos dicen que tenemos colesterol y salta la alarma; y es que el galeno se refiere al malo, pues el bueno es esencial para la vida, como casi todas las sustancias corporales. Y hay, en fin, un sufrimiento angelical, que nos avisa de que acabamos de apoyar la mano sobre una superficie incandescente, o de que nos hemos perforado la piel con la aguja. Como hay un dolor emocional que nos repara y nos fortalece, y que en ocasiones, también es cierto, nos entierra en vida. Pero el sufrimiento (físico o psíquico) tiene su función, vaya que sí, pues sin él, por amargo que se presente en todas sus fórmulas, no hubiéramos llegado hasta aquí.

Distinto es el sufrimiento infligido, consciente y gratuito. Acudimos al dentista con gesto agrio, sabedores de que no es plato de gusto eso de que te hurgue en las entrañas bucales un tipo con mascarilla y ceño fruncido, bajo una luz cegadora, y que encima comiencen a sonar a tu alrededor microtaladros y tenacitas varias. ¡Uf! Allí sentado, yo siempre me acuerdo de los conejitos de los laboratorios a los que hacen todo tipo de canalladas para probar una crema facial, un colirio o una pasta de dientes. Quizá recurra mentalmente a ciertas imágenes de animales inmovilizados en las mesas para recordarme a mí mismo que yo podría en ese momento parar la mano del doctor, decir que lo dejamos, que vuelvo otro día, o que no vuelvo. Solo mover un dedo, y la tortura cesará. Los “animales de laboratorio” no tienen opción alguna a frenar su infierno, y estoy convencido de que muchos pedirían morir (sin sufrimiento) ante la alternativa que se les ofrece: retorno a la jaula > malestar general > recuperación > regreso a la mesa > vuelta a empezar.

Es ese sufrimiento gratuito causado al otro el que debemos procurar evitar a toda costa, sea por acción u omisión. Porque acaso sea esta última una de las armas más poderosas con que contamos los animales éticamente activos: no hacer. Por supuesto que es más que loable parar la mano del que golpea al gato indefenso, ayudar al caballo que por sí mismo no puede salir del fango, robar la gallina enferma para ofrecerle una pradera soleada, rescatar al perro de la calle. Pero no menos importante es `ausentarse´ de ciertos escenarios: no asistir a corridas de toros, no comer carne, no incomodar… Hay quien lo llama boicot, no sin cierta razón. Yo me adhiero más a la reflexión de Bartleby, el escribiente de Melville. “Preferiría no hacerlo”.

Provocar a sabiendas sufrimiento gratuito (evitable) nos relega directamente a la categoría de criminales, con el diccionario en la mano. Causar daño a nuestros semejantes –sean perros, tortugas, arenques, guacamayos o humanos– nos envilece hasta nuestras más hondas raíces. Por eso la solidaridad global –sin las absurdas trabas del color, del género o dela de la especie, mandangas al fin y al cabo– debiera enseñarse en las escuelas antes que cualquier otra disciplina. Creo.

[*] Escribí este artículo para el magacín digital AllegraMag.


( marzo 2015


viernes, 27 de febrero de 2015


LA NIÑA DE BESCANSA

 

Se hizo famosa en su momento “la niña de Rajoy”, que, pobrecita mía, ni existía, siendo como era una metáfora [cursi] para la ocasión. Y, por el contrario, está pasando desapercibida otra niña, esta de carne y hueso, paseada en brazos de su madre por arengas mitineras y ruedas de prensa revolucionarias. La niña no lo es tanto, pues aparenta talludita, a pesar de lo cual siempre se la ve en brazos de mamá política. A mí, como si se echa al hombro el sofá rinconero de la sala de estar; cosa suya. Pero no puedo por menos que dejar aquí una reflexión al respecto. Me refiero al exhibicionismo que ciertas personas hacen de su prole –o al menos así me lo parece a mí–, sabedoras de que casi nadie va a osar cuestionarlas. Menos aún habiéndose convertido en “políticamente correcto” llevarse a la criatura al escaño, para que levante la manita al unísono que mami (o papi, aunque estos casos se observan más escasos; todo llegará). A estas alturas del artículo, es seguro que algunos y algunas ya me habrán colocado la consabida etiqueta de “facha”; o la de “fascista”, que ahora se lleva mucho así que oses aflojar el puño en alto. Es lo que hay; y, la verdad sea dicha, a un servidor le afecta más bien poco. Me consta que hay por ahí quien tiene por cierto que, siendo vasco y barbudo, se es por defecto de la eta. Aquí todo está inventado.

