VICENTA
Vicenta no es un nombre figurado, ni su historia una metáfora. Se trata de un ser de carne y hueso (en las propociones que corresponden a una ancianita de su edad).
Vicenta llegó a Vitoria hace unos días en un vuelo procedente de Sevilla. Allí ha pasado sus últimos tres años en uno de esos horrendos lugares conocidos popularmente como “perreras”, y que la Administración trata de dulcificar con el eufemístico nombre de “centro de protección animal”, cuando la realidad es que muchos de ellos no pasan de ser simples antesalas de la muerte, almacenes de animales para los que su mestizaje, tener parásitos o un rabo sin pelo significa una desventaja insalvable a la hora de que alguien los elija para rescatarlos del infierno. En este sentido, Vicenta es, sin duda, la excepción.
Fue abandonada a su suerte cuando ya se encontraba en esa fase vital que en el ámbito humano denominaríamos de manera un tanto cursi “tercera edad”. Con nueve años, deshacerse así de una compañera que ha compartido su vida contigo, es algo más que una burda canallada. Se trata directamente de un crimen imperdonable. Conociendo el desolador panorama de los animales sin dueño en este país, asestarle un certero martillazo en su cabecita hubiera sido hasta un comprensible acto de compasión. Pero seguramente a sus antiguos dueños les hubiera remordido la conciencia si hubieran actuado de tal forma. Preferían dejarla como una caja vacía e irse a su casa a cenar, ver su programa favorito de televisión y a dormir después. La pregunta que a uno le asalta ante escenarios como el descrito es cómo se pasa la primera noche, y la segunda, y si esta gente se acuerda de la Vicenta de turno un mes después de su hazaña.
Con las características de la abuela Vicenta, las posibilidades de encontrar una familia decente se reducen prácticamente a cero. Pero el caso que nos ocupa, convenientemente difundido por la red, ha encontrado una solución a cientos de kilómetros.
La vida ha cambiado radicalmente para ella, y será así para siempre. Imagino a Vicenta tumbada en un cojín limpio (o en el sofá, utensilio doméstico no menos apreciado por los perros que por nosotros mismos), echando una cabezadita tras el paseo matinal, despertándose apaciblemente al notar las pisadas de alguno de sus cuatro compañeros de piso (dos seres humanos y dos caninos), pasando la noche a los pies de la cama o donde le apetezca, comiendo y paseando a la misma hora, que no hay nada más placentero para un perro que la rutina diaria.
Sirva el caso de Vicenta para sacar a la luz por enésima vez la tragedia cotidiana de docenas de miles de perros y gatos que cada año tienen que ser sacrificados por abnegadas entidades protectoras ante la imposibilidad de poder garantizarles una existencia mínimamente digna, o directamente por el ayuntamiento de turno, que con frecuencia reduce el problema a frías estadísticas, gestionando siempre en clave de problema sanitario.
Resulta incomprensible que tras casi veinte años transcurridos desde la impactante campaña del “él nunca lo haría”, sigue codenándose a la miseria a una cifra de animales no muy distinta a la de entonces. Nuestra sociedad ha avanzado en muchos aspectos, estableciendo normas de protección para diferentes colectivos humanos desprotegidos, acompañados de severas penas. Pero parece que la cuestión de la defensa de los animales en general, y en particular la de aquellos a los que sentimos emocionalmente más cercanos, sigue siendo relegado a la categoría de “ideal caprichoso”. La compasión y puesta en práctica de un elemental ejercicio de justicia para ese colectivo zoológico al que denominamos animales continúa siendo la hermana pobre de la solidaridad. Pero se trata sin duda de una situación que cambiará más pronto que tarde, como han cambiado en las últimas décadas otras realidades. En medio de toda esta miseria moral, una inyección de optimismo nunca viene mal.
..Vicenta no es un nombre figurado, ni su historia una metáfora. Se trata de un ser de carne y hueso (en las propociones que corresponden a una ancianita de su edad).
