lunes, 29 de diciembre de 2014

 


COMO QUEDAR ATRAPADOS EN MEDIO DE UN BOMBARDEO

 

Uno de los pocos recuerdos agradables que conservo de mi niñez es el olor a pólvora, asociado siempre a la traca que se quemaba cada tarde en una plaza céntrica de mi ciudad, con motivo de las fiestas patronales. Un enjambre de muchachitos inquietos nos agolpábamos en la trayectoria de la ristra por ver si atrapábamos alguno de los juguetes que de allí colgaban: cuchillos Arapahoes, machetes Sioux, penachos de plumas cherokees… Siempre supuse que el ayuntamiento tenía una especie de convenio comercial con las tribus indias americanas, pero es algo que nunca llegué a confirmar. Cosas de críos, supongo.

Sin embargo, hoy es el día que mantengo una más que pésima relación con toda suerte del citado material, sea este en forma de `inocentes´ petardos o de bombetas de inusitado calibre. Porque hay que reconocer que esto ha derivado en una locura colectica de difícil explicación. O acaso simplemente responda a la idiotez coral a la que nos apuntamos enseguida y sin preguntar. Yo no sé ustedes, pero un servidor recuerda que, no hace tanto, la llegada del Año Nuevo se celebraba –además de con el consabido espumoso y las malditas uvas– con el lanzamiento de una discreta cantidad de tracas y artilugios semejantes; durante media hora, no más; y luego la gente se dedicaba al condumio desaforado y a lanzarse pullitas entre familiares, lo clásico en Navidad. Pero de un tiempo a esta parte la cosa se ha desmadrado de tal forma que apenas entrada la última tarde del año ya se sufren a los pequeños dinamiteros haciendo uso por doquier de artefactos explosivos. Así, es habitual que a veces un poco hábil lanzador vea cómo algunos de sus deditos abandonan sin previo aviso la mano donde siempre estuvieron. Los medios dedican ya en sus primeras ediciones anuales un espacio específico a los “accidentes” de este pelo, que en ocasiones van mucho más allá de la pérdida de miembros menores para llegar al fallecimiento del protagonista. A tal punto que no son pocos los municipios españoles que se han visto obligados a regular e incluso prohibir el manejo de según qué material pirotécnico en señaladas fechas.

Con todo, no suelen mencionarse en las normativas a las víctimas animales (tanto domésticas como silvestres), que sufren no obstante la fiesta como un auténtico infierno. En efecto, se contempla ya como una hipótesis razonable el lanzamiento de bengalas en la muerte masiva de aves, cuyos cadáveres “llovieron” de forma misteriosa en algunas zonas urbanas de Estados Unidos coincidiendo con determinadas celebraciones. Y las dudas se disipan por completo en el caso de los animales domésticos, quienes viven a menudo dichas festividades como una experiencia por completo traumática. Hay casos en los que la familia ha optado por “emigrar” durante el tránsito de año a la cabaña del bosque, por evitar la pesadilla al Toby de turno, y de paso al clan entero. Porque, en palabras de un profesional, para ellos “Es como quedar atrapados en medio de un bombardeo”. Nos parecen descorazonadoras –con razón– las imágenes de niños perdidos en medio de conflictos bélicos, pero no es muy diferente el desasosiego de un perro huyendo hacia ninguna parte tras percibir el estruendo del bombazo. Por citar algunos ejemplos documentados de la ciudad donde vivo, diré que una perra conocida se lanzó desde el balcón desquiciada por el petardeo. Tuvo la suerte de rebotar en un toldo, y “solo” se fracturó una pata: coja de por vida. También Ona salió despavorida en plena madrugada de Año Nuevo, y nada supieron de ella hasta marzo, cuando apareció fotografiada en la prensa local con su nueva familia de acogida. Peor le fue a otro can, al que su familia estuvo buscando durante meses en diarias batidas por distintos barrios, sin resultado. Podemos imaginar lo que esta gente pasó y sigue pasando después de aquello. ¡Qué dolor y qué rabia por algo tan absurdo!

Hay que acabar con esta locura. Que quien tiene potestad para ello prohíba de una vez por todas el uso indiscriminado y general de material pirotécnico. Por el bien de todos. También de los humanos, pues ya me contarán qué gracia tiene que te explote un artefacto de los gordos debajo de casa en plena convalecencia quirúrgica, o que simplemente te machaquen los oídos hasta bien entrado el día. Por no hablar de la quema de contenedores, de automóviles aparcados, o incluso de edificios enteros…

Un colectivo animalista solicitó hace años al Síndico de Vitoria-Gasteiz que el Ayuntamiento restringiera de manera drástica el uso generalizado de material pirotécnico durante la Nochevieja, y la Recomendación fue contundente: con un cuarto de hora, suficiente. El consistorio tardó un par de años (y unas cuantas reuniones con los “pesados” animalistas) en tomar nota, pues las Recomendaciones no son vinculantes, sino meramente orientativas. Pero ya en las pasadas fiestas navideñas emitió un Bando al respecto, recogiendo nuestras reivindicaciones y la solicitud del propio Síndico; y, lo que es aún mejor: mencionando en el texto a los animales como uno de los colectivos afectados. Por supuesto que el Bando no tuvo la eficacia práctica deseada (¿quién controla a una horda de desquiciados en plena efervescencia etílica?), pero sin duda la tendrá de forma paulatina en venideras ocasiones. Pues esto, como todo, requiere de empeño y paciencia en sus correspondientes dosis.


[*] Escribí este artículo para la sección El caballo de Nietzsche, un blog animalista dentro de eldiario.es.


! diciembre 2014



viernes, 26 de diciembre de 2014

 


CELIA: ¡ADÓPTALO!

 


Salta Celia de contenta, sacudiéndose todavía el notición: ¡le ha tocado el Gordo de la Lotería! A ella y al resto de la familia, porque, al parecer, era costumbre de la casa repartir el mismo número desde la época de los abuelos. La fidelidad reparte al final justo premio. Es lo que tiene regentar una administración de lotería y que caiga ahí un porrón de pasta. ¡Santa bolita! Celia es veinteañera y ya millonaria. Se lo apunta la periodista, y ella no lo niega, embargada por la emoción como está.
–“Así, a bote pronto… ¿qué vas a hacer con el dinero?”.
–“¡Uf! Aún no lo sé… Seguro que un viaje a Nueva York… ¡Y a lo mejor comprarme un perro!”.


