lunes, 1 de octubre de 2007


SETAS

Tengo la –supongo– sana costumbre de salir al campo cuando puedo, momento que suele coincidir con los domingos por la mañana. (Poco original en ese aspecto, lo reconozco). Lo hago por darle una alegría a mi perra y por dármela a mí mismo. Es una forma como otra cualquiera de huir del ruido, de la contaminación y de las aglomeraciones de la ciudad. Pero desde hace unas semanas me encuentro con que el campo alavés (y, según leo, también el de los territorios históricos hermanos) se halla invadido por una nueva especie de depredador no clasificada aún por la comunidad científica: los seteros. No me interpreten mal. Nada más lejos de mi intención que endosar calificativo hiriente alguno a nadie, sino sólo emitir un diagnóstico objetivo. Y es que creo que lo de la recolección de setas este otoño raya con lo obsesivo, cuando no con lo directamente enfermizo. Llámenme exagerado, pero es que ya me dirán ustedes si no cómo calificar a los varios miles de ciudadanos de ambos sexos que se lanzan cada fin de semana al primer praderío que ven a arrancar todo aquello con forma de seta. Sospecho además que la inmensa mayoría, lejos de heredar una tradición familiar o algo parecido, lo asumen como una afición sobrevenida, una especie de comportamiento mimético sin razón ni fundamento fuera del simple pasatiempo.
Lo que les cuento. Una turbamulta de personas y personitas (sí, los más pequeños también, con sus minicestas y todo, que la tradición hay que mamarla desde la más tierna infancia) a la caza y captura de pacíficas galanpernas e inocentes boletus, a quienes que no cabe achacar otra culpa ni delito que nacer donde siempre han nacido sus congéneres, en el bosque, y tener un agradable sabor tras pasar por fogones y sartenes. Ustedes me dirán si no estamos ante un ataque masivo a inocentes, una razzia sin justificación ni precedentes.
Mención especial merece la actitud de los medios de comunicación, que adoptan una postura esquizofrénica difícil de entender para un profano. Por un lado, asumen una clara apología con la cosa esta de recoger setas, entre risas y chanzas varias (total, por diez millones de hongos, que diría un Ministerio), para poner cara circunspecta a continuación, y advertir a lectores-oyentes-televidententes que, de seguir así la situación, más pronto que tarde las autoridades competentes se verán obligadas a regular el hasta ahora popular e inocuo arte de la micorecolección amateur. A mí que me lo expliquen, porque no lo pillo. Me cuentan que hasta un diario regala a sus fieles lectores la consabida cesta y el cuchillo de marras, el pack completo. Un crimen, lo que yo les diga. Y lo de la esquizofrenia mediática, fíjense y me darán la razón.

Quisiera también abordar el fenómeno desde un prisma, como lo diría…, de incompatibilidad de derechos. Rescato para ello aquella teoría de los colectivos anticaza ochenteros, que reivindicaban el derecho de los no cazadores a observar los pajarillos en el medio natural, cantando bellas melodías o dando la tabarra con sus graznidos, lo que a cada uno corresponda. Pues eso, que se me ocurre que con el tema que traigo a colación podría hacerse una reflexión similar. ¿Qué hay del derecho de los senderistas a disfrutar de una impresionante amanita o de un grupo de no menos espectaculares pedos de lobo? Ahora que la era digital ha democratizado el arte de la fotografía, no me negarán que es un fastidio que uno se lance al monte en busca de la foto del año, y la instantánea más parecida sea la una cesta repleta de cadáveres.
Me comentan que entre los aficionados –ignoro si tanto en el caso de los históricos como en el de los advenedizos, o incluso si pudiera tratarse de una leyenda urbana– hasta se han establecido códigos internos no escritos, por los cuales, el setero que halle un ejemplar tóxico, pues garrotazo y santas pascuas. Por aquello de la solidaridad, para evitar intoxicaciones masivas. ¡Tócate los champiñones!
Y otra. La legislación vigente en materia de naturaleza. También creo que en este campo (no es un chiste fácil, que me ha salido espontáneo) nos movemos en una doble moral de diván, pues la normativa prohíbe arrancar en determinadas zonas protegidas cualquier elemento del medio natural y llevártelo a casa, mientras permite (por razones ignotas para un servidor a la hora de escribir este artículo) la micoesquilmación masiva de montes y ribazos. O sea, que en cualquier otra época del año a mí se me puede llamar la atención si fracturo una ramita en un descuido, pero si pertrechado de cesta y navaja curva me introduzco en la foresta y rapiño con todo lo que encuentro a mi paso, los mismos guardas que me apercibían antes pasan ahora de largo. Pues muy mal, qué quieren que les diga. Pero que muy mal. Aquí la ley para todos o para nadie.

