SIMIOS IGUALES,
IGUALES DERECHOS
Parece que el veinticinco de abril se empeña en vincularse al concepto de revolución en la Península ibérica, si nos atenemos a dos acontecimientos que han tenido lugar en la mencionada fecha. Por un lado, la famosa “revolución de los claveles” que acabó con cincuenta años de dictadura salazarista en Portugal, y de paso con una interminable y dolorosa descolonización para el país vecino en sus posesiones africanas. El otro veinticinco de abril de carácter revolucionario tiene lugar treinta y dos años después, cuando uno de los grupos políticos representados en la Cámara Baja, esta vez en España, presenta una Proposición no de Ley para que se apruebe una de las iniciativas más audaces en lo que a avances morales se refiere: el Proyecto Gran Simio. Es ésta una propuesta teórica lanzada por dos reconocidos filósofos en 1993, y cuyo propósito es que todos los Grandes Simios gocen de los mismos derechos básicos, entendiendo éstos como los que conciernen a la vida y a la integridad física y emocional. Cinco son las especies que componen el grupo referido, y a una de ellas pertenecen todos y cada uno de los lectores de estas líneas. Pues sí, qué le vamos a hacer, nosotros y nosotras somos humanos, y por ende monos, “grandes simios” para más señas, Y nuestros compañeros de grupo zoológico son los orangutanes, los gorilas, los chimpancés y los bonobos. Esto no es ni bueno ni malo, sino una evidencia científica sobre la que no cabe hacer conjeturas de índole moral. Es así y punto.
La cuestión es que los sesudos estudios realizados hasta la fecha no dejan de aportar cada vez más luz respecto al parentesco filogenético que nos une a todos los miembros de este exclusivo club, similitud que en algunos casos como el de los chimpancés llega a superar el 99 %. La cosa no es broma. Y no lo es hasta tal punto que, con los datos en la mano, ciertas teorías morales que creíamos hasta ahora sólidas como rocas, se tambalean ya como hojas. El dilema está servido. ¿Podemos permitir que se destruya la casa de los orangutanes en Borneo sin hacer nada, mientras asumimos el derecho a una vivienda digna de los monos humanos como un logro social digno de elogio? ¿Resulta coherente prohibir que se realicen experimentos médicos en hombres, mujeres y niños, al tiempo que lo permitimos en bonobos? ¿Somos iguales, y de ser así, en qué aspectos y grados?
Estamos sin duda ante una segunda etapa de la revolución moral que Charles Darwin comenzó allá a mediados del diecinueve, y que provocó todo una suerte de críticas satíricas alrededor de la tesis según la cual no sólo descendemos del mono, sino que somos de hecho un mono más. Las viñetas de los periódicos se convirtieron entonces en estrado de jueces, y los ilustradores de la época hicieron su agosto a cuenta de la famosa teoría del naturalista inglés que el tiempo y la ciencia han acabado convirtiendo en realidad palmaria. Incluso alguno de esos dibujos ridiculizantes preside todavía la etiqueta de cierta castiza bebida alcohólica con gran arraigo popular en nuestro país.
A tenor de lo que acaba de suceder en esta ocasión, se diría que pocas cosas han cambiado en nuestra mentalidad a lo largo de los casi dos últimos siglos. O desde luego bastantes menos de lo que nuestra arrogancia pretende demostrar. Porque la iniciativa socialista ha abierto la espita para que toda una cohorte de pensadores a sueldo, sin el más mínimo rigor ni información (una cosa lleva a la otra), se lance a verter sus críticas, ora estableciendo una comparación grosera entre los monos y el político de turno, ora sacándose de la chistera (que no de lo que habitualmente pretende cubrir) toda suerte de chanzas y supuestas gracietas, de tan ínfima calidad que apenas si tienen cabida en el mercado interno de “incondicionales”. Pero la cosa podría quedar en simple anécdota si no se diese la circunstancia de que en el terreno de la argumentación más elaborada -que la hay- la cosa no mejora, y lo preocupante es que debiera hacerlo si nos queremos hacer merecedores de la lustrosa etiqueta de “racionales” con la que tan frecuentemente nos regalamos los oídos. Haciendo un esfuerzo por sintetizar los argumentos utilizados por los detractores de la iniciativa, creo que pueden identificarse dos de ellos por encima de cualesquiera otros.