Celia, mujer… no lo compres. Adóptalo, ahora que estás forrada. Precisamente ahora, no lo compres.


Quizá conozcas los escalofriantes datos que con frecuencia nos ofrecen los medios de comunicación, pero, por si acaso, te los recuerdo: unos cien mil perros son abandonados en nuestro país al año, sin que la mayoría de ellos tenga la suerte de encontrar un hogar decente donde poder ser feliz y desarrollar todas sus capacidades emocionales, que son muchas. Es decir: se les niega esa segunda oportunidad que sin duda merecen, para aprender que no todos los humanos somos iguales. Al mismo tiempo, docenas de miles de perros son adquiridos en criaderos a precios astronómicos. En realidad, y tenidos en cuenta ambos escenarios, entiendo que pagar un solo euro sería ya desorbitado. Con toda seguridad has entendido lo que trato de transmitirte: mientras docenas de miles de seres inocentes han de ser sacrificados, otras tantas docenas de miles son adquiridos en criaderos profesionales (asumidos como simples negocios, donde el factor principal es la rentabilidad, qué si no). Hay algo aquí que no funciona como debiera. Si toda aquella persona que siente la necesidad de convivir con un animal lo adoptase de un albergue, el escenario sería muy distinto para ellos.

No lo compres, por favor. La adquisición de animales alimenta no solo un negocio carente de toda ética, sino que estimula la imagen de los animales como simples artículos de consumo. Lejos de ser así, los animales son amigos. Y estarás de acuerdo conmigo en que los amigos no se compran, sino que se ganan. Puedo asegurarte que jamás te arrepentirás de haber tomado la decisión que te sugiero. ¡Jamás!

En un párrafo anterior usé el término “suerte”, y lo subrayé. Hay una buena razón para ello. Tú, que has sido agraciada con la suerte de la lotería este año, por puro azar, y que has repartido a su vez esa suerte entre tus clientes, puedes decidir regalar la mayor suerte del mundo a un inocente: me refiero a una vida digna en una familia igual de digna. ¡Casi nada! No te costará encontrar páginas de entidades protectoras locales que ofrecen perros maravillosos. Lo que si te costará será decidirte por uno (o una), porque cuando se les mira a los ojos algo de ellos y ellas queda para siempre en nuestros corazones.


Estas Navidades han comenzado muy bien para ti. Ahora tienes la increíble oportunidad de hacerlas perfectas. ¡Adóptalo!



[*] Este artículo fue publicado en el magacín AllegraMag.


jueves, 18 de diciembre de 2014

 


¡PODEMOS SER PAPÁ NOEL PARA LOS ANIMALES SIN HOGAR!


Tal vez haya alguien entre quienes leen estas líneas que tenga pensado comprar un animal estas Navidades. Espero que, una vez leído el texto, haya decidido pensárselo dos o tres veces… ¡y cuánto mejor si se le ha quitado la idea de la cabeza!

Según las estadísticas, durante las pasadas fiestas navideñas se compraron como un cuarto de millón de animales, en su mayor parte de manera compulsiva. Las consecuencias que ello acarrea tanto a las víctimas directas como al medio ambiente es aún poco conocida para la opinión pública. Por lo que respecta al medio, han de tenerse en cuenta las llamadas especies exóticas (también conocidas como alóctonas); es decir, las que no son naturales de un lugar dado. En la práctica, podríamos estar hablando lo mismo de reptiles, que de roedores, anfibios o insectos, entre otras. Como todo negocio, el de las especies exóticas considera a los animales meros objetos de consumo, y por eso mismo no tendrá en cuenta sus intereses (necesidades): no importa si una parte del montante total muere si las cuentas finales cuadran. Por tanto, no nos engañemos: las ranas, las ardillas o los lagartos que se exhiben en los escaparates no son sino un ínfimo segmento del terrible expolio biológico. El resto murió porque no pudo soportar las condiciones de captura, confinamiento y traslado. Así de simple; así de espantoso.

Una vez en casa, lo habitual es que al comprador se le vaya pasando el subidón inicial, de tal suerte que ofrecerá a su invitado una cada vez menor atención. Lo que para amigos y familiares fue al principio un atractivo entretenimiento se acaba convirtiendo más pronto que tarde en algo tedioso y repetitivo. De hecho, una parte significativa de dichos animales acaba en el contenedor de basura, algunos aún vivos. Otras veces son liberados por sus dueños –acaso sin atisbo de mala fe– en un paraje local, sin tener ni idea de que, desde ese mismo momento, la administración les ha colocado ya la fea etiqueta de “invasores”. Podemos imaginar cuál será el futuro de esos animales inocentes. Al hilo de esto, conviene recordar que todos los ayuntamientos vascos (y con toda probabilidad los españoles) están obligados por ley a solicitar a las tiendas del ramo informes trimestrales que contengan datos como: entradas, salidas, origen de los animales e identificación de los compradores (Ley Vasca de Protección Animal 6/1993, Artículo 21). Si este punto se hiciera cumplir a rajatabla, tendríamos una herramienta ciertamente eficaz para gestionar el problema. Pero no se conoce ni un solo ayuntamiento que lo cumpla. Siendo así, podemos preguntarnos si acaso a estos les asiste algún derecho moral para eliminar a los [inocentes] animales. O si lo tienen para organizar pomposas jornadas que tratan el tema. Que cada cual se conteste.


En el caso de los animales de compañía, cabe destacar que solo merecen tal nombre perros y gatos, pues ambos han perdido ya el nicho ecológico a lo largo de su historia genealógica (o quizá sea más justo decir que “nosotros se la hemos arrebatado”). Pero, además, porque los perros y los gatos son nuestros amigos, o al menos así deberíamos considerarlos. ¡Y cualquiera sabe que los amigos no se venden! Si queremos conseguir un amigo humano, tenemos que tratar de ganárnoslo, ofreciéndole nuestra confianza y esperando lo mismo de él. Porque la amistad es un ejercicio basado en el afecto mutuo. ¿O no?