Viaja la niña de Bescansa encantada de la vida en brazos de mamá, o saltanto de regazo en regazo de sus correligionarios (los de la madre), mientras tito Pablo ofrece al entregado auditorio lo que este quiere oír, traído el aplauso encendido y empaquetado de casa. ¡Comodísimo!

Oí en cierta ocasión hablar de los niños tesoro, refriéndose el hablante a esos locos bajitos que se las saben todas para conseguir lo que quieren, fruslerías o no, y se las arreglan igual de bien para hacerse los longuis con aquello que no les interesa: asumir responsabilidades, el respeto por los demás… Sí, me refiero a esos que aprenden raudos sus derechos y remolonean con sus obligaciones; que las tienen, por muy enanos que sean. Definiciones algo más estrictas los tildan de pequeños dictadores. Siendo el diagnóstico dado por expertos en la materia, no seré yo quien les enmiende la plana. Y pensarán, con cierto juicio, qué relación pueda existir entre cierto perfil psicológico infantil y la niña de Bescansa. Es muy probable que ninguno.

¿Tiene derecho la mencionada ciudadana a llevar a su niña a donde le plazca? ¡Todo! ¿Conculca algún derecho fundamental ajeno haciéndolo? No, que se sepa. Mas se niega la entrada en la mayoría de espacios cerrados al perrillo mejor educado del mundo, mientras se abren las puertas de par en par a una horda de críos gritones e hiperactivos, a los que encima hay que mostrar la mejor de las sonrisas, a riesgo de que seas –de nuevo– tildado de facha y fascista. Es lo que tiene pensar: que exige una muy generosa espalda donde colgar tan gruesas etiquetas.

Termino. Si a los pequeños a quienes se lleva con frecuencia al zoo como pasatiempo dominguero acaban por considerar a los animales enjaulados y sometidos al régimen humano como “el orden natural de las cosas”, me pregunto si acaso no supondrán un caso similar al frecuentar ciertas escenografías ideológicas.


[*] Escribí este artículo para el magacín digital AllegraMag.


( febrero 2015


viernes, 20 de febrero de 2015

 

HUMORES

 


Dicen que “el humor es la sal de la vida”. Y será verdad, aceptada la frase como paquete. Pero recuérdese que lo mismo que la sal potencia el sabor de los alimentos, escuece en la herida.

Se define formalmente el humor como “El modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad, resaltando el lado cómico o ridículo de las cosas”. Hay quien lo presenta como la única alternativa al pesimismo: “Reír para no llorar”. Y quien lo justifica a partir de la misma naturaleza humana: “El hombre sufre tan terriblemente el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa”. En el fondo, el humor trata de rescatar a la gente de la infelicidad, de los traumas vitales.

Humores hay como colores: para todos los gustos. Siendo tan inmenso el escenario, procede clasificarlos en clases (según el soporte comunicativo, por ejemplo: verbal, gráfico, escénico…), géneros, subgéneros y subgéneros de subgéneros. Así, está el humor negro (o blanco), el humor satírico, el humor absurdo… ¡y hasta el humor humorístico! Pero hay un humor igualmente clasificable, aunque de muy difícil etiquetaje. Lo llamaré aquí “humor criminal”, por evitar otros calificativos que, aunque ásperos, le harían sin duda mayor justicia.