No quisiera terminar sin dejar escrito un aspecto que me ronda la cabeza, una mera hipótesis, personal e intransferible. La de que todo este fenómeno de rapiña colectiva adolezca incluso un cierto tinte político. ¿Tinte político?, se preguntará más de un lector y lectora. Sí, tinte político, respondo. Porque pudiera darse el caso de estar incorporando sin saberlo al decálogo del buen vasco una característica racial no descrita hasta la fecha: la de setero. Abertzale, euskaldun… y setero. ¿Se imaginan? (Es broma, no me hagan caso).

Termino ya. Y lo hago con una expresión que no mencionaré en su literalidad por aquello de evitar groserías innecesarias en un medio tan serio como éste, un comentario inocente que usa cierta amiga mía con respecto a la obsesión mico-patriótica que le ha cogido a medio país. Imaginen hasta dónde afirma ella estar de los seteros.
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© octubre 2007
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domingo, 22 de julio de 2007


SECUESTRO

No se habla de otra cosa, y en tal sentido este artículo es bien poco original. Acaban de secuestrar una publicación en España por directa orden judicial. La cosa no es broma, y de ello da fe el hecho de que han pasado más de veinte años desde que un evento similar tuviese lugar en nuestro país.
Esta vez se trata de una portada, de un dibujo satírico que retrata a un par de personas al parecer muy importantes en postura poco decorosa, aunque supongo bastante natural si nos ceñimos a la vida íntima cotidiana del común de los mortales. Y es ahí donde está el meollo de la cuestión, creo, porque los protagonistas, siendo mortales, no son comunes. El tema de fondo no es tanto lo indecoroso de la escena, que también, sino el estatus social de quienes la protagonizan. ¡Ah!, ¿pero en una democracia todos los ciudadanos no son iguales?, preguntará el canelo de turno. Pues no paree que así sea, y de hecho no lo es en absoluto, porque bien clarito lo pone en infinidad de documentos legales, hasta en el padre de todos los documentos, la Constitución.

Yo soy de los que cree que, admitiendo límites para la sacrosanta libertad de expresión, uno de ellos debe estar sin duda en el jugueteo absurdo y aún en la mofa hiriente de todo lo que tenga que ver con el ámbito privado, y un polvazo sabatino lo es, imagino, tanto seas el fontanero del barrio o el príncipe principísimo de todos los reinos. La cuestión comienza a chirriar, empero, cuando nos preguntamos si algo parecido hubiera pasado no ya con usted o yo caricaturizados en el revolcón, sino con uno de esos famosos que atiborran la llamada crónica rosa. La respuesta es no, ¡quiá! para los castizos.

Un servidor –junto con millones de servidores a lo largo de la geografía española por lo que veo y oigo– empieza a estar lo que se dice hartito de la Sagrada Familia, y no precisamente de la excelsa obra de Gaudí, qué culpa tendrá él en esto. El hartazgo deriva, uno, de que lo que vale para unos no vale para otros; y dos, de que nos empapucen un día sí y otro también con la idea de que ellos son la mar de normales. Un viajecito en el nuevo yate, es un poner; los pillan haciéndose una ensalada y ya está, aquí tenemos a su majestad arremangada limpiando la lechuga, “como una ciudadana más”. Que salen de su megachalet y se montan en su megacuatroporcuatro para ir de compras a un exclusivo centro comercial, otra vez con lo mismo, en las imágenes vemos a su majestad insistiendo en pagar los palos de golf, “como un ciudadano más”. Pero vamos a ver, mantengamos la calma, porque es que los y las ciudadanas que yo conozco no tienen megachalets (una casa en el pueblo y con suerte, pobres), y lo que más se asemeja a un yate en sus vidas es la barca hinchable para los críos. Mucho me temo además que no les invitan en las tiendas. A mí nunca me ha pasado, sin ir más lejos.