Cuando tratamos de animales, sin duda la mejor opción es adoptarlos. Son muchos los que nos esperan con las patas abiertas en los Centros de Acogida, y les haremos un enorme favor al ofrecerles una segunda (o enésima, según casos) oportunidad. Al fin y al cabo, aceptemos aquí también que se trata de un favor mutuo. Quien convive con un perro lo sabe bien: ellos no tienen dobleces, y aprenden rápido a agradecer el regalo. Estando las perreras (¡horrible nombre!) a rebosar de amigos, comprarlos no tiene sentido lógico alguno. Y menos aún sentido ético.

Dicho lo cual, desde entidades como ATEA sugerimos tres reflexiones básicas:

1 | Aceptemos que solo hemos de percibir como “animales de compañía (de familia)” a aquellos que carecen de un sitio en la naturaleza: esto es, gatos y perros. Dejemos vivir a los demás donde de verdad les corresponde, pues es lo que quisiéramos para nosotros mismos.

2 | En el caso de que decidamos convivir con una animal, jamás paguemos dinero por él, pues ello lo convierte en burdo artículo de consumo.

3 | Aumentemos la familia trayendo a casa estas Navidades un amigo peludo. Le haremos un inmenso favor al ofrecerle esa segunda oportunidad que sin duda merece.


¡Podemos ser Papá Noel para los animales sin hogar!


[*] Este artículo fue publicado en su versión original por el periódico BERRIA.


viernes, 12 de diciembre de 2014



ANIMALIEK ESKUBIDERIK OTE?


Datorren asteazkenean ospatzen da Animalien Eskubideeen Nazioarteko Eguna. Horrela esanda, oso gutxi erakarriko du, ideologia guztiek baitaukate ospakizun egun bat (batzuek, gehiago). Baina, datan ohartuz gero, ikusiko dugu abenduaren 10az ari garela. Bai: Giza Eskubideen Nazioarteko Eguna. Zergatik izaki talde desberdinen eskubideak aldarrikatu egun berean? Irakurleoi ez ezik, neure buruari ere egiten diot galdera. Eta, jakinda dudanez, joan den mendearen azken partean hartutako erabakia dugu. Argi dago proposamenak berak dakarrela nolabaiteko probokazioa; baina, horrela balitz, probokazio didaktikotzat hartu beharko litzateke, ene ustez. Normalean kontuan hartzen ez dugun errealitate bat erakutsi nahi digulako: geu ere animaliak garela. Askoren gustukoa ez den arren, halaxe da: animaliak gara, etengabe eta ehuneko ehunean. Ez dago landare jaiotzen den eta txakur (edo gizaki) zendu egiten denik. Ez eta «bakarrik asteburuetan» animalia denik ere. Azpimarra dezagun arestian esandakoa: animalia jaiotzen dena (garena), betiko eta oso.

Gaiaren ardatza ezagututa (benetan?), onartu beharko dugu animaliei buruz ari garenean gizakiak ez diren animaliei buruz dihardugula. Gu geu beste edozein bezain animaliak baikara, gutxienez ikuspuntu biologiko batetik azterturik. Baina artikulu honek animaliek (gizon-emakumeez kanpokoek) eskubiderik daukaten argitzea du helburu. Akaso galdera zuzen batek erantzun zuzena behar luke, bai. Baina esparru filosofiko batean mugitzen garen heinean, onar dezagun auzi orok dakarkigula ondorengo galdera: zergatik eskubideak animalientzat? Neuk era xume batez erantzungo nuke: haientzat onak direlako. Eta ausartuko nintzateke esatera, geuretzat ere bai.

Eskubide bat tresna morala besterik ez da. Baina xehetasun bat gehi genezake: justizia (norberari dagokiona eman) banatzeko tresna morala. Nolakoak gure beharrak (interesak), halakoak gure eskubideak. Izan ere, eskubidea da justizia banatzeko inoiz aurkitutako tresnarik eraginkorrena, zalantzarik gabe (edo oso zalantza gutxiz, behintzat).

Beste gauza bat da zer-nolako eskubideak edukitzea merezi duen bakoitzak (animalia edo gizakia den). Alde horretatik, azpimarratu behar da norberak eskertuko duela estimatua duen hori guztia bermatzeko gai den eskubidea. Erabat zentzugabea litzateke Euskadiko edozein herritarrek Orinokoko ibaialdean bizitzeko eskubidea eskatzea, horrek haren oinarrizko interesak betetzen ez dituelako. Baina zentzu garbi eta osoa luke horrexek yanomamo batentzat. Beraz, eskubide jakin bat arrazoizkoa den jorratzen dugunean, arrazoizko galdera honako hau izan liteke: zer-nolako eskubidea eta norentzat den. Auziaren mamitik iheska saiatzen ari garela ematen badu ere, ez da horrela. Ez eta gutxiagorik ere!

Orain arte hemen utzitako hausnarketak kontuan edukita (zertarako utzi, bestela?), ekin diezaiogun adibide praktiko bati. Zer-nolako eskubidea(k) izan behar ditu katu batek? Urtero hilabeteko oporraldia edukitzekoa? Ez! Katu bati berdin diolako honelako eskubidea edukitzeak ala ez. Udal hauteskundeetan bozkatzekoa? Ezta ere! Katu bati berdin diolako bozkatzeak ala ez. Inork [arrazoirik gabeko] ostikada bat ez ematekoa? Horixe bai interesgarria harentzat! Haren osotasun fisikoa (ezer baliagarriagorik?) bermatzen duelako.

Laburbilduz: [gizakiak ez diren] animaliek eskubideak dituzte. Arrazoizko eskubideak; gizakionak arrazoizkoak izan behar duten era berean. Eta oraindik ez edukitzekotan, eman beharko genizkieke ahalik eta azkarren. Haientzat opari paregabea delako. Eta geure izaera etikoari zor diogulako.


[*] Iritzi-artikulu hau BERRIA egunkariarentzat idatzi nuen.