El primero hace referencia a la supuesta improcedencia de conceder derechos humanos a individuos que no lo son. Improcedencia que asumimos por completo desde nuestra asociación. Tal es así, que nadie, hasta donde nosotros sabemos, ha propuesto tal cosa. Los orangutanes no necesitan “derechos humanos”, sino más bien “derechos orangutanianos”. Cosa bien distinta es que algunos (como los mencionados anteriormente a la vida y a la integridad) coincidan, pero tal hecho no deriva sino de la también coincidente naturaleza que nos caracteriza a humanos y orangutanes: ambos poseemos similar capacidad de sufrir dolor físico y de experimentar padecimientos psicológicos intensos. Y es en este punto donde el dilema alcanza su punto álgido. Porque ya me dirán ustedes cómo conciliamos idénticos sufrimientos con diferentes consideraciones morales. ¿Estamos dispuestos a aceptar un hecho lesivo proscribiéndolo si la víctima es humana y al tiempo mostrar indiferencia por el solo hecho de que el protagonista pertenezca a otra especie? ¿Acaso este escenario no cae de lleno en el terreno de la discriminación arbitraria? ¿Qué diferencia sustancial existe entre discriminar humanos en razón de su raza, de su género o de su orientación sexual y hacerlo con otros individuos por razones de especie? Conocida es la extraordinaria dificultad de superar mentalidades forjadas durante milenios, de echar abajo ideologías que pesan como losas, para bien y para mal. Pero en eso precisamente consiste el reto, en ser capaces de superar errores e incorporar a nuestra realidad novedades que hagan de este mundo un lugar mejor para un número cada vez mayor de beneficiarios.
Y con esto nos vamos a la segunda cuestión aducida por los detractores. El manido y sin embargo por desgracia eficiente argumento del “nosotros primero”. Siguiendo este pensamiento simplista, se supone que la comunidad humana no debería hacer nada por nadie (excepción hecha de nosotros mismos) hasta que no queden definitivamente superados todos y cada uno de los problemas que nos acechan. Pero tal pretensión es egoísta como pocas, máxime teniendo en cuenta que el problema central de los monos chimpancés y de todas las demás especies “grandesimiescas” somos los monos humanos. Intentar dejar aparcadas sus desdichas hasta que no solventemos nuestras desgracias es tanto como intentar acallar la boca de las mujeres maltratadas aduciendo que “antes están los varones”, con el agravante de que son precisamente éstos los victimarios de aquéllas. Se necesitan grandes dosis de mala fe para que alguien que agrede a un inocente le espete a continuación que debe esperar a que él mismo resuelva sus problemas antes de que se proceda a atenderle de sus heridas.
Pues así están las cosas. Parecía que la actual legislatura política, y en lo que a logros de naturaleza moral se refiere, había tocado techo con las comisarías especializadas en violencia doméstica y los derechos civiles concedidos a los homosexuales. Pero todo apunta a que esta ilusionante etapa aún puede dar mucho juego, teniendo en cuenta además que apenas hemos superado el ecuador de la misma.
Termino recuperando la caprichosa conexión inicial con las fechas. Si incruenta -o casi- fue la primera, más pretende serlo la segunda, dadas sus raíces y características esencialmente protectoras y orientadas en cualquier caso a garantizar el bienestar de inocentes. Al final, y se mire por donde se mire, la concesión de derechos a comunidades a las que hasta ese momento se les negaban es una cuestión de simple y llana generosidad. Nada más. Y nada menos.