Por cuanto al género del humor verbal –por mucho reconocimiento que merezca el ingenio del autor o autora–, supongo que tiene poquita gracia aquello de que “Ana Frank ostenta el record mundial del juego del escondite”; o que, “En su momento, Hacienda denunció a Ortega Lara por no declarar su segunda vivienda”; o el convencimiento de una chica adolescente (afectada de Síndrome de Down) a la que “no le baja la regla porque tiene un retraso”. ¡Acojonante (que no descojonante)!

Lo mismo pasa con el humor escénico que se exhibe durante los carnavales. A través de él podemos ver los ya clásicos disfraces de enfermeras peludas, agentes de policía megamaricas, o a los pingüinos que sobraron de aquella carroza ochentera, y que aún deambulan –ya desagrupados– por calles y plazas en tales fechas. Y luego siempre hay quien, con un sentido del humor como recién salido del esfínter, se disfraza de Bin Laden, de exhibicionista pedófilo o de francotirador. Para gustos. Y para ascos.

Lo último en este particular y vomitivo género lo hemos podido ver en Mataró (Barcelona), donde algunos graciosetes se disfrazaron de guardia urbano con maceta en la cabeza, en clara emulación al policía local que quedó parapléjico tras recibir el impacto de un objeto contundente (se supone que un tiesto relleno) lanzado desde una azotea durante unos incidentes callejeros en febrero de 2006. Y yo, que soy bastante rarito, prefiero descender a los hechos cotidianos antes que quedarme en la crónica periodística, e imagino el proceso que necesariamente tuvieron que pasar estos muchachos para acabar saliendo a la calle de esa guisa, y encima hacerse fotos sonriendo a la cámara. Me refiero a que, en un momento dado, alguien tuvo que sugerir la idea al grupo, sin que, al parecer, nadie osara mostrar un gesto amargo; alguien tuvo que asistir a las sucesivas reuniones para consensuar detalles: traje completo, maceta, flores, pegamento, papelillo con signo de interrogación… Estos tipos tuvieron que quedar más de una tarde para desempaquetar, unir y montar elementos, todo entre risas y guasas, que para eso son las fiestas. Y también desde mi calidad de “rarito” me surgen preguntas: ¿nadie les afeó la conducta en la vía pública?; ¿de verdad empeora el hecho si se es hijo de un político en activo?; ¿tuvieron que explicar a algún despistado la razón de su disfraz?

Trata ahora su defensa jurídica de justificar tamaño despropósito, aduciendo que, en realidad, quisieron con ello escenificar la duda que se expande sobre el Caso 4F; que su coral disfraz era en realidad poco menos que un “acto reivindicativo” contra la injusticia. Ya… A este paso, acabaremos oyendo al abogado de turno defender a su representado, violador convicto y confeso, manifestando que no dispone de recursos económicos para pagarse sus vicios. Al tiempo.


[*] Escribí este artículo para el magacín digital AllegraMag.


( febrero 2015


domingo, 15 de febrero de 2015

 


LOBOS VASCOS SÍ, POR DERECHO PROPIO

 



El lobo debe aparecer “por derecho propio” en el Catálogo Vasco de Especies Amenazadas. Es lo que 24 organizaciones solicitaron formalmente al Gobierno de Gasteiz hace unos días, avalada la petición por un completo informe técnico. La solicitud establece un hito doble. Por un lado, es la primera vez que entidades “civiles” dan el paso para la inclusión de una especie en dicho catálogo (pues hasta ahora siempre habían sido las distintas administraciones competentes). La otra es el alto número de apoyos recibidos. Entre otras cosas, ello significa que el Ejecutivo deberá ofrecer una respuesta argumentada (ratificada por su correspondiente informe), y no limitarse a un mero “sí” o “no”.
Varias veces se interpeló al Gobierno sobre las razones para la ausencia de una especie tan emblemática como el lobo (en calidad de gran predador, ocupa él solito la cúspide de la famosa pirámide trófica). Primero argumentaron para su negativa que “El lobo no cría en Euskadi”. Se comprobó que sí lo hacía. (Y, además, otras especies tampoco sacaban a su familia adelante en suelo vascongado, lo cual no les impedía aparecer ahí). Volatilizada la primera excusa, se argumentó luego que la especie “Goza de buena salud en el resto del Estado”. Este era el caso, en efecto, de un buen puñado de otras especies, todas en la lista. Ahora ya no saben que responder, y prefieren dejar pasar el tiempo, por ver si los ecologistas y animalistas se olvidan del tema. Pero va a ser que no.