© 2014 abendua





viernes, 31 de octubre de 2014



CITA OTOÑAL EN BIDEBARRIETA


Es Bidebarrieta el nombre de una calle de Bilbao, en pleno Casco Viejo, que alberga en su tramo inicial a su “biblioteca de toda la vida”, sita en un contundente edificio que tiene bien pasado un siglo, de estilo ecléctico, que es como no decir nada porque de todo tiene un poco. Como tal, la biblioteca ocupa una sala de alto techo, romántica y silenciosa, que para eso es sala de lectura y recogimiento. Pero yo frecuento más el Salón de Actos, en el piso superior, imponente y al tiempo discreto, con vidrieras que por sí mismas merecen una visita. Me acerco allí cada otoño, pues se celebran desde hace algunos años unas sesiones vespertinas (y públicas) de lo más interesantes, creo. Y, además, sé con absoluta certeza que no estaré solo escuchando las ponencias, siendo que desde la platea observa con atención cerúlea Don Miguel [de Unamuno]. Quizá siente nostalgia el viejo profesor de aquella su primera conferencia en lo que era entonces el centro cultural y disidente de la ciudad. Disidente aún lo es, por cuanto se tratan allí los más diversos temas a lo largo del curso. Por ejemplo, la cuestión de los animales, que a eso  voy. 

Este próximo lunes día 3 se inauguran, en efecto, las VII JORNADAS VASCAS DE PROTECCIÓN ANIMAL. Se trata de un foro de opinión en su más estricto sentido, con invitados de todas las tendencias y pareceres, media docena cada año, divididos en tres sesiones: una pareja cada jornada. La primera suele estar dedicada al debate, elemento esencial, entiendo, de toda ideología que se precie. Pero, que se sepa, para cualquier debate se necesitan al menos dos opiniones no coincidentes, y resulta que la administración invitada declinó (ni siquiera me atrevo a decir que “amigablemente”) la invitación para explicar cara a cara su política de exterminio de palomas urbanas. Porque, salvo rarísimas y plausibles excepciones, no hay en España ayuntamiento de cierta entidad demográfica que no tenga establecido un rudo protocolo para eliminar a estas aves. Que, por cierto, son usadas al tiempo por esos mismos consistorios como representación icónica de valores tan virtuosos como la paz y el buen entendimiento. ¡Tiene tela! Una palomita al aire siempre arregla una portada. No obstante, y a pesar de su pomposa etiqueta, los citados ayuntamientos las trampean en masa para después eliminarlas de la misma forma con gases venenosos. Aunque ello conlleve un sufrimiento insoportable, no quiero evitar pensar en toda la escena: en cómo las aves se ven de súbito atrapadas en la jaula; en cómo se manejan por parte de unos operarios desmotivados (desde su mentalidad estándar, ¿por qué tendrían que observar un trato considerado hacia quienes van a gasear apenas unos minutos más tarde?), en cómo las presas se golpean entre sí durante el viaje; o en cómo empiezan a sentir los primeros síntomas del mareo una vez abierta la espita. Y acaso lo peor de todo es que esta razzia –incluso desde su perspectiva técnica– no sirve absolutamente para nada, puesto que pasados unos meses el número de aves en un espacio dado volverá a ser el mismo, mientras la comunidad siga teniendo la misma carga reproductora. Es así que la mera eliminación protocolaria y repetitiva se limita en la práctica a “contentar” a ese fragmento de vecinos que protestan por todo. Podría hablarse de un auténtico “sacrificio ritual”.

Durante la segunda sesión (martes día 4) nos visitará la policía. No, no es que tengamos en mente hacer nada malo. Es que está invitada. Dos curtidos agentes –pertenecientes a la Ertzaintza y al SEPRONA– nos trasladarán en vivo su experiencia profesional en el particular campo de la defensa de los animales: de cómo en ocasiones se encontraron tras una puerta con el infierno en la tierra, o aquella vez que pudieron acariciar, ya recuperado, al mastín que fue no ha tanto un saquito de huesos y terror.

La tercera jornada (miércoles día 5) se dedica a eso que podríamos llamar “la madre del cordero”: la educación. Cuentan algunos que somos lo que aprendimos de niños, y digo yo que también de mayores podemos dar un giro al timón y resetearnos de arriba abajo, o casi. Cuestión de caracteres y de compromiso, como todo en esta vida. En dicha sesión habrá ocasión de escuchar a dos educadores, que lo son por tratar con gente menuda (¡menuda gente!), para tratar de cimentar sus valores en cosas como la empatía, la solidaridad, la ayuda al necesitado: esculpir en ellos una ética global, en definitiva. Así entrarán en la edad adulta con cada, y no habrá necesidad de reseteo alguno. ¡No me negarán que venir a este mundo –o a alguna de sus etapas vitales– con la ética global “de serie” es de lo más práctico!

Olvidaba remarcar un detalle que, por su calado político, no debiera pasar desapercibido: las Jornadas están auspiciadas por el Gobierno Vasco, que encarga su organización a una entidad animalista. Allá cada cual, pero se me antoja que esta apertura de miras debería ser justamente reconocida, visto lo visto y soportado lo soportado. 

Termino el artículo aclarando para los no iniciados que Bidebarrieta significa algo así como “caminos nuevos”. Como amante que soy de la metáfora sencilla, les dejo esta, por ligar de alguna forma el espacio físico, las Jornadas y sobre todo su propósito central: enseñar, aprender… pero sobre todo “aprendernos”. A quienes acudan, bienvenid@s.


[*] Escribí este artículo para El caballo de Nietzsche, el flamante blog animalista de eldiario.es.


© octubre 2014





viernes, 24 de octubre de 2014



PREGUNTAS Y OREJAS CONTRA MANOS DESNUDAS


Por si no había quedado claro a lo largo de las anteriores ediciones, ciertos ciudadanos y ciudadanas lo certificaron el pasado 16 de septiembre en Tordesillas (Valladolid) durante la ejecución sumaria de Elegido. Recibieron a pedradas a un nutrido grupo de personas que protestaba como buenamente podía contra el macabro acto: haciendo piña en un punto del recorrido del reo, mostrando sus manos desnudas, llorando, tragando flemas… Les espetaron insultos (los ya clásicos hijos de puta, vagos, catalanes…), y hubo quien quiso aprovechar la indefensión de algún manifestante mientras era retirado en volandas por fornidos miembros de la benemérita para asestarle una patada en la espalda o un puñetazo en la cara. ¡Muy valientes estos tipos mesetarios!