IGUALES DERECHOS
Parece que el veinticinco de abril se empeña en vincularse al concepto de revolución en la Península ibérica, si nos atenemos a dos acontecimientos que han tenido lugar en la mencionada fecha. Por un lado, la famosa “revolución de los claveles” que acabó con cincuenta años de dictadura salazarista en Portugal, y de paso con una interminable y dolorosa descolonización para el país vecino en sus posesiones africanas. El otro veinticinco de abril de carácter revolucionario tiene lugar treinta y dos años después, cuando uno de los grupos políticos representados en la Cámara Baja, esta vez en España, presenta una Proposición no de Ley para que se apruebe una de las iniciativas más audaces en lo que a avances morales se refiere: el Proyecto Gran Simio. Es ésta una propuesta teórica lanzada por dos reconocidos filósofos en 1993, y cuyo propósito es que todos los Grandes Simios gocen de los mismos derechos básicos, entendiendo éstos como los que conciernen a la vida y a la integridad física y emocional. Cinco son las especies que componen el grupo referido, y a una de ellas pertenecen todos y cada uno de los lectores de estas líneas. Pues sí, qué le vamos a hacer, nosotros y nosotras somos humanos, y por ende monos, “grandes simios” para más señas, Y nuestros compañeros de grupo zoológico son los orangutanes, los gorilas, los chimpancés y los bonobos. Esto no es ni bueno ni malo, sino una evidencia científica sobre la que no cabe hacer conjeturas de índole moral. Es así y punto.
La cuestión es que los sesudos estudios realizados hasta la fecha no dejan de aportar cada vez más luz respecto al parentesco filogenético que nos une a todos los miembros de este exclusivo club, similitud que en algunos casos como el de los chimpancés llega a superar el 99 %. La cosa no es broma. Y no lo es hasta tal punto que, con los datos en la mano, ciertas teorías morales que creíamos hasta ahora sólidas como rocas, se tambalean ya como hojas. El dilema está servido. ¿Podemos permitir que se destruya la casa de los orangutanes en Borneo sin hacer nada, mientras asumimos el derecho a una vivienda digna de los monos humanos como un logro social digno de elogio? ¿Resulta coherente prohibir que se realicen experimentos médicos en hombres, mujeres y niños, al tiempo que lo permitimos en bonobos? ¿Somos iguales, y de ser así, en qué aspectos y grados?
Estamos sin duda ante una segunda etapa de la revolución moral que Charles Darwin comenzó allá a mediados del diecinueve, y que provocó todo una suerte de críticas satíricas alrededor de la tesis según la cual no sólo descendemos del mono, sino que somos de hecho un mono más. Las viñetas de los periódicos se convirtieron entonces en estrado de jueces, y los ilustradores de la época hicieron su agosto a cuenta de la famosa teoría del naturalista inglés que el tiempo y la ciencia han acabado convirtiendo en realidad palmaria. Incluso alguno de esos dibujos ridiculizantes preside todavía la etiqueta de cierta castiza bebida alcohólica con gran arraigo popular en nuestro país.
A tenor de lo que acaba de suceder en esta ocasión, se diría que pocas cosas han cambiado en nuestra mentalidad a lo largo de los casi dos últimos siglos. O desde luego bastantes menos de lo que nuestra arrogancia pretende demostrar. Porque la iniciativa socialista ha abierto la espita para que toda una cohorte de pensadores a sueldo, sin el más mínimo rigor ni información (una cosa lleva a la otra), se lance a verter sus críticas, ora estableciendo una comparación grosera entre los monos y el político de turno, ora sacándose de la chistera (que no de lo que habitualmente pretende cubrir) toda suerte de chanzas y supuestas gracietas, de tan ínfima calidad que apenas si tienen cabida en el mercado interno de “incondicionales”. Pero la cosa podría quedar en simple anécdota si no se diese la circunstancia de que en el terreno de la argumentación más elaborada -que la hay- la cosa no mejora, y lo preocupante es que debiera hacerlo si nos queremos hacer merecedores de la lustrosa etiqueta de “racionales” con la que tan frecuentemente nos regalamos los oídos. Haciendo un esfuerzo por sintetizar los argumentos utilizados por los detractores de la iniciativa, creo que pueden identificarse dos de ellos por encima de cualesquiera otros.