Las razones para la solicitud se muestran contundentes, y pasan por que la especie cumple todos y cada uno de los requisitos exigidos para su incorporación inmediata; o que, de seguir esta dinámica, la situación será por completo irreversible. Y por “dinámica” hemos de entender en este contexto la persecución sin tregua a todo lobo que ose pisar Euskadi. Tenga o no pareja; tenga o no cachorros; tenga o no culpa. Añadamos que la “culpa” del lobo pasa por la necesidad de condumio, como todo hijo de vecino, solo que a ellos se les pone a pedir de boca una estantería repleta a la que ninguno renunciaríamos llegado el caso. Hablo de una ganadería en muchos casos “de fin de semana”, pues se dejan los animales a su suerte hasta que el sábado sabadete al dueño se le ocurre hacer una escapadita al monte a comprobar si sus posesiones continúan intactas. Mejor si lo decimos clarito: ¡esto ni es pastoreo ni es nada! Conste que, en calidad de animalista, no lloraré el día que desaparezca el último pastor. Creo que ha de establecerse cuanto antes otra forma de relación entre humanos y animales, muy distinta a la explotación y al sacrificio sistemático en plena juventud. Pero bajo por un momento los pies al suelo para el caso que nos ocupa, y manifiesto mi coraje ante la afectada indignación de según qué urbanitas esnobs cuando les tocan su hacienda, mientras ellos se ponen hasta el culo de chuletones en la sidrería más cercana.

Aunque ya lo dejé escrito en otras partes, no está de más recordar aquí que, si de intereses se trata, los lobos también los tienen, ya me contarán ustedes si no. Y de bastante mayor calado que otros actores del escenario. Porque digo yo que mayor será el interés en sobrevivir que en el de sacarse unos cuartos extra, o incluso en perder una ínfima parte del patrimonio.
Me entero de que en Alemania, por ejemplo, la administración correspondiente “induce” a los ganaderos afectados por la entrada de lobos desde Polonia a “reconvertir” su actividad en cierto grado: dedicación exclusiva, protocolo de avistamiento y comunicación de ejemplares… Si al año se comprueba que no ha cumplido su parte del pacto, se le retiran de inmediato las posibles compensaciones económicas.
En el apartado de las paradojas, baste recordar que algunas especies “problemáticas” e incluso ocasionalmente homicidas (el Tigre de Bengala en la India) gozan de una estricta protección legal, mientras que los lobos vascos (“solo” ganadocidas, y en grado mínimo) siguen desamparados y en un permanente punto de mira.


El lobo forma parte de nuestra cultura, de nuestra iconografía, de nuestros cuentos. El “lobo malo” no existe. No al menos en mayor grado que el “hombre malo”. Hagamos que comience a formar parte también de nuestra ética.


[*] Escribí este artículo para la sección BICHOS, del magacín digital AllegraMag.



(   febrero 2015

viernes, 30 de enero de 2015

 


 POR SUS CACAS LES CONOCERÉIS

 


Los operarios descienden del coche oficial, abren el portón trasero, se enfundan los guantes de látex y recogen el equipo. Apenas unos segundos después obtienen la primera muestra: una cagarruta (se supone que de chucho local, pues si es foráneo o de especie no canina, de nada sirve). Con gesto contrariado, retiran el zurullo en una bolsa individual, en cuya etiqueta externa apuntan algo, y continúan con la recolección. Con un par de docenas de “setas” a buen recaudo, regresan al vehículo y devuelven el kit a la cabina posterior. Pasan por el laboratorio antes de continuar la ronda, pues no es cuestión de llevar la “cosecha” encima durante el resto de la jornada, y esperan que su jefe les destine a mejores misiones.