Como valientes eran los mastuerzos que arrojaban las orejas –imagino que aún calientes– de los becerritos recién torturados sobre el albero por vecinos sin la menor pericia profesional para la práctica del martirio. (Se las arrojaban, en efecto, a los manifestantes que ocupaban la calle con las manos desnudas). Distinto parece un torero con carnet y traje de luces, quien sabe cómo clavar banderillas sobre la espalda del “enemigo”, marearle con la muleta para que los hierros aumenten la hemorragia y se debilite así aún más, meterle hasta los pulmones una espada que le provocará la muerte por pura y simple asfixia, muchas veces ya en el desolladero, comenzado el protocolo de desguace por los operarios. ¿Distinto?  

Quizá me ciegue mi vena animalista, pero veo en estos escenarios algo intrínsecamente perverso. Y “perverso” en varias capas que se superponen, como una suerte de “cebolla envenenada”. Porque a la agresión urdida y letal se suma el desprecio grotesco hacia quienes reivindican el respeto al prójimo, el cambio, la progresía moral. No siendo yo habitual partícipe en dichas manifestaciones, he visto a taurinos bajándose los pantalones ante el grupo de las pancartas, o exhibiendo una castiza “peineta”, o regalando una sonrisa tétrica; eso sí: parapetados siempre por las fuerzas del orden, no vaya a ser. ¿Pero qué problema tiene esta gente para aceptar el escenario de la crítica, continuar su camino, entrar a la plaza y ocupar su asiento; o bajar a la vega e imbuirse en la polvareda que impide ver y sentir, disfrutar de “su” arte, de “su” cultura, de “su” sacrosanta tradición? Con toda probabilidad destapo ahora el tarro de mi ingenuidad, pero pienso que deberían comprender al menos que quienes protestan no lo hacen desde el antojo, sino desde una profunda convicción de que eso está mal. ¿Qué lleva a alguien –seguro que amorosa madre de familia y aún mejor convecina– a “celebrar” la muerte de Vulcano? ¿Es que acaso no se percata de que ello la hace peor persona? Son estos comportamientos los que a mí me causan desazón y una profunda tristeza: el lanzamiento de piedras y orejas contra las manos desnudas; la celebración de la muerte de Vulcano

No entraré en las [para mí] misteriosas razones que impulsan a alguien a jugarse en una mañana lo que no se ha jugado el resto del año, y encima pretendiendo repartir lecciones de activismo a diestro y siniestro. Me quedo con el compromiso ético desplegado esa mañana de septiembre en el páramo vallisoletano, o de madrugada ante las puertas del vetusto coso de Algemesí.

Como era previsible, el escenario acabó estallando en graves desórdenes públicos, recogidos con avidez morbosa por toda suerte de medios de comunicación: rojos, azules, morados y verdes. Supongo que lo ideal para ellos hubiera sido poder presentar un muerto sobre la mesa; y me refiero a un muerto humano, pues bovino ya lo hubo: Elegido tomó el macabro relevo a Vulcano, como este lo hizo a Volante. (Desconozco los nombres de los pobres cachorritos). Y he de confesar que, así, a bote pronto, no me veo yo con autoridad moral alguna para afear la conducta a este grupo de aguerridos animalistas, teniendo en cuenta la grosería del acto, que se defiende desde la sociedad local con la misma cantinela que oyen a sus dirigentes: la tradición. No es desde luego el caso, pero tampoco me vería con dicha licencia si las mismas personas fueran a Tordesillas con mochilas llenas de pedruscos, con la clara  intención de lanzarlas contra los agresores de Elegido y compañía. Llego a comprender que supondría un comportamiento ilegal, como sé que estaríamos ante un acto de pura justicia. Porque ambos no siempre van de la mano. Si la policía puede usar material antidisturbios para “poner las cosas en su sitio”, no alcanzo a entender por qué determinados ciudadanos no han de poder hacer lo mismo para tratar de evitar el linchamiento de un inocente con diurnidad y alevosía. ¿Acaso no estaríamos hablando de un diáfano caso de legítima [auto]defensa? Ahí dejo la reflexión, que tiene un punto provocador; no lo duden. Pero siempre creí en la “provocación didáctica” como herramienta imprescindible en cualquier reflexión de naturaleza ética.

[*] Escribí este artículo para el magacín AllegraMag.




© octubre 2014



viernes, 10 de octubre de 2014



JODIDAS PREGUNTAS TRAS EXCÁLIBUR

  
Pasado el tsunami emocional, llega el momento de la reflexión; de separar el grano de la paja respecto a lo que podríamos denominar Caso Excálibur.

Apenas un mes después de la gran movilización contra el infame Torneo del Toro de la Vega, el mundo vuelve a poner sus ojos en España por algo relacionado con el maltrato animal y con la defensa de sus víctimas. Cientos de miles de ciudadanos han firmado para que no se sacrifique a Excálibur, el perro de la auxiliar de enfermería infectada por el maldito ébola. Responsables sanitarios de la Comunidad decidieron, sin apenas consultas ni aun menor remordimiento de conciencia, el sacrificio del animal, como primer paso de la desinfección de la vivienda. No se sabe [con la necesaria certeza científica] que los perros actúen de vectores biológicos para la trasmisión de la enfermedad, pero ¿qué importa? A pesar de los avances en sensibilidad animalista, los perros siguen teniendo en nuestra sociedad un muy bajo estatuto moral, y es por ello que, desde una perspectiva de rédito político, bien vale una eutanasia a tiempo –por muy arbitraria que sea– que la pérdida de un puñado de votos.

Un nutrido grupo de personas se manifestaron frente al domicilio donde Excálibur llevaba encerrado un par de días, tratando de aportarle un  granito de esperanza, y vomitando al tiempo su rabia contenida por tanto crimen impune. Imagino a esa gente voluntaria de albergues para animales abandonados, donde escasean los recursos y sobran los desheredados. Viven allí como un gran clan, conocen los nombres de cada uno de los residentes, y estos lamen las manos a sus cuidadores como lo que son: ángeles.