El primero hace referencia a la supuesta improcedencia de conceder derechos humanos a individuos que no lo son. Improcedencia que asumimos por completo desde nuestra asociación. Tal es así, que nadie, hasta donde nosotros sabemos, ha propuesto tal cosa. Los orangutanes no necesitan “derechos humanos”, sino más bien “derechos orangutanianos”. Cosa bien distinta es que algunos (como los mencionados anteriormente a la vida y a la integridad) coincidan, pero tal hecho no deriva sino de la también coincidente naturaleza que nos caracteriza a humanos y orangutanes: ambos poseemos similar capacidad de sufrir dolor físico y de experimentar padecimientos psicológicos intensos. Y es en este punto donde el dilema alcanza su punto álgido. Porque ya me dirán ustedes cómo conciliamos idénticos sufrimientos con diferentes consideraciones morales. ¿Estamos dispuestos a aceptar un hecho lesivo proscribiéndolo si la víctima es humana y al tiempo mostrar indiferencia por el solo hecho de que el protagonista pertenezca a otra especie? ¿Acaso este escenario no cae de lleno en el terreno de la discriminación arbitraria? ¿Qué diferencia sustancial existe entre discriminar humanos en razón de su raza, de su género o de su orientación sexual y hacerlo con otros individuos por razones de especie? Conocida es la extraordinaria dificultad de superar mentalidades forjadas durante milenios, de echar abajo ideologías que pesan como losas, para bien y para mal. Pero en eso precisamente consiste el reto, en ser capaces de superar errores e incorporar a nuestra realidad novedades que hagan de este mundo un lugar mejor para un número cada vez mayor de beneficiarios.
Y con esto nos vamos a la segunda cuestión aducida por los detractores. El manido y sin embargo por desgracia eficiente argumento del “nosotros primero”. Siguiendo este pensamiento simplista, se supone que la comunidad humana no debería hacer nada por nadie (excepción hecha de nosotros mismos) hasta que no queden definitivamente superados todos y cada uno de los problemas que nos acechan. Pero tal pretensión es egoísta como pocas, máxime teniendo en cuenta que el problema central de los monos chimpancés y de todas las demás especies “grandesimiescas” somos los monos humanos. Intentar dejar aparcadas sus desdichas hasta que no solventemos nuestras desgracias es tanto como intentar acallar la boca de las mujeres maltratadas aduciendo que “antes están los varones”, con el agravante de que son precisamente éstos los victimarios de aquéllas. Se necesitan grandes dosis de mala fe para que alguien que agrede a un inocente le espete a continuación que debe esperar a que él mismo resuelva sus problemas antes de que se proceda a atenderle de sus heridas.
Pues así están las cosas. Parecía que la actual legislatura política, y en lo que a logros de naturaleza moral se refiere, había tocado techo con las comisarías especializadas en violencia doméstica y los derechos civiles concedidos a los homosexuales. Pero todo apunta a que esta ilusionante etapa aún puede dar mucho juego, teniendo en cuenta además que apenas hemos superado el ecuador de la misma.
Termino recuperando la caprichosa conexión inicial con las fechas. Si incruenta -o casi- fue la primera, más pretende serlo la segunda, dadas sus raíces y características esencialmente protectoras y orientadas en cualquier caso a garantizar el bienestar de inocentes. Al final, y se mire por donde se mire, la concesión de derechos a comunidades a las que hasta ese momento se les negaban es una cuestión de simple y llana generosidad. Nada más. Y nada menos.
© mayo 2006
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