La escena se desarrolla en Xàtiva (Alicante), donde las autoridades locales decidieron acabar por la brava –a golpe de Ordenanza– con la muy insana costumbre de dejar las deposiciones caninas tal que ahí, donde su legítimo (e inconsciente) dueño decidió aliviarse. El tema no es baladí, tenida en cuenta la importante demografía perruna de nuestros pueblos y ciudades. En tal sentido, me encuentro entre los convencidos de que una significativa mayoría recoge de forma preceptiva los restos orgánicos de su amigo y los deposita en la papelera más cercana. Pero es que aun siendo mínimo el porcentaje de guarretes, la cosa resulta insoportable. Porque una décima parte de mierda es un buen montón de mierda, reconozcámoslo. De mil evacuadores –a dos por jornada–, son doscientas deposiciones que nadie quisiera no ya en el pasillo de su casa, sino meramente frente al portal del edificio.

La presencia de “material escatológico sólido” se ha visto reducido a la cuarta parte en la localidad. Lo cual apoya la vieja teoría de que no hay nada como que nos amenacen con meternos la mano al bolsillo para que adquiramos de súbito un comportamiento cívico hasta entonces desconocido. ¡Ya nos vale!

Manifiesta ufano a la prensa el Concejal de Seguridad Ciudadana que ”La responsabilidad de tener una mascota significa tener que cuidarla en casa y también en la calle. Porque hay personas que no tienen mascota, y no tienen por qué soportar sus excrementos”. Habla el edil como si de un especialista en “perros que cagan en la calle con dueños que no lo recogen” se tratase. Vamos a ver… Que yo sepa, al perrillo se la trae al pairo que recojas el mondongo o que lo dejes allí como muestra de arte perecedero. Parece claro que se trata de una cuestión de urbanidad, de higiene, de civismo… Pero quede también claro que con recogerlo no cuidas más a las “mascotas”, sino a tus conciudadanos, quienes, por cierto, lo merecen como los que más. Mejor si nos aclaramos con los conceptos y hasta con las ideas, porque de lo contrario esto es un lío. Por otro lado, señor concejal, piense que eso no tiene necesidad de aguantarlo nadie, con independencia de que tenga “mascota” o no. La urbanidad es la urbanidad, convivas con un chucho mil-leches o con tu tío del pueblo. Es como si el mismo concejal adujera en defensa de una campaña municipal contra las pintadas que “Hay personas que no hacen grafiti, y no tienen por qué soportar que otros ensucien las paredes”. En fin…

Esta noticia me suscita al menos dos reflexiones. En primer lugar, me pregunto qué razones puede aducir alguien para, tras ver a su tutelado husmear frenético, elegir espacio, encorvar el lomo y soltar el regalito, dejarlo allí. ¡Con un par! Ni aunque fuera un fanático del abono natural tendría justificación, pues los fanatismos, como tales, no deben afectar a la comunidad toda, particularmente si la comunidad toda está de acuerdo en que eso es una cochinada sí o sí.
40.000 euros de inversión. “Y si hace falta invertir más, lo haremos”, añadía. No es moco de pavo la cifra. Y me hago ahora, de sopetón, la segunda reflexión: ¿cuánto habrá gastado el citado Ayuntamiento en campañas antiabandono; cuántas serán las multas impuestas por maltrato animal en la localidad; qué partida presupuestaria destinará a subvencionar la labor de los colectivos proteccionistas locales (que al fin y al cabo hacen una labor que correspondería en pura lógica a las diferentes administraciones)? Me apuesto algo a que poco o nada. Esta es la desvergüenza de quienes nos gobiernan: que no acaban de distinguir entre lo importante y lo esencial. Que muestran ante las cámaras su verdadero nivel intelectual y ético, sin dobleces ni perifollos.

Así nos va…


[*] Escribí este artículo para la sección BICHOS, del magacín digital AllegraMag.


