lunes, 7 de febrero de 2005


RAPTADOS DEL PARAÍSO

Tan sólo durante las últimas décadas (pongamos medio siglo) la movilidad de especies silvestres ha sido muy superior a la que ha tenido lugar en los anteriores dos millones de años. Animales que durante milenios han ocupado selvas, océanos y desiertos, viven hoy en salas de estar, cocinas, terrazas de apartamentos o discotecas. La razón es muy simple: la comunidad humana del mundo industrializado ha convertido la compraventa de animales exóticos en un negocio con extraordinarios beneficios, que tiene además el dudoso honor de encabezar la lista de las actividades delictivas más rentables, sólo superado por el comercio de armas, de drogas y de personas. En realidad, esta transacción zoológica a gran escala responde a la lógica consumista que todo lo condiciona en una sociedad mercantilista como la que hemos creado, unido al hecho de que hoy los animales no humanos siguen teniendo el status de propiedad, de simples objetos de intercambio. Las tiendas especializadas del mundo rico se han convertido en un inmenso bazar donde es posible adquirir casi cualquier tipo de animal. Existe un auténtico servicio a la carta, siendo también la oferta publicitaria la que crea tendencias y modas. Si bien es cierto que estamos ante el conocido fenómeno de la oferta y la demanda, debe hacerse la salvedad de que, en el caso que nos ocupa, no se trata de meros enseres inertes, sino de individuos sensibles al dolor físico y al padecimiento emocional.

En realidad, la en apariencia inocente compra de un animal en uno de esos establecimientos conocidos popularmente con el horrendo nombre de “pajarerías” es el desencadenante de todo un engranaje que enriquece a unos y somete a otros a un régimen de esclavitud perpetua, afortunadamente abolido en todo el planeta para la especie humana.
Una buena fórmula para advertir todo el dolor que implica el comercio de animales silvestres consiste en realizar un seguimiento de los protagonistas desde que viven libres en su entorno natural hasta que son adquiridos en el lugar de destino, a miles de kilómetros de distancia. Por lo general, los países de procedencia suelen tener un nivel de riqueza bajo, con lo que resulta sencillo convencer a ciertos ciudadanos para que esquilmen el medio natural en busca de lagartos, aves, ranas, o cualquier animal que pueda ofrecer ganancias económicas. A sabiendas de que todo el proceso implica un fuerte shock que acabará en la práctica con buena parte de las capturas, éstas suelen ser masivas, sin que además se tenga especial cuidado en el manejo de los animales. Muchos de ellos apenas sobreviven a los primeros días de cautiverio, y otros se vuelven inapetentes, por lo que es habitual la alimentación forzada basada en papillas. Lo grosero de la operación hace que a algunos la comida les encharque los pulmones, provocándoles una angustiosa muerte. Las condiciones en las que viajan los supervivientes son simplemente atroces. Hacinados en jaulas, envueltos en papel de periódico o instalados en los más diversos recipientes para sortear las aduanas, no es extraño que el número de ejemplares que llega con vida a su destino sea muy reducido. Dependiendo de la especie de que se trate, el porcentaje de mortalidad llega a afectar a ocho de cada diez animales. Y a los que superan esta etapa les espera una costosa recuperación. En el mejor de los casos, serán adquiridos por personas que, en la medida de sus posibilidades, tratarán de ofrecerles un entorno rico y satisfacer sus necesidades primarias. Sin embargo, todos estos esfuerzos bienintencionados no conseguirán sino una burda caricatura del entorno natural de donde nunca debieron haber salido.