No se trata de avivar el eterno –y sin embargo lícito– debate de si monarquía o república, que no, que ni siquiera llega a eso. Es que se trata de algo que uno no sabe muy bien cómo definir, pero que queda a medio camino entre la honestidad personal y la decencia democrática. Yo no sé si ustedes se han percatado de que precisamente la institución que al parecer es pilar y eje (ignoro la razón exacta, pero esto se dice mucho en los discursos oficiales) de nuestra democracia está a años luz de la democracia. ¿Lo pillan? Yo tampoco. Siendo así, avivemos el debate. Yo me apunto el primero.
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© julio 2007
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jueves, 12 de abril de 2007


DECONSTRUCCIÓN

En alguna parte oí hablar del término “deconstrucción”, creo que aplicado a la gastronomía e incluso a una disciplina filosófica. Me suena también el concepto “arte perecedero”. Lo que no sabía es que los tres fenómenos pueden darse en un solo lugar físico, e incluso en una figura concreta. Sucede, doy fe. Y sucede en la ciudad de Vitoria, sucede con una escultura de título Murru y cuya autoría se atribuye a un tal Joseba Agirre, según la horrenda placa informativa que la acompaña a una prudente distancia. Justo detrás del Palacio Foral se encuentra, para que sepan de qué les hablo si tienen a bien acercarse por la zona. Yo sirvo de simple notario, que a mí la cosa en principio ni me va ni me viene. Pero como leo que la tal escultura es propiedad del Ayuntamiento, o sea, de todos, incluido yo, pues me veo en la obligación moral de dar cuenta del desaguisado. Porque se trata de un desaguisado de órdago. Les cuento.
La escultura fue colocada hará como un año (tampoco me hagan mucho caso con las fechas) y su historia ya empezó torcida. Digo lo de torcida porque así la colocaron los operarios desde el primer momento, torcida y bien torcida, que hasta un miope ve que aquello ladea de mala manera si uno la mira de perfil. Salvo que se trate de un deseo expreso del autor –que en la cosa esta del arte hay que andarse con mucho tino–, pero mi intuición masculina me dice que no. Bueno, la cuestión es que la obra atrajo a los niños, esos encantadores cachorritos humanos, que la incluyeron en sus juegos, ora subiéndose a ella en masa, ora colgándose de sus brazos. Hablo de esta nueva hornada de pequeñajos a los que sus modernos padres dejan sueltos y a los que no reprenden ni aunque los vean apaleando a una viejecita. Y desde el primer día empezó un evidente y triste proceso de deconstrucción, que ahí voy con el título. Permanece desde entonces rodeada casi siempre de restos de la batalla, trozos de madera (su materia prima) desperdigados por el parquecito de abedules. Y si uno se acerca a la obra ve que a aquello le faltan partes, pues hasta las tuercas que sujetan y mantienen conjuntada la escultura –o al menos lo intentan– quedan ya a la vista. Una pena. A este paso acabará quedando una triste astillita en el suelo que alguien se llevará como recuerdo.
El último intento por detener a la marabunta ha consistido en colocar alrededor de la agredida un seto de plantas ornamentales espinosas, pero parece que este factor, lejos de ahuyentarles, constituye un reto añadido para los chavales, porque la obra está de bote en bote así que sale un día soleado. Sin ir más lejos, hace bien poco traté de hacerles comprender que aquello no estaba ni medio bien, y que si habían colocado el seto de espinos era por algo, pero el líder natural de la manada me espetó: “A nosotros, ni con alambre electrificado” (sic). Mi pregunta es si el Ayuntamiento va a tratar de capturar a los responsables del desaguisado tendiéndoles una red para después gasearlos, como hacen con las palomas. A igual responsabilidad, igual castigo, que dicen. Supongo que para ganarse su confianza los operarios tendrían que esparcir el suelo de gominolas en lugar de granos de maíz, pero eso son cuestiones técnicas menores.