¿Van a ordenar el sacrificio de todos los perros de Alcorcón? Porque imagino que serán unos cuantos los que han tenido contacto más o menos directo con los efluvios de Excálibur, como de hecho unos cuantos serán los vecinos que coincidieron con él en el ascensor, en el parque o por la acera. Pero bastante más preocupante que el contacto con el perro es el contacto con su tutora, que al parecer pudo infectarse con un leve roce del guante en la cara mientras se desenfundaba su traje galáctico. ¿Van a sacrificar también a Javier, adhiriéndose al sesudo protocolo del “por si acaso”? Puestos a preguntarse, a uno le entra la desazón y acaba por dudar de si acaso no sacrificaron de facto a los religiosos fallecidos, y nos han colado una versión tan oficial como falsa…

Tocado el fango, pensemos que el perverso caso de Excálibur puede dejarnos ciertos “brotes verdes” en lo que a la ética comunitaria concierne. No es mala cosa que España sea lo mismo ejemplo sangrante de malos tratos a los animales en la misma o similar medida que lo es en el apartado de compromiso y militancia. Por tanto, y siendo gratis, casi mejor si optamos por ver la botella medio llena, reconociendo que hace apenas una década hubiera sido impensable este pollo mediático “por un perro”.

Pongámonos en lo peor. Supongamos que, en efecto, Excálibur fuera no solo portador del virus, sino que su capacidad de transmisión fuera similar a la que de hecho es entre humanos. ¿Cuál es la diferencia entre que te contagie un perro, una salamandra o un cuñado? Desde un plano biológico, ninguna. Desde uno moral, también está claro: que unos son humanos y otros no. En realidad, la simpleza del panorama no ofrece algo distinto a la segregación por causa de raza, sexo o nivel social. La arbitrariedad es siembre arbitrariedad. Y el sufrimiento es siempre sufrimiento.

En mi opinión, no se trataría tanto de cuestiones sociosanitarias –que también– sino más bien éticas. Cada uno tendrá sus razones para preferir la muerte o la vida de Excálibur, y a su vez, dentro de esta última, subsiguientes motivos, que pueden surgir de la mera solidaridad ( sin matices de especie) o del más prosaico deseo de salvar tu pellejo a costa de lo que sea, siempre que sea de los otros. Pero a mí, de momento, lo que más me indigna es que a diario cientos de animales que sufrieron un abandono impune reciban una segunda y definitiva condena: la inyección letal. Simplemente no puede ser que ahora adornen la ejecución de Excálibur con la excusa de la salud pública, mientras un ejército de inocentes pasa por la misma situación porque la Administración no quiere gastarse los cuartos que supone aplicar una estricta justicia. ¡Si no somos capaces de generar más empatía comunitaria, aquí la pensión de las víctimas la pagamos todos a escote!

¿Cómo recibiría Excálibur a esos seres extraños embutidos en ropa espacial? Seguro que al oír los primeros ruidos en la puerta imaginó en su cabecita a Teresa y a Javier con las llaves en la mano, disculpándose por haber tardado tanto y prometiéndole un largo paseo por el parque como desagravio. Seguro que, pasados los primeros segundos, incluso a esos extraños les movió amigablemente la cola. Estaría bien que los operarios nos relataran al detalle el encuentro con un perro potencialmente peligroso que lleva cagándose y meándose en la terraza dos días. ¡Que nos lo cuenten!  

¿Nos mirarán ahora de reojo los miserables de turno cuando paseemos a nuestros perros, como si portáramos al otro lado de la correa un saco infecto? ¿Saldrán ahora en el África Subsahariana a la caza indiscriminada del perro sarnoso? ¿Entenderemos ahora por fin que los perros son para muchos y muchas sus amigos, sus compañeros; en definitiva: su familia? Se me ocurre un montón más de jodidas preguntas tras Excálibur… pero son políticamente incorrectas.


[*] Escribí este artículo para el magacín AllegraMag.



© octubre 2014



viernes, 5 de septiembre de 2014




LOS GANSOS DE LEKEITIO YA NO SUFREN


Se celebra un año más el Antzar Eguna (Día del Ganso) en Lekeitio. Esta localidad de la costa vasca congrega cada 5 de septiembre a miles de personas en el puerto, para ver como los mozos y mozas se cuelgan de los cuellos de las aves hasta decapitarlas con su peso. Hay quien todavía cree que los animales están vivos. Por fortuna para ellos, no es así. La masacre evolucionó hacia formas más “dulces” hace ahora treinta años, cuando –debido sobre todo a una de esas conocidas pandemias, pero quiero pensar que también a la presión animalista– decidieron sustituir a las víctimas por sus correspondientes cadáveres. Pensarán algunos que poco se avanza con el cambio, pues al final se sacrifican de igual forma. Discrepo por completo. Creo que aquella decisión, tres décadas después, se muestra del todo irrevocable, y de hecho las pandemias pasaron, mientras se mantuvo el cambio. A nadie se le ocurriría hoy siquiera sugerir la vuelta a los años negros, que en total sumaron dos siglos y medio largos. Y esto desdice a los que todavía apelan a la tradición para no dar el último paso y sustituir definitivamente a los cuerpos inertes por señuelos de plástico, de goma, o de lo que ustedes quieran; porque, hasta donde yo sé, un muñeco no sufre. Aunque bien estaría que, puestos a ello, colgasen de las cuerdas objetos que en nada recordasen a animales. Ni siquiera a cachorros humanos. ¿Se imaginan ustedes un juego que consistiera en arrancar cabezas de muñecas? Tan cierto es que no habría sufrimiento infantil como que la escena ofendería todos nuestros sentidos, y se entendería que hasta las asociaciones de pediatría (y no solo las organizaciones en defensa de los derechos del niño) pondrían el grito en el cielo por tan grosero proceder.

Por primera vez en trescientos años, el Ayuntamiento deja a la libre elección de las cuadrillas si quieren participar con animales de verdad (muertos) o prototipos artificiales. Y la quinta parte de ellas ha elegido lo segundo. Parecerá poco, pero a quienes estamos bregando con la barbarie humana un día sí y otro también nos parece muchísimo, y vemos en ello un real cambio, una luz a la esperanza. Vale que muchos habrán elegido los muñecos por aquello de la novedad, y otros por hacerse un huequecillo en los medios, pues en esta edición están siendo ellos los protagonistas. Pero seguro que también la ética y la sensibilidad han tenido su peso, porque esto es Euskadi y estamos en pleno siglo XXI. Como seguro es que el porcentaje aumentará durante los próximos años hasta completar el máximo, dado que, en realidad, la verdadera tradición –los gansos vivos agonizando en la soga: “la esencia de la fiesta”– quedó finiquitada mediados los años ochenta.