Hasta aquí algunos apuntes, por otra parte bien conocidos, de las implicaciones que para los animales tiene el que podríamos calificar de “tráfico ilegal”. Porque es éste uno de los puntos de inflexión del debate sobre el comercio de especies, la distinción interesada de dos actividades que desde el punto de vista de los intereses y de los derechos de sus desdichados protagonistas tienen consecuencias similares. En tal sentido, los medios de comunicación e incluso las diferentes administraciones se han encargado de hacernos creer que es el tráfico ilegal el que debe combatirse, el único negocio perverso, concediendo una licitud moral así al grueso de todo el montante regulado y legal, que crea en la práctica tanto o más sufrimiento que el primero.
Independientemente de que el animal haya sido capturado en su medio o nacido en cautividad, el resultado de una adquisición caprichosa o poco reflexionada es fácil de adivinar. La ilusión inicial se torna más pronto que tarde en falta de interés, desaparece el encanto de las primeras semanas, y la serpiente, ardilla o sapo se acaba convirtiendo en un estorbo del que tratamos de deshacernos a la primera oportunidad que se nos presenta. Para ello, fundamentalmente se utilizan tres vías: depositarlo en uno de los centros de acogida que existen, regalarlo o malvenderlo a terceros o, por último, liberarlo en la naturaleza. La segunda opción no hace la mayoría de las veces sino alargar el periplo del animal. En cuanto a la primera vía, quienes desarrollan su labor en uno de los centros de acogida mencionados conocen muy bien la dimensión del problema, por ser receptores de cientos de estos animales cada año, a los que buscarle una solución satisfactoria para ellos se convierte en un reto imposible. Con frecuencia, la solución más práctica es el sacrificio sistemático. Pero es la tercera opción la que más preocupa a las diferentes administraciones, paradójicamente las mismas que asumen una incomprensible relajación en las etapas previas a la suelta de ejemplares en el medio. Efectivamente, estamos ante un problema cuyas consecuencias finales son ya identificables por los expertos en la materia: hibridación con especies genéticamente similares, competencia por la comida con ejemplares autóctonos, agresividad directa. Lo cierto es que los diversos poderes públicos con competencias en el tema suelen aplicar en este tipo de situaciones protocolos de actuación tan contundentes como la persecución y muerte de los animales, a los que se reserva la poca amistosa etiqueta de especies invasoras, como si, por su parte, se tratase de una estrategia de conquista consciente y malévola. He aquí uno de los elementos de reflexión más sugerentes en este campo, la legitimidad moral que nos asiste para poner en marcha una política de eliminación dolorosa de animales inocentes, sin que previamente hayamos establecido fórmulas básicas para evitar estos dramáticos resultados finales.
Aunque con toda seguridad ejemplos similares proliferan por doquier, aporto aquí un par de ejemplos aislados pero significativos que han tenido y siguen teniendo lugar en la Comunidad Autónoma del País Vasco. El primero hace referencia a la captura y eliminación traumática de ejemplares de visón americano, originariamente huidos de granjas peleteras, que han estado siendo capturados en las riberas de los ríos mediante jaulas, y sacrificados mediante el expeditivo método de la inmersión en el agua que hasta entonces había constituido parte de su espacio natural. No es difícil imaginar la innecesaria crueldad de esta técnica, teniendo en cuenta además que la visita a las jaulas se retrasaba en ocasiones durante varios días, con toda la carga de angustia que ello suponía para el animal encarcelado. Sólo la presión animalista hizo que se sustituyera esta brutal operación por otra más humanitaria, además de conseguir la denegación por ley de nuevas licencias de apertura de instalaciones de granjas peleteras de la especie referida, debido a la competencia desigual que mantiene en el medio con el visón europeo.
La segunda realidad nos remite de nuevo a la legislación vigente, que, en el caso vasco, pasa por la escasamente conocida LEY 6/1993, de 29 de octubre, que en su artículo 21.1. asume que “Los establecimientos dedicados a la cría o venta de animales deberán hacer constar en el libro de registro a que se refiere el artículo 18 las entradas y salidas de animales. Igualmente, deberán entregar trimestralmente una relación de los animales vendidos, procedencia, especie, raza y adquirientes a los respectivos Ayuntamientos.” Pues bien, ni uno sólo de los ayuntamientos vascos (incluyendo las capitales) se ocupa de que estos establecimientos cumplan con la entrega trimestral que señala la normativa, once años después de que ésta entrara en vigor. Así las cosas, la situación no merece otro calificativo que de absoluto descontrol, ante una circunstancia (la recogida de los informes de las tiendas) que no requiere en sí misma un gran despliegue organizativo ni gestor. El simple cumplimiento del punto mencionado y un tratamiento estadístico básico permitiría conocer a la administración el estado de las cosas y su evolución, pudiendo de esta forma aplicar medidas de corrección para evitar la proliferación de especies no deseadas en el medio. Y, como elemento agravante, no podemos olvidar el hecho de que esos mismos ayuntamientos que hacen caso omiso de la ley son los mismos que organizan paralelamente jornadas y exposiciones sobre las famosas especies invasoras, repartiendo coloristas folletos donde se explican los efectos, pero se guarda silencio sobre la responsabilidad propia.