Yo no sé si el autor pasa con frecuencia por allí, o si está intentando resolver la cuestión de manera infructuosa, pero a menos que alguien lo remedie, les digo yo que algún cineasta local empezará haciendo sus pinitos en el mundo del corto con una creación teniendo como protagonista la obra citada. Ya les adelanto el título: “La increíble historia de la escultura menguante”.
De momento, y mientras no se solucione el caso, yo solo pido una cosa a título personal: que no me hablen de plagas, de animales peligrosos, de especies invasoras. Que no me hablen de todo eso, que todavía la tenemos.
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© abril 2007
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lunes, 8 de enero de 2007


PONTE EN SU LUGAR,
NO EN SU PIEL

Todavía mucha gente cree que los malos tratos a los animales se limitan a algunos casos aislados tras los que siempre se encuentran protagonistas desequilibrados y perversos. Pero la verdad es que la violencia que sufren los animales en nuestra sociedad no es precisamente un fenómeno aislado, sino una realidad cotidiana e institucionalizada. Los seres humanos causamos daño a los miembros de las demás especies en campos tan diversos como la caza deportiva, la experimentación industrial y médica o en la explotación para carne. También a través de multitud de espectáculos públicos como las corridas de toros o los encierros, o para obtener sus pieles. En realidad, todas estas realidades sólo son posibles si funcionamos mediante un determinado esquema mental que las convierte en el “orden natural de las cosas”. Sólo si consideramos a los animales como simples recursos a nuestra disposición, en definitiva. Un sistema de valores como éste nos permite apartarlos de nuestro círculo ético y tratarlos como objetos inertes en lugar de cómo lo que de verdad son, seres sensibles capaces de experimentar dolor de la misma manera que nosotros los humanos, y de sufrir por lo tanto estados de estrés y de angustia severos.

La explotación y matanza de animales para aprovecharnos de su piel es cada vez más conocida por el gran público gracias a las constantes campañas llevadas a cabo por las diferentes organizaciones defensoras de los animales, y está siendo en consecuencia cuestionada por una parte significativa de la sociedad, en especial el apartado que hace referencia a la llamada industria de la peletería de lujo. A pesar de ello, no sería justo dar la espalda a otras realidades como el negocio del cuero o de la lana, ni desde luego las que explotan a animales hacia los que tenemos una escasa empatía, como es el caso de los reptiles. Pero, ¿cuál es la realidad de toda esta industria y cuáles las consecuencias para sus millones de víctimas? A través de este artículo se intenta ofrecer a la opinión pública una visión real y descarnada de la trastienda de una industria infame, que en ocasiones se dota de una propaganda tan interesada como falsa para distorsionar la realidad y dulcificarla con vistas a tranquilizar las conciencias de los consumidores y obtener así los mayores beneficios posibles, sin tener en cuenta los padecimientos de zorros, visones, terneros, ovejas, cocodrilos, armiños, y un sin fin de animales a los que se despoja de su abrigo natural para confeccionar prendas de las que podríamos prescindir si tan solo pusiéramos un poco de interés en colocarnos en su lugar, aplicando un elemental ejercicio de empatía. De ahí el título: “Ponte en su lugar, NO en su piel”.