Vicenta llegó a Vitoria hace unos días en un vuelo procedente de Sevilla. Allí ha pasado sus últimos tres años en uno de esos horrendos lugares conocidos popularmente como “perreras”, y que la Administración trata de dulcificar con el eufemístico nombre de “centro de protección animal”, cuando la realidad es que muchos de ellos no pasan de ser simples antesalas de la muerte, almacenes de animales para los que su mestizaje, tener parásitos o un rabo sin pelo significa una desventaja insalvable a la hora de que alguien los elija para rescatarlos del infierno. En este sentido, Vicenta es, sin duda, la excepción.
Fue abandonada a su suerte cuando ya se encontraba en esa fase vital que en el ámbito humano denominaríamos de manera un tanto cursi “tercera edad”. Con nueve años, deshacerse así de una compañera que ha compartido su vida contigo, es algo más que una burda canallada. Se trata directamente de un crimen imperdonable. Conociendo el desolador panorama de los animales sin dueño en este país, asestarle un certero martillazo en su cabecita hubiera sido hasta un comprensible acto de compasión. Pero seguramente a sus antiguos dueños les hubiera remordido la conciencia si hubieran actuado de tal forma. Preferían dejarla como una caja vacía e irse a su casa a cenar, ver su programa favorito de televisión y a dormir después. La pregunta que a uno le asalta ante escenarios como el descrito es cómo se pasa la primera noche, y la segunda, y si esta gente se acuerda de la Vicenta de turno un mes después de su hazaña.
Con las características de la abuela Vicenta, las posibilidades de encontrar una familia decente se reducen prácticamente a cero. Pero el caso que nos ocupa, convenientemente difundido por la red, ha encontrado una solución a cientos de kilómetros.
La vida ha cambiado radicalmente para ella, y será así para siempre. Imagino a Vicenta tumbada en un cojín limpio (o en el sofá, utensilio doméstico no menos apreciado por los perros que por nosotros mismos), echando una cabezadita tras el paseo matinal, despertándose apaciblemente al notar las pisadas de alguno de sus cuatro compañeros de piso (dos seres humanos y dos caninos), pasando la noche a los pies de la cama o donde le apetezca, comiendo y paseando a la misma hora, que no hay nada más placentero para un perro que la rutina diaria.
Sirva el caso de Vicenta para sacar a la luz por enésima vez la tragedia cotidiana de docenas de miles de perros y gatos que cada año tienen que ser sacrificados por abnegadas entidades protectoras ante la imposibilidad de poder garantizarles una existencia mínimamente digna, o directamente por el ayuntamiento de turno, que con frecuencia reduce el problema a frías estadísticas, gestionando siempre en clave de problema sanitario.
Resulta incomprensible que tras casi veinte años transcurridos desde la impactante campaña del “él nunca lo haría”, sigue codenándose a la miseria a una cifra de animales no muy distinta a la de entonces. Nuestra sociedad ha avanzado en muchos aspectos, estableciendo normas de protección para diferentes colectivos humanos desprotegidos, acompañados de severas penas. Pero parece que la cuestión de la defensa de los animales en general, y en particular la de aquellos a los que sentimos emocionalmente más cercanos, sigue siendo relegado a la categoría de “ideal caprichoso”. La compasión y puesta en práctica de un elemental ejercicio de justicia para ese colectivo zoológico al que denominamos animales continúa siendo la hermana pobre de la solidaridad. Pero se trata sin duda de una situación que cambiará más pronto que tarde, como han cambiado en las últimas décadas otras realidades. En medio de toda esta miseria moral, una inyección de optimismo nunca viene mal.
© julio 2004
.(*) Vicenta vivió durante más de cuatro años con su nueva y definitiva familia. Fue todo lo feliz que puede serlo una venerable anciana tras los duros avatares de la vida, con sus manías y sus preferencias, como todo quisque. Conoció lo que es el cariño y el calor de un hogar (en el sentido figurado y en el físico, pues desde el principio se agenció un confortable cojín al lado del radiador más potente de la casa). La abuela Vicenta llegó a posar desnuda para un calendario reivindicativo, todo un lujo. (¡Había que verla desplegando su coquetería durante la sesión fotográfica!). Ella tuvo la suerte que a otros muchos se les resiste, y quizá en su cabecita acabó imaginando que su vida anterior simplemente no existió, que fue un mal sueño.
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