Parece claro que, desde tesis puramente animalistas, la solución pasa por un cambio de mentalidad profunda que convierta el hecho de adquirir animales en una opción mal vista, pero mientras llega ese momento debe ejercerse sobre los propietarios un control exhaustivo, que pasa inevitablemente por la identificación de un sector de animales lo más amplio posible. Detrás de cada uno de ellos debe existir un responsable con nombre, apellidos y domicilio. Y es este ciudadano o ciudadana quien debe trasladar al organismo que corresponda cualquier circunstancia relevante, como pueden ser la adquisición, pérdida, fallecimiento o extravío. Una situación como la sugerida puede parecer hoy ciertamente quimérica, pero existen no pocas realidades que han variado de forma radical en apenas unos años, cuando en un principio tal cambio parecía imposible. Nos topamos otra vez con la falta de interés y de voluntad de las instituciones que, como mínimo, deberían cumplir escrupulosamente la normativa que ellas mismas propugnan.

En el terreno de las reflexiones más genéricas, cabe destacar que uno de los problemas clave que se derivan del cautiverio de animales silvestres en nuestro entorno es que aquellos se hallan en un estado de dependencia absoluta. Nada de lo que hagan les reportará grandes beneficios. En su medio natural, pueden cambiar de lugar con facilidad, evitar con rapidez un buen número de situaciones inconvenientes para ellos, establecer las relaciones sociales que les son propias. Nada de esto es posible en un acuario instalado junto al televisor, o en la jaula que no deja ver más paisaje que una cocina. Para los peces, la temperatura del agua resulta fundamental, y la cautividad no les permite desplazarse ni siquiera un metro. Un medio en pésimas condiciones puede ser el resultado de algo aparentemente tan trivial como que al cuidador humano le dé pereza cambiar el agua de la pecera u olvide oxigenarla adecuadamente.

Los animales silvestres no pueden desarrollarse adecuadamente en nuestro entorno. Toda su potencialidad biológica y de comportamiento se encuentra cercenada de por vida. Son víctimas de un “contrato” unilateral en el que siempre salen perdiendo, y se acaban convirtiendo en esclavos de nuestro egoísmo y de nuestra vanidad. Sus vidas en cautividad no son sino una burda imitación de la libertad y de todas las posibilidades que ésta ofrece.

Como en tantos otros escenarios, se da la aparente paradoja de que quienes crean el problema tienen en sus manos la solución. Si el detonante de toda esta locura es la demanda, el factor de corrección debe ser lo contrario. Efectivamente, nuestra responsabilidad ética como consumidores debería orientarnos hacia la solución: no participar en un negocio sucio, y el adjetivo es aplicable independientemente de que le asignemos la etiqueta de “ilegal” o “lícito”. El dolor y el sufrimiento no entiende de acuerdos jurídicos, de tal forma que un periquito con los papeles en regla pero enjaulado tiene las misma carencias emocionales que la tortuga importada legalmente.

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© febrero 2005
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