La industria peletera,
un negocio inmoral

Hubo un tiempo en el que resultaba imprescindible causar daño a los animales para obtener algunas cosas de ellos, entre otras su piel. Se trataba de un mero ejercicio de autodefensa. Pero son épocas ya muy lejanas, que nos retrotraen a escenas prehistóricas. Nuestro sentido de la ética debería habernos hecho entender que vestir la piel de otros pertenece a capítulos superados de nuestra historia evolutiva. Sin embargo, el egoísmo propio de nuestra especie aflora de nuevo para hacer de la industria peletera un negocio que sólo consigue satisfacer la vanidad de las personas que visten el producto final. La industria de las llamadas pieles de lujo está concebida para obtener la piel de los animales explotados, objeto de gran valor en el mercado de las vanidades, lo que convierte a este negocio en algo éticamente sucio. Los animales que nutren la demanda provienen principalmente de dos fuentes: o bien del entorno natural, o bien de granjas específicamente diseñadas para el manejo y sacrificio de los animales. A pesar de que la propaganda peletera muestra especial interés en que la gente crea que ya no se capturan animales en libertad, lo cierto es que cada año varios millones de ellos caen en trampas de todo tipo, que les provocan unos sufrimientos atroces. Hasta no hace muchos años, la piel proveniente de este tipo de capturas engrosaba una buena parte del mercado, con lo que, siguiendo una lógica mercantilista, no resulta fácil resistirse a perder tan suculento negocio. Por ello, siempre se encuentran las vías adecuadas para introducir en el circuito grandes partidas de pieles cuyos legítimos dueños vivían en libertad. La existencia de estos seres cambia para siempre en el momento en que tienen la fatalidad de pisar la trampa. El susto inicial apenas dura un segundo, para dar paso a un insoportable dolor físico. La reacción natural es tratar de zafarse inmediatamente del endemoniado objeto (sea éste un lazo de cuerda o un cepo metálico), que comienza a rasgar la piel y los músculos de la zona afectada. Esta infructuosa lucha dura por lo general horas, y el hecho de que los animales no consigan entender qué les sucede no hace sino aportar una cuota de sufrimiento psicológico añadido. La respuesta de la víctima puede observar ciertas diferencias en función de la especie, pero, por lo general, llega un momento en que los animales se abandonan a su suerte, entrando en lo que científicamente se denomina "síndrome de claudicación". Aunque el sufrimiento sea extremo, poco más pueden hacer. O tal vez sí. Comenzar a roer su propio miembro hasta seccionarlo, liberándose así de la trampa. Las heridas así provocadas son tan severas que lo más probable es que se produzca una necrosis, con la consiguiente infección y muerte. El proceso dura semanas, y en realidad convierte a los últimos días del pobre animal en una lenta y dolorosa agonía. Aquellos que consiguen sobrevivir a este trauma, se convierten en unos discapacitados y quedan permanentemente en inferioridad de condiciones respecto a sus competidores, con lo que su futuro siempre será incierto. Y a quienes no consiguen quitarse el cepo o el lazo, lo mejor que les puede suceder es que el trampero aparezca cuanto antes y acabe con él. Lo malo es que esto puede suceder hasta varios días después del chasquido inicial. El objetivo último del operario es claro: no dañar la piel. En consecuencia, utilizara cualquier método para que el "material" quede intacto. Apalear su cabeza o ponerse encima para ahogarlo puede no ser muy estético, pero funciona. El sufrimiento que se inflija al animal carece de importancia. A toda esta locura deben añadirse ciertos "efectos colaterales", como la destrucción de familias (muchos animales se emparejan para toda la vida) o la muerte por inanición de los cachorros que puedan estar dependiendo en esa época de los padres.
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La “piel ecológica”,
un engaño propagandístico