Estoy convencido de que a los niños y niñas lekeitiarras se les explica hoy de soslayo y con cierta incomodidad cómo eran las cosas hasta no hace tanto, y no serán pocos los que muestren un gesto agrio al oír a sus mayores el crudo relato. Y no pasará tanto tiempo antes de que los chavales de hoy eviten en lo posible tener que contarles a los pequeños del futuro que durante décadas mataron a los patitos para luego decapitarlos en el puerto durante las fiestas locales.

[*] Escribí este artículo para el magacín digital AllegraMag.



© septiembre 2014

jueves, 21 de agosto de 2014



UN INFIERNO SOBRE RUEDAS: DAÑOS COLATERALES DE LA TAUROMAQUIA

Asociamos la tauromaquia con el escenario público de la sangre, la baba y el estertor, todo ello a apenas unos metros del “respetable”. Pero la tauromaquia es mucho más que eso; y con más quiero decir peor: más detestable, más triste, más criminal.

Hay una tragedia que no se plasma en el ruedo, y que por tanto nadie es capaz de maquillar con las consabidas pildoritas sedantes del arte y la cultura. Con frecuencia hay un después de la lidia, cuando la gente fija su atención en el diestro, héroe o villano, para el aplauso o el insulto, según toque. El toro, al derrumbarse sobre el albero, oficialmente derrotado, cesa en su protagonismo. Pero a menudo el morlaco sigue dándose cuenta de todo, aunque su cuerpo ya no le responda, por la sencilla razón de que fue cercenada su médula espinal, o como se llame eso que nos permite a los vertebrados gestionar nuestras extremidades con cierto libre albedrío. A pesar de todo, los pulmones suelen ser unos órganos tozudos, y continúan su labor, para desgracia del animal, que siente así ahogarse; y siente bien, porque la mayoría muere por falta de oxígeno. (Pruebe el lector a dejar de respirar durante unos segundos, y comprobará en carne propia de lo que se habla). Y a veces llegan conscientes al desolladero, lo cual no es óbice para que los operarios den comienzo al protocolo de desguace, pues el siguiente –vivo o muerto– apenas tardará veinte minutos en traspasar la cortina de plástico hediondo.

Y hay un antes. Una tragedia que los toros traen en su mochila biográfica, rumiada en la dehesa, lejos de miradas indiscretas, y de manera especial durante el desconcertante último capítulo de su vida campestre, cuando un buen día aparece en lontananza un cubo tambaleante y móvil, cada vez más grande. Vienen a por ellos.

Está también la tienta, horrenda forma de “calibrar” la bravura del animalito. Porque cuando le horadan por primera vez el cuello es apenas un cachorro vivaracho y desconfiado, que gime de dolor por el escozor de la herida (¿han oído ustedes los desgarradores gemidos?). La tienta no es ninguna broma, y de hecho sus víctimas son sometidas a la preceptiva cura posterior (eviten el vídeo los muy sensibles), para que el desaguisado no derive en severa infección y se recuperen; llegarán así íntegros al cadalso algunos años después. Por la noche, de vuelta con los suyos y el boquete ardiéndole, el cachorro ni se imagina que los humanos ya le han catalogado como “toro para lidia” o “morralla para fiesta de pueblo”.

El transporte del ganado de lidia constituye uno de los aspectos menos conocidos de este crimen, y sin embargo ninguna ejecución podría empezar de manera más vomitiva. Nunca mejor usada la expresión, por cuanto los animales padecen durante el trayecto un auténtico calvario, acostumbrados como están a su repetitiva vida cotidiana. A pesar de que el humano hace ímprobos esfuerzos por convertirlos en unas “malas bestias”, son en realidad pacíficos herbívoros. Y como tales sufren la subida al camión, la estabulación individual y claustrofóbica, flanqueados quizá por colegas con los que establecieron afectos y con quienes tuvieron alguna que otra trifulca, una forma como otra cualquiera de hacerse amigos. Por prescripción veterinaria, los pasajeros bovinos no probarán bocado durante todo el viaje. Tampoco agua. Es la única manera de que el tránsito sea “productivo” y no se produzcan bajas. Sería lógico pensar que, en tales condiciones, los pobres animales deberían perder cierto peso. ¡Hasta cincuenta kilos en algunos casos! ¡Hablamos de la décima parte en apenas unas horas! Es lo que tiene el ayuno forzado, el estrés, los golpes de calor, el miedo, la depresión, el mareo y la diarrea, entre otros factores. Hasta los veterinarios taurófilos (entiéndase el término en el presente contexto) reconocen en sus informes que los animales “salen del cubículo entumecidos, doloridos y mareados” (sic). Admiten de igual forma la situación de estrés de los mismos, y hay quien llega a concluir que, en general, el sufrimiento durante el transporte alcanza mayores niveles que durante la lidia. Yo no entiendo un carajo de betaendorfinas y cortisoles (tampoco en humanos, y me repugna la pena de muerte), pero con llegar a la [obvia] conclusión de que, en efecto, padecen, tengo suficiente.

Hace solo unos días se celebró una corrida de rejones en Vitoria-Gasteiz. Nocturna, para más señas, porque esta gente ya no sabe qué inventar para atajar la desbandada de las plazas. Con el tiempo (y una llamada anónima), nos enteramos de que el evento se cobró un total de nueve vidas inocentes, y no seis, como de costumbre. La prensa no lo recogió (seguro que por simple desconocimiento), pero al abrir la puerta del camión los veterinarios se encontraron con que tres de los viajeros yacían desplomados en el suelo, ya cadáveres. ¿Qué tuvieron que padecer esos animales, fuertes como rocas en origen, para sucumbir de semejante manera? Pues sí: un infierno sobre ruedas.

Es la lidia formal en la plaza –la faena con luz y taquígrafos– la que sale reflejada en crónicas y tertulias. Pero hay unos “daños colaterales” de la tauromaquia que la hacen si cabe más punzante, más dolorosa.


[*] Escribí este artículo para El caballo de Nietzsche, el blog animalista de eldiario.es.