! enero 2015

viernes, 9 de enero de 2015

 


ESTÚPIDAS, CRIMINALES CABALGATAS

 


Acabó la Navidad. ¡Por fin! Será que me estoy haciendo viejo, o que estas celebradas fiestas ya no son ni de lejos lo que eran tras ciertas ausencias. Imagino que le pasará a mucha gente.

Por ejemplo, hace la tira de años que no asisto a la Cabalgata de Reyes. Yo la recuerdo como una cosa insulsa y repetitiva. Y falsa como una moneda de cartón. Quizá esta percepción me surgió de repente el año en que Baltasar me sentó en su regazo. El tipo apestaba a betún. Aprendí aquella tarde que los negros lo son solo de cara, cuando yo creía (¡bendita ingenuidad!) que la capa cromática les cubría todo el cuerpo. Comprobé desde un primer plano que no, que solo alcanza el bajo cuello. En fin…

A lo que voy. Que las mencionadas cabalgatas han cambiado un montón, a tal punto de que, según segmentos, aquello puede ser lo mismo la venida de los Reyes Magos de Oriente que una invasión de ejecutivos de Silicon Valley. Por la atmósfera futurista, digo. Porque me he documentado en la Red, y meten ya en el espectáculo batucadas y gusanos espaciales, entre un incoherente pastiche de “lo que a uno se le ocurra”. A lo mejor la culpa es mía por tomarme en serio una simple representación lúdica, pero sufro con ello en mi fuero interno una suerte de engaño manifiesto. Con la sumisa colaboración de la masa, eso siempre.

Hasta aquí, para gustos, como casi todo en este mundo. Que cada cual se disfrace de lo que quiera, paje o astronauta, y que al público infantil le cuenten lo que este quiera oír, con tal de que a la mañana siguiente la consola de última generación presida la mesa del salón, que para eso –y solo para eso– uno y una se han portado más o menos bien desde que entró el invierno. Lo que no soporto es la utilización de animales [no humanos] en dichos eventos. Siempre hubo caballos, a los que imagino que poca gracia les hará la cegadora luminosidad y el griterío infantil. Pero es que de un tiempo a esta parecemos habernos abonado al palurdo “y yo más”. ¿Pero a ustedes les parece siquiera medianamente normal que saquen un elefante en Béjar, Salamanca? ¿O que un nutrido [y aterrorizado] grupo de ocas desfilen por el centro de Madrid con cascabeles atados a sus cuellos? ¿O que forme parte de la marcha un jaulón repleto de aves para representar a los cazadores (al tiempo que suena de fondo la banda sonora de Superman? ¿Acaso nos hemos vuelto locos? Tal vez no, pues siempre tuvimos un algo.

En una localidad vasca incorporaron a la procesión dos bueyes tirando de un carro, y atado a este un burrito. ¡Pero qué necesidad! Al idiota de turno se le ocurrió lanzar un petardo, con tan mala suerte que, en lugar de explotarle en sus partes pudendas, asustó a los animales, que a punto estuvieron de provocar una desgracia irreparable entre el público. ¿Quién hubiera asumido responsabilidades en tal caso? Ya les digo yo que nadie. Porque aquí todo lo hacemos a la buena de dios y cruzando los dedos, parapetados tras la vieja fórmula del “nunca pasó nada”. Por supuesto, sin noticia alguna del perpetrador, no vaya a ser que la familia se incomode y que el chaval tenga un episodio depresivo de los gordos. Mejor se tapa, y el año que viene vuelta a las andadas.

Regalamos a nuestros niños ilusión, y al tiempo les engañamos de forma miserable ocultándoles que los animales (caballos, ocas, elefantes, dromedarios, ovejas, bueyes, burros…) no desean estar ahí. Ni se nos pasa por la cabeza aprovechar la ocasión para educarles en valores, decirles que diversión y respeto pueden, deben ser compatibles si de verdad nos creemos seres decentes. Pero para educar primero hay que educarse; y no parece que una significativa mayoría entre los papás y mamás contemporáneos tengan esa habilidad didáctica.


[*] Escribí este artículo para la sección BICHOS, del magacín digital AllegraMag.


! enero 2015