Bajo la etiqueta de "piel ecológica" (es la que se usa para denominar a la que procede de animales criados en cautividad) se esconde un cruel engaño a los consumidores, a los que se transmite la idea de que, mientras el producto no provenga de animales silvestres y en consecuencia no contribuya al desequilibrio del medio y a la desaparición de especies, el comercio es moralmente legítimo. Pero si mucha gente conociera las condiciones de vida que tienen que soportar los inquilinos de las granjas de producción, tal vez se lo pensarían dos veces antes de adquirir una prenda de vestir o un complemento estético. La cruda realidad es que la piel "ecológica" deja tras de sí una cantidad de sufrimiento notablemente superior a la que podríamos denominar "silvestre", por la sencilla razón de que los animales estabulados deben soportar durante toda su vida una explotación extrema.
Una fórmula eficaz para evaluar tal situación consiste en comparar su vida en libertad y la que se les ofrece en su eterno encierro. Así, mientras en su medio natural suelen recorrer grandes distancias, en las granjas su territorio se limita a una jaula infecta que tienen que compartir con otros compañeros. El carácter solitario de algunas especies hace que el hecho de tener que convivir constantemente con otros individuos suponga para ellos una tortura añadida. Las especies acuáticas jamás tienen acceso a nada que se parezca a una charca o a un río, y deben sobrellevar temperaturas extremas tanto en verano como en invierno. Ni que decir tiene que en libertad este tipo de contratiempos son fácilmente solventados guareciéndose en sus madrigueras o buscando zonas climáticas más benévolas. Nada de esto es posible en cautiverio. Por otro lado, hay que tener en cuenta que los animales silvestres son por lo general muy asustadizos, pero que en los barracones no tienen posibilidad alguna de huir de aquellos a los que consideran enemigos. Pensemos también en su morfología. Por ejemplo, las patas están adaptadas al medio en el que desarrollan su vida natural, pero en la jaula el suelo es de rejilla, para que las heces caigan directamente fuera de ella, facilitando así la labor de los operarios. Las patas se llagan y se infectan, pero por lo general la hora del sacrificio llega antes que la muerte por gangrena, por lo que no reciben ningún tipo de cuidado. El negocio es el negocio. Se trata de animales carnívoros, que capturan a sus presas, mientras que en cautividad reciben una alimentación basada en papillas, lo que les provoca constantes diarreas y trastornos digestivos. Pero lo que importa es el producto final, la piel, y para ello el último paso es el sacrificio. Este episodio, como no podía ser de otra forma, se convierte en una chapucera brutalidad. Los métodos utilizados tienden siempre a no dañar la piel, por lo que estos desdichados animales acaban sus vidas en una cámara de gas (en realidad, una cutre instalación cerrada a la que se conecta el motor de un coche en marcha), electrocutados, o simplemente estrangulados. En una situación de violencia tan extrema, resulta comprensible que las víctimas intenten de escapar o zafarse de sus torturadores, por lo que éstos prefieren evitar ser mordidos manipulándolos sin ningún tipo de consideración ni cuidado. Desde la óptica del empresario, no tiene sentido ralentizar el proceso si ello significa pérdidas económicas. Todo vale en la industria de la peletería de lujo. Incluso la manipulación genética para obtener animales con mayor superficie de piel, patas más cortas, aunque sea a costa de que apenas pueda andar y sean casi ciegos.

Cualquiera de las circunstancias aquí relatadas constituiría por sí sola una importante contrariedad para sus víctimas, y haría que su bienestar se resintiera de forma notable. Pensemos por lo tanto en las consecuencias de todos estos hechos juntos. La conclusión no puede ser otra que la de que sus vidas se convierten así en una miserable experiencia.


Cuero, lana, marroquinería…

Cuando desde el discurso animalista se hace referencia a la industria de las pieles, por lo general se entiende que se trata del negocio de las llamadas "pieles finas" o "de lujo", es decir, aquellas cuya adquisición responde más a un consumo caprichoso que a verdaderas necesidades de primer orden, como puede ser el hecho en sí de proteger nuestros cuerpos con prendas de abrigo. Sin embargo, parece claro que la piel de los terneros y de las cabras –o la lana de las ovejas– tiene para ellos la misma función que para visones o armiños, por lo que resulta en principio plausible la postura de quienes rehúsan utilizar todo tipo de prendas de origen animal. Siendo así, tampoco debemos olvidar que, en el caso de las pieles que provienen del matadero, el factor limitante no es tanto la piel (considerada como un subproducto cuyo valor económico supone aproximadamente un 15% del total) sino el boicot a la carne. La verdad es que bien podríamos prescindir de no pocas de las prendas de cuero que de las que habitualmente hacemos uso, como cazadoras, cinturones o bolsos. Incluso en el aparentemente difícil apartado del calzado empiezan a aparecer interesantes artículos fabricados con materia prima sintética de buena calidad.