© agosto 2014


miércoles, 23 de julio de 2014



CARRERAS DE BURROS: ENTRE LO PATÉTICO Y LO CANALLA


No son pocos los lugares de la geografía patria donde se celebran “carreras de burros”. Naturalmente, no es que los animalitos queden en un determinado paraje para competir entre sí, pues en tal caso sería cosa suya. Me refiero a las carreras que, organizadas por peñas, cuadrillas, comisiones festivas y demás entidades de similar pelaje, se valen de pollinos para que estos midan su capacidad atlética. ¿Qué hay de malo en ello? “La pregunta habría que hacérsela a los burros”, he oído decir a ciertas mentes preclaras, como si los animales no nos contaran a través de toda una parafernalia gestual sus emociones y su estado anímico. Con todo el mérito de un título académico, intuyo que no se necesita para según qué apreciaciones. De hecho, no se solicita a nadie el título de Pediatría para la pertinencia moral de su denuncia por malos tratos al niño de turno. ¿Qué creemos que ha de sentir un bebé dejado a pleno sol, que además llora y patalea, colorado como un tomate, sino un extremo desagrado (sufrimiento)?

Si, en general, las carreras entre animales promocionadas por los humanos merecen una reflexión en sí mismas, aquellas protagonizadas por determinadas especies se convierten en modelo de escasa virtud moral. ¿Por qué precisamente burros? Acaso esa sea la pregunta clave. Y la respuesta se presenta tan punzante como cierta: porque se trata de animales que en nuestra jerarquía moral ocupan muy bajos estratos de consideración. Se les supone tercos, necios e insensibles, cuando están muy lejos de todo eso, como atestiguan no solo los etólogos, sino todo aquel que haya tenido la oportunidad de convivir con uno de estos animales, y como en cualquier caso debería dictarnos el más elemental sentido común. A los burros les encanta tratar con los suyos, o pegar brincos porque sí, o retozar en la arena; depende. Cosas de burros, en definitiva. Lo que me temo que no les gusta nada es que les trasladen a un escenario festivo (charangas, cohetes, griterío), ante miles de personas, y les obliguen a colocarse en la rampa de salida. Para ello hay que “convencerles”. Y como tienen la [razonable] costumbre de negarse a avanzar hacia lo que presumen desagradable (¿estúpidos?), se les lleva sí o sí, pues al fin y al cabo son meros borricos y no caballos alazanes. El firme de baldosa (con frecuencia mojada) no ayuda, y de hecho sufren una permanente sensación de inseguridad bajo sus patas. Por eso no avanzan por deseo propio. A menos que se tire de ellos mediante sogas o empujándoles del trasero. Pero creo que a eso lo llaman “por la fuerza”.

Quizá la carrera de burros que más proyección mediática tiene sea la que se celebra cada 25 de julio en Vitoria-Gasteiz, pomposa capital de Euskadi –con una Ordenanza Municipal de Protección Animal recién aprobada y más que lustrosa–, que sin embargo se resiste a cerrar página. Es cuestión de tiempo. O mejor diré “de tiempos”, porque en pleno siglo XXI ya no caben ciertos espectáculos, por muy incruentos que sean. Los animalistas llevan años denunciando tan chusco evento, y el pasado año, por primera vez, no se produjeron agresiones físicas a los animales durante la prueba. Hasta el alcalde garantizó en declaraciones públicas que nadie tiraría de los pollinos ni los empujaría. Vale que un alcalde no esté obligado a entender de comportamiento asnal… ¡pero es que hasta el más torpe de la ciudad sabe que un équido colocado ahí, en medio del gentío, se queda quieto-parao, sin saber qué hacer ni para dónde tirar! Bueno, miento… los animales miraban de reojo al camión que les trajo cada vez que pasaban por ese punto del recorrido. Al parecer, solo quienes protestaban se percataron del “detalle”. Sin diplomas acreditativos.

¿Dice algo la normativa proteccionista sobre lo que aquí tratamos? Pues sí. De forma genérica, los distintos textos de aplicación prohíben “Maltratar a los animales o someterlos a cualquier práctica que les pueda producir sufrimientos o daños y angustia injustificados”. Parece obvio que el acto afecta a sus elementales intereses de bienestar. Dice también que no cabe “Imponerles la realización de comportamientos y actitudes ajenas e impropias de su condición o que impliquen trato vejatorio”. No se sabe que los burros, en su medio natural, organicen competiciones con motivo de cada Santiago Apóstol, ni que prefieran hacerlo frente a una multitud y la algarabía general que en privado. Sospecho que, de poder, elegirían quedarse en su parcela, ora pastando, ora echando una siestecita con los colegas. No necesitamos preguntarles, pues ya nos responden con sus ojos, con sus belfos, con sus orejas: están aterrorizados. ¿No les parece? Asimismo, la normativa local proscribe sobre el papel “Utilizar animales en espectáculos que puedan herir la sensibilidad de las personas que los contemplan”. El pasado año fueron treinta los y las ciudadanas (cada cual con su filiación completa) que manifestaron este extremo en una denuncia formal. Los técnicos la desestimaron.

Pero uno, que ya peina canas, prefiere ver la botella medio llena. Pues sepan que hasta no hace tanto a los burros se les paseaba de bar en bar tras la infame “carrera”, que les atizaban sin descanso con lo primero que pillaban, o que incluso se les llegaron a introducir vía rectal hortalizas picantes, por “animarlos” en su cometido. Hoy el espectáculo da sus últimas bocanadas, y sería estupendo que este artículo contribuyera a ello. Sus promotores tienen aún la oportunidad de acabar de manera digna esta lúgubre etapa tomando decisiones dignas y plausibles. De persistir la cerrazón, serán “los tiempos” –y la decencia política– los que les desplacen y cedan paso a aires frescos y modernos. 

Por cierto… ¿de verdad alguien cree que son los animales los que compiten? ¡Claro que no! En realidad, compiten sus jinetes. Aunque sospecho que ni ellos saben con certeza a qué. Porque estos eventos, reconozcámoslo, oscilan entre lo patético y lo canalla. Son patéticos en cuanto que nos retratan –a los humanos– en nuestros más bajos instintos, creando un escenario de dominación. Y al tiempo canalla, pues no se me ocurre otro calificativo para quien, pudiendo divertirse de mil formas respetuosas, elige aquella que molesta, duele y ridiculiza.


[*] Escribí este artículo para El caballo de Nietzsche, el blog animalista de eldiario.es.



© julio 2014