Por otro lado, mucha gente piensa aún que no hay nada de malo en la lana, dado que para su obtención no se sacrifica al animal. La realidad es bien distinta, puesto que el proceso de esquilado se realiza sin ningún tipo de cuidado, con lo que no es raro que muchas veces se produzcan heridas e incluso el corte de los pezones, provocando severas heridas que desde luego nadie se ocupará de tratar adecuadamente, porque ello implica el empleo de recursos humanos y por lo tanto económicos. Desde un punto de vista de la rentabilidad del negocio, es preferible que algunos ejemplares mueran por infección que prestarles atención veterinaria.

Mención especial merece el mercado de las “otras pieles”, entre las que se incluyen las de cualquier animal susceptible de rentabilidad comercial. Así, en los comercios de nuestras ciudades pueden verse objetos confeccionados con piel de avestruz o de distintas especies de reptiles. En el caso de estos últimos la crueldad es aún mayor, por la propia naturaleza de los animales, que no son capaces de transmitirnos sus emociones con la misma eficacia que los zorros o las chinchillas. Ello convierte a la operación de sacrificio y despellejado en un escenario dantesco. Casi sin excepción, se desprende la piel de sus cuerpos mientras permanecen vivos y perfectamente conscientes y acaban muriendo por shock traumático.

Y por último, no podemos olvidarnos de una industria que tiene como protagonistas a animales que en el mundo industrializado son considerados de compañía, y por lo tanto miembros emocionales de nuestras familias. En efecto, de diversos países asiáticos se exportan desde hace tiempo a Europa y EEUU una importante cantidad de objetos confeccionados con pieles de los que un día fueron perros y gatos. Incluso se llega a dar la cruel paradoja de que algunos de estos artículos se conciben como juguetes precisamente para nuestros perros y gatos.

Pensemos ahora en las cifras, pues se trata de un apartado simplemente escalofriante. Es obvio que para la confección de la mayoría de las prendas de vestir no basta con un solo animal. Dado que de toda la superficie corporal únicamente se aprovechan algunas partes, la realidad es que son muchos los individuos que se necesitan para obtener una sola de las prendas que se exponen en los escaparates de las tiendas. Dependiendo de la especie, pueden ser necesarios hasta varios cientos de animales (seres sintientes, individuales, únicos e irrepetibles) para un abrigo. Si la vida y el bienestar de uno solo de estos animales es en sí valiosa para él, pensemos lo que significa la muerte y el dolor para los varios cientos de millones de animales que mueren cada año a causa de la demanda social de la piel.


¿Qué podemos hacer?

Debemos ser conscientes de que las situaciones aquí denunciadas no se producen porque sí, sino que responden a una demanda social. Es ésta la que desencadena todo el proceso, por lo que si queremos contribuir a erradicar cualquier realidad que afecte a animales inocentes, es imprescindible que la gente se implique y adquiera un mínimo compromiso. Cada cuál elegirá el grado y la manera de involucrarse en el mismo. Es evidente que hay determinadas prendas que no solo resultan superfluas sino que además alcanzan elevadísimos precios, por lo que lo más razonable es empezar por rehusar su compra. Se trata de todos aquellos productos que tienen como fin último la obtención de la piel del animal: la llamada alta peletería.

En realidad, cualquier grado de compromiso beneficia a los animales implicados, y mientras no resulta sencillo encontrar determinadas prendas de vestir que no estén confeccionadas con cuero, la mayoría tienen ya en el mercado productos que los sustituyen, y con frecuencia a menor precio. Por todo ello, deberíamos plantearnos en serio si queremos seguir contribuyendo con nuestro dinero a convertir la vida de millones de seres sensibles en una experiencia miserable, o asumir nuestra responsabilidad ética y optar por un consumo más solidario. Conviene no olvidar que en nuestras manos está ser parte del problema o parte de la solución.
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© enero